Demon

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Capítulo 12

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torTura

Mi cabeza palpita de dolor, mis párpados pesan, mis extremidades se sienten adoloridas y tensas, y el hedor a humedad y suciedad que lo invade todo hace que mi estómago se revuelva.

Por un momento, creo que me he quedado ciega, ya que no distingo nada a pesar de tener los ojos abiertos, pero, al cabo de unos segundos de pánico intenso, descubro que me encuentro en un lugar oscuro hasta la mierda. Solo un par de destellos luminosos provenientes de alguna parte en la lejanía me hacen saber que no he perdido la capacidad de ver.

Estoy aturdida, desorientada y me siento lenta y aletargada; es por eso por lo que me toman unos instantes empezar a llenar los espacios vacíos de mi memoria.

La llamada de Mason es lo primero que viene a mí. Le sigue nuestra reunión en el café frente a la biblioteca, el té, la inmovilidad de mi cuerpo y la mirada aterradora en su rostro.

En ese instante, los vellos de mi cuerpo se erizan y el terror se detona en mi sistema. La sensación de malestar incrementa mientras trato de recorrer el lugar con la vista, pero no puedo ver nada más allá de mi nariz.

Eventualmente, logro distinguir un halo de luz en la parte inferior de una de las paredes. No dura demasiado tiempo. Desaparece casi tan pronto como llega, pero sé que ahí debe de haber una salida.

Me pongo de pie con lentitud, mientras intento mantener el equilibrio a pesar del mareo que me asalta. La droga del té apenas debe estar saliendo de mi sistema —si no es que me han mantenido drogada por mucho más tiempo.

Trato de avanzar, pero el sonido del metal siendo arrastrado y el dolor en mis extremidades superiores hacen que me detenga en seco. El miedo aumenta considerablemente y, de pronto, me encuentro tanteando los brazaletes metálicos que pellizcan la carne de mis muñecas.

El horror se apodera de mi cuerpo a una velocidad impresionante, la desesperación hace que un agujero se instale en la boca de mi garganta y, entonces, grito. Grito por ayuda, al tiempo que tiro de mí hacia atrás, en un intento absurdo y desesperado de deshacerme de las cadenas que están fijas a la pared y me mantienen en mi lugar.

Los gritos son acompañados por sollozos aterrorizados, y se transforman en gruñidos y gemidos lastimosos provocados por el intenso ardor en las uniones de mis manos.

Mis hombros y codos duelen y la humedad que cae al suelo desde mis muñecas me hace saber que estoy sangrando. Me he lastimado hasta este punto y, a pesar de todo, no me detengo. No dejo de luchar contra la inhumanidad a la que he sido sometida. Lucho porque, si no lo hago, voy a ovillarme en el suelo a llorar como idiota, y llorar no soluciona nada.

Pasan segundos. Minutos. Horas... Antes de que alguien se digne a venir a verme. Para ese momento, estoy histérica. El aire me falta, me siento mareada, aletargada y torpe. Necesito mi inhalador. Necesito ver a Mason para golpear su rostro contra el concreto hasta que su cráneo se rompa en fragmentos diminutos.

El hombre que abre la puerta metálica de la habitación enciende las luces. El cambio brusco de iluminación hace que mis párpados se cierren a toda velocidad. Trato de acostumbrarme a la tenue luz que emana el foco que cuelga del techo, pero mis ojos no dejan de lagrimear y escocer.

«¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que vi algo de luz?».

Cuando logro orientarme, me doy cuenta de que me encuentro en el centro de una habitación diminuta. Estoy segura de que aquí dentro apenas sí cabrían tres personas de pie si intentaran acomodarlas. El cambio de escenario hace que el terror disminuya un poco y trato de memorizar cada espacio de mi entorno para saber dónde está la puerta, en caso de que vuelvan a sumirme en la oscuridad.

Mi garganta arde de tanto gritar, mis ojos se sienten hinchados debido a las lágrimas, mi cuerpo entero se estremece cada pocos segundos debido al pánico y mi respiración es un silbido jadeante.

El hombre ni siquiera se inmuta cuando me mira.

No puedo verle la cara. La lleva cubierta con la capucha de la túnica de color café que utiliza, y una bandeja de metal entre las manos. En ella, solo hay un vaso de cristal lleno de agua y un pequeño plato de plástico.

Sin perder el tiempo, deja la bandeja en el suelo y toma el vaso con agua.

—P-Por favor, ayúdeme —suplico, con voz temblorosa y ronca. El sollozo entrecortado y aterrorizado que le acompaña a mis palabras es casi tan lastimoso como las lágrimas nuevas que me asaltan—. Por favor, n-necesito salir de aquí. Por favor…

El desconocido no dice nada. Ni siquiera da muestras de haberme escuchado. Solo avanza hacia mí a paso seguro. Yo retrocedo cuando lo hace, pero termino acorralada contra la pared. Entonces, trata de hacerme beber el contenido del vaso, pero me aparto con brusquedad y utilizo mis piernas para golpearlo y hacerlo retroceder.

El sonido del vidrio quebrándose es solo el inicio del caos.

El hombre trata de llegar a mí, pero pataleo cuanto me es posible para mantenerlo a una distancia adecuada. Él logra aferrar sus dedos a mi cabello y tira de él con tanta fuerza, que suelto un grito ahogado de puro dolor. Entonces, me empuja hacia abajo.

El dolor en mi mejilla derecha estalla en ese momento. Ardor y quemazón me invaden y siento cómo los trozos más pequeños del vaso roto se entierran en mi mejilla y mi sien.

Otro grito brota de mis labios y lucho por levantarme, pero el hombre ya está introduciendo una pasta espesa de consistencia viscosa en mi boca. Es avena preparada hace horas. Lo sé por la consistencia grumosa y densa que tiene.

El escupitajo sale de mi boca sin que pueda detenerlo y le da de lleno en las botas. Entonces, viene el primer golpe. Un gemido adolorido brota de mis labios, pero no me da tiempo de procesar lo que ocurre. Se limita a intentar girar mi cara con las manos para tener mejor acceso a mi boca y yo reanudo mi lucha.

Suelto patadas y arañazos antes de que una bofetada me haga gritar de nuevo. El ardor es tan intenso, que siento cómo mi rostro se calienta debido al impacto de su mano.

Trato de arrastrarme lejos de su alcance, pero no me deja hacerlo. Entierra sus uñas en la carne blanda de mis brazos y enreda sus dedos en las hebras oscuras de mi cabello. En ese momento, grito una vez más, pero nadie viene a ayudarme.

El hombre se las arregla para incorporarme de un tirón. Un sollozo cargado de dolor brota de mis labios cuando lo hace. Mi cabello está atrapado dentro de su puño, así que utiliza esa ventaja para hacerme alzar la vista.

Un par de familiares ojos azules me miran, pero sé que no conozco al hombre que trata de alimentarme. Estoy segura de que no lo he visto jamás.

«Pero ¿dónde he visto esos ojos?».

Sin perder el tiempo, toma una cucharada de la avena y la empuja casi hasta mi garganta para hacerme tragarla, pero lo único que consigue es provocarme una arcada. Siento el vómito subir por mi garganta cuando, a la fuerza, introduce más comida en mi boca y quiero gritar de la frustración y el pánico.

La brusquedad de sus movimientos solo aumenta el llanto horrorizado que me asalta y, mientras me obliga a comer, descubro porqué me resulta tan familiar. Descubro que sus ojos son iguales a los del chico dulce que conocí en la biblioteca hace unas semanas.

Debe ser el padre de Mason. No encuentro otra explicación.

Una vez que el hombre ha dejado de atragantarme con la avena, inspecciona las heridas provocadas por el aro de metal en mis muñecas.

La severidad en su expresión me hace querer reír. Es irónico que se preocupe por las marcas ahí, pero no le importe en lo absoluto golpearme como lo hizo. La ira se apodera de mi cuerpo con la realización de ese hecho. La impotencia, el pánico y el coraje se mezclan en mi interior, y le abren paso a un sentimiento más oscuro y vicioso.

Ninguno de los dos dice nada mientras recoge el desastre en el suelo, pero, cuando se dispone a salir de la habitación, se detiene en seco y me mira por el rabillo del ojo.

Mi cara se siente hinchada. No puedo cerrar bien la boca y mi ojo derecho está casi cerrado. Me duele todo el cuerpo y se siente como si mi cuero cabelludo estuviese a punto de separarse de mi cabeza. Sé que estoy hecha una mierda, pero, pese al llanto incontenible, le sostengo la mirada.

Algo similar al remordimiento brilla en su expresión, pero no hace nada por acercarse a liberarme de mis ataduras y limpiar las heridas que él mismo me ha provocado.

—Deja de gritar —dice, con su voz ronca y pastosa, tras un largo momento—. Esto es por tu bien. Por el nuestro.

—Están enfermos —escupo. El coraje en mi voz se eleva con cada palabra que pronuncio—. Usted y su hijo están enfermos. Espero que se pudran en el infierno.

La expresión del hombre se oscurece con mis palabras.

—Usa bien tus palabras, muchachita —sisea—. No tienes una idea de cuánto poder tienen. Vas a condenarnos a todos si sigues andando con ese demonio que te ronda.

—Mikhail va a cazarlos a todos. —El tono siniestro en mi voz me sobresalta, pero trato de mantener mi expresión serena. Sé que es mentira. Sé que Mikhail no va a venir a ayudarme, pero me regodeo con el terror que se filtra en la mirada del hombre—. Va a acabar contigo y con tu hijo, y con todo aquel que sea como tú.

Una sonrisa tira de las comisuras de sus labios, pero el miedo aún no se va de su expresión. Entonces, sacude la cabeza, como quien intenta alejar los pensamientos negativos.

—Los ángeles están de parte de los que son como yo —dice, con orgullo. El vestigio de miedo que vi hace unos instantes, ya no está—. Tenemos su protección. Y lamento informarte, cariño, que ningún demonio, por muy fuerte que sea, podrá con nosotros.

Tengo hambre. Tanta, que no puedo pensar en nada más. No sé cuánto tiempo ha pasado, pero sé que ha sido bastante. Mucho más del que me gustaría. He dormido por horas y he despertado solo para pedir auxilio. He gritado de la desesperación y de la angustia, y he gritado por piedad.

He perdido toda mi dignidad. Huelo a orina y desechos fecales. Las heridas de mis muñecas han comenzado a llenarse de costras y es lo único que necesito para saber que han pasado días desde la última vez que comí algo. Desde que alguien vino a verme.

Dejé de llorar hace mucho, pero no dejo de pedir auxilio. No dejo de suplicar por algo de comida. Por algo de agua.

Impotencia, angustia y desesperación es lo único que he podido sentir aparte de hambre y sed. Durante todo este tiempo, lo único que he hecho es revolcarme en mi miseria.

El miedo no ha dejado de consumirme poco a poco y me he encontrado —más veces de las que gustaría— deseando que alguien haga algo para acabar con mi sufrimiento. Me he encontrado deseando dormir y no despertar de nuevo… Pero eso no ocurre. Siempre despierto. Siempre abro los ojos y siento cómo la oscuridad de la habitación se cuela en mis huesos y se hace parte de mí.

Algo se rompe en mi cabeza poco a poco y me aterroriza saber que está ocurriendo. Me horroriza saber que estoy perdiéndome a mí misma en este lugar.

Y así pasa el tiempo. Pasan los minutos, las horas... Los días, quizás. No lo sé. Lo único que sé es que mi estómago duele y que no tengo fuerzas suficientes para arrastrarme lejos de la esquina donde me encuentro.

El destello de luz lo inunda todo, pero ni siquiera puedo alzar la cabeza para descubrir qué está pasando. Estoy en un estado de semiinconsciencia que apenas me permite percatarme de las personas que han entrado a la habitación.

Alguien murmura algo acerca del mal olor y otra persona trabaja en las muñequeras de metal que me mantienen prisionera. Las cadenas están estiradas hasta su límite, así que tiene que esforzarse un poco más de lo debido para lograr liberarme.

El dolor en mis extremidades es insoportable, pero no emito ningún sonido que delate las ganas que tengo de echarme a llorar.

Soy levantada del suelo, pero mis pies no responden. No puedo sostener el peso de mi cuerpo. Mis piernas están tan entumecidas, que ni siquiera puedo moverlas. Entonces, alguien envuelve un brazo alrededor de mi cintura para ayudarme a avanzar por un corredor hecho de piedra.

El hedor a humedad es desagradable y hace que mi garganta se sienta apretada y densa, pero el movimiento y la circulación de la sangre en mis extremidades hacen que sea un poco más consciente de mi entorno.

Subimos un par de tramos de escaleras antes de que la persona que me lleva casi a cuestas me introduzca dentro de una habitación iluminada con luz blanca. El sonido del agua y el vapor lo inundan todo, y es lo único que necesito para saber que estoy dentro de un baño.

Una mujer aparece en mi campo de visión y me despoja de las prendas que visto a toda velocidad, antes de acomodarme en el suelo de la regadera sin un ápice de delicadeza.

El golpe del agua contra mi cuerpo es doloroso y gratificante al mismo tiempo, pero no me dan tiempo suficiente para disfrutarlo. La mujer restriega mi cuerpo con una barra de jabón y lava mi cabello con shampoo proveniente de una pequeña bolsa plástica.

Noto cómo se detiene en seco cuando mira la piel hinchada e infectada alrededor de mis muñecas, pero se recupera rápidamente y continúa con el trabajo impuesto.

Al terminar con la tarea de lavarme, me ayuda a incorporarme y me entrega un bulto de ropa que no estoy segura de poder ponerme. Trato con las bragas de algodón, pero mis dedos temblorosos apenas responden, así que me ayuda con eso. Entonces, sin perder el tiempo, me ayuda a poner los seguros del sujetador. Segundos después, me ayuda a colocarme una prenda holgada de color blanco. Me toma un momento darme cuenta de que se trata de un vestido.

La mujer me ayuda a incorporarme una vez más y me saca del pequeño cuarto para guiarme hasta otra habitación, donde soy alimentada con pan, leche y frutos secos. Todo me sabe a gloria.

Soy dirigida hacia otro lugar una vez que termino de comer.

Avanzamos por una cantidad abrumadora de pasillos, antes de subir otro tramo de escaleras. La mujer se detiene en seco frente a una puerta de metal y se gira para inspeccionarme una vez más. Su vista me recorre a toda velocidad antes de apelmazar mi cabello con sus palmas. Entonces toma una inspiración profunda y abre la puerta.

Doy un paso y luego otro, pero, en el momento en el que alzo la vista, me congelo. El vértigo y el nerviosismo se detonan en mi sistema en el instante en el que me percato de lo que ocurre.

La sala frente a mí es enorme y hay un montón de bancas acomodadas alrededor de la plataforma sobre la que me encuentro parada. Todas ellas están repletas de gente.

Los vitrales de los ventanales, la forma cupular del techo y las estatuas acomodadas al fondo de la habitación, me hacen saber que estoy en una especie de iglesia y que yo soy el centro de atención.

Un hombre habla en un idioma desconocido para mí y la gente responde a sus pregones con la voz cargada de una emoción irreconocible.

Los ancianos que se encuentran en las primeras hileras miran hacia el techo del lugar con una devoción aterradora, mientras que muchas de las personas presentes alzan las manos hacia el cielo, como si trataran de alcanzarlo. Como si imploraran ser llevados a ese lugar.

El horror y el terror me invaden por completo.

Antes, cuando era más joven, iba con mis padres a la iglesia. Aún después de que fallecieran continué asistiendo a las ceremonias dominicales; sin embargo, esto es algo completamente diferente.

Estas personas no están aquí para orar como una persona común y corriente. Algo en todo esto se siente extraño. Erróneo…

Soy empujada hacia el centro del escenario y me enferma notar el parecido que tiene todo esto a los altares que conozco.

El hombre que habla viste la misma túnica café que vi en el que me alimentó y me golpeó aquella vez en la habitación oscura. Me pregunto si será la misma persona. No me sorprendería ni un segundo que así fuera.

De pronto, todas las miradas están puestas en mí. Incluso el orador me observa con deleite.

—¡Tenemos lo que los ángeles nos han pedido, hermanos! —exclama el hombre y todo el mundo suelta exclamaciones de júbilo y gratitud—. ¡El sacrificio será realizado y todos nosotros pisaremos tierra divina! ¡La salvación del Fin del mundo será para nosotros, las fieles ovejas!

Los gritos extasiados continúan y doy un paso tembloroso hacia atrás, antes de que alguien me sostenga por los hombros y me obligue a avanzar hacia el centro de espacio. El hombre que dirige la ceremonia habla acerca de la voluntad de Dios como si realmente la conociera, y me enferma cómo es que es capaz de actuar en su nombre. Me horroriza darme cuenta de que me mantuvieron cautiva con el fin de entregarme como sacrificio. Un sacrificio que Dios no necesita. Que dudo mucho que quiera.

Alguien trata de hacerme dar un paso hacia atrás, pero utilizo la poca fuerza que me queda para empujarlo lejos. De pronto, un hombre aparece en mi campo de visión y comienza la lucha.

Forcejeo contra las personas que me sostienen con brusquedad y tratan de hacerme subir a una especie de plataforma. Pataleo y golpeo con todas mis fuerzas, pero la cantidad de hombres aumenta y, en poco tiempo, me someten. Han logrado alzarme del suelo para colocarme con la espalda pegada a una estructura de madera, con los brazos y las piernas extendidas.

Soy amarrada en la incómoda posición antes de que todos se alejen y hagan una reverencia hacia la cruz que sé que cuelga detrás de mí.

Quiero gritarles que no se atrevan a hacer esto en nombre de Dios. Que esto es un asesinato y que están todos completamente locos por creer que él va a tener misericordia de personas como ellos; pero el pánico es tan grande, que ni siquiera puedo hablar.

—Ángeles y arcángeles, nuestra comunidad les ofrece este sacrificio: El Cuarto Sello; para que, con su gracia, seamos rescatados del apocalipsis —clama el hombre y la respuesta de su público es un murmullo vicioso y suave—. ¡Oh!, Arcángel Miguel, acepta nuestra ofrenda. Tú que eres justo y poderoso, júzganos bien. Haznos entrar en el Reino de los Cielos. Tú, arcángel celestial, que todo puedes hacerlo con ayuda del Señor; tú que derrotaste a Lucifer con tu ejército y llevaste el orden al Reino Divino, te suplicamos que intercedas por nosotros.

De pronto, la plataforma sobre la que estoy parada comienza a moverse.

El horror me invade y me encuentro gritando y tirando de mi cuerpo lejos de las amarras que me mantienen prisionera.

Las proclamaciones eufóricas de la gente ahogan mis súplicas y lloro una vez más. Lloro de impotencia, de terror, de ansiedad... Lloro porque nadie aquí va a hacer una mierda para ayudarme.

Un tirón particularmente brusco hace que el dolor lacerante me recorra el torso y el brazo. El grito que suelto ahora es de puro dolor. Mis oídos pitan, mi cuerpo entero se estremece y se tensa en respuesta a la intensa sensación.

Sé que me he dislocado el brazo mucho antes de mirarlo. Puedo sentir la forma antinatural del ángulo de mi hueso, pero aun así me obligo a echar una ojeada. Lágrimas nuevas brotan de mis ojos y ahogo un gemido de terror. La unión entre mi acromion y mi húmero luce extraña. Hay un bulto donde no debería haberlo, y un espacio de vacío debajo de la piel donde, se supone, debe ir el hueso dislocado.

Suplico por ayuda, pero nadie me escucha. Suplico por piedad, pero nadie hace nada para detener la locura que está a punto de ocurrir.

Un chico se acerca con un par de estacas de madera entre las manos y un enorme mazo, pero no es hasta que veo cómo se acerca a mí y coloca una de las piezas sobre mi muñeca izquierda, que me doy cuenta…

Va a abrir los Estigmas. Va a clavarme a la estructura a la que estoy amarrada.

Una oleada nueva de súplicas brota de mis labios, pero el tipo no se detiene. Sollozo de forma incontenible y grito por mi mamá con tanta fuerza, que mi voz se rasga con cada palabra que pronuncio, pero él no se detiene.

El hombre que dirige la ceremonia sigue clamando en voz alta los nombres de los ángeles y arcángeles, mientras la gente mira lo que están a punto de hacerme con expectación.

El chico con el mazo se prepara y aparto la mirada para no ver cómo me clava contra la plataforma cuando, de pronto, algo estalla.

Exclamaciones y gritos ahogados llenan el lugar, pero no es hasta que el silencio lo invade todo, que me atrevo a mirar alrededor.

Todos parecen haberse congelado. El mundo parece haberse detenido por completo. Nadie se mueve, nadie respira... Todos miran hacia el techo de la sala y yo hago lo mismo.

Un par de alas impresionantes de color negro se extienden de manera imponente y amenazadora. Las familiares puntas y la piel lisa en ellas hacen que mi corazón se salte un latido antes de acelerar su marcha.

De pronto, no puedo apartar la vista del cuerpo imponente y cincelado del chico con alas de demonio.

Su cabello, negro como la noche luce más salvaje que nunca, su piel marmórea ha tomado una tonalidad grisácea y casi puedo jurar que un halo de luz dorada lo rodea.

Entonces, su vista se alza.

El color gris de sus ojos ha sido reemplazado por un tono casi blancuzco y hay dos cuernos sobresaliendo en su cabello. En cualquier otra persona lucirían ridículos, pero en él son aterradores.

Su mandíbula está apretada y su ceño enmarca la mirada salvaje y oscura que le dedica a todo mundo. La ira emana por todos y cada uno de sus poros, y un escalofrío me recorre entera.

—M-Mikhail... —su nombre brota de mis labios casi por voluntad propia y él me mira. El ventanal que hay detrás de él está completamente destrozado, pero la imagen solo lo hace lucir más amenazador que nunca.

Algo cambia en su expresión en el instante en el que me ve. Hay algo más profundo y oscuro en su mirada. Algo aterrador y… maravilloso.

Rápidamente, sus ojos se posan en el hombre que se encuentra al centro de la plataforma y una expresión fría y calculadora se apodera de su rostro.

—No debieron haberle tocado ni un puto cabello —dice, con voz plana, monótona e iracunda al mismo tiempo y, entonces, se abalanza sobre él.

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