Demon

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Capítulo 19

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coNfeSión

—¿Cómo te sientes? —la voz profunda y tranquila de Mikhail llena el silencio en el que se ha sumido todo el lugar.

Mi vista está fija en el techo del pequeño espacio donde habita. Estamos tumbados el uno junto al otro sobre su espacioso colchón, con la mirada fija en la nada.

El lugar donde vive es una pequeña construcción situada en la cima de un edificio. No es un apartamento y es completamente independiente del complejo habitacional; pero, es tan espacioso, que ha acomodado a la perfección una cama matrimonial, un par de sillones, una pequeña nevera, una reducida mesa y un armario. Lo único que está fuera del alcance de mi vista, es el baño.

No he podido dejar de reparar en el aspecto de los muebles. Todo luce extraño y disonante. Ninguno de ellos parece haber sido pensado para combinar con el otro, y eso es lo que hace que la estancia se sienta acogedora para mí de algún modo u otro.

Mi mamá nunca fue una mujer de decoraciones pensadas y elaboradas, y este lugar es exactamente lo que fue alguna vez la casa en la que viví con mi familia. La diferencia entre el mobiliario y la falta de coordinación hace que me sienta como si estuviese en el lugar que alguna vez fue mi morada.

—Estoy mejor —digo, porque es cierto.

Viene el silencio.

—¿Estás segura de eso? —su voz suena tímida y preocupada ahora.

Una pequeña sonrisa se desliza en mis labios.

—Completamente —asiento y lo miro de reojo.

La visión de su perfil anguloso me roba el aliento durante unos segundos y trato de memorizar cada arista, línea y curva de su cara en esta posición. Trato de guardar en mi cabeza el espesor de sus cejas, la tensión de los músculos en su mandíbula, la manera en la que su nuez de Adán se mueve cuando traga saliva, la longitud de sus pestañas largas haciendo sombras sobre sus pómulos altos y afilados.

—Deja de mirarme así —masculla, pero una sonrisa baila en las comisuras de sus labios—. Me pone de los nervios.

El calor se apodera de mi rostro en ese momento. Una oleada de vergüenza me invade por completo y me obligo a apartar la vista de él para clavarla de nuevo en el techo blanco sobre nosotros.

—No estaba mirándote —digo, en voz baja y abochornada.

—Claro —se burla.

Le dedico una mirada dura, pero siento cómo el rubor baja hasta mi cuello.

—No eres mi tipo —trato de sonar arrogante, pero no lo consigo del todo.

Más que verlo, siento cómo se encoge de hombros.

—Tú tampoco eres el mío —dice, pero el tono dulce que utiliza hace que mi corazón se estruje.

El ritmo de sus latidos aumenta ligeramente.

—Bien —me las arreglo para responder en tono casual.

Siento su movimiento en la cama y lo miro por el rabillo del ojo solo para tener una vista de él, acomodándose sobre su costado para mirarme a detalle.

Sus ojos barren mi rostro con lentitud y se deslizan por cada una de las curvas de mi cuerpo en esta posición. La tensión en mis músculos aumenta y el calor me sofoca por completo. Sé que me he ruborizado hasta la médula y eso solo me hace sentir más tímida que hace unos instantes.

—Deja de mirarme así —cito sus palabras, con la voz enronquecida por las emociones—. Me pone de nervios.

Una pequeña risa brota de sus labios en ese instante.

—Me gusta mirarte. No me quites el placer de mirarte.

Mi pecho se calienta con una emoción desconocida e intensa y mi pulso se acelera otro poco.

Mis ojos se posan en él.

—Pero no soy tu tipo.

—No, no lo eres —asiente y su sonrisa se ensancha—. Pero eso no quiere decir que no me guste admirar lo bonita que eres.

—No soy bonita —digo, porque es cierto.

No lo digo para que me haga callar con una frase dulce. No lo digo para que me contradiga y pronuncie que soy hermosa. Lo digo porque es la verdad. Conozco cada ángulo de mi cara y sé que no soy una chica bonita.

No tengo los ojos claros, mi piel no está bañada con una fina capa de pecas, sino con una hosca, llena de manchas grandes que la hacen lucir sucia, casi como si tuviese una enfermedad en ella; mi nariz tiene una ligera desviación provocada por una caída en bicicleta cuando era una niña, mis labios son demasiado mullidos y pequeños como para lucir atractivos o merecedores de un beso… Definitivamente no soy guapa.

—Que no seas del mismo tipo de «bonita» de las mujeres que aparecen en las revistas o en la televisión, no te hace una chica fea —dice, con toda la naturalidad del mundo. No suena pretencioso. No suena como cuando un chico trata de convencerte de algo que no es verdad—. Yo en lo personal, te encuentro preciosa.

Mi rostro se calienta un poco más.

—Si tratas de seducirme, déjame decirte de una vez que no va a funcionar —bromeo para aligerar el ambiente y él esboza una sonrisa lasciva.

—Oh, Cielo, si yo quisiera seducirte, a estas alturas ya te habría hecho gritar mi nombre.

—Dime de lo que presumes y te diré de lo que careces —cito las palabras que solía decir mi madre.

Las cejas de Mikhail se disparan al cielo.

—No estoy alardeando —dice, con fingido enojo—. Solo digo la verdad. Soy bastante bueno con las manos. Nadie se ha quejado.

Una carcajada brota de mi garganta y él dice algo más que no logro entender debido al estridente sonido que me abandona.

—¡Deja de reírte! —se queja, mientras se coloca a horcajadas sobre mí.

El peso de su cuerpo me aplasta, pero no es incómodo. No cuando sus manos se han apoderado de mis muñecas y las ha colocado por encima de mi cabeza. Su cuerpo está inclinado hacia adelante, de modo que su cara está muy cerca de la mía.

—Ya verás —dice, en un gruñido—. Voy a enseñarte…

Se acerca un poco más, con toda la intensión de besarme, cuando lo noto.

Mi ceño se frunce ligeramente y me aparto de su camino para tener una vista de la mancha carmesí que hay en la piel de su rostro.

Mi sonrisa vacila en ese momento. Hay un trozo de piel enrojecida e irritada justo entre su barbilla y el punto en el que la mandíbula se une con el cuello. El entendimiento me azota como un látigo y todo mi cuerpo se estremece cuando una horrible sensación de pesadez se instala en mi estómago.

El recuerdo de mis manos presionando contra su cara taladra mis pensamientos y me convierte en una masa temblorosa de repulsión y enojo hacia mí misma.

«Yo le hice eso».

Mi sonrisa se desvanece por completo.

—¿Qué ocurre? —la voz de Mikhail pasa a la alarma en ese momento.

Me aparto con brusquedad de él y me deja ir, mientras me echo hacia atrás en la cama y me incorporo en una posición sentada. Mi vista viaja hasta sus manos y, a pesar de la distancia y de que no tengo una vista directa de sus palmas, soy capaz de notar el enrojecimiento de sus dedos.

La piel de esa zona luce casi en carne viva desde mi posición y una punzada de dolor me atraviesa el cuerpo.

La vista de Mikhail cae en sus manos y noto cómo las gira solo para tener una visión de la carne destrozada de sus palmas. Un grito se construye en mi garganta cuando veo el estado en el que se encuentran y cubro mi boca con el dorso de mi mano para ahogar el sonido que amenaza por abandonarme.

Horror, culpa, malestar… Todo se arremolina en mi pecho y me hace difícil mirarle a la cara.

—Bess… —sacude la cabeza y estira su mano para tocarme.

—¡No!

Me aovillo aún más y me abrazo a mí misma para esconder mis manos. Mi vista no abandona la piel quemada e irritada y Mikhail cierra sus manos en puños antes de apartar la vista.

—No duele… —musita, pero sé que sí lo hace. Sé que debe dolerle demasiado.

Mis ojos arden debido a la cantidad inmensa de lágrimas que he derramado esta noche, pero eso no impide que las ganas de llorar vuelvan a mí. No impide que el nudo que estruja la garganta sea tan intenso, que duela cada que trago o respiro.

—Lo siento —susurro, con la voz entrecortada por el llanto reprimido—. Lo lamento mucho, Mikhail, yo…

—Shhh… —avanza a gatas sobre el colchón y se detiene cuando llega frente a mí—. No digas nada.

Trata de tocarme, pero yo me aparto una vez más.

—No… —mi voz es una súplica débil y temblorosa.

—Cielo —niega con la cabeza—, no me importa, ¿entiendes? —su voz es ahora un sonido bajo y tímido—. Esto… —extiende sus palmas—, no me importa en lo absoluto, porque tocarte —alza la vista y me mira con aprensión—, es lo más maravilloso que existe. Y besarte… —niega con la cabeza y su tono se suaviza aún más—. Besarte es lo único bueno que tengo en esta existencia de mierda. Lo único bueno que ha podido pasarme desde que caí.

—Dijiste que no sentías nada por mí —mi voz suena más como un reproche que como una afirmación.

Sus ojos se clavan en los míos y su máscara de serenidad se deshace. De pronto, lo único que soy capaz de ver, es el terror en sus facciones y la ansiedad en su mirada.

—Mentí —dice.

Mi corazón da un vuelco furioso en ese momento.

Quiero decir algo —lo que sea—, pero las palabras no llegan a mí. Estoy completamente en blanco.

—Los demonios no pueden sentir amor —digo, al cabo de unos instantes, con la voz entrecortada por las emociones y las lágrimas, y trato de creer mis propias palabras. Trato de mantener las ilusiones y esperanzas muertas.

—Yo no soy un demonio, Bess —susurra y se acerca un poco más. Está tan cerca ahora, que puedo sentir su aliento en mi rostro—. Al menos, no por completo.

Niego con la cabeza, pero no digo nada.

—No se supone que deba sentir algo por ti, Bess —dice, al notar mi reticencia a creerle—. No se supone que un demonio de mi rango y jerarquía tenga la capacidad de sentir esto… —sus ojos barren hasta los míos—. Pero lo hago.

Trago duro.

—No sé qué sea —me mira con una angustia que no había visto jamás en sus ojos—. No quiero mentirte y decirte que esto es amor, porque no sé cómo diablos se siente el amor. Lo único que sé es que cada parte de mí responde a tu presencia. Reacciona a tu cercanía.

Mis manos pican por ahuecar su rostro entre ellas y atraerlo hacia mí para besarlo, pero lo reprimo. Lo reprimo porque ya le he hecho suficiente daño. Porque no podría soportar lastimarlo de nuevo.

Él se acerca un poco más y toca mis rodillas vestidas con el material de mi pijama. Entonces, se inclina para besarme.

Me aparto.

—No —pido. Mi voz suena dolida y culpable—. No quiero hacerte más daño.

Una pequeña sonrisa se desliza en sus labios.

—Cuando te beso —dice, con la voz enronquecida—, no duele. Ya no.

Mis ojos se arrastran hasta encontrar los suyos y busco en ellos algún vestigio de mentira, pero no hay nada ahí. Solo una tormenta dorada y gris. Entonces, poso mi atención en sus labios, en busca de algún tipo de herida o quemadura, pero tampoco encuentro nada.

Vuelvo a mirarlo a los ojos.

—¿Por qué? —mi voz es un susurro ahogado. La emoción y la ansiedad se filtran en mi tono.

Él se encoge de hombros.

—No tengo una puta idea —sonríe y, con mucho cuidado, acomoda un mechón de cabello detrás de mi oreja, antes de presionar sus labios contra los míos con suavidad.

Recibo el contacto dulce con los ojos cerrados y el corazón desbocado.

—También siento algo por ti. Lo sabes, ¿cierto? —susurro, una vez que se aparta de mí.

Otra risa brota de su garganta, pero esta es más dulce. Aliviada.

—Sí —dice—. Pero ya era hora de que lo aceptaras —bromea y le dedico una mirada cargada de irritación antes de presionar mi boca contra la suya una vez más.

Hay algo raro en el ambiente.

No logro identificarlo del todo. Tampoco sé qué es exactamente, pero se siente como si me asfixiara. Como si el mundo entero se hubiese sumido en un aura oscura, densa y pesada. Como si una capa densa de contaminación se hubiese instalado en el aire y tuviese qué respirarlo directamente.

A pesar de eso, trato de ignorar la pesadez, mientras amarro mi cabello en un moño alto y desordenado; sin embargo, me siento cada vez más nerviosa.

«Algo va mal», pienso para mis adentros, pero deshecho el hilo de ideas tortuosas que amenazan con apoderarse de mí tan pronto como llegan, y me concentro en la imagen en el espejo antes de echarme una última ojeada.

Acto seguido, aplaco un par de cabellos rebeldes que se alzan alrededor de mi frente y acomodo el cabestrillo de mi hombro hasta que queda en una posición cómoda para mí.

Entonces, una vez que estoy conforme con lo que veo, me concentro en la tarea de localizar mis llaves.

Mikhail se encuentra de pie, recargado contra el marco de la puerta de mi habitación, mientras espera pacientemente a que termine de alistarme.

Desde que apareció esta mañana, ha estado demasiado callado y alerta. No me atrevo a apostar, pero estoy casi segura de que él también puede percibir el cambio en el entorno.

Me toma cerca de cinco minutos reunir mi teléfono, mis llaves y mi cartera, y, una vez que tengo todo en mi poder, me encamino hasta el comedor, donde Nate y Dahlia toman el desayuno. Mikhail me sigue de cerca, pero estoy segura de que ninguno de los dos es capaz de mirarlo.

—Me voy —anuncio, y esbozo una sonrisa en dirección a mi tía y su prometido. Es domingo en la mañana, así que ambos se encuentran en casa.

—¿Va a venir Emily por ti? —Dahlia pregunta.

—La veré en el centro comercial —digo, pero no me pasa desapercibida su expresión preocupada, así que añado—: Estaré bien. Llamaré en cuanto me haya reunido con ella. Lo prometo.

Mis palabras parecen tranquilizarla un poco, ya que asiente.

—De acuerdo —dice—. Ve con cuidado.

—¿Llevas dinero? —Nate pregunta, con una sonrisa ladeada pintada en el rostro.

Asiento.

—Solo iremos a almorzar y a ver una película. No necesito demasiado.

Ignorando lo que he dicho, Dahlia hace ademán de alcanzar su cartera; sin embargo, me apresuro a acercarme a la mesa y besar su mejilla a manera de despedida. Luego de eso, beso la de Nate y avanzo a toda velocidad hasta la puerta, para así evitar que quiera darme más dinero del que necesito.

Mikhail sale detrás de mí y avanza por el pasillo a mi paso. No habla en lo absoluto. Se limita a estudiar cada centímetro del lugar donde nos encontramos. Sé que algo le inquieta, pero no me atrevo a preguntar qué es. Sé que algo le preocupa, pero no estoy muy segura de querer averiguar de qué se trata.

Sin decir una palabra, salimos del edificio y caminamos hasta la parada del autobús. Ahora que estamos afuera, Mikhail luce más alerta que antes. Casi me atrevo a jurar que está listo para saltar a la batalla en el momento en el que algo se presente.

—Me estás poniendo de nervios —digo en voz baja, para que solo él pueda escucharme. Trato de aligerar el ambiente con mi comentario, pero este tiene un efecto contrario en él, ya que toma una inspiración profunda, mientras su cuerpo se tensa por completo.

—Hay demasiado movimiento angelical —murmura, al cabo de unos segundos. Trata de sonar tranquilo, pero no lo consigue—. No es normal.

—¿Crees que sea por mí? —una nota de pánico se filtra en mi voz.

—No lo sé —murmura—. No lo creo. Se siente diferente. Están siendo descuidados y no entiendo por qué.

Mi ceño se frunce un poco.

—¿Es por eso por lo que el ambiente se siente de este modo? —pregunto, al cabo de unos instantes en silencio.

Los ojos de Mikhail se clavan en mí en ese momento.

—¿Qué es lo que sientes? —pregunta, medio fascinado y medio preocupado.

Mi ceño se profundiza.

—No lo sé —digo, porque es cierto—. Es… extraño. El aire se siente denso. Como si hubiese una capa de algo cálido e irrespirable en todos lados.

Él asiente con lentitud.

—¿No percibes ninguna clase de aroma?

Niego con la cabeza.

—Solo la densidad en el viento.

—Es el aroma de los ángeles —dice él, en voz baja para que solo yo lo escuche—. Esa bruma que percibes no es otra cosa más que su olor característico —niega con la cabeza—. Están por todos lados. Son demasiados. No me sorprendería en lo absoluto si algunos humanos extrasensoriales pudiesen percibirlos.

—¿Qué crees que esté ocurriendo? —el miedo tiñe mi voz.

Él clava su vista en el cielo.

—Alguien les ha dado la orden de bajar —dice—. Los Ángeles no tienen permiso de venir a la tierra. No sin una orden expresa.

—¿Crees que Gabrielle los haya enviado?

—No —afirma—. No ha sido ella.

La forma en la que la defiende hace que una punzada de algo frío me golpeé de lleno, pero trato de ignorarlo.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —pregunto, mientras empujo la sensación de enojo repentino que me ha invadido.

—Gabrielle no tiene poder alguno sobre La Legión. Ella solo es una mensajera. Los ángeles la respetan por el hecho de que es la única que tiene pase libre de ir y venir al Reino del Creador. De reunirse con él… —Mikhail me mira—, pero no representa una autoridad para ellos. Los Ángeles son guerreros, Bess. Soldados. Los mejores que existen. —Suena preocupado ahora—. Puedo atreverme a decir que son seres sin capacidad de conciencia sobre sus actos cuando se les da una orden. No flaquean ni vacilan, pero tampoco escuchan a cualquiera que trate de domarlos. Se rigen por una Jerarquía militar, y Gabrielle, por más que lo desee, no tiene ningún rango.

Un escalofrío me recorre el cuerpo con la sola idea de un montón de seres carentes de emociones y conciencia cazándome.

—¿Crees que vengan a pelear? —pregunto, con la voz entrecortada por el miedo, al cabo de un rato—. ¿A iniciar la guerra de la que hablaba Gabrielle?

—No —su ceño se frunce—. Están más bien… desorientados.

Luce confundido.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo siento —dice, pero luce cada vez más y más extrañado. Niega con la cabeza—, pero no se supone que deba —entonces, pregunta para sí mismo—: ¿Por qué puedo sentirlos?...

—¿A qué te refieres con «sentirlos»?

—A que puedo percibir su agitación —su vista se clava en el suelo—. Su confusión.

—¿Cómo es que puedes hacer eso?

—No lo sé —de pronto, luce preocupado—. Ya no soy uno de ellos. Se supone que la conexión entre nosotros se rompió en el momento en el que me echaron. Tenía siglos sin sentirla. No entiendo qué ha cambiado.

—No estoy entendiendo una mierda —digo, pero sueno más asustada de lo que pretendo.

Mikhail me mira y observa hacia todos lados antes de inclinarse hacia mí.

—Los Ángeles, absolutamente todos, están conectados por medio de las emociones. Puedes sentir lo que otros sienten. Puedes percibir cuando uno de los tuyos está en peligro gracias a eso y puedes socorrer a quien te necesite gracias a esa especie de… enlace —explica, en voz baja—. Pero, cuando caí, dejé de sentirlos. Dejé de percibir todo lo que pensaban y sentían. No entiendo qué es lo que está pasando ahora. No sé por qué puedo sentirlos de nuevo.

Mi piel se eriza por completo y, de pronto, las palabras de Axel retumban en mi cerebro una y otra vez, sin cesar:

«La esencia de Mikhail ha cambiado casi de un día para otro y nadie sabe qué significa. No sé cómo explicarlo. Solo sé que no está bien».

«¿Será posible que…? ¡No!», digo, para mis adentros y mis párpados se cierran. «Es imposible. Mikhail no puede estar sufriendo algún efecto provocado por mí. No puede ser de esa manera… ¿O sí?».

Los ojos de Mikhail se clavan en el cielo y noto cómo su mandíbula se tensa.

—Esto no me gusta en lo absoluto —musita, para sí mismo—. Será mejor que nos demos prisa. No quiero que estés mucho tiempo expuesta a esto. No me da buena espina.

Trago duro.

—De acuerdo —asiento—. Tomemos un taxi, entonces. Le diré a Emily que mejor vayamos a su casa a pasar la tarde.

Mikhail me dedica una mirada agradecida y asiente. Trata de sonreírme, pero la mueca que esboza es una cargada de preocupación.

—Bien. Ahora vámonos que se nos hará tarde —dice, mientras estira su mano para tomar la mía. Yo, sin embargo, no toco su piel. Me limito a envolver mis dedos alrededor de su muñeca cubierta por la manga de su chaqueta de piel. Entonces, nos echamos a andar por la calle, en dirección a la avenida para detener a un automóvil de servicio.

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