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Capítulo 2

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Capítulo 2

Perteguer se reclinó en el respaldo de la vieja butaca con ruedas, forrada en una tela azul que había comenzado a deshilacharse por sus reposabrazos. Echó un vistazo con desgana a su alrededor: las paredes amarillas con el gotelé ennegrecido sostenían dos corcheras que contenían fotos en blanco y negro, de frente y de perfil de los habituales del distrito policial mirando al infinito con cara de pocos amigos. Al lado de ese recopilatorio de delincuentes dos enormes mapas fotocopiados con las calles de los barrios asignados y sobre ellos puntos de colores hechos a rotulador (hacía tiempo que los recortes se habían llevado consigo las chinchetas de colores además de otras cosas). La persiana metálica medio desvencijada filtraba los rayos de un sol otoñal que todavía calentaba y dejaba en el suelo líneas intermitentes sobre los gastados azulejos, amarillentos como la pintura de los tabiques de aquel despacho ochentero. Era su dominio. Su jaula desde hacía ya año y medio. Su «nuevo» despacho tras el reingreso en el Cuerpo Nacional de Policía. La crisis económica y política se había llevado por delante la mitad de departamentos y secciones del Centro Nacional de Inteligencia que, como el suyo, devoraban buena parte del presupuesto del Ministerio de Presidencia, lo que obligó a una remodelación de urgencia que hizo que los funcionarios de otros ministerios como los policías, guardias civiles y militares regresaran a sus antiguas unidades.

Perteguer ya llevaba año y medio en aquella pequeña comisaría de distrito en Madrid, alejado de la Jefatura, de la Brigada y de Homicidios. Primero le dijeron que debido a su ascenso de Inspector a Inspector Jefe no habían quedado vacantes en su antigua unidad. Después que hasta que no formaran nuevos inspectores no podría abandonar su nuevo destino. Al tiempo comprendió que el nuevo mandamás del Grupo de Homicidios simplemente no quería ver por allí a Perteguer ni a los subinspectores Juan Lora y Marta de Mingo. Los dos últimos habían decidido abandonar Madrid, pidieron destino en Córdoba y desde su reincorporación vivían felices con sus dos hijos sin ninguna intención de regresar a Madrid. Seguía existiendo buena relación entre los antiguos agentes del CNI, pero la desaparición de la unidad que componían y la distancia entre sus nuevos destinos había enfriado bastante la relación entre todos ellos. Patricia había sido destinada por el Ministerio del Interior a una embajada en Centroamérica y Perteguer no podía en ese instante ni tan siquiera recordar el país exacto. ¿Costa Rica? ¿Guatemala?

Emilio Santalla se había reenganchado a la Inteligencia Militar y cada cierto tiempo viajaba de Madrid a las misiones del Ejército en el exterior, a todas menos a la misión libanesa. No había vuelto a pisar ese desierto desde la incursión a la antigua mina de hierro. Ni falta que le hacía. Al dejar el CNI y al igual que Perteguer, Santalla recibió su inmediato ascenso y la promesa de un retiro dorado, a cambio de aceptar igualmente el hecho de pasar a la segunda línea, donde valoraban, tal y como le habían manifestado claramente «su experiencia por encima de su iniciativa».

Pero en el caso particular de Perteguer no habían sido tan diplomáticos y en el caso del ahora Inspector Jefe su experiencia y su iniciativa no eran muy apreciadas por los mandos de la Jefatura de Madrid, que habían bloqueado sine die el retorno de Rafael al Grupo de Homicidios. Ni siquiera habían respetado su petición de volver a los radiopatrullas en el turno de noche y sin embargo le habían colocado, aparcado pensaba él, en un destino codiciado por sus compañeros de promoción: la Comisaría de Distrito de Cervantes, en Madrid. De las más tranquilas de la capital sin duda, en un distrito repleto de edificios oficiales y que por ello tenía un índice de delincuencia más bajo que los distritos de su alrededor pese a estar en el centro de la ciudad, rodeado por mareas de turistas que en ocasiones colapsaban la oficina de denuncias de la comisaría. Un destino codiciado por muchos y en el que abundaban excelentes profesionales y personas pero que se alejaba bastante del ritmo de trabajo que Rafael Perteguer había acostumbrado a llevar los últimos quince años de su carrera profesional, primero en Homicidios, y después la década que dedicó al Centro Nacional de Inteligencia.

El motivo de este destierro dorado así como en menor medida el de sus ex compañeros en la agencia de inteligencia no era otro que la consecuencia de una operación llevada a cabo en Turkmenistán casi hacía ya dos lustros y que la prensa bautizó pomposamente como «Operación Segundo Advenimiento». En ella un pez gordo, demasiado gordo, fue detenido por el propio Perteguer por un delito de traición y tráfico de información confidencial en suelo de la república ex-soviética y arrastrado casi literalmente hasta la Base González de Clavijo del Ejército Español en Qala e-naw, Afganistán. Tras una errática instrucción por parte de la Audiencia Nacional, con presiones políticas incluidas y esperadas, el caso fue sentenciado y el pez gordo condenado, recurriendo sus abogados la sentencia de pena de prisión e inhabilitación al Tribunal Supremo. El Supremo confirmó la condena y los abogados del traidor recurrieron in extremis al Tribunal Constitucional quien en una ajustada votación tras años de demora, y con la condena de prisión suspendida, consideró que la detención de aquel tipo en el extranjero, a diferencia de lo que se consideró en su momento con cierto ex-director general de la Guardia Civil, era ilegal en su modo y forma, viciando por completo la instrucción posterior llevada a a cabo contra él insigne ciudadano y haciendo que el traidor manifiesto quedara absuelto y libre de toda condena.

Aquel tipo, cuyo nombre y cargo se puede conocer todavía hoy rebuscando en las noticias de aquella operación de espías españoles por el oriente medio, nunca llegó a recuperar los poderes casi plenipotenciarios que atesoró en los casi siete años hizo y deshizo en los pasillos de la Moncloa y varios ministerios, pero guardó consigo muchas lealtades compradas y mucha información sensible muy bien escondida; y especialmente su propio silencio en relación con los cargos políticos que le sustentaron, como algún ministro y algún secretario de estado al que tapó, según publicó una conocida revista política, más de un escándalo en una década en la que la crisis económica y la corrupción política empezaba a devorar como un incendio descontrolado las listas electorales de los partidos políticos sin importar la ideología, llevando a conocidos dirigentes a los patios de las cárceles de todo el territorio nacional y no precisamente para inaugurarlas. Y alguna de esas lealtades compradas que todavía conservaba aquel viejo prócer de la patria seguían mandando y mucho en el Cuerpo Nacional de Policía.

Perteguer alejó los recuerdos del desierto afgano y regresó al despacho color amarillo. Amarillo grisáceo por el paso de los años. Eso le recordó que su pelo comenzaba a volverse cano por los laterales y torció el gesto. Se levantó de un salto de la butaca, y caminó a paso rápido hasta el despacho del Comisario Durán, Jefe de la Comisaría de Cervantes. El comisario Durán era un hombre afable y de modales educados al que le caía bien Perteguer, quizá por el hecho de que Perteguer le caía mal al resto de comisarios de su edad y al comisario Durán a veces le gustaba llevar la contraria a las modas. Una vez más, Perteguer se había plantado en su despacho para solicitarle el traslado. Y una vez más Durán tenía que responderle que su traslado era imposible.

—Mira… te entiendo. Pero tienes que entenderme tú a mí. He hablado con ellos y han dicho que allí no te quieren ni en pintura y que la orden viene de arriba. De muy arriba. Sé que tocaste las narices a mucha gente importante con aquella historia del mafioso ruso y el CNI y te lo están haciendo pagar ahora… Tampoco puedes quejarte… reingresaste en el Cuerpo Nacional de Policía, ascendiste a Inspector Jefe y en fin… tu puesto es muy bueno y tranquilo…

Perteguer repasó mentalmente cada una de las palabras que su comisario le acababa de dirigir con un tono paternal y cargado de comprensión y asintió mientras terminaba de un trago la taza de café humeante que se acababa de servir.

—Mi puesto es un cementerio de elefantes, señor comisario.

—Toda esta comisaría es un cementerio de elefantes, Perteguer… —El comisario Durán extendió sus brazos señalando todo lo que le rodeaba—… por este sillón han pasado tres comisarios en cinco años, y todos antes de jubilarse. Es un distrito tranquilo, sin mucho movimiento… los de prácticas vienen a aprender y nosotros… a desaprender… según parece. Por otro lado y aunque te fastidie quedarte, me alegro que sigas con nosotros. Desde que llegaste, el Grupo de Policía Judicial funciona a una marcha más y los chicos están contentos…

—Los chicos son muy buenos, y muy currantes. —Concedió Perteguer—. Pero apenas les llegan las felicitaciones y les ponen pegas con las vacaciones… los coches se caen a cachos y…

—… Y los jueces ponen a los chorizos en libertad. Sí. En los años ochenta también escuchaba la misma cantinela a los veteranos. Esto es la Policía. Y ya no estás en el Centro Nacional de Inteligencia con posibilidad de viajar a Israel, ni que te rescaten aviones de combate derribando cazas extranjeros… ni estamos en los felices años dos mil en los que pensábamos que éramos ricos. Ahora confórmate con los coches que tienes y gánate el sueldo. Como te digo, no he recibido ni una sola queja, ni de los inspectores ni de los policías. Están encantados con que su Inspector Jefe se moje y se vaya con ellos a tirar puertas a la cañada o a hacer vigilancias en las noches gélidas de febrero dentro de un cascajo con ruedas con ciento ochenta mil kilómetros y sin calefacción… Por eso te repito… y lo siento por ti, pero me alegro de que no te vayas…

—De modo que jamás volveré al Grupo de Homicidios de la Brigada…

—Mientras esté Javi Callahan de comisario no creo ni que sea buena idea ni que te acerques a tomarte un café. Aquí tampoco estás mal. No desprecies lo que haces porque antes fueras un superespía y ahora persigas a toxicómanos que roban GPS en los coches… alguien tiene que hacerlo y tu misión es dirigir el Grupo de Policía Judicial de una comisaría de distrito…

—No me gusta lo de superespía…

—Volaste una mina en el Líbano y detuviste a un pez gordo en Afganistán… ¿cómo llamamos a eso? Lo que pasa es que cuando la crisis dejó tocada al país y los recortes se llevaron por delante tu unidad decidiste volver aquí. Hubieras ganado más pasta escribiendo tus memorias… yo las compraría…

—Siempre he sido policía. Y no se me da muy bien escribir. Mi antiguo comisario, Velázquez, decía que hacía diligencias como un niño de doce años…

—Me cuesta imaginarte escribiendo diligencias la verdad. La única vez que coincidimos tú y yo antes de esta etapa yo era Inspector Jefe de Crimen Organizado y tú acababas de llegar a homicidios.

—Lo del mafioso que se cargó a las prostitutas…

—El que mandó un matón a tu casa… exacto. No querías sentarte a escribir ni tan siquiera tu propia denuncia.

—No… nunca he sido muy de escribir. Y sin embargo aquí me paso el día firmando papeles… es curioso. Pasar de Inspector a Inspector Jefe por lo que veo radica en firmar y firmar cosas… No estaba acostumbrado a esto. No los últimos diez años al menos. Es más fácil cuando en tu trabajo no rindes cuentas sino resultados.

—Es más fácil también cuando te tapan los trapos sucios… te recuerdo que casi nos declara la guerra Líbano. Y con lo que costó vuestra operación estoy seguro de que hubiéramos podido comprar unos cuantos coches patrulla.

—Unos cuantos no. Todos los coches patrulla del CNP… Todo es cuestión de prioridades. —Perteguer miró a su alrededor y detuvo su mirada en un viejo cuadro que representaba una escena inglesa de caza—. En fin… entiendo que este año tampoco me voy de aquí…

—Tampoco te trata mal la vida aquí… considera que simplemente te han dejado aparcado…

—Ya…

Perteguer se levantó y saludó con cortesía al comisario Durán, después recogió de la mesa la taza de metal en la que había bebido el café y no contuvo un resoplido que hizo sonreír a su superior.

—Por cierto, Perteguer… te he conseguido el coche que pediste…

—¿Sí? —El inspector cambió su gesto de inmediato y sonrió como un niño con un juguete nuevo—. ¿El León? ¿En amarillo?

—Sí… —El comisario abrió un cajón de su mesa y extrajo una pequeña carpeta de plástico verdoso y un juego de llaves de coche. Antes de dejarlas sobre la mesa leyó en voz alta la pegatina que tenía adherida la carpetilla como para asegurarse de que no se equivocaba de coche—… un Seat León Cupra color amarillo, matrícula nueva… Un coche muy discreto para un Inspector Jefe de la Policía Nacional… Intervenido hace un mes en una operación antidroga en Tarifa. Me ha costado convencer a los de estupefacientes…

—Excelente. —El Inspector se levantó como un resorte señalando un llavero que el comisario había deslizado—. ¿Estas son las llaves?

—Perteguer… me han dicho que como jodas ese coche respondes tú ante el juez…

—Sin pegas… ¿Está en el garaje?

—Sí… Perteguer. ¿De verdad necesitabas un coche amarillo de doscientos ochenta caballos para venir a trabajar?

—Supongo que el ciudadano pensará que mejor que lo conduzca un poli antes que un narco… Voy a probarlo ahora mismo… Prometo darle uso…

—Eso es lo que nos preocupa, Perteguer, que le des uso… disfrútalo.

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