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Capítulo 11

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Capítulo 11

Perteguer caminaba por los pasillos de la comisaría del distrito de Cervantes sin despegar los ojos del informe que acaba de recibir de manos de un policía uniformado de motorista. El escrito encuadernado con un canutillo de plástico provenía, tal y como anunciaba su membrete, del laboratorio de ADN de la Comisaría General de Policía Científica. Tras leerlo por segunda vez, llegó a la puerta del despacho de los oficiales.

—Buenos días, Samir. Los análisis de ADN y huellas no revelan ninguna identidad. Y los franceses no nos han respondido todavía… ¿Preguntaste al consulado?

Apenas cinco horas después de haber dejado a Samir en su casa, Perteguer se lo encontró trabajando delante de su ordenador.

—Sí, Jefe, ahí está el correo que han mandado. —Samir levantó la vista de la pantalla para dirigirse a Perteguer y señaló una carpetilla que reposaba en la mesa junto al teclado del ordenador—. Hemos hablado con el oficial de enlace. No les consta ningún Eric Fontaine de veintidós años registrado como francés residente en España.

Perteguer abrió la carpeta y ojeó un correo escrito en español y en francés remitido por la oficina de policía conjunta de los dos países y que confirmaba lo que le estaba diciendo su oficial experto en informática.

—Pudo no haberse inscrito. Pocos lo hacen dentro de la Unión Europea.

Samir asintió y tendió un folio a Perteguer. Consistía en un correo electrónico impreso en el que destacaba el logotipo de la Universidad Complutense.

—Pero es que lo extraño es que tampoco consta ningún Eric Fontaine matriculado ni en el grado o licenciatura de Filología Hispánica en la Universidad Complutense de Madrid, de hecho, según el Ministerio de Educación de España no consta ningún estudiante francés de Erasmus con ese nombre matriculado para este curso ni el anterior. En ninguna carrera. Evidentemente hay algún «Fontaine» y muchos «Eric»… pero ningún «Eric Fontaine».

—Puede ser un nombre inventado para las redes sociales.

—Podría ser… pero la Complutense ha contactado con todos sus Erasmus franceses y todos están bien…

—¿Y la Universidad de Burdeos?

Samir se encogió de hombros y negó con la cabeza mientras desenroscaba el tapón de una botella de agua mineral.

—Estamos haciendo gestiones con la Policía Nacional Francesa en la Universidad y en el Ayuntamiento de Burdeos. No consta una sola denuncia de desaparición de ningún estudiante en España.

Samir dio un trago de agua hasta agotar el contenido de la botella y la arrojó después a la papelera que estaba a su espalda. Después tendió a Perteguer una impresión de fax en la que se solicitaba al ayuntamiento de la ciudad francesa si Eric Fontaine constaba como empadronado en su municipio. La respuesta al parecer aún no había llegado.

—Pero este chico iba a clase… —Perteguer rebuscó en la carpeta una de las hojas que contenía la información que deseaba hasta que la encontró— le vieron en clase de «Literatura española del siglo XIX»…

—… Y no estaba matriculado, jefe…

—Pero vamos a ver… —Perteguer cerró la carpetilla y se dejó caer en una de las sillas que había frente a la mesa del oficial—… si no tenía beca… si no estaba matriculado… ¿de qué vivía?

—No tenemos ni idea. Es más… no sabemos ni donde vivía. Ni si tenía cuenta bancaria…

—Llama al Metro de Madrid. Que revisen las cámaras de seguridad del día antes de que falleciera Eric y nos digan en qué estación toma el Metro el chaval antes de bajarse en Ciudad Universitaria.

—Ahora mismo, jefe.

—Deja de llamarme «jefe». Y vosotros. —Perteguer se dirigió a dos policías que estaban trabajando en los ordenadores—. ¿Qué estáis haciendo?

Dos policías varones, el primero alto, grueso con bigote y un fuerte acento gallego, y el segundo, de corto pelo rubio, delgado y con cara de niño respondieron consecutivamente al inspector.

—El atraco a la perfumería del martes pasado…

—Yo lo de los billetes falsos de los chinos y el hurto en el hotel…

—Pues durante dos días necesito que dejéis aparcados vuestros casos y me busquéis datos de este chico. —Perteguer colgó en la corchera de la pared la foto de Eric que había sacado de Facebook y los dos policías asintieron con un arqueo de cejas y cerraron sus carpetas—. Lo que sea. Amigos, aficiones, cuentas bancarias, y sobre todo dónde vivía: pensiones, hoteles, apartamentos, pisos de estudiantes… ¡Samir!

—Sí, Perteguer.

—Su cuenta de Facebook, rastrea todo lo que saques de ella. Quienes pueden ser los que salen en la foto familiar, dónde se pueden haber tomado esas fotos, lo que sea. Y llama a la sucursal del fabricante del ordenador. Consigue que te digan dónde se vendió ese aparato, con el número de serie tendrían que saberlo. Una vez lo consigas, averigua cómo se pagó.

—Si lo compró en Francia no creo que pueda llegar a tener tanta información.

—Hablaré con un amigo que tengo en Lyon en ese caso. Pero primero saca toda la información que puedas como sea.

—De acuerdo.

—Antes de mañana necesitamos saber quién era este tal Eric.

—El hombre de Taured…

—¿Cómo dices?

—Es una leyenda urbana… «El hombre de Taured».

—¿Y qué cuenta?

Samir detectó la curiosidad en la mirada de Perteguer. También se dio cuenta de que los otros dos policías presentes en la sala habían fijado su atención en él al escuchar las palabras «leyenda urbana». De modo que, con una ceremonia digna casi del mejor cuenta cuentos, cerró la pantalla del ordenador portátil de Eric con el que trabajaba y comenzó el relato.

—Dice que un hombre se presentó en la aduana del aeropuerto de Tokio en 1954. Cuando le tocó su turno entregó su pasaporte al policía fronterizo, y este tras revisarlo detenidamente, pidió que otra pareja de policías llevase al recién llegado a una sala. El viajero acompañó tranquilamente a los policías a la sala y un jefe se sentó frente a él con su pasaporte abierto. Le preguntó si hablaba japonés y el viajero respondió que sí y que su idioma natal era el francés. Acto seguido le dijo que su pasaporte era falso. El viajero se mostró confundido y señaló los sellos de entrada de diferentes aeropuertos incluyendo el mismo sello de entrada del pasaporte de Tokio con fecha de apenas un año antes. El jefe de policía negó con la cabeza y preguntó al hombre de qué nacionalidad era el pasaporte, a lo que el hombre respondió que era de Taured. El jefe volvió a negar con la cabeza y le dijo que ese país no existía, y que por tanto el pasaporte no tenía validez. El viajero entonces se enfureció y dijo que no toleraba que le estuviesen gastando una broma semejante, a lo que el policía fronterizo respondió abriendo un atlas por la mitad y solicitando al viajero que señalara en el mapamundi dónde se encontraba ese país llamado Taured. El hombre contempló el mapamundi y de inmediato aún sin leer las leyendas del plano plantó su dedo sobre el Principado de Andorra. «Eso es Andorra, señor», dijo el jefe de policía. Y el hombre respondió que jamás había oído que su país fuese llamado de esa forma. Sorprendido el jefe miró de nuevo el pasaporte, que parecía legítimo, y comprobó que en ningún lado ponía «Andorra» sino Taured. Dudando de sus conocimientos de historia y geografía y ante el temor de estar totalmente equivocado con el viajero, el jefe dejó a dos policías en la sala y llamó por teléfono al Ministerio de Exteriores. Tras una conversación con un funcionario con suficientes conocimientos, regresó a la mesa y le dijo al viajero «Taured no existe. Eso que ha señalado es Andorra, y este no es el pasaporte de Andorra». Para el viajero fue como si le hubieran traspasado con un rayo. Se quedó inmóvil en su silla contemplando la cara del jefe de aduanas, que en ningún caso tenía gesto de estar gastándole una broma. Entonces abrió su cartera y comenzó a llenar la mesa de tarjetas, una libreta de banco y un permiso de conducir de Taured. «Taured, mi país, existe desde hace mil años». Las manos del viajero temblaban mientras ofrecía las tarjetas y el carnet al jefe de policía que contemplaba las mismas con tanta incredulidad como extrañeza. El pasaporte parecía totalmente real, con sus características propias, pero el país no existía. De modo que llamó al juzgado y le dijeron que lo retuviera hasta que pudieran tomarle declaración en un tribunal al día siguiente. Trasladaron al hombre de Taured a un hotel y le dejaron en una habitación custodiada por dos policías en la puerta. Cuando a la mañana siguiente entraron en la habitación, el hombre de Taured no estaba allí. La única manera posible de salir era una ventana que estaba a gran altura… y estaba cerrada.

Al terminar Samir el relato, los tres hombres presentes en la sala lo contemplaban con cierta incredulidad. Finalmente Perteguer abrió la boca.

—¿Y la moraleja es?

—No tiene moraleja. Se supone que la historia es de un viajero entre dimensiones.

—Viajero entre dimensiones. —Perteguer pareció masticar cada palabra mientras la pronunciaba—. Entre dimensiones dices…

—Mundos paralelos.

—Samir… encuentra dónde cojones compró Eric el ordenador. Y como me vengas con que lo compró en Taured te mando de cabeza al psicólogo.

—Jefe, que no le digo yo que me crea esta historia…

—Eso espero, Samir…

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