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Capítulo 21

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Capítulo 21

Una vez que Susan fue atendida por los sanitarios y comprobaron que se encontraba en buenas condiciones de salud, Samir y Perteguer se la llevaron a desayunar a la misma hamburguesería, donde repitieron el menú de la noche en la que se conocieron. Después realizaron en comisaría un par de trámites en presencia de la fiscal de menores, como la rueda de reconocimiento con Rosalía. La rueda no resultó un momento fácil para ninguno y mucho menos para Susan, que no paró de temblar de miedo durante los cinco minutos que duró la prueba. Para evitar futuros sustos, se acordó con la Guardia Civil una vigilancia conjunta de veinticuatro horas hasta que se resolviera definitivamente el caso. Pese a lo que habían avanzado en apenas unos días el hecho de no haber conseguido identificar plenamente a Eric suponía un agujero negro en la investigación que el abogado de la defensa no iba a dejar pasar: sin identificación plena del francés era muy difícil probar su relación con Rosalía y mucho menos atribuir a esta su muerte. Aunque Susan ya estaba fuera de peligro, el límite de setenta y dos horas para terminar de atar todos los cabos antes de presentar a la detenida al juez seguía vigente, y el riesgo que se corría era dejar a Rosalía libre de nuevo.

Samir y Perteguer fueron los encargados de retornar personalmente a la menor a la residencia. Antes de bajar del coche, la chica se quedó con la mirada clavada en el retrovisor, que reflejaba los ojos de los dos policías orientados al asiento trasero del Seat León.

—No dejarán que esa loca me vuelva a secuestrar… ¿verdad?

—Verdad, Susan… fuimos demasiado confiados. Tienes mi palabra.

Susan asintió tras las palabras de Perteguer, sin embargo, y pese a que la puerta del coche seguía abierta no bajó del vehículo ni retiró la mirada del retrovisor.

—Cuando… Aneris… apareció en la residencia lo hizo con un coche con una sirena portátil como esa, de color azul —señaló al lanzadestellos portátil que reposaba a los pies de Samir, desconectado de la consola del coche—. Me dijo que la enviaba usted, Perteguer, y que me iba a llevar a un lugar seguro. Después me inyectó aquella cosa… —La adolescente se frotó el brazo izquierdo con la mano derecha, en el que todavía se apreciaba un pinchazo hipodérmico—… y cuando desperté… —A través del espejo se percibía como los ojos de Susan comenzaban a enrojecer y a humedecerse— cuando desperté estaba atada en aquel horrible sótano… sin saber qué demonios había pasado…

Susan seguía evidentemente en shok. Era la tercera vez que la chica repetía el mismo discurso, con la mirada perdida más allá del espejo retrovisor y empapada en lágrimas. Samir se bajó del coche y la acompañó hasta la puerta de la residencia, donde la esperaba la psicóloga del centro. A unos metros de la puerta de entrada se encontraba un Nissan Patrol de la Guardia Civil. Del interior del mismo, en concreto por la ventanilla del copiloto, salió una manga de uniforme verde oliva que les saludó. Samir se preguntó si en el todo terreno de la Benemérita seguirían Salamanca y Godoy o por contra ya les habrían relevado. En cualquier caso devolvió el saludo llevándose la mano a la cabeza como si se tocara una invisible gorra. Susan no dijo una sola palabra más aquella mañana y cruzó las puertas de la residencia sin volver la vista atrás.

De vuelta a Madrid, el teléfono de Perteguer no paraba de sonar. No en vano, además de encontrar las pruebas, existía un frente por cerrar: el de Callahan. Tras tres llamadas telefónicas cargadas de improperios de todo tipo hábilmente toreadas por los demás componentes del Grupo de Policía Judicial, el comisario de Homicidios se había personado en la comisaría de Cervantes escoltado por parte de su equipo, entre ellos el antipático y servil Inspector Manrique que no sospechaba ni lo haría jamás que toda aquella cadena de acontecimientos lo había provocado el café que Perteguer dejó caer sobre él aquella mañana en la Jefatura de Policía. Y además de traerse a su propio equipo tras de sí a la diminuta comisaría de distrito, y colapsando de coches oficiales la calle peatonal sobre la que se edificaba desde hacía décadas, había traído consigo a un cargo político. —Perteguer supuso con acierto que posible compañero de dominós y cubatas de Callahan— del Ayuntamiento de Madrid quien exigía al buen comisario Duran la entrega inmediata de la detenida por el caso de las prostitutas a la Brigada de Homicidios.

Al comisario de Cervantes, que aguantaba con profesional buena cara las embestidas de Callahan, tan comisario como él pero menos veterano, le escoltaban únicamente los dos administrativos de la comisaría, que a veces despegaban la mirada de la pantalla del ordenador para analizar a aquel hombre gritón que enrojecía por segundos. También miraban de vez en cuando con algo de preocupación como el gigantesco revólver que llevaba enfundado en su cintura oscilaba como un péndulo mientras Callahan no paraba de gesticular en sus protestas.

—Durán, si tú no puedes ayudarme… —Callahan tuteaba al comisario de Cervantes pese haberse visto personalmente con él un par de veces en toda su carrera profesional—. ¡Dime dónde cojones está ese fantoche de Perteguer!

—Le he dicho, Callahan, que Perteguer no se encuentra en el edificio. —Durán por fin se decidió a cortar el discurso abrupto y afilado de Callahan. Dudó en un primer momento en tutearle como él había hecho y finalmente se decidió a tratarle de usted, por marcar distancias «y porque estoy en mi casa», pensó el comisario Durán. De modo que prosiguió sin despegar una sola vez la mirada de las pupilas diminutas de los ojos del comisario de homicidios—. Y que en cualquier caso, ni yo ni nadie le va a traspasar un detenido a su brigada hasta que la Jefatura de Madrid no manifieste lo contrario. No sé si tienen razón ellos o ustedes, pero como Comisario Jefe de Cervantes mi deber moral es defender a mis chicos, y pensar que tienen razón. Lo que puede hacer usted y sus acompañantes es esperar aquí a que regrese el Inspector Jefe Perteguer… Chus, Jose —el comisario Durán se dirigió a los administrativos—. ¿Sabéis si ha llegado a comisaría el Inspector Perteguer?

—No, jefe. —Jose negó con la cabeza sin despegar la mirada de la pantalla del ordenador—. No tengo ni la más mínima idea.

—Yo tampoco, señor comisario… —Chus imitó el gesto de su compañero sin dejar de dedicar una sonrisa cortés pero evidentemente impostada a Callahan y su comitiva—. Debe de haberse retrasado…

—Muy bien. Veo que aquí todos están muy contentos con el Inspector Perteguer y son todos sus felices amiguitos. Ya veremos que piensa de todo esto el Jefe Superior. Y ya veremos que piensa el Alcalde de Madrid.

—¿El alcalde? —El comisario Durán no ocultó su sorpresa.

—Nos acompaña esta mañana Saúl Somontano, concejal de Salud del Ayuntamiento de Madrid y como saben amigo personal del alcalde desde hace muchos años. El motivo es la extraña detención de una de las médicos más reconocidas del servicio de Salud del Ayuntamiento de Madrid sin la comunicación preceptiva al Ayuntamiento o tan siquiera a la Policía Municipal de Madrid.

No fue necesario que Callahan señalara al concejal puesto que este se adelantó del grupo, pisando para ello al inspector Manrique que se hizo a un lado de inmediato. El concejal Somontano, impecablemente vestido con un traje y abrigo de paño inglés, era un tipo alto, con cara de mafioso y una melenilla engominada hacia la nuca que comenzaba a ser plateada por las sienes. Antes de que pudiera abrir la boca, Rafael Perteguer cruzó las puertas de la Secretaría de la comisaría de Cervantes y Callahan volvió a gritar como un ser poseído.

—¡Perteguer! ¿Quién te ha dado permiso para detener a nadie por lo de las prostitutas?

Perteguer, que sabía que Callahan estaba en el edificio, sonrió antes responder. Detrás de él apareció Samir, que mordisqueaba una manzana expectante ante el espectáculo que seguro iba a presenciar.

—¿Quién le ha dicho que haya detenido a nadie por lo de las prostitutas, Callahan? —Perteguer se metió las manos en los bolsillos y se encogió de hombros.

El concejal Somontano, que se había quedado con la boca abierta a media presentación, cambió de objetivo y se dirigió ahora al inspector jefe.

—Soy el concejal de Salud del Ayuntamiento de Madrid y quiero tener acceso…

Callahan, con el rostro aún más enrojecido y una vena del cuello a punto de estallar, apartó con un brazo a Somontano.

—¿Y la tía del Samur que tienes en calabozos qué es entonces?

—¿La detenida de abajo? ¿La leímos los derechos por detención ilegal, no Samir?

—Sí, jefe —corroboró el oficial sin dejar de mordisquear la manzana—. Por secuestrar a una menor de edad…

—Eso recordaba yo, Callahan. Secuestro de menores… ¿de qué prostitutas me habla?

—Sabe muy bien que de las asesinadas, petulante payaso.

—Bueno, señor comisario… supongo que en ese caso hubiéramos llamado a la Brigada de Homicidios… ¿Puedo ayudarle en algo más?

—¿Puedo hablar con la detenida?

El concejal Somontano volvió a situarse entre el comisario Callahan y Perteguer. El Inspector Jefe siguió con la mirada clavada en el rostro enrojecido del comisario de homicidios como si el corpulento concejal que le hablaba fuera invisible o transparente.

—Por supuesto que no puede hablar con la detenida.

—Pues en ese caso elevaré una queja…

—Voy a acabar con tu carrera, Perteguer. —Callahan volvió a interponerse delante del concejal y acercó la cara a centímetros de la del inspector jefe. Así estuvo unos segundos en los que pareció haberse detenido el tiempo, con todo el mundo en la sala en total silencio y prácticamente inmóviles, hasta que el comisario Durán decidió que su hospitalidad y amabilidad habían sido sobrepasadas con creces por las malas maneras de Callahan y compañía. Durán agarró de un brazo al comisario de homicidios y lo atrajo hacia sí.

—Bueno, Callahan, ya me he cansado de gritos en esta comisaría. Como hemos oído todos, la detenida lo está por un delito de detención ilegal, de modo que no hay mucho más en lo que podamos ayudaros. Me gustaría que esta comisaría volviera a la tranquilidad y que si tenéis algo que pedirnos lo hagáis por el conducto reglamentario.

—Oh, sí… por supuesto. —Callahan se desembarazó con artificial delicadeza el brazo del comisario Durán y retrocedió unos pasos—. En toda la Jefatura se conoce a la perfección la «tranquilidad» con la que se vive y trabaja en la comisaría de Cervantes, tanto es así que muchos pensamos que si la comisaría cerrase no lo notaría mucha gente, ni tan siquiera los policías que trabajan en ella.

—Ese desconocimiento alarmante y burdo de nuestro trabajo en esta comisaría quizá se debe —replicó Durán— a que los hombres y mujeres de Cervantes son policías que prefieren trabajar y resolver problemas antes que dar ruedas de prensa y salir en la tele. Por mi parte esta conversación finaliza aquí.

Callahan, que había hecho énfasis en entrecomillar con sus dedos la última frase antes de darse la vuelta sobre sus talones se detuvo durante unos segundos al escuchar la réplica de Durán. Después, sin mirar a este reanudó la marcha y se dirigió a las escaleras seguido del inspector Manrique y los otros dos policías de homicidios que miraban a su alrededor sin saber muy bien qué cara poner. El concejal por su parte se quedó unos instantes parado en medio de la habitación, notablemente en fuera de juego y de lugar, sin saber si lo recomendable para la señoría de su cargo y oficio era seguir en su espantada a Callahan cual perrillo faldero, esperar unos segundos o quedarse en medio de la sala con cara de pánfilo, que es lo que finalmente hizo.

—¿El señor concejal desea alguna cosa más?

Las palabras del comisario Durán parecieron sacar a Somontano de su estado catatónico y este, tras negar con la cabeza, musitó un «adiosmuchasgracias» y abandonó la sala en pos de Callahan. Perteguer se asomó a la ventana y siguió con la mirada a la comitiva del comisario de homicidios hasta que esta se perdió calle abajo en el interior de sus coches oficiales, después se giró hacia el comisario Durán.

—Gracias, jefe.

Durán palmeó el hombro de Perteguer y se asomó de igual modo a la calle para ver como los coches oficiales se alejaban de su comisaría. Fuera había empezado una débil lluvia.

—No hay que darlas. No puedo dejar que alguien venga aquí a pisotear a mi gente. Por muy «Javi el sucio» que sea. Pero recuerda que tienes menos de sesenta horas para acabar de atar esto antes de que Rosalía acabe ante el juez. Y que como no tengas pruebas concluyentes…

—Las tendremos, jefe. Descuide.

—¿Sacamos algo en claro del registro en la casa?

La cara de Perteguer se oscureció repentinamente. Carraspeó antes de responder, molesto por el repentino recuerdo de la falta absoluta de evidencias legales que relacionaran a la médico con los asesinatos. Y con respecto al secuestro de Susan, la joven estaba tan nerviosa en el reconocimiento en rueda con la fiscal de menores que el abogado de oficio que defendía a Rosalía se apresuró a solicitar que se anulara el acto debido a las dudas de la víctima. Al final Susan pudo reconocer a la médico entre las candidatas, pero la ausencia de pruebas físicas que incriminaran a Rosalía era un asunto que inquietaba y mucho a Samir y Perteguer.

—Nada jefe… confío en llegar a lo que pudiera guardar Eric sobre Rosalía…

—Pues apúrate… que nos pilla el toro…

—Sí, señor comisario…

Uno de los policías uniformados que custodiaban la puerta de la comisaría entró apresurado en la secretaría. Buscaba a Perteguer.

—Jefe… José Ramón Gurruchano pregunta por usted…

—Ahora no puedo atenderle, que le atiendan en la oficina de denuncias…

—Dice que es urgente… aunque es un poco raro… tiene pinta de toxicómano y dice no se qué de un ordenador…

—¿José Ramón? ¿Dónde está?

—Abajo, en la sala de espera.

Perteguer y Samir bajaron a toda prisa las escaleras hasta la primera planta. Allí, en una sala con sillas de plástico naranjas ancladas al suelo, esperaba José Ramón Gurruchano.

—José Ramón. ¿Qué tienes?, ¿te has enterado de algo?

—¿Me va a pagar?

—Depende de si sabes algo o no… ¿qué sabes?

—El fulano del ordenador… el que palmó aquí en comisaría… era gabacho…

—Eso ya lo sabía, continúa.

Gurruchano pareció sentirse defraudado de que la información que traía no fuera novedosa para Perteguer. Eso reducía bastante la posible recompensa.

—Pues a ver resulta que hablaba en francés con uno de… un africano… joder ya sabe un tío negro de los que…

—¿Un africano?

—Sí… los del parque… los que están cerca del Metro… joder… los de los porros…

—¿Con cuál?

El toxicómano miró a las puntas de sus zapatos antes de responder a Perteguer.

—¿Me va a pagar?

—¿Qué africano?

El inspector abrió su cartera y miró en su interior valorando cuánto podría valer la información que traía su recién contratado confidente. Era una valoración a ciegas pero la información que trajese pudiera ser de una necesidad imperiosa. Al menos había acertado con la nacionalidad francesa de Eric. Extrajo un billete de veinte euros y se lo tendió a José Ramón. Este pareció estar conforme con la tarifa porque asintió con la cabeza mientras se guardaba el billete en el bolsillo pequeño de su pantalón vaquero.

—El Fofana. Se fumaba unos porros con el Fofana algunas noches y hablaban en francés. El Fofana no sé de donde es… pero en su país hablan francés. El tío del ordenador por lo visto iba en bici al parque por las noches y se fumaba unos porros ahí con él…

—¿Y eso te lo ha dicho Fofana?

—No jefe… eso me lo ha dicho un amigo.

—Y dime ¿por qué valen cincuenta euros que me digas que el francés muerto se fumaba porros con Fofana en el parque?

—Porque el Fofana le llevaba el chocolate a casa, jefe. El Fofana sabe dónde vivía el tío.

Ahora sí que Perteguer, después de varios días, sonrió aliviado vislumbrando una buena pista entre tanta oscuridad, tanta Internet profunda, y tantos bites yendo y viniendo. El domicilio de Eric, y probablemente el resto de su identidad estaba a un tiro de piedra de su comisaría. Extrajo otro billete de su cartera y se lo tendió al «confite», que se lo guardó discreto y rápido.

—Te has ganado otros cincuenta euros, Ramón.

—Llámeme Joserra, Jefe.

—¿Has visto a Fofana hoy en el parque?

—Está donde siempre… en donde el metro…

—Venga Joserra. Y que no te vea mangando por el distrito…

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