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Capítulo 24

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Capítulo 24

La lluvia comenzó a caer como un pesado y continuo manto sobre la ciudad encharcando las calles, despejando sus aceras y haciendo que las calzadas se colapsaran de coches embotellados y con las lunas cubiertas por el vaho. Los dos coches policiales, un Citröen Picasso rotulado el primero abriendo paso y el Seat León Cupra de color amarillo de Perteguer recorrían a gran velocidad el Paseo de la Castellana circulando por el carril central imaginario que separaba los dos sentidos de la vía, evitando de este modo el monumental atasco que el diluvio ocasionaba cada vez que aparecía por Madrid.

Perteguer conducía y Samir confirmaba a través del radiotransmisor con los demás indicativos policiales los datos del operativo: desde hacía ya más de cuarenta minutos, tres policías de paisano del Grupo de Policía Judicial de la comisaría de Cervantes habían confirmado que Saúl Somontano, concejal de Sanidad del Ayuntamiento de Madrid, el hombre que aparecía en la foto con Rosalía y al que había mandado las fotografías de las prostitutas asesinadas, se encontraba en su domicilio prácticamente atrincherado, donde tras responder el teléfono fijo a la llamada de uno de los policías, había cortado la llamada de inmediato.

El piso estaba en una lujosa finca cuya fachada daba al Parque del Retiro, muy cerca del Ministerio de Agricultura y la Estación de Atocha. Los dos policías advirtieron que la casa de Somontano no distaba más de apenas un kilómetro en línea recta del hostal donde había vivido Yisel, la última víctima del caso de Rosalía de Castro. Ironías del destino, las vías de los trenes que partían de Atocha parecían separar también dos mundos tan distintos y a la vez tan cercanos en una misma ciudad. El conserje de la finca y un vecino también confirmaban que apenas dos horas antes, el concejal de salud del Ayuntamiento de Madrid había entrado a la carrera cubierto con un enorme paraguas sin apenas detenerse a saludar. El conserje añadiría después en su declaración que pese a la velocidad con la que entró pudo apreciar que su cara estaba más blanca de lo normal, casi cerúlea, y la mirada perdida. Y también declaró que nada más cruzar el portal de su finca se giró para gritar al chófer de su vehículo oficial, grande, blindado, caro y ostentoso, que no le pasara a recoger al día siguiente. Su chófer, paradojas de la vida, no tuvo que volver a recogerle jamás después de aquella noche.

Cuando llegaron se encontraron en la puerta de la casa a los tres policías de paisano discutiendo con un señor muy parecido al concejal. Con malas maneras, empujaba a uno de los policías exigiendo que se retiraran.

—¡Eh! ¿Quién demonios es usted? Como vuelva a tocar a uno de mis chicos le detengo yo mismo.

El hombre se giró rabioso y encaró a Perteguer, que miraba con gesto crispado a aquel varón tan elegante en su vestido y peinado engominado como tan burdo en su manera de hablar y de comportarse.

—¿Quién cojones es usted? Soy el Senador Somontano, el hermano de Saúl Somontano, el Concejal de Salud del Ayuntamiento de Madrid. ¡Exijo…!

Al decir esta última palabra tuvo la pésima idea de palmear el pecho de Perteguer y agarrarle una solapa de la chaqueta. El Inspector no tuvo que hacer mucho alarde para retorcer la muñeca del senador, al que descubrió más musculado de lo que podía parecer en un principio, al tiempo que lo empujaba contra la pared del rellano de la escalera.

—Queda detenido, senador. Por resistencia, desobediencia y atentado a agente de la autoridad.

—No sabe lo que está haciendo. Mañana mismo estará usted fuera de la policía.

Perteguer sonrió y asintió con la cabeza mientras extraía un juego de grilletes de su cinturón. Después con calma, esposó la muñeca derecha del senador y luego la izquierda.

—Me he permitido el lujo en esta vida, senador, de ponerle los grilletes a peces más gordos que usted. Me juego esa corbata que debe costar más de doscientos euros contra mi placa a que mañana es usted el que está fuera del senado y yo sigo dentro de la policía.

Perteguer no se equivocaba en su predicción. Tiró de los brazos del senador hasta darle la vuelta y ponerle cara a sí. Después deslizó un dedo por la corbata del detenido y la sacó de la chaqueta mirándola con detenimiento hasta que encontró la etiqueta.

—«Hermes». Tengo buen ojo para los trapos. Llevadle al coche patrulla y que no le hagan muchas fotos hasta que yo llegue a comisaría.

—¡Espere! —El Senador Somontano había perdido por el camino toda la furia y la prepotencia de hacía unos minutos, como si una vez más los grilletes causaran un efecto mágico en aquellos que los portaban—. Sé por qué están aquí. Sé que van a detener a mi hermano. Pero he venido a advertirles de que es probable que trate de quitarse la vida si no lo ha hecho ya… He venido para tratar de evitar que se suicide.

Perteguer retuvo el brazo del policía uniformado que se llevaba al senador Somontano y se acercó a este.

—¿Qué es lo que dice?

—Saúl me ha llamado hace media hora. Me ha dicho… me ha dicho que le han pillado en una muy gorda, que lo mejor que podía hacer era quitarse de en medio… le he preguntado si era algo político y me ha dicho que no entre sollozos. Sé que ha debido hacer algo horrible que no alcanzo a comprender pero desconozco… Lo que sí es seguro, agentes, es que Saúl va a quitarse la vida.

Uno de los policías recordó a Perteguer lo que el concejal había dicho al chófer sobre no recogerle al día siguiente. Además, con el revuelo, uno de los vecinos del rellano, que había estado observando la escena casi de sainete al otro lado de su mirilla, manifestó que hacía un rato había oído a un hombre llorando y maldiciendo en lo que suponía debía ser la alcoba del concejal, pero que desde hacía quince minutos no oía nada. Que tal y como había dicho el senador no le extrañaba que se hubiera intentado quitar la vida. Samir se dirigió al vecino.

—¿Y dice que hace quince minutos que ya no le oye?

—No, señor…

Perteguer aporreó la puerta de la casa.

—¡Somontano! ¡Sabemos que está usted ahí dentro! ¡No cometa una locura!

El inspector jefe se giró al concejal.

—¿Tiene usted llaves de este piso?

—No… quizá la asistenta… Mi hermano no tiene más familia que yo…

—¿Y a usted no le dio nunca copia de la llave?

—Es que… es que nunca he estado aquí… jamás…

Perteguer aporreó una vez más la puerta y después se dirigió al vecino, cuya casa lindaba con la del concejal de salud madrileño.

—Oiga… ¿usted tiene terraza?

—Sí… al lado de la cocina… ¿por?

—¿Puedo verla?

Perteguer, Samir y el vecino entraron en casa de este último para comprobar el aspecto de la terraza. Aún llovía a mares y los tres hombres iban cubiertos por capuchas. Tras el muro que separaba la terraza del vacío, y a un metro más abajo de de la misma, existía una pequeña cornisa de unos cuarenta centímetros de anchura que rodeaba todo el edificio. Esa cornisa permitía alcanzar la otra fachada donde daban las ventanas del piso de Somontano.

—Perteguer… no pretenderás pasar por aquí.

Perteguer y Samir miraron hacia la calle. Desde aquel noveno piso, los coches de policía que habían estacionado en la entrada de la finca parecían coches de juguete. El viento y la lluvia no contribuían a pensar que descolgarse a la cornisa y avanzar una veintena de metros pegado a la pared fuera una buena idea. Definitivamente no lo era. Pero parecía ser la única.

—Samir, si esperamos a que lleguen los bomberos o la Unidad de Intervención con las mazas corremos el riesgo de que palme y perdamos mucha información.

—Jefe… no sabemos ni siquiera si sigue vivo. De lo que corremos el riesgo es de resbalar en esa ridícula cornisa si es que aguanta nuestro peso, y caer al vacío.

—Samir… si tienes miedo o vértigo…

Las palabras de Perteguer ocasionaron sin pretenderlo una inesperada reacción de Samir, que sin esperar un segundo, saltó el murete de la terraza y se descolgó a la cornisa.

—Nadie… me llama… gallina…

Perteguer esbozó una sonrisa y le saludó militarmente llevándose la mano a la capucha antes de descender junto a él a la cornisa.

—Quizá no ha sido buena idea bajar los dos a la vez.

—No…

La tira de hormigón que rodeaba el edificio parecía capaz de sostener a los dos policías, pero los bandazos de la lluvia y el viento y el ruido quejumbroso que hacía la pintura que cubría la cornisa al quebrarse a cada paso que daban los dos investigadores inquietaba y mucho a ambos. Tras unos segundos de titubeo, Samir y Perteguer se pegaron a la pared y comenzaron a caminar hacia las ventanas del piso del concejal Somontano. Despacio, colocando un pie tras otro, llegaron hasta un recodo desde el que nacía una ventana, por suerte con la persiana subida.

—No mire hacia abajo jefe…

Perteguer tragó saliva y con su mano derecha tanteó la ventana corredera. Su mano se deslizó por el cristal mojado sin moverla un ápice. Con cuidado y sin dejar de asirse a la pared, metiendo los dedos de su mano izquierda entre las juntas que dejaban los rojizos ladrillos de la fachada, rebuscó con su mano libre en uno de los bolsillos de su pantalón y extrajo una pequeña navaja. Tras extraer la hoja con sus dientes, deslizó la misma por el lateral de la ventana hasta encontrar el cierre de la misma, y apoyándose en el alféizar, comenzó a apalancar la misma hasta que consiguió que se desenganchara del la jamba del marco. Entonces, de nuevo con su mano derecha, consiguió deslizar la ventana totalmente. La vivienda estaba en silencio.

—¿No deberíamos avisar antes de entrar, Perteguer?

—No, si no quieres correr el riesgo de que este tío venga y te arroje al vacío. Alumbra el interior de la habitación y entremos cuanto antes a la casa.

Los dos policías accedieron con cuidado al interior de la casa a través de la ventana y agradecieron el dejar de sentir sobre ellos el viento y la lluvia. Si bien ambos estaban empapados y a los pocos segundos de acceder al piso ya habían formado sendos charcos a sus pies. Todo seguía en silencio. Se encontraban en una habitación pequeña, de unos dos metros de largo por cuatro o cinco de ancho, con estanterías en las paredes y muchos, muchísimos libros por el suelo formando montones de casi metro y medio de altura. El haz de luz de la linterna que empuñaba Samir recorrió los lomos de las decenas de libros que cubrían las paredes hasta dar con una puerta que unía la pequeña habitación con un distribuidor. La casa estaba totalmente a oscuras. Ahora el inspector sí gritó.

—¡Policía! ¿Se encuentra bien, señor Somontano?

Los dos aguardaron en silencio en medio de aquella oscuridad. Tras tres o cuatro segundos inmóviles y expectantes, los dos policías se pusieron nuevamente en movimiento. El distribuidor anexo tenía tres puertas más. Una que parecía dar a la calle, otra que daba a la cocina, y otra que daba a un pasillo. La cocina parecía estar vacía, y a diferencia de la habitación de la que provenían, estaba perfectamente ordenada. El parquet crujía bajo el peso de los dos hombres mientras cruzaban despacio el distribuidor para dirigirse a la puerta de la vivienda, que estaba cerrada por dentro con llave.

—¿Ves las llaves por algún lado, Samir?

—Negativo, Perteguer…

Al otro lado de la puerta se escuchaban a los otros policías que habían estado vigilando el inmueble. Siguieron caminando Samir y Perteguer en dirección al pasillo. A la luz de la linterna del oficial, ante los ojos de los policías aparecieron dos nuevas puertas, en un pasillo que al igual que la primera habitación estaba repleta de libros hasta el techo, y también contaba con pilas de libros colocadas contra las paredes reduciendo a la mitad el espacio de paso. La puerta de la izquierda resultó ser un baño, la puerta del fondo otra habitación. Todo estaba tan en silencio, y las sombras se resguardaban tanto de la linterna de Samir que los dos investigadores temieron por unos instantes que Somontano no se encontrara dentro de aquella casa. Hasta que al final, en medio de aquel silencio casi sepulcral, se escuchó un leve quejido, casi imperceptible, que hizo que el haz de luz que manaba de la linterna y las miradas de los dos hombres se dirigieran a una esquina de aquella última habitación. En el rincón se encajaba un sillón de orejas de cuero marrón que estaba de nuevo rodeado de estanterías que cubrían de libros las paredes hasta el techo. El sillón estaba de espaldas a la puerta de entrada de la habitación y por tanto a los dos policías, y enfrentado a una suerte de falsa chimenea decorativa que sobre la repisa del hogar sostenía tres marcos de fotografías. El lamento, como un débil suspiro sostenido, volvió a escucharse al otro lado del respaldo del sillón. Despacio los dos policías se acercaron, uno por cada lado, empuñando sus armas pero sin desenfundarlas por mera precaución, y procurando en todo momento no dar la espalda a la puerta por la que habían entrado. Así, caminando casi de lateral llegaron hasta el otro lado del sillón donde se encontraron a Saúl Somontano, sentado en medio de la oscuridad y con un cuchillo clavado en el pecho. Pese a tener la camisa empapada en sangre y la hoja aún dentro de su cuerpo —probablemente ese detalle es lo que le mantenía aún con vida— el concejal se mantenía con vida, aunque respiraba con mucha dificultad. Sin mover su cabeza ni su torso, pasó la mirada por los dos policías y trató de musitar algo imperceptible.

—Samir, trata de abrir la puerta mientras llamo a un ambulancia.

—Para eso tenemos que encontrar las llaves de la casa…

—No pueden estar muy lejos de Somontano… alguien que piensa en suicidarse no va a encerrarse y luego esconder las llaves… habrá sido algo más impulsivo…

El oficial barrió en derredor suyo con la luz de la linterna y luego volvió a dirigirla al cuerpo agonizante de Somontano. En efecto, en una de las trabillas del pantalón con raya diplomática que vestía Somontano, se encontraba enganchado un llavero con tres llaves. Una de ellas consiguió abrir la puerta para que apenas cinco minutos después pudieran pasar los sanitarios del Samur a atender al propio concejal que les dirigía, y que según el criterio del médico del equipo de emergencias, iba a sobrevivir.

—¿Están seguros de que ha sido un intento de suicidio?

Perteguer asintió, mientra sostenía una linterna médica de campaña y una bolsa con suero que habían inoculado al herido. A su alrededor se había creado un pequeño revuelo conformado por más sanitarios y policías de paisano y uniforme que se afanaban en apartar las pilas de libros del pasillo y el rellano de la puerta para dejar pasar a la camilla.

—La puerta estaba cerrada por dentro, con cadena y todo y aquí no había nadie más. A falta de que nos lo confirme él mismo diría que en efecto ha tratado de suicidarse.

Durante casi dos minutos el silencio regresó la habitación en lo que parecía la maniobra más difícil del equipo sanitario, inmovilizar el cuchillo con el que le iban a trasladar al hospital a la espera de ser intervenido. El teléfono de Perteguer rompió el silencio dejando sonar de improviso una conocida canción brasileña que había pasado de moda hacía un par de años y que desde luego no casaba en absoluto, por su tonada festiva, con la situación que se estaba viviendo. Perteguer cortó la llamada al reconocer en la pantalla el número de teléfono del Comisario Callahan. Uno de los sanitarios recogió de manos de Perteguer la linterna médica y la bolsa de suero y el resto del equipo se colocaron alrededor de Somontano para colocarlo en la cabina. El médico se dirigió a Perteguer antes de que abandonaran la casa con el concejal autolesionado rumbo al hospital.

—La víctima ha tenido suerte. Aunque si me dice que fue una tentativa de suicidio, mala suerte para él: se clavó el cuchillo queriendo acertar el corazón pero erró varios centímetros abajo y al centro. Para colmo la hoja del cuchillo se le ha quedado atascada con una costilla y una vez clavada no pudo sacársela, y probablemente el dolor le ha dejado aquí inmóvil hasta que lo habéis encontrado. Así que enhorabuena, Inspector, han salvado una vida. Eso no es algo que pase todos los días, ni siquiera para un médico.

El médico palmeó el hombro de los dos policías y se unió a los otros tres sanitarios que trataban de mover la camilla por el angosto pasillo con la ayuda de tres policías. Finalmente, pasadas dos horas desde que llegaran a la finca, Perteguer y Samir abandonaron la casa rumbo a la comisaría de Cervantes, donde tal y como le había advertido su comisario Durán, les aguardaba Javier Callahan con cara de pocos amigos.

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