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Capítulo 5

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Capítulo 5

Perteguer había regresado a su despacho y comprobaba en su ordenador los listados de desaparecidos por si alguno coincidiera con el anónimo joven que había fallecido en su propia comisaría. Revisaba las fotografías con detenimiento, entre trago y trago de un refresco de limón sin gas. El policía se fijaba con atención en puntos característicos de los rostros que iban saliendo en la pantalla y las comparaba con los rasgos más característicos del finado sin nombre. La mandíbula algo prominente. Los ojos pequeños y muy juntos. Rasgos apenas modificables en quirófano y por tanto fundamentales para tratar de ponerle un nombre y apellido y de paso resolver una desaparición que tendría detrás a familiares o amigos preocupados Pero ninguno casaba con los rasgos del chaval. Ni tatuajes. Ni pendientes. Ninguna deformidad o característica física que le distinguiera especialmente. Nada. De improviso sonaron dos golpes de nudillos en la puerta del despacho y tras la misma apareció la cabeza de una agente de policía uniformada.

—Jefe, disculpe… esto es importante.

—Pasa, Claudia… adelante. Cuéntame.

La policía, alta, delgada, de apenas treinta y pocos años, y con una larga melena rubia agrupada en una cola de caballo que destacaba sobre el uniforme azul oscuro, entró en el despacho llevando en la mano un ordenador portátil de color negro y granate y de tamaño mediano que dejó sobre la mesa del Inspector.

—Este ordenador. Se lo acabamos de intervenir a un yonki en Embajadores que iba a venderlo en una tienda de segunda mano y pensamos que podría haberlo sustraído.

Perteguer asintió y deslizó el ordenador sobre la mesa hacia su compañera.

—Bien… ¿aparece como robado?, ¿hay alguna denuncia?

—No… pero… debería ver esto, jefe. Con su permiso.

La policía Claudia volvió a situar el ordenador en el centro de la mesa y abrió la pantalla abatible. Tras pulsar el botón de encendido y tras unos segundos, la pantalla se iluminó con el logotipo del sistema operativo acompañada de su melodía característica. Tras el logotipo, en un recuadro en medio de la pantalla azul, una fotografía de un joven que sonreía a la cámara. Desde el mismo centro de la pantalla azul. Un escalofrío recorrió la espalda de Perteguer.

—¿Es la foto del dueño?

—Parece que sí… y se parece mucho a…

—Se parece mucho no… ¡es! —Perteguer mostró la fotografía del cadáver que estaba en el dossier a su compañera—. ¡Habéis encontrado el ordenador del chico sin nombre! ¿Dónde tenéis al tío?

Claudia sonrió satisfecha al descubrir que había acertado con sus sospechas. Que el chico de la foto al iniciar el ordenador era en realidad quien era.

—¿Al yonki? Está abajo, estamos comprobando su identidad…

—Necesito hablar con él… Muy buen trabajo, Claudia. Os habéis ganado una felicitación.

Perteguer salió del despacho seguido por la policía uniformada y bajó trotando las escaleras hasta la sala donde los patrulleros traían a los detenidos. La misma sala con tres asientos de plástico naranja y azul anclados al suelo y una cabina telefónica adosada a la pared era la misma estancia donde había fallecido el desconocido. En el mismo asiento se encontraba sentado y con sus manos esposadas al frente un varón de aspecto toxicómano, muy castigado por los años y las drogas, bajo, delgado y de piel arrugada pese a que no debía contar con más de cuarenta y cinco años. Sus ojos estaban incrustados en un rostro chupado y endurecido con una en apariencia eterna barba de dos días que parecía siempre a medio rasurar. No era la primera vez que pasaba por la comisaría de Cervantes, tampoco la primera vez que Claudia y su compañero le paraban en alguna kunda de la Glorieta de Embajadores para comprobar si tenía alguna reclamación judicial. Tampoco, pese a que Perteguer llevaba menos tiempo en esas dependencias policiales, la primera vez que cruzaba su mirada con el Inspector Jefe. Con las piernas cruzadas como quien se sienta en una parada de autobús, y con sus diminutas pupilas del tamaño de un alfiler clavados en los amarillentos azulejos que conformaban el suelo, aquel hombre se rascaba despreocupadamente un matojo de pelo sucio y lacio que comenzaba a abandonar definitivamente su cabeza, pese a que todavía lo cubría con una media melena que él mismo se recortaba sin usar espejo alguno. A veces se lo cortaba por aburrimiento. Otras porque había dado un palo en un sitio donde sospechaba que había cámaras y pretendía despistar a los maderos.

Perteguer se dirigió a aquel hombre enfermo de manera educada pero firme. Como acostrumbraba a tratar con todos.

—Hola… te llamas José Ramón …¿verdad?

El hombre al que Perteguer había llamado José Ramón apenas miró al policía para asentir con la cabeza y volvió a bajar su mirada. No con desprecio, sino más bien por cansancio de una rutina demasiado habitual.

—¿Me van a soltar?

—No. No hasta que me digas de dónde sacaste este ordenador…

Con evidentes síntomas de cansancio y consciente quizá de que le tocaba quedarse en los calabozos volvió a levantar la cabeza para mirar a Perteguer. Con un dedo se apartó dos mechones de cabello que le tapaban el ojo derecho y comenzó a recitar el mantra conocido por todos los presentes. El protocolo estándar y habitual del día a día entre el ladrón y el policía.

—Bue… jefe, me lo encontré en la calle… —José Ramón negó con la cabeza como si fuera a continuar con el discurso pero al instante se interrumpió, de nuevo vencido por el tedio de repetir una vez más la historieta de siempre—… bueno, jefe… si da igual… me voy a quedar detenido, ¿no?

—El que te lo hayas encontrado en la calle y fueras a venderlo es apropiación indebida…, Me da igual detenerte por apropiación, receptación que por un robo o un hurto… así que lo mejor para ti es que me digas la verdad… Porque a ti te va a dar igual y a mi me puede venir bien. Y si a mi me viene bien a lo mejor te puedo ayudar…

José Ramón miraba a Perteguer respetuoso mientras el policía hablaba y volvía a mirar al suelo cuando respondía.

—Es que me lo encontré, jefe… ¿estoy detenido? …Pues no quiero declarar…

—Escucha… Es muy importante que me digas de dónde has sacado este ordenador… muy importante…

José Ramón volvió a negar con la cabeza.

—Siempre es importante, jefe… y al final siempre acabo en el calabozo…

—Te voy a dejar libre si me lo dices y siempre que no le hayas sacado un pincho a alguien para robárselo. Si lo has hurtado al descuido dime dónde… y te prometo que te vas de aquí limpio. Puedo poner que te lo has encontrado y que nos lo has traído.

—Y me quedo sin dinero de la venta, jefe… ¿el ordenador es robado o no?

—Dímelo tú.

—Pues si no es robado quiero que me lo devuelvan. Lo cogí de la basura y eso no es robar.

—En serio. Llevo algún que otro año aquí y estoy cansado de las tonterías de que lo encontráis en la basura. Tú y yo sabemos que no es verdad.

—Pues es verdad, jefe…

—Vale. Te lo compro. Cincuenta euros por el ordenador y te vas libre… pero solo si me dices dónde y como lo conseguiste.

José Ramón ya ni levantaba la cabeza para mirar a Perteguer. Demasiado consciente de su previsible destino, y hastiado por tal perspectiva, se afanaba en quitar los cordones a unas zapatillas de deporte con las suelas prácticamente destrozadas y que imitaban a un muy famoso modelo de calzado de baloncesto.

—No cuela jefe…

—¿Cómo?

—Que no me lo creo… que es la milonga de siempre. Que os digo dónde y voy al calabozo igual…

—Ven aquí.

Perteguer cogió de un brazo a José Ramón y lo levantó de su silla de plástico naranja, ante la sorpresa del toxicómano.

—¿Qué hace? ¡Que me torturan! ¡Que me torturan!

—¡Jefe! ¡Jefe! —Claudia, tan sorprendida como José Ramón por la reacción de Perteguer hizo un amago de sostener el brazo del Inspector—. Que José Ramón se porta siempre bien…

Perteguer miró a ambos y señaló las esposas que sujetaban las muñecas del detenido.

—Que vengas te digo. Compañera, por favor, déjame una llave de grilletes…

Claudia tendió al Inspector una llave diminuta unida a un llavero extensible para que Perteguer liberara a José Ramón de las esposas. Después, volvió a agarrar del brazo al detenido y lo llevó casi a empujones hasta la calle ante la mirada del resto de policías. Una vez en la calle, en la misma puerta de comisaría, Perteguer soltó el brazo de José Ramón y con algo de sorna colocó con cuidado el cuello del harapiento abrigo plumífero del toxicómano.

—¡Ala! Ya estás en la puta calle. Libre. Sin cargos. —Sacó un billete de cincuenta euros de su cartera y se lo puso en la mano al recién liberado José Ramón—. Estos son tus cincuenta euros. Ahora dime, solo a mí. Sin papeles de por medio… ¿Dónde cojones has encontrado este ordenador?

José Ramón miró extrañado el billete arrugado que Perteguer le había colocado en la mano. Después, al inspector. Y después, de nuevo al billete.

—¿Y me quedo los cincuenta euros?

—Y te quedas los cincuenta euros. —Perteguer asintió—. Pero escucha… a mi los cincuenta pavos me importan poco. Quiero la verdad, no que me cuentes que lo encontraste en la basura o que te lo vendió un marroquí. Te juro que de esta te libras si me dices la verdad y te llevas la pasta. Pero como me mientas te voy a buscar yo mismo a tu chabolo de la cañada y te arrastro aquí de vuelta. Creo que he sido claro… y dime la verdad. Ni te imaginas lo importante que es ese puto ordenador…

—Joder… si tan importante es quiero más pasta…

Perteguer agarró de un brazo a José Ramón y agitó delante de él los grilletes que aún llevaba en la mano, haciendo que tintinearan con un ruidillo metálico.

—Se acabó, José Ramón, volvemos a comisaría, extiende los brazos…

—¡No! ¡No! A ver. —José Ramón se guardó el billete y se colocó el pelo antes de responder, como si necesitara hacer memoria—. Fue hace dos o tres días. El día de la luna llena gigante. Era el lunes fijo. Fue en el Parque del Retiro sobre las diez de la noche… estaba paseando… estaba buscando alguna pareja para… pues eso jefe para llevarme un bolso… de las que se ponen a retozar en el parque y se descuidan de todo… y de pronto vi a un fulano bailando solo…

—¿Un tío bailando solo en el parque?

—Sí, inspector… entonces me acerqué… el tío estaba como recitando cosas y bailando alrededor de un árbol. Vi el ordenador porque tenía la pantalla encendida, lo tenía a unos metros. Como no sabía si estaba al loro o no le dije «¿tienes un pitillo, colega?» y el tío ni me miró. Así que cogí tranquilamente el ordenador y me piré. Corriendo lo más que pude. Luego lo escondí en un agujero donde tengo unas cosillas. Y hoy he necesitado pasta y he ido a venderlo para pillar la kunda.

—¿Era solo el ordenador o había más cosas? ¿Una bolsa? ¿Cartera? ¿Algún papel?

—Solo el ordenador… estoy siendo legal jefe. Solo el ordenador portátil… sin cable ni bolsa ni nada…

Perteguer dobló los grilletes satisfecho y los colocó en el cinturón. Después sacó del bolsillo la foto del cadáver del chico desconocido y se la mostró a José Ramón.

—El tío que bailaba solo… ¿era este tío?

—Sí… pudiera ser… hostias… ¿ha palmado? —José Ramón comenzó a hacer aspavientos con las manos—. ¡Joder tío yo no le hice nada! Nada joder que fue por lo legal…

—No, tranquilo. Tú no le has matado. Pero sí, el tío está muerto. Y no sabemos quién es. ¿Le viste meterse algo? ¿Picarse?

—¡No, tío! O sea… jefe… no… no se estaba metiendo nada… me acordaría. Iba ya… «metido» de serie no se si me entiende. Solo bailaba… bailaba y nada más.

—De acuerdo. Eres libre. Si hablas con tus colegas y alguno te cuenta algo más sobre él… si le habéis visto más veces por el parque o algo así te doy otros cincuenta euros…

—Pero sin declarar por escrito ni esas movidas…

—Sin declarar por escrito ni esas movidas.

—Debuti, gracias jefe. Es usted legal.

—Otra cosa, José Ramón…

—Sí, jefe…

Perteguer se acercó a José Ramón y le habló casi susurrante mientras le asía del hombro izquierdo.

—Como te vuelvan a pillar robando en mi distrito te mando a la cárcel de Estremera.

—Sí, jefe…

Perteguer y Claudia vieron a José Ramón alejarse calle abajo mientras contemplaba su billete al trasluz para asegurarse de su validez. Al fin la policía se giró y miró al inspector.

—¿Cómo sabe que no tiene nada que ver con la muerte del chaval? ¿Y si supiera algo del picotazo de coca que llevaba en el brazo?

—Intuición, Claudia. —Perteguer siguió con la mirada la silueta de José Ramón hasta que este desapareció doblando una esquina—. Este pájaro lleva mucho tiempo en el mundillo como para saber en qué fregados no meterse, y si tuviera algo que ver con la sobredosis del dueño del ordenador no iría con el cacharro paseándose por Embajadores.

—Es una teoría bastante convincente, inspector… Pero por si acaso le necesita le estaremos poniendo un ojo encima estos días a ver si averiguamos algo más.

—Muchas gracias, Claudia. Muy buen servicio.

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