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Capítulo 19

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Perteguer dejó a una subinspectora al mando de las investigaciones, especialmente a la conexión con el cuartel de la Guardia Civil que buscaba a Susan, y pidió a Samir que le acompañara una vez más. El oficial, que estaba sacando un café en la máquina, siguió al inspector con el vaso ardiente entre sus dedos hasta el aparcamiento, donde montaron como era de esperar en el Seat León amarillo.

—¿A dónde vamos, Perteguer?

—A casa de la única persona que es capaz de leer entre líneas el discurso de esta loca…

Tras poco más de veinte minutos conduciendo por la autopista de circunvalación madrileña M-40, incluyendo una parada en una gasolinera para comprar una botella de ron, —algo que lógicamente sorprendió y mucho a Samir— el vehículo de los dos policías llegó hasta un chalet pareado ubicado en Tres Cantos, una localidad a pocos kilómetros al norte de Madrid. Perteguer había resumido a Samir por el camino toda la conversación que había mantenido con Rosalía. Además, le explicó, que antes de salir de comisaría había tenido a bien hacer una copia de la grabación que la cámara de seguridad había realizado en la sala de interrogatorios con el fin de mostrárselo a un experto. «¿Policía?». Había preguntado Samir. «Algo parecido» había respondido Perteguer. Tras dejar el coche prácticamente en medio de la calzada, con las luces de emergencia puestas, Perteguer y Samir subieron a la carrera las escaleras del chalecito y llamaron a la puerta. Pasados unos segundos, tras ella apareció la sonriente y redonda cara de Pedro Puig. Al ver a Perteguer, Pedro rio estruendosamente y abrió sus brazos hasta atrapar con ellos a Perteguer en un largo abrazo. Como el de un oso.

—¡El impostor de Perteguer! ¡Maldita sea pensé que había borrado bien mi rastro!

—Buenas noches, Pedro… perdona que te moleste a estas horas…

—Sí bueno, desde que tengo a estos tres salvajes ya no sé ni qué horarios tengo. Pasad. ¿Quién es el nuevo?

Puig señaló a Samir con el dedo en alto, simulando que empuñaba una espada cuya punta llegaba hasta el cuello del oficial.

—En realidad no soy nuevo, soy el Oficial de Policía Samir…

—Eres el nuevo. Perteguer y yo somos los viejos y tú eres el nuevo oficial de Policía Samsagaz.

—Samir.

—Samsagaz.

Samir se encogió de hombros y miró a Perteguer mientras señalaba a Pedro Puig con desconfianza.

—No sé si me está faltando al respeto, Perteguer.

—No lo está, puedes creerme… hechas las presentaciones ¿podemos molestarte un par de horas?

—¿Traéis algo bebible?

Perteguer abrió una bolsa y extrajo de ella una botella con forma piramidal y de vidrio color zafiro salpicada con letras doradas y se la tendió a su anfitrión Pedro Puig.

—Flor de caña centenario, reserva de quince años. ¿Será suficiente para apagar la sed del Pirata?

Pedro negó con la cabeza decepcionado y sostuvo durante unos instantes la botella de ron como sopesando sus cualidades. Después la dejó en la mesa y se encogió de hombros.

* * *

—Mal… ya no bebo ron. Ahora bebo Jack Daniel’s.

—Caramba y ese cambio ¿a qué se debe?

—Una horrible experiencia en una misión en Venezuela con marines americanos de por medio… Pero en cuanto a lo de apagar la sed solo hay una manera de descubrirlo Sentémonos a la mesa y planteadme vuestras dudas. ¡Parlamento pirata!

Los tres hombres traspasaron las puertas del chalet y esquivando una decena de juguetes que estaban desperdigados por el recibidor y el pasillo, llegaron hasta un confortable salón con chimenea incluida, y un largo sofá de cuatro plazas en su centro.

—Bueno Samir, —inició Perteguer— te presento formalmente a Pedro Puig, colaborador del ministerio de defensa, miembro del Centro Nacional de Inteligencia, ha estado desplegado en los cinco continentes cifrando y descifrando comunicaciones y en definitiva uno de los mejores criptógrafos de Europa…

Puig interrumpió a Perteguer mientras ponía tres vasos de fino cristal de bohemia sobre la barra de la cocina.

—Por alusiones: Samsagaz, soy el mejor criptógrafo de España y uno de los tres mejores de Europa, concretamente el segundo y solo superado por un británico de casi cien años que es una jodida eminencia. Tarado y senil, pero eminente. En cuanto palme el inglés, yo seré subido a la cima universal de la criptografía como el más puto amo de las cifras y las letras y los cielos se abrirán y sonarán las trompetas del apocalipsis. ¿Un poco de ron?

—Sí, por supuesto. —Samir terminó por abandonar su postura desconfiada ante Pedro y sonrió acercando uno de los vasos con dos cubitos de hielo que Pedro había ido preparando con celeridad mientras hacía su particular presentación—. Hasta el segundo hielo, por favor…

—¿Estás currando ahora, Pedro? —Perteguer declinó el Ron que él mismo había comprado y se sirvió una copa de burbon—. ¿Algo super secreto?

De pronto, tres niños de entre seis y nueve años aparecieron corriendo por el pasillo. No se debían llevar mucha edad entre ellos y parecían ir vestidos como de piratas, o marineros. Aunque uno de ellos llevaba una extraña escafandra de plástico que bien podía ser de un disfraz de astronauta. Pedro los señaló con orgullo.

—Estoy de excedencia gracias a estos tres grumetes. Tripulación, a los camarotes.

—¡Sí papá! —Respondieron casi al unísono—. ¡A la orden!

—¿Cómo se llaman?

—Juanito, Jaimito y Jorgito.

—¿En serio? —Samir sonrió sin saber muy bien si se trataba de una broma—. ¿Cómo los… patos?

—En serio… perdí una apuesta con su madre.

—¿Y dónde está su madre, por cierto? —Terció Perteguer—. ¿Currando?

—Mary está trabajando en el hospital en turno de noche. Así que soy amo de casa. ¡A los camarotes he dicho!

Los tres niños se cuadraron en firmes frente a su padre como si de los hijos de…

—¡Sí papá!

—¿Y que se dice a los señores policías?

—¡Conocemos nuestros derechos!

—Buenas noches, grumetes.

—¡Buenas noches, papá!

Los grumetes corrieron a su habitación ante la atenta y sonriente mirada de su padre y de los dos visitantes.

—¿Estás criando una triada de antisistemas?

—No te quepa duda, Perteguer. Sin antisistemas el sistema no mejora. Bueno, a lo que íbamos. Tu visita acompañada de nuestro nuevo amigo Samsagaz me dice que un tarado ha matado a alguien y ha dejado una nota incomprensible junto al cadáver creyéndose el asesino del zodiaco. Y que las huestes policíacas se están estrujando la sesera porque no saben por dónde tirar.

—Exacto. ¿Quieres echar un ojo al mensaje?

—Sí, pero… no me digas nada más del caso por ahora… vamos a jugar un poco…

—No vamos muy bien de tiempo, Pedro.

—Hay que acabarse esta botella, Perteguer. Trae el papiro, polizonte…

—Aquí tienes.

—Ajá… bla bla bla… bla… ajá… ¿esto estaba junto a un cadáver?

—¿Has leído en la prensa lo de las cuatro prostitutas asesinadas?

—Ajá.

—En cada una de ellas dejó este poema dentro de su boca.

Pedro levantó la mano mostrando su palma a los policías, en inequívoco gesto de que se detuvieran. Después releyó el poema silabeando en ocasiones. A veces cerraba los ojos y repetía para sí alguna frase. Teatral como si de un médium se tratara, estuvo unos segundos en silencio hasta que por fin habló para soltar su vaticinio.

—En las cuatro el mismo poema y todas las asesinadas son prostitutas. Solo tengo una pregunta, solo respóndeme a lo siguiente ¿han sido violadas?

—No.

—Y han aparecido vestidas completamente sin signo alguno de profanación ¿verdad?

—Verdad.

Pedro devolvió el papel a Perteguer y cogió de la mesa su vaso de

whisky americano. Bebió un buen trago que dejó reposar en la boca unos segundos y prosiguió.

—La asesina es una mujer. Culta, con estudios superiores, de treinta a cuarenta años, evidentes problemas mentales que no le impiden desarrollar su trabajo sin que nadie nota que está como un jodido cencerro, solitaria y ya si tengo que pedir el comodín del público me arriesgo a decir que es blanca y de nacionalidad española. Sus vecinos añadirán al día siguiente de que sea detenida al reportero del telediario, que siempre saludaba cuando se la cruzaban en el ascensor.

Samir se quedó boquiabierto, y decidió acabarse de un trago la copa de ron.

—¿Ha leído usted el informe policial, señor Puig?

Pedro soltó una carcajada y volvió a escanciar ron en el vaso de Samir.

—Por el gesto cariacontecido de nuestro querido Samsagaz deduzco que he hecho pleno. Una ronda por el pirata. Y ya te puedo decir que el poema no esconde nada más en su interior. Es un texto evidente, no hay nada encriptado.

—Sí, pirata, has hecho pleno. —Concedió Perteguer—. La detuvimos anoche, aunque más concretamente se entregó cuando la descubrimos. —Es la autora confesa de las muertes de las prostitutas y del asesinato de un joven que todavía no hemos identificado. El problema es que no tenemos ni una sola prueba y que ha secuestrado a una chavala de diecisiete años y la tiene oculta en algún sitio que ignoramos…

—¿Hace cuánto de eso?

—Entre la desaparición de la chica y la detención de Rosalía no han pasado más de dos o tres horas a lo sumo. Tiene que estar en la Comunidad de Madrid… a lo sumo Segovia o alrededores…

—¡Maldita sea, Perteguer! —Pedro dio un manotazo en la mesa que hizo temblar los vasos— ¿la llamáis Rosalía o se llama Rosalía?

—Se llama Rosalía…

—¿Y cuántos meses lleva la policía buscando a un asesino cuando a la vista está que es asesina?

—Pues… medio año va a hacer…

—¡Por todos los krakens, Perteguer! ¡Con lo evidente que es!

—Si tan evidente era no sé que haces de excedencia y no trabajando con nosotros.

—¡Porque tengo que criar a mis tres salvajes! Bueno, lo importante es que la habéis detenido.

Samir paladeaba el ron sin dejar de mirar con sincero asombro a Pedro Puig, el cual le estaba pareciendo alguien que, si no lo estuviese viendo en aquel momento con sus propios ojos, le hubiera parecido una mera invención novelesca. Pero Pedro Puig existía. Y era de carne y hueso.

—¿Cómo lo ha hecho?

—¿Cómo dices Samsagaz?

—¿Cómo ha sabido solo con mirar el poema todo esto?

—A veces no sé que demonios os enseñan en la academia… Voy a explicarte una enorme diferencia entre como piensa Perteguer y como pienso yo. Perteguer es inteligente, pero retuerce las cosas. Piensa que todo es oscuro y con requiebros. Le das un segundo una madeja de lana y te devuelve un burruño lleno de nudos. Aquí una señora mata a cuatro prostitutas y deja un poema de Rosalía de Castro. Rosalía de Castro, poetisa, escritora, clave en la lengua gallega y castellana, mujer pionera en pleno siglo XIX. La asesina está reivindicando, no a Rosalía de Castro, sino a las mujeres…

—¿Reivindica mujeres matando a mujeres?

—Mata mujeres pero respeta sus cuerpos. Mata a prostitutas… y seguro que os habrá dicho que las hace libres, que las quita de encima el yugo de la prostitución y todo eso ¿no? Que sus víctimas no lo son por ser asesinadas, sino que ya lo eran cuando las encontró…

—Pleno otra vez… —asintió Samir.

—Estaba claro. Elegir este poema. La figura de «la loca» y la contraposición «alma y cuerpo», una dualidad inseparable en vida… pero nuestra Rosalía separa cuerpo y alma y «libera» al espíritu dejando el cuerpo ya cadáver en este valle de lágrimas. ¿Sabías Samsagaz que si no fuera por los ordenadores seguiría teniendo el record mundial del texto cifrado más perfecto de todo el planeta?

—¿Es eso cierto?

—Es cierto. —Confirmó Perteguer—. Hasta 2007 su texto «Impostura» de doscientos caracteres fue indescifrable hasta que unos matemáticos del MIT lo reventaron…

—¡Hasta que unos frikis del MIT con un ordenador más grande que este salón lo reventaron inmisericordemente! —Pedro, visiblemente molesto, dio un largo trago a su copa y realizó un gesto de desprecio con la mano como si con ello apartara esos malos recuerdos—. En fin… Entonces si no me he enterado mal del asunto… la tal Rosalía tiene secuestrada a una chica y no os quiere decir dónde la tiene. ¿Trabaja sola o puede tener ayudantes?

—En principio trabaja sola. Y según ella ya nos ha dicho dónde está oculta la chica. Dice que no hemos sabido «leer entre líneas».

—Aquí en este poema no hay nada que leer entre líneas. Es una tarjeta de visita. ¿Ha declarado?

—Ha soltado un discurso de casi una hora, te lo traemos grabado.

—Probablemente en ese discurso se os haya escapado algo. Conociéndote miedo me da verlo, seguro que ha dicho «tengo a la chica encerrada en mi sótano» y tú mientras pensando en el poema…

—Créeme, ha sido más críptica que eso.

—Ya será menos. Ponme la peli, impostor.

Perteguer sacó del bolsillo de su abrigo un DVD y lo introdujo en el reproductor que había bajo el televisor de pantalla de plasma de Pedro Puig. De inmediato, unas imágenes algo azuladas por el tono de luz de la habitación, mostraban a Rosalía del Estal sentada en una mesa. La mujer discutía con Perteguer sin dejar de gesticular. Pedro Puig se acercó a la pantalla y contempló a Rosalía con detenimiento.

—Mmmm ¿me suena de algo esta tía?

—¿Te acuerdas hace doce años cuando robaste un blindado militar?

—Oh sí. —Pedro soltó una carcajada y asintió con la cabeza—. Tengo que comprarme un cacharro de esos. No imaginas lo que es conducir eso por la Castellana…

—En esa historia estuvo implicada una teniente de la Guardia Civil que era del Cesid. La teniente murió y esta es su hermana. Puede que de eso te suene.

—Entiendo. Cosas de familia. Una cosa lleva a la otra y esta señora se convierte en asesina en serie.

Pedro se levantó para coger su vaso y se volvió a sentar en la posición del loto frente al televisor, con las piernas cruzadas y la cara a apenas medio metro de la pantalla.

—Esto es interesante.

Pedro no se despegó del televisor en los más de cuarenta minutos que duraba la declaración de Rosalía. De vez en cuando daba un trago a su vaso y asentía con la cabeza. De pronto pulsó el botón de pausa y rebobinó las imágenes hasta un momento anterior. Sin dejar de contemplar la pantalla, apuró su vaso de

whisky de un trago. Después siguió viéndolo hasta el final en completo silencio. Cuando hubo finalizado, dirigió su mirada a Perteguer.

—Vale. Te comento lo que veo aquí.

Pedro se levantó y se sirvió de la botella de Jack Daniel’s mientras se frotaba el pelo, prácticamente rapado con fruición.

—Esta mujer no está bien de la cabeza pero no es tonta. Ha planeado desde hace tiempo lo de las prostitutas y su mensaje feminista al mundo. Lo que te ha dicho de las anteriores puede ser cierto o no… cuando se ha puesto muy ufana a decirte fechas y lugares. Quizá ni siquiera las mató ella y solo lo leyó en la prensa, a lo mejor hasta esos crímenes le dieron ideas para su gran obra…

—¿Su gran obra? —Samir miró a Pedro con gesto de desaprobación—. Ha matado a cuatro mujeres inocentes…

—Sí. Para ella es su gran obra. Lo lleva diciendo todo el rato, habéis llegado hasta ella pero también a un callejón sin salida. Os tiene confundidos y eso a ella le hace sentirse orgullosa y segura de sí misma. Quiere la fama sin ir a la cárcel. Quiere ganar a la policía pero que siempre quede la sospecha de si fue ella. Es una exhibicionista pero no es tonta… no quiere pasar el resto de su vida entre rejas. Por eso tenía muy ensayado este discursito. Y cuando vaya ante el juez soltará uno muy distinto, justo el de la parte en la que dice «soy una pobre médico solitaria que salva vidas y esto es un completo error». Me imagino a esta señora repitiendo este monólogo una y otra vez delante del espejo. Todo lo que te ha dicho es impostado, memorizado, actuado y representado. Todo menos una cosa. Hay un momento en este vídeo en el que su lenguaje corporal se transmuta, sufre un

shock, un calambrazo, cambia por completo de postura y hasta de tono de voz. Hay algo en esta charla que no está previsto, que no ha ensayado durante semanas.

—¿Es el momento que has parado? ¿Cuándo la insulto?

—Exacto, polizonte. Ella está ahí dándoselas de genio del crimen y un maderillo se ríe de ella en su cara, se salta el guión y la llama «tarada hija de puta». Y ahí, justo ahí, por unos instantes cambia todo. Le tiembla la voz de rabia, cambia de postura, ya no está inclinada hacia ti desgranando con una sonrisa sardónica el discurso perfecto que traía en mente. Has arruinado su momento, ella se sobresalta, se cruza de brazos, se echa hacia atrás en la silla, comienza a atacarte e insultarte, no te sostiene la mirada, dice que te va a aplastar y que no encontrarás a la chica secuestrada y entonces… pierde los estribos completamente y te dice lo primero que le viene a la mente: que te van a aplastar los cascotes… de un hospital abandonado… ¿quién demonios dice eso?, ¿te van a aplastar los cascotes y la herrumbre de un hospital abandonado, Perteguer? ¿Podría ser que su cabeza desquiciada proyecte la imagen de los cascotes y la herrumbre de un hospital abandonado cuando piensa en la chica secuestrada? ¿Por qué puede ser eso, polizonte?

Pedro Puig cogió el mando y con gesto triunfal retrocedió la grabación hasta el minuto 34:13. Acto seguido reanudó la reproducción de la misma señalando a la pantalla con una sonrisa en su cara. En la pantalla, Rosalía, con las facciones del rostro casi desencajadas por la ira, decía lo siguiente:

«Y eso va a ser lo que te entierre. Voy a enterrarte. Será como si tu mundo se te cayese encima como el techo de un hospital abandonado. Herrumbre y cascotes van a ser tu tumba, Perteguer».

—No me lo puedo creer… —Perteguer golpeó el hombro de Pedro Puig con gesto de respeto—… eres un puto genio…

—Y no solo eso. Las palabras del final, lo de «quiero ver el mar». —Pedro cogió el teléfono móvil que reposaba sobre la mesa y se lo lanzó a Perteguer—. Solo hay que buscar en Wikipedia para saber que son las últimas palabras de Rosalía de Castro antes de morir. En un hospital. Un hospital lejos del mar.

—Un puto genio, Puig…

—Sí. Lo soy. ¿Dónde dices que secuestró a la chica?

—Villalba.

—Apostaría a uno de mis tres hijos a que está en el Hospital de la Tablada, sierra de Guadarrama. No le dio tiempo a llevarla más lejos.

—Gracias Pedro te debo unas cervezas. ¡Samir llama a la Guardia Civil! Diles que estaremos allí en quince minutos.

—Estamos a sesenta kilómetros de allí, Perteguer.

—De acuerdo, diles entonces que llegaremos en veinte. ¡Hasta luego, Pedro! ¡Y gracias de nuevo!

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