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Capítulo 20

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Perteguer y Samir montaron en el Seat León y conectaron el lanza destellos azulado del frontal del vehículo. En apenas los veinte minutos que había pronosticado el Inspector Jefe estaban a las puertas del hospital abandonado de La Tablada. En medio de la inmensidad del pinar que cubría la ladera de la montaña resaltaba un mastodonte de cuatro plantas de altura y una majestuosa torre en su parte central con tejado a cuatro aguas de oscura teja, recubierto de un blanco que amarilleaba y que había servido durante años como pizarra para los grafitis. Construido a finales de los años treinta el gigantesco hospital enclavado en medio de la sierra de Guadarrama aguantaba estoicamente el paso del tiempo, décadas de desuso y de barbarie vandálica que habían dejado la estructura arquitectónica apenas vacía de contenido y llenas sus paredes de proclamas banales y en ocasiones soeces. Ladrillo y piedra que todavía se erguía orgullosa pese a los boquetes de sus muros y los cascotes que caían periódicamente a sus pies dando al lugar una imagen de paisaje sitiado y bombardeado y abandonado a la naturaleza como si de un templo perdido construido por una civilización extinguida en la antigüedad se tratase. En la única entrada del perímetro de valla metálica que circundaba el vetusto sanatorio olvidado, aguardaba un todoterreno Nissan rotulado con los colores verde y blanco de la Guardia Civil. Junto al coche, aguardaban firmes dos guardias que hicieron señas al divisar las luces azules con las que el Seat de Rafael Perteguer iluminaba el tramo de camino de tierra que lo comunicaba con la autopista y saludaron llevándose la mano a la teresiana cuando los dos policías bajaron del coche entre una nube de polvo.

—Buenas noches, compañeros. Soy el Sargento Godoy de la Comandancia de Villalba, y este es el guardia Salamanca. Bienvenidos a La Tablada.

—Buenas noches. Samir y Perteguer de Policía Judicial de Cervantes. ¿Han podido iniciar el registro?

—Sí. Llevamos aquí apenas cinco minutos pero recorrimos toda la planta baja. Hemos pedido un par de coches más y estamos a la espera de que lleguen los guías caninos. No nos ha dado tiempo a más. Ahora que somos cuatro quizá tengamos suerte.

—Espero que no necesitemos el perro de rescate. —Perteguer encendió una linterna y recorrió la fachada del hospital abandonado—. Qué aspecto más tétrico.

—Pues cuando esté usted solo en una habitación y empiece a escuchar crujidos a su espalda, ya verá si es tétrico. La mano va a empuñar la pistola ella sola. Y eso que no creo en brujas… pero ya notará usted la experiencia.

—¿No estará embrujado esto? —Samir deslizó discretamente el seguro que retenía su pistola en la funda y miró a su alrededor con desconfianza—. No me gustan mucho este tipo de cosas… ¿no ha salido este edificio en la tele?

—Oh sí, varias veces. En alguna ocasión hemos venido aquí alertados por gente que pasaba por la carretera y veía luces en su interior y nos hemos encontrado al periodista ese tan famoso grabando aquí dentro como si tal cosa.

—Sí… me suena haberlo visto… Pues nada vamos para adentro.

—Pero… nunca ha pasado nada… raro ¿verdad? —Samir no dejaba de escudriñar a través de los huecos en las paredes que un día fueron ventanas acristaladas. En las paredes se proyectaban las sombras de las ramas de los árboles próximos al ser iluminados por alguna de los cuatro haces de luz que se proyectaban desde las linternas de los dos guardias y los dos policías—. Quiero decir no es que tenga miedo pero… no me gustan las cosas raras.

—No se apure. Le entiendo perfectamente. —El Guardia más veterano y que se había identificado como el Sargento Godoy se quitó la gorra y la dejó dentro del todoterreno rotulado antes de señalar de nuevo el viejo hospital con su linterna—. Habré venido aquí dos docenas de veces en los siete años que llevo aquí y siempre salgo con mal cuerpo. Lo que es la autosugestión… Pero le aseguro que ahí dentro no hay más que cascotes y pintadas. ¿Buscamos a una chica dicen?

—Es una corazonada pero sí, Susana López, la chica fugada del centro de menores de Villalba.

—¿Susana? Sí, la conozco. —El sargento de la Guardia Civil asintió mientras los cuatro hombres recorrían con paso rápido el tenebroso jardín frente a la fachada principal del edificio abandonado. A su espalda las ramas de los árboles mecidas por el viento emitían unos crujidos acompasados y algún ave nocturna aleteó en la lejanía al ser sorprendida por la luz de las linternas—. No es problemática pero es un trasto de chica… ¿creen que la puede haber pasado algo malo a la pobre?

—Puede haber sido secuestrada y escondida aquí.

—A ver si tenemos suerte. Lo ideal es que nos separemos, un poli, un guardia. Un binomio a los pisos superiores y otro al sótano. El sótano es un laberinto de pasillos y es lo más complicado de registrar. Arriba la mayoría son estancias gigantescas y una pareja tardará poco en recorrerlas enteras.

—Como usted diga, Sargento, estamos en su casa.

—Pues usted, Inspector, con mi compañero al sótano y yo con el suyo a los pisos de arriba. Suerte, vista y al toro.

Perteguer y el guardia Salamanca comenzaron a descender por cuidado por las escaleras centrales del edificio. A cada paso que daban, bajo sus zapatos crujían los restos de ladrillo y vidrios rotos haciendo prácticamente imposible un avance silencioso. Cuando el Inspector de Policía se quiso dar cuenta la advertencia del Sargento Godoy se había convertido en una profecía cumplida, y su mano derecha se había colocado instintivamente en la empuñadura de la negra pistola HK USP que llevaba enganchada en el lado derecho de su cadera.

—Sabe… ¿Inspector? —El joven guardia, a un metro y medio de distancia y por delante del policía, hablaba en susurros y con palabras entrecortadas, como si entre medias de su conversación tratara de percibir algún ruido hostil—… llevo todo el verano jugando a un videojuego, de estos de tiros. Está ambientado en Chernobil y cada vez que me toca venir a este hospital… me recuerda a la pantalla de la ciudad de Pripyat… Salvo por los mutantes…

—Me acabas de recordar a la novela rusa de Metro 2033. Y no me ha hecho nada de bien que me lo recuerdes.

—De esa novela también hay videojuego… y también hay mutantes y pantallas a oscuras con linternas… ya hemos llegado.

El sótano no contaba con los pocos rayos de luz de luna que disfrutaban y en consecuencia la oscuridad era absoluta. A la luz de las linternas, el techo parecía sostenerse por una bóveda continua sustentada en arcos de medio punto al que empezaban a fallarle los ladrillos que los componían, y que se amontonaban a los pies de los pilares.

—No toque las paredes… cualquier día esto se va a venir abajo y atrapará gente dentro…

—Salamanca… es muy tranquilizador bajar aquí con usted. Solo me habla de mutantes y de derrumbes…

—Yo solo le digo lo que hay, Inspector… salvo por lo de los mutantes…

No debían llevar ni dos minutos en el interior de aquel subterráneo y para Perteguer había pasado una eternidad. A media que dejaban metros entre ellos y las escaleras centrales el aire se viciaba y se enrarecía, haciéndose pesado y húmedo. En algunos puntos alguna filtración de agua hacía que la luz de la linterna provocara repentinos reflejos. De pronto el guardia se detuvo e hizo un gesto con la mano a Perteguer para que se acercara.

—Inspector. En cuanto doblemos la esquina va a ver una muñeca infantil sentada en el suelo y mirando hacia nosotros…

—¿Está de coña?

—Es Manolita. Las tres primeras veces que bajé aquí al encontrarme con ella pegué un grito. De hecho la primera salí corriendo unos metros para atrás. Aquí la imaginación juega malas pasadas.

—¿Una muñeca?

—Sí. Una muñeca sin ojos. Le digo esto porque el que viene de nuevas pega un respingo y se asusta y no quiero que se lie a tiros conmigo que voy delante.

—¿Y por qué sigue ahí esa muñeca?

—Pues… porque pese a que no creo en brujas, me da mal rollo, Inspector. Prefiero dejarla ahí y seguir mi camino. A saber quién la trajo o por qué.

—Espere, espere… ¿Manolita?

—Yo que sé, Inspector… es el primer nombre que se me ocurrió.

—Salamanca… es usted un tipo peculiar.

—Yo soy peculiar pero usted va agarrado a la pistola desde que hemos bajado las escaleras. En cualquier caso, está avisado. No grite.

A pesar de la advertencia, al doblar la esquina el haz de luz de la linterna de Perteguer se detuvo en un pequeño bulto de color anaranjado. Cuando los ojos de Perteguer pudieron enfocar el objeto pudo verlo con nitidez: se trataba de una muñeca con dos trenzas y un flequillo pelirrojo sentada en una especie de mecedora. Sus brazos colgaban de su pequeño cuerpo, que estaba embutido en un vestido rojo con ribetes blancos. En su cara, una boca abierta en la que sobresalían los dientes superiores, de un blanco brillante que llamaba la atención de un primer vistazo en mitad de aquella oscuridad, simulaba una sonrisa siniestra que había quedado petrificada en el rostro de aquel juguete abandonado. Pero lo peor eran sus ojos. O mejor dicho, la ausencia de estos. Sobre la nariz, como dos puñaladas, solo había dos huecos oscuros que se tragaban la luz de la linterna. Dos agujeros de gusano infinitos e hipnóticos que traspasaban los ojos de aquel que los contemplaba. Pese a la advertencia, nuevamente, Perteguer soltó un quejido ahogado.

—¡Joder!

—Se lo advertí, Inspector. No la mire mucho. Yo no lo hago.

—Pero…

—No racionalice y déjela atrás. Nos quedan todavía dos galerías.

El sótano estaba conformado por cuatro pasillos de unos cinco metros de ancho que formaban un cuadrado bajo la nave principal del hospital. A sus lados y hacia el interior surgían cada veinte metros unos pasillos angostos de apenas un metro.

—¿A dónde van estos pasillos, Salamanca?

—Confluyen en una sala central donde se supone iban a estar las calderas. Al parecer nunca las instalaron.

—¿Y estos sótanos lo son de todas las naves? Quiero decir… el ala que está más alejada de la torre está sobre nosotros… porque esto parece un recorrido cuadrado.

—No… este es el sótano de la nave central y en efecto es un cuadrado perfecto. El de la nave transversal está una planta por debajo y para llegar a él hay que usar un tramo de escaleras al final de esta galería. Vamos a hacer el recorrido que hago siempre: la vuelta completa, luego al centro del sótano, y después al segundo sótano. Ahí hay que tener mucho cuidado, el techo está muy bajo y el suelo lleno de cascotes. ¡Ah! Otra cosa más… cuando lleguemos a la habitación central de esta planta pise solo donde pise yo. Corremos el riesgo de hundirnos…

—¿Hundirnos al piso de abajo?

—No Inspector… debajo de la sala central de este sótano no hay construcción alguna… el segundo sótano no llega hasta aquí… o eso al menos es lo que pone en los planos… ¿a que es curioso este edificio?

—Entonces… si no hay nada debajo a dónde íbamos a hundirnos.

—Hay un pozo natural o vaya usted a saber qué. Se lo enseñaré al llegar y usted ya saca sus conclusiones.

Terminaron por recorrer las dos galerías restantes y tal y como había anunciado el guardia Salamanca, tomaron uno de los pasillos transversales que confluían en una sala central. El pasillo era estrecho y agobiante y los dos hombres no tenían más remedio que ir en fila india, guiando la expedición el Guardia Civil.

—Cuidado con el escalón. Bienvenido a la sala central. Y ahora fíjese dónde piso.

La sala central era una habitación de unos seis metros de lado y planta cuadrangular y un techo abovedado con dos arcos de medio punto que se cruzaban en el centro exacto de la estancia a unos tres metros del suelo. En ese techo se habían practicado agujeros de unos treinta centímetros de diámetro por donde deberían haber discurrido las tuberías de la caldera. En una de las paredes, según la brújula de Perteguer en la pared orientada al noroeste, había una especie de hornacina construida con ladrillo y granito hacia donde debían confluir las inexistentes tuberías. A su alrededor, más allá de la luz que emitían las linternas y el teléfono de Perteguer con la brújula conectada, la oscuridad era total. Apabullante y completa. El guardia Salamanca asió de un brazo al Inspector al tiempo que alumbraba el centro de la habitación. En el suelo había, tal y como había anunciado el Guardia Civil, un agujero irregular que en su vacío más ancho debía medir más de medio metro parecía haber devorado las baldosas de barro que cubrían el suelo.

—Mire… y no se acerque. ¿Tiene a sus pies algo que tirar ahí abajo?

Perteguer alumbró a sus pies y descubrió un trozo de baldosín. Lo cogió y se lo tendió a Salamanca.

—¿Esto valdrá?

—Tírelo… en medio del agujero y guarde silencio…

Perteguer realizó el experimento y tras unos segundos, sonó como si el baldosín hubiera caído en una masa de agua.

—Joder…

—Para que usted ande con cuidado… a saber si eso es un pozo o qué cojones es…

—¿Y si ahí hubiera caído alguien?

—Si ahí ha caído alguien mejor que venga con un traje de buzo, muchas linternas y cuerdas que se aten a algo ahí fuera en la superficie. A lo mejor no es más que un charco de veinte centímetros… pero no quiero aventurarme…

—Joder Salamanca… ¿y si la chica está ahí?

El Guardia resopló y se puso de rodillas en el suelo. Hizo un gesto a Perteguer para que lo imitara y a gatas los dos hombres se acercaron al agujero.

—Ya he hecho esto un par de veces. Y siempre por que me puede el «y si hay alguien que se ha caído»… pues le digo una cosa… algún día caeré yo y nadie vendrá a por mí… pero en fin… el oficio es el oficio y el servicio es el servicio… Inspector —el guardia civil se giró a Perteguer—. Si esto va a hundirse no se ponga de pie. Agárreme de la bota o de lo que pueda si es que me hundo y repte hacia atrás mientras se encomienda a algún Dios en el que crea. Pero sobre todo sáqueme si voy para abajo.

—Vamos a ello.

Los dos hombres se acercaron despacio al agujero y metieron por el mismo las linternas seguidas de sus cabezas. A unos cinco metros se veía una corriente de agua de unos diez centímetros de profundidad que se deslizaba silenciosamente a través de una gruta. Perteguer pudo localizar su trozo de baldosín en el fondo del canal.

—¿Ve, Salamanca? Tampoco es tan profundo. Tiene pinta de que debió de ser un desagüe que acabó por hundirse.

—Sí señor… no es tan profundo. Ahora dirija usted si tiene a bien la linterna hacia su derecha, en sentido contrario del curso del agua…

Cuando Perteguer alumbró la zona que el Guardia Civil le había indicado no encontró más que negrura. Una oscuridad espesa que no permitía que la luz de la linterna atravesara la superficie del agua estancada y cuyas orillas no se vislumbraban desde el agujero.

—Caramba… ¿y eso?

—A eso me refería. ¿Un depósito? ¿Un lago subterráneo? ¿Una tubería? Solo sé que ahí hay un montón de agua al parecer embalsada… que sale de vaya usted a saber dónde y que discurre tranquilamente por debajo de este hospital hasta… quién sabe. Y justo debajo nuestro. Hay gente que dice que son filtraciones del nacimiento del Guadarrama a través de no se qué tipo de rocas y que no hay peligro de derrumbe. Que si unas rocas filtran, otras retienen. No soy geólogo, Inspector. Vamos para atrás. —El guardia comenzó a reptar hacia atrás antecedido por Perteguer hasta llegar a la pared de la hornacina donde los dos hombres se pusieron de pie—… El caso es que hay una gruta llena de agua aquí abajo y no me gustaría comprobar su profundidad. Pero para su tranquilidad le diré que si alguien se cae aquí abajo dudo mucho que se moviera de la poza esta hacia la oscuridad. Así que… descarto que encontremos aquí a Susan…

—De acuerdo, sigamos. Oiga… ¿ha escuchado un motor ahí fuera?

—Ojalá sean los refuerzos con los perros. Aunque le diré una cosa. Siempre que entro aquí con un perro de rescate a los bichos les da como repelús bajar al sótano… y ver a un pastor alemán que fuera es fiero como un león y aquí abajo parece un cachorro con el rabo entre las piernas no ayuda a uno a tranquilizarse… a saber qué rayos detecta el bicho en este sitio…

—Bien Salamanca, lo ha vuelto a hacer. Sería usted un guía excelente para la Casa del Terror.

—Inspector… ya le comenté que solo le digo lo que hay… y que los perros odian este sitio, en especial el sótano. Supongo que mi sargento recibirá a los refuerzos, los habrá visto desde la planta primera. Aquí como habrá podido comprobar no hay cobertura ni en el teléfono ni en el walkie. Por cierto… qué curiosos son ustedes los tipos de ciudad… Es la primera persona que veo que saca una brújula para recorrer este sitio.

Los dos hombres recorrieron de nuevo y a la inversa el angosto pasillo que les había llevado hasta la habitación central de la inexistente caldera y retomaron la senda por una de las galerías principales. Tal y como había advertido Salamanca, en un extremo de la misma se hallaba una puerta de doble batiente abierta de par en par y que daba paso a unas escaleras tan tétricas como el resto del sótano.

—Próxima parada, planta menos dos. Muebles de jardín y bricolaje.

—Es usted un cachondo, Salamanca.

—No todo va a ser terror en esta visita, Inspector…

Tras dos tramos de unas escaleras de peldaños estrechos que sustentaban un pasamanos metálico y herrumbroso, los dos hombres llegaron a un nuevo pasillo. El techo estaba más bajo que en el anterior sótano y las baldosas del suelo no habían resistido muy bien el paso del tiempo, porque crujían agrietándose a cada paso que daban.

—Estoy convencido que esto es debido al pozo que le mostré. La masilla se ha visto afectada por la humedad…

En efecto la humedad en aquel lugar se percibía claramente e incluso parecía que la temperatura de ese sótano era ligeramente superior al anterior. En el techo, también abovedado, colgaba una hilera de casquillos sin bombillas unidos entre sí por un cable del que colgaban telarañas y una especie de moho parduzco. Los pasos de los policías retumbaban por las paredes y cuando se detenían en algún recodo para recorrerlo con la luz de la linterna solo la pesada respiración de los dos hombres rompía el silencio sepulcral que imperaba en la galería. Reanudaron la marcha y al doblar la primera esquina del pasillo la encontraron. Estaba atada de pies y manos y amordazada, tirada en el suelo. Pero viva y consciente. El brillo de sus pupilas al ser iluminadas por las linternas de Perteguer y Salamanca y el movimiento nervioso de todo su cuerpo al divisar las luces hizo que los dos hombres soltaran un grito de júbilo seguido de un resoplido de satisfacción casi al unísono.

—¡Está viva! ¡Y aquí! ¡Tenía usted razón!

—¡Puig tenía razón!… como casi siempre…

Corrieron a desatarla y enseguida advirtieron que la chica estaba aterrada. Trataba de alejarse de ellos rodando sobre sí misma hacia la oscuridad y solo al reconocer el uniforme del Guardia Civil dejó de moverse espasmódicamente y comenzó a sollozar. Debía llevar, unas cuantas horas ahí tirada. Sola, a oscuras y completamente maniatada.

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