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Capítulo 4

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Casi dos horas estuvo el cadáver del joven en el suelo de la comisaría hasta que el Juez acudió al levantamiento del cuerpo. Perteguer no se separó de los patrulleros mientras trataba de agilizar con alguna llamada la llegada de la comisión judicial. Después de que el furgón funerario recogiera al anónimo finado, empleó otras dos horas en completar con el resto del turno de guardia los informes y el atestado de la detención y el fallecimiento para remitirlo al Juzgado a la espera de que se pudiera realizar la autopsia. Y por fin Perteguer pudo disfrutar de un par de días de descanso que no empleó en nada productivo.

Casi cuarenta y ocho horas más tarde, el Inspector Jefe recibió en su teléfono un mensaje del director del Instituto Anatómico Forense, el Doctor Jorge Rochas, un viejo conocido al que hacía mucho tiempo que no veía. La autopsia se había realizado completamente y el doctor había encontrado al parecer algunas «incompatibilidades con muerte accidental» que quería comentar en persona con el policía. De modo que en cuanto Perteguer recibió el mensaje, se trasladó al edificio que albergaba la sede del Instituto Anatómico Forense.

—Hola Jorge.

—¡Perteguer! ¡Cuánto tiempo maldita sea! Ya me habían comentado que habías vuelto a Homicidios. ¿Cuánto hace que no nos vemos? ¿Diez años?

—No habrán pasado ya diez años… menos yo creo… O eso o nos hemos hecho entonces viejos. He reingresado al Cuerpo Nacional de Policía, ascendí nada más entrar y me mandaron a la Comisaría de Cervantes. Por ahora Homicidios lo tengo un poquito lejos…

—Pues el finado de la comisaría Cervantes es un homicidio…

—¿Qué me dices?

—Bueno… los investigadores sois vosotros pero si tuviera que apostar pondría todo mi dinero a una sobredosis inducida. Toma, este es el análisis toxicológico…

—Sobredosis debenzoilmetilecgonina incompatible con la vida…

—Cocaína. No puedo calcular el grado de pureza pero sí que te digo que hay muy pocos tóxicos en los resultados… no estaba apenas cortada… no veo rastros de los ingredientes habituales, ni detergentes, ni talco… nada… Acompáñame al depósito y te mostraré el cadáver. ¿Qué fue del resto de tu unidad?

—Disgregada a la fuerza. En cuanto empezó la crisis se cargaron la unidad del Centro Nacional de Inteligencia en la que estábamos destinados. Emilio regresó al Ejército y está con la Legión en… Afganistán creo… hace mucho que no hablo con él. Patricia sí siguió en el CNI y desde hace siete u ocho años vive en latinoamérica de un país a otro. Lora ascendió a Inspector y vive con Marta de Mingo en Córdoba… creo… La verdad es que desde que se cargaron la unidad nos hicieron un poco la vida imposible y acabamos por perder el contacto… Luego ya te imaginas… el típico

mail por Navidad y por el cumpleaños… y cada cual con su vida.

—Vaya, y Perteguer volvió a su Madrid a combatir el crimen. Ya hemos llegado. Aquí le tienes: «varón desconocido número uno».

—No tenemos ni idea de quién es este chaval. En treinta y seis horas nadie ha denunciado ninguna desaparición con sus rasgos y las huellas no han dado resultado.

—¿Extranjero?

—Probablemente, y no fichado. Estamos a la espera del ADN para ver si hubiera suerte y coincidiera con algo. De todas formas ya lo hemos remitido a Interpol por si hubiera alguna coincidencia… pero si ahora me dices que sospechas que fue asesinado cambia un poco la cosa…

El forense se quitó las gafas y las limpió con una esquina de su bata. Después se las colocó de nuevo antes de recoger de la mesa una carpeta con el logotipo del Instituto Anatómico Forense dibujado en su carátula.

—Te explico: en el primer informe médico del Samur consta «varón en paro cardíaco, inconsciente, no respiración, miosis o pupilas puntiformes en ambos ojos, labios y uñas azuladas, lengua decolorada: causa probable: intoxicación incompatible con la vida/infarto fulminante. No reacción a resucitación. Traslado, negativo. Se certifica muerte a las 22:12 horas. Queda en custodia CNP a la espera de Comisión Judicial». Hasta aquí, el cuadro típico de una muerte por sobredosis. Ahora, el informe de mi autopsia, lee…

Perteguer abrió la carpeta que contenía el informe que le tendía el forense y leyó detenidamente las conclusiones del mismo en voz alta.

—Traumatismo: lesiones eritematosas en ambas muñecas y antebrazos —causa probable: esposas policiales— no traumatismo incompatible con la vida. No laceraciones, no hemorragias. Incisión subcutánea/venopunción 0,3 en fosa cubital brazo derecho…

—Es la cara interna del codo… —se señaló con el dedo—… donde se pincha cuando te sacan sangre o te inyectas algo…

—Y ese sería el lugar donde se inoculó la cocaína…

—Exacto. Hasta ahí sigue siendo un caso normal de sobredosis por administración intravenosa. Sin embargo este hombre no era un adicto, no tiene marcas de ninguna venopunción además de la del brazo derecho, y a simple vista está que no tiene ninguna de las otras patologías que acostumbran los toxicómanos. Por si acaso realicé un test antidroga capilar y nada de nada. Restos muy residuales de cannabis, como en el análisis de sangre pero nada de vestigios no recientes de opiáceos ni cocaínicos. Así que este puede que este hombre probara la cocaína una única vez en su vida…

Perteguer escuchó con atención sin dejar de releer el informe que tenía ante sus ojos. Después asintió y volvió la vista al forense.

—Que fue la última. ¿Y qué te hace pensar que fue provocado?

—¿Sabemos si la víctima es zurda o diestra?

—¿Eso es importante?

—Un diestro se inyectaría en su brazo izquierdo para usar la jeringuilla con la mano derecha… pero en cualquier caso solo hubo un pinchazo, no necesitó probar para encontrar la vena y con un solo intento de punción le bastó para dar en el blanco.

—¿Eso es habitual?

—Las veinte primeras veces que pones una vía intravenosa acabas por convertir el brazo del paciente en un alfiletero… te lo digo por experiencia. Salvo que me digas que este chaval era sanitario y zurdo, no queda otra opción a que alguien le inoculara una dosis altamente letal de droga. En cualquier caso es casi seguro que la dosis provocó lo que se conoce como «psicosis cocaínica» que describen tus compañeros en el atestado policial. Por lo que no necesariamente tenía que estar alterado psíquicamente antes de este episodio…

—De acuerdo… es ese caso me llevaré tu informe, lo enviaré al juez y me pasaré por homicidios para que se hagan cargo…

El doctor Rochas se quitó con calma los guantes de vinilo y los dejó caer en una papelera cuya tapa había accionado con su pie y dio un trago a una botella de agua antes de dirigirse a Perteguer.

—¿Después de tantos años no te dejan investigar esto?

—Al nuevo comisario de Homicidios al parecer no le caigo excesivamente bien. Dice que no quiere «polis estrella»… nuevos tiempos, supongo.

—Le conozco… un tipo calvo y chupado con cara de mala leche… es el comisario ese con nombre extranjero ¿no?

—Callahan… como Harry el Sucio…

—Ese… Lleva un mes viniendo por aquí gritando a todo el mundo por lo del caso de las prostitutas… ¿tienes alguna teoría?

—¿Yo? Nada… estamos totalmente fuera del caso… lo que sé lo vi en la prensa. La primera pensé que había sido una pobre chica que trató de huir de su proxeneta o sisarle pasta. Al segundo… bueno… siempre hay casualidades… pero cuando me enteré de que habían encontrado un tercer cuerpo la cosa ya me empezó a oler raro…

—¿Cómo le ha llamado el presentador ese de sucesos? ¿La Nueva Dalia Negra?

—¡La Dalia madrileña! Ha estado inspirado. Y por supuesto ha hecho que tres homicidios que habían pasado inadvertidos hace unos meses para casi todo el mundo se hayan convertido en el caso estrella de los telediarios y los confidenciales de Internet.

—Tres cadáveres ya… ya hay tres, Perteguer… las tres prostitutas, las tres estranguladas… nacionalidades y edades diferentes, al parecer detuvieron a tres proxenetas y no tenían nada que ver los unos con los otros, la segunda de ellas trabajaba por libre anunciándose en un periódico y ni siquiera acudía a los mismos hostales… es un asesino de prostitutas, Perteguer. Y todas con idénticas marcas en la piel…

—Joder… no me había enterado de la tercera… ¿has llevado tú las tres autopsias?

—Las tres, quieren que saquemos cada pelo, cada mota de polvo de los cadáveres. Callahan no para de llamarnos y pedirnos muestras de cualquier cosa para que lo analicen en Policía Científica. Y sinceramente, más allá de que las heridas de las víctimas con esos cortes como de bisturí y el estrangulamiento como causa de la muerte no tenemos nada… ni una huella, ni un pelo… pero bueno ya sabes que aquí somos médicos, no detectives…

El forense se encogió de hombros y negó con la cabeza esperando la réplica de Perteguer.

—Bueno Jorge… llevas veinte años haciendo autopsias en Madrid… algo se te habrá pegado…

—¿Me estás tirando de la lengua? Veinticinco. Y claro que se me han pegado cosas… uno no es tonto y aprende… pero si le dices a un comisario «creo que…» te dirá: «hágame un informe por escrito de eso Doctor, que lo pueda presentar en un juicio» y hay cosas que se salen de mi competencia…

—¿Cosas como qué?

—Como que todas las prostitutas son de baja estatura… por ejemplo. Las tres miden menos de un metro sesenta y cinco. Eso no es un hecho relevante en una autopsia… pero creo que debería serlo para una investigación criminal. Como lo son los cortes con el bisturí.

—¿Los cortes son ante mortem o

post mortem?

—Buena pregunta, Inspector… son

post mortem… no hay tortura… pero hay ritual, y un asesino ritualista y en serie nos va a dar trabajo durante una temporada a no ser que lo atrapéis antes… porque está claro que volverá a matar…

Perteguer revisó las fotografías que el forense había desplegado sobre la mesa. Fotografías de las líneas trazadas a bisturí sobre la piel de las tres víctimas. Cortes finos y continuos desde los empeines a la garganta, como finas líneas dibujadas a rotulador. Un solo trazo.

—¿Y qué te dijo Callahan?

—Me mandó a paseo y dijo que me limitara a las autopsias.

—Tiene una curiosa forma de hacer amigos este Callahan… Bueno ya que has empezado cuéntamelo a mí…

—¿Y el secreto de sumario?

—Oh vamos… estás deseando contarme tu teoría…

—Me has pillado. Sígueme. Tengo a las última víctima en el depósito cinco… Por cierto ¿qué fue del Inspector de Científica gordo y bigotudo?

—¿Castillo? Se jubiló hace bastante… casi a la vez de que me fuera yo de la Policía. Volvió a La Rioja y se compró un pequeño viñedo.

—Buen tipo.

—El mejor policía científico que ha conocido el Cuerpo…

El forense asintió y llevó a Perteguer hasta una puerta con el número cinco rotulado sobre el cristal redondo y con rejilla metálica que tenía por tragaluz. Antes de abrirla, el médico se giró al policía.

—Y aquí llegamos. No le cuentes a ese comisario que te he traído aquí o me cortará los huevos.

—Tranquilo que el tipo no me traga…

Los dos hombres caminaron a oscuras por el interior de una fría sala hasta que el forense encendió un tintineante fluorescente y la luz blanquecina que emanaba de este se derramó por los azulejos verdes que cubrían las paredes y el suelo de la habitación.

—Esta pobre chica fue la tercera víctima… —El forense tiró de una camilla metálica sobre la que reposaba el cadáver de una joven mujer de raza negra—. Marilyn Uche, de treinta y cinco años y nacionalidad nigeriana. Ciento sesenta centímetros. Causa de la muerte: asfixia por constricción en el cuello y oclusión de las vías respiratorias: en una palabra estrangulamiento.

—¿En los demás casos fue igual?

El forense asintió y comenzó a destapar el cadáver y a explicar sus resultados.

—Y diría que por la misma mano. En los tres casos ha sido por el procedimiento del lazo o cuerda, en este caso y en los otros una media de nailon de color negro, con vuelta y media sobre el cuello produciendo en los mismos un surco horizontal a la altura de la laringe, equimosis cervical y en este último caso de la víctima nigeriana, mordedura de la lengua. En los tres casos parece que el agresor lleva a cabo la acción desde la espalda de la víctima. Los tres crímenes han debido ser espeluznantes, con la víctima tratando de gritar desesperada y viendo como de su garganta no podía salir más que gemidos, hasta ahogarse. Una resistencia desesperada e inútil.

—¿Las mata así porque le gusta hacerlo de ese modo?

—Yo diría que sí. No se trata solo de matar mujeres, se trata de asfixiarlas situándose a su espalda, una manera muy personal de matar para la que no todo el mundo es válido. Obliga a quedarse junto al cuerpo hasta que las víctimas han perecido. Es un sádico. Le gusta ver morir a sus víctimas.

—¿Hay indicios de agresión sexual?

—Tratándose de mujeres que ejercen la prostitución esa es una pregunta complicada. En algunos casos he encontrado algún desgarro no muy severo e incluso una de ellas tiene una fisura casi cicatrizada… pero no hay indicios claros de que hubieran sufrido una agresión sexual instantes antes de su muerte, ni signos de resistencia típicos ante una agresión sexual. Tampoco hay rastros de semen o de vello púbico, ni siquiera no tan cercanos al momento de la muerte. Cuando ejercían la prostitución debían usar preservativo, por lo que si el asesino tuvo relaciones sexuales con alguna de ellas, fueron consentidas y sin dejar rastro alguno. Pero no podemos confirmar que el asesino llegara a tener relaciones sexuales con alguna de las tres víctimas.

—Entiendo…

—Por lo demás, y excepto el hecho de que las tres víctimas ejercían la prostitución y medían menos de un metro sesenta y cinco centímetros no hay ninguna similitud física entre ellas: la primera es española, de treinta y nueve años, toxicómana y de piel blanca, la segunda es de nacionalidad rumana, de veintiséis años, la tercera es nigeriana de treinta y cinco. A no ser que el patrón del asesino sea como parece, buscar una prostituta de una nacionalidad diferente cada vez. Y por desgracia en esta ciudad…

—Puedes encontrarlas de cualquier lugar del mundo… ¿Por qué crees que las escoge de baja estatura?

—Bueno… puede ser una coincidencia estadística… es una estatura común en las mujeres y especialmente en determinadas procedencias. Pero me inclino más a pensar en que nuestro asesino no es muy alto. Si midiera un metro ochenta por ejemplo, los surcos y las equimosis provocadas por el lazo hecho con la media tendrían un ángulo distinto… y en las tres se produce prácticamente a la misma altura… por eso considero que las tres muertes son obra de la misma persona.

—Bueno… por desgracia no puedo meterme a investigar estas muertes… aunque ojalá pudiera cazar a este malnacido… espero que los chicos de Callahan den con él pronto. Me voy a verles de hecho… casi había olvidado que vine aquí por mi cadáver desconocido por sobredosis…

—¿Y si consideran que es un homicidio también te apartarán de ese caso?

—Es lo más probable… pero es lo que hay.

—Sinceramente… —El doctor comprobó que las camillas quedaban completamente encajadas—… estaría más tranquilo si lo llevaras tú, al igual que el caso de las prostitutas. Temo que la muerte de este pobre chaval quede archivada como sobredosis…

—No creo que se dejen ningún hilo sin tirar… pero en principio tengo que llevar tu informe a Callahan y él ya me dirá. Te informo con lo que sea, Jorge. Que tengas una buena semana.

—Igualmente, Perteguer… cómo echo de menos los viejos tiempos…

—Yo cada mañana, doctor…

Treinta minutos después Perteguer abandonaba las instalaciones del Instituto Anatómico Forense y montaba en su coche rumbo a la Jefatura de Policía. Pese a que había enviado toda la información sobre el anónimo joven fallecido a través del fax había decidido que quizá ya era el momento de tener una entrevista cara a cara con Javier Callahan. El reproductor mp3 del Seat León intervenido y confiado al uso y disfrute de Perteguer por cuenta del estado, dejó sonar por los tuneados y potentes altavoces con los que había sido equipado la canción «Poison» de Alice Cooper.

Al cabo de unos minutos el inspector llegó hasta el aparcamiento de la Jefatura de Policía y tras identificarse subió hasta los despachos del Grupo de Homicidios. Pocas cosas habían cambiado en los últimos años desde que Perteguer tuviera un cajón con su nombre en aquel mismo despacho. La sala comunitaria se encontraba vacía y la puerta abierta, así que simplemente entró. Prácticamente solo los ordenadores eran nuevos a ojos de Perteguer mientras que las mesas que los sostenían eran familiares para el ahora Inspector Jefe, así como los armarios metálicos cuyas puertas estaban cubiertas de pegatinas que se superponían unas a otras permitiendo que ellas mismas contaran su particular devenir histórico: una pegatina de Cobi apenas se distinguía debajo del Curro de la Expo de Sevilla, y sobre este último tapándole la cresta, una pegatina de la silueta del casco de Fernando Alonso en su época en Renault se coronaba como el adhesivo más reciente del armario. En las paredes destacaba un cuadro con una atractiva y sonriente agente anunciando la convocatoria de plazas para las oposiciones de acceso al Cuerpo Nacional de Policía, rodeado de carteles con las distintas especialidades del cuerpo como caballería y explosivos pasando por helicópteros. No faltaba tampoco el póster de la Selección Española de Fútbol levantando la Copa del Mundo. Hasta aquello aún siendo más reciente era ya caduco y perteneciente a un tiempo cada vez más lejano. Estuvo esperando durante unos minutos hasta que un joven de unos treinta años asomó por la puerta tendiéndole una mano. Vestía pantalones tipo chinos y jersey de pico color morado que dejaba ver el cuello abotonado de una camisa de cuadros azules. El pelo, negro y ondulado, lucía brillante y engominado desde la frente hacia la coronilla y su rostro estaba pulcramente afeitado. Perteguer comprobó de inmediato que su propio aspecto no se correspondía con el de aquel joven perfumado y con ropa de marca, y que hablaba con un leve acento jerezano.

—Buenos días, soy el inspector Manrique ¿puedo ayudarle en algo?

—Buenos días, soy el Inspector Jefe Rafael Perteguer de la comisaría de distrito de Cervantes. Venía a entrevistarme con el Comisario Callahan.

—Sí un momento, Inspector Jefe. Voy a comunicárselo.

* * *

Tras cinco minutos de espera y prácticamente exactos según el reloj de pulsera de Perteguer, este fue conducido por el inspector Manrique al despacho del comisario Javier Callahan, de «Javi el sucio» como secretamente le gustaba que le llamaran desde la academia. Era un hombre calvo y chupado, pero con una forma física envidiable para los sesenta años que debía rondar. Fibroso y ágil tanto de cuerpo como de mente, su gélida mirada a través de sus ojos color azul cielo rezumaba inteligencia y peligro a partes iguales. Algo tenía Callahan de ave de presa, además de los ojos juntos y una nariz aguileña y delgada como un pico preparado para desgarrar la carne de sus víctimas. La barbilla, cuadrada y prominente destacaba sobre una no menos realzada nuez que se incrustaba en un fino y estirado cuello. Vestía a lo clásico, quizá demasiado clásico para los tiempos que corrían y se podía percibir en su indumentaria una clara influencia de los trajes entallados de los años setenta del siglo XX. Al menos había renunciado a las solapas anchas hacía tiempo. En ese momento que se disponía a recibir a Perteguer vestía unos pantalones de traje de color gris brillante y una camisa de color azul claro remangada a la altura de los codos, dejando ver unos antebrazos trabajados y tensos como los cables de acero de un puente colgante. Sobre la camisa, una funda sobaquera de cuero marrón, envejecida por los años, y que sostenía en su lado izquierdo un enorme revólver del calibre 38 y en su lado derecho un juego de grilletes plateado. Al cuello se anudaba una corbata gris como los pantalones y colgaban unas gafas de montura metálica gracias a un cordel de color verde.

—Vaya, si ha tenido el gusto de honrarnos con nuestra visita el Inspector Jefe del distrito de Cervantes.

—Buenos días, comisario.

—Buenos días, Perteguer. Me han dicho que quería hablarme de algo ¿me equivoco? Lamento no ofrecerle una silla pero no tengo tiempo para una charla amistosa. Si ha venido a ofrecer sus servicios ya le informo de que no hay vacantes.

—No… no se trata de eso, comisario… es sobre un fallecido en el distrito de Cervantes.

—¿Fallecido en qué circunstancia?

—Sobredosis… un varón indocumentado de veintipocos años…

—Ah sí… —El comisario interrumpió abruptamente a Perteguer—… he leído algo en los reportes semanales, el que se les murió en calabozos… ¿Y eso en qué me incumbe a mí?

Callahan lo resumió en una frase, corta y seca, que pilló por sorpresa a Perteguer, que si bien sabía de la poca simpatía que le inspiraba al comisario de homicidios, había supuesto un mínimo de cortesía profesional. De hecho en todo ese rato Callahan no le había invitado ni tan siquiera a tomar asiento. Pese a ello, Perteguer redobló sus esfuerzos para dirigirse a su superior en un tono adecuado y correcto.

—Verá, señor comisario, acabo de venir del Anatómico Forense y el doctor Rochas opina que se dan los indicios suficientes para…

—Ah sí, el doctor Rochas. No sé por qué imaginaba que ustedes se conocerían…

—Trabajamos juntos hace algún tiempo en algunos casos.

—Lo sé, Perteguer. Policía estrella y forense estrella. Los rostros del telediario…

—A decir verdad no me gusta el término «policía estrella» ni creo que se ajuste a mi forma de trabajar cuando estaba en homicidios… de hecho lo considero una falta de respeto, comisario.

Callahan sonrió complacido de que finalmente Perteguer se diera por aludido y extendió sus brazos girando las palmas de sus manos hacia el techo del despacho. Después se llevó las manos al pecho con un gesto de falso arrepentimiento sin abandonar en ningún momento un evidente tono de burla.

—Oh, vaya… siento herir sus sentimientos, Inspector Jefe. ¿Y qué ha averiguado el eminente doctor Rochas sobre ese yonki?

—El fallecido en realidad no era… toxicómano… según el doctor…

—Según el doctor falleció de sobredosis… muerte accidental. Le corresponde seguir las pesquisas para averiguar su identidad… Y según veo en este informe del fiscal que me trae… el Juez de Guardia lo consideró accidental… sigo sin entender qué demonios hace usted aquí…

—Pero…

—¿Qué no ha entendido? Hasta que no encuentre indicios suficientes de que puede haber sido un homicidio no me incumbe, ni a ninguno de mis hombres. Cuando encuentre algo que señale lo contrario hágamelo saber. Por lo que veo pese a su dilatada y condecorada etapa en esta brigada aún no sabe distinguir una muerte accidental de un homicidio doloso… Puede recoger el informe. Muchas gracias y buenos días.

—¿Qué problema tiene conmigo?

—¿Cómo ha dicho?

—Que qué problema tiene conmigo, comisario. Estoy empezando a cansarme de su trato hacia mí y de que haga lo posible por que no regrese a esta brigada…

—Oh… no, Perteguer. No tengo ningún problema con usted, no le conozco de nada. Me limito a cumplir órdenes de arriba, como todos, y esas órdenes dicen que usted no va a regresar a homicidios mientras los vientos no cambien. No es conmigo con quien tiene un problema, es con el Cuerpo Nacional de Policía. Pero por las historias que me han contado de usted, y viendo su expediente laminado de sanciones disciplinarias y actos de insubordinación no sabe cómo me alegro de no tener que aguantarle aquí. Ya me habían advertido que es usted un funcionario problemático y listillo de los que cree tener siempre la razón. Espero que esto sea la respuesta que esperaba oír. A la gente como usted le sube el ego que un comisario les llame indisciplinado.

—Si le dijera lo que me subiría el ego ahora mismo me echarían de la policía…

—Pruebe… está usted en su derecho. Pruebe, por favor…

De pronto la puerta del despacho se abrió de par en par y tras ella apareció el mismo joven treintañero que había recibido a Perteguer: el Inspector Manrique. Entró al despacho bastante acelerado y portando en su mano una enorme carpeta de tapas de cartón con el anagrama del CNP y apenas reparó ni recordó que Perteguer se encontraba todavía en el despacho del comisario Callahan, o si lo hizo no debió darle ninguna importancia puesto que se dirigió como una flecha a la gigantesca mesa del comisario agitando la carpeta en el aire.

—Señor comisario, en documentoscopia de científica han confirmado que es el mismo tipo de papel en este poema y en los dos anteriores. Los tres el mismo texto de Rosalía de Castro.

—¡Joder, Manrique! —Callahan arrebató al inspector jerezano la carpetilla de su manos—. ¡Llama antes de entrar!

—Espere… —Las palabras de Manrique atrajeron la atención de Perteguer, que trató de meter las narices en la conversación sin ningún disimulo— ¿qué poema de Rosalía de Castro?

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