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Capítulo 4

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—Algo que no le incumbe, Perteguer. —Callahan miró alternativamente y con el ceño fruncido a Perteguer y a Manrique—. Ahora márchese que tenemos mucho trabajo por delante, Perteguer.

—No, aguarde un momento… resulta que el chaval que falleció la otra noche en mi comisaría estaba…

—¡Basta! ¡Le he dicho que no nos vamos a ocupar de ese yonki! ¡Y le ordeno que abandone inmediatamente no ya mi despacho sino esta brigada! De lo contrario no le propondré para sanción sino haré que le detengan por obstrucción a la justicia. ¡Fuera!

—¿Obstrucción a la justicia? —Perteguer se llevó las manos a la cabeza de manera muy teatral, algo que enfureció más a Callahan a juzgar por el tono rojizo que iba tomando su cara—. Pero… ¿usted se ha leído el Código Penal?

—¡Largo!

—A sus órdenes, Comisario Callahan…

Perteguer asintió con la cabeza y tras clavar la mirada en los ojos de Callahan, dio media vuelta sobre sus talones y se dirigió a la puerta del despacho. Cuando ya estaba a punto de cruzarla, escuchó unas palabras a su espalda.

—Comisario Martínez Callahan.

Perteguer cerró con un portazo la puerta tras de sí y dejó de escuchar los gritos del comisario Callahan. Comenzó a andar a toda prisa con el gesto crispado en dirección a los ascensores hasta que de pronto un pensamiento cruzó su mente e hizo que el inspector se detuviera en seco. Miró a su alrededor: una máquina de café y otra de sándwiches. Rebuscó en sus bolsillos y extrajo de los mismos dos monedas de veinte céntimos que introdujo en la máquina de café. Pulsó el botón de café con leche y esperó pacientemente junto a la máquina. A los pocos segundos el café estaba servido en un humeante vaso de plástico marrón al tiempo que la puerta del despacho del comisario Callahan se abría y tras ella aparecía el inspector al que se había presentado como Manrique. Por su acreditación en el pecho era, en efecto Inspector, y por su número de placa, muy reciente, casi recién jurado. Dos años de experiencia a lo sumo. Joven, probablemente no superando por mucho la treintena, si es que había llegado a ella. Impecablemente vestido, peinado y afeitado. De buena familia y con al menos una carrera y un idioma extranjero. Un pijo, pensó Perteguer. Un señorito altanero, añadió en su cabeza al analizar sus andares. El aroma de su colonia dejaba una estela a su paso como en un anuncio navideño. Se dirigió directamente al ascensor sin notar la presencia de Perteguer junto a la máquina de café. Y Perteguer salió tras él.

—Hola… Inspector. ¿Manrique?

—Sí… usted es Perteguer ¿verdad? El que estuvo bastantes años aquí en homicidios.

Manrique apenas miraba a Perteguer al hablar y se entretenía leyendo mensajes en su teléfono móvil mientras esperaba a que llegara el ascensor.

—Vaya veo que la fama me precede… a veces no la buena fama pero ya lo dijo Wilde… «Hay solamente una cosa en el mundo peor que hablen de ti, y es que no hablen de ti».

—¿Wilde? —Manrique levantó apenas un segundo la vista de su teléfono móvil para mirar de reojo a Perteguer—. ¿Qué Wilde?

—Oscar… Oscar Wilde… vaya no importa… están muy liado con el caso de las prostitutas por lo que veo…

—Sí. Pero el jefe… bueno… nos ha ordenado que no hablemos absolutamente con nadie del tema ya sabe… secreto de sumario y nada de filtraciones…

—Sí, sí entiendo… con estos temas la prensa está encima de cualquier detalle escabroso… tiene carácter el jefe ¿eh? Pase por favor…

Las puertas del ascensor se abrieron y del mismo salieron tres policías uniformados. Perteguer cedió el paso a Manrique.

—Oh bueno… gracias… el jefe… bueno… —Manrique titubeó— es su forma de ser… no es en absoluto mal jefe ya sabe… pero quiere que cerremos esto cuanto antes.

—Entiendo… ¿a qué piso va?… —Perteguer extendió la mano en la que llevaba el café en dirección al tablero de botones del ascensor y, pasando el brazo por delante de Manrique intencionadamente vertió el contenido del vaso de plástico sobre el abdomen del inspector, el cual dejó escapar un ahogado grito de dolor al sentir el ardiente líquido en su tripa—. ¡Oh vaya! Lo siento joder… y está ardiendo lo acababa de sacar de la máquina…

—No… no se preocupe… —Manrique, con visibles gestos de molestia trataba de alejar de su piel la hirviente mancha de café que se extendía por su jersey de cuello de pico y color morado, de buena y cara lana, mientras miraba a Perteguer con el rabillo del ojo—… le puede pasar a cualquiera…

—Cuánto lo siento maldita sea… es una lesión en mi mano a veces se me queda tonta… menos mal que no es la de la pistola… ese jersey parece caro será mejor que se lo limpie con agua cuanto antes… espere, le ayudo…

—No, de verdad… no hace falta…

El Inspector Manrique salió del ascensor en la siguiente planta seguido de Perteguer, el cual al pasar junto a una fuente de agua le agarró de improviso del brazo con el que sostenía la carpeta que había llevado al despacho del Comisario Callahan.

—No, no hay problema de veras, mire aquí hay una fuente.

—No gracias, ya lo llevaré a… oh joder…

La carpeta se abrió al soltarse de la mano que la sostenía y los papeles revolotearon entre los dos policías hasta el suelo.

—Vaya por Dios… hoy estoy realmente torpe no sé qué me pasa… espere le ayudo a recoger estos papeles…

* * *

Ahí estaba, en el suelo, justo delante de Perteguer. El poema completo de Rosalía de Castro tal y como había podido oír furtivamente en el despacho del comisario de homicidios. No necesitó más que unas décimas de segundo para reconocer los dos versos que el joven desconocido había gritado en comisaría antes de fallecer de manera fulminante. Al recoger tranquilamente un par de la decena de papeles que habían salido de la carpeta y ahora alfombraban el pasillo, mientras fingía indiferencia y una indisimulada torpeza en la operación, Perteguer se encontró con otro papel aún más sorprendente. Era la fotografía de un papel arrugado, que contenía en letra de imprenta el mismo poema de marras, con la siguiente inscripción a bolígrafo fuera del recuadro de la foto: «En la boca víctima número 2. Igual que en la 1».

—¡Inspector! —Manrique arrebató de las manos las fotocopias que había recogido del suelo Perteguer y las metió atropelladamente en la carpeta de cartón—. ¡No hace falta de verdad! ¡Muchas gracias!

—Vaya disculpe… —Perteguer se levantó del suelo y miró a Manrique con gesto conciliador—… no quería enfadarle… lo siento por lo del café… y por lo de la carpeta…

—No pasa nada, Inspector. Buenos días.

—Buenos días Inspector Enrique.

—¡Manrique!

—Eso… lo siento, Inspector…

Cuando Perteguer se alejaba pudo escuchar al Inspector Manrique murmurando tras de sí.

—Ya veo por qué no te dejan volver a homicidios, patán…

Le pudo escuchar y le escuchó, pero no le importó. Tranquilamente bajó por las escaleras y buscó en la agenda de su teléfono móvil el número del forense Jorge Rochas. Cuando estuvo en la calle, lejos de ojos y orejas indiscretos, pulsó el botón de llamada y a los tres tonos, la voz del forense surgió del altavoz del aparato.

—Dime Perteguer.

—Hola Jorge. Acabo de salir de la brigada y como imaginabas, el tema del chico indocumentado lo lleva mi comisaría, ellos no se hacen cargo.

—Pues espero que tú sí le pongas interés.

—Descuida, lo haré. Otra cosa… Solo por curiosidad… ¿los cadáveres de las prostitutas asesinadas tenían algo en la boca?

Un silencio de unos cuatros segundos interrumpió la comunicación, y una vez superado, la voz de Jorge Rochas volvió a sonar en el teléfono de Perteguer.

—¿Cómo te has enterado? Callahan fue muy estricto con el tema de… de lo que había en la boca de las víctimas…

—Un poema ¿cierto?, ¿el mismo en las tres? Solo dime que sí y no te haré más preguntas de ese caso.

—Sí. —Rochas fue rotundo en su respuesta—. Y no me busques las vueltas que ese comisario me empapela como se entere que te he dicho nada.

—Recibido. Muchas gracias Jorge. Te informaré si tengo novedades del cadáver sin identificar.

—Espero que tengas suerte, Perteguer.

Perteguer extrajo un cigarrillo de un paquete arrugado de Fortuna y sonrió con satisfacción mientras abría la puerta del conductor del Seat amarillo. Una vez dentro dejó que el motor rugiera con ganas atrayendo las miradas, algunas de desaprobación, de los policías que caminaban por el aparcamiento de la brigada y soltó la densa bocanada de humo que había estado reteniendo en su boca. Conectó la radio. Sonaba «Hotel California» de los Eagles en la emisora de

rock que Perteguer llevaba siempre sintonizada.

—Astros y fuentes y flores, no murmuréis de mis sueños, Sin ellos, ¿cómo admiraros ni cómo vivir sin ellos?

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