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Capítulo 6

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—Hola Samir… ¿te pillo en mal momento?

—No jefe, para nada…

Perteguer abrió la puerta del despacho de oficiales del Grupo de Policía Judicial. En el mismo estaba Samir. Era un joven oficial normalmente dedicado a los delitos económicos e informáticos. Era habitual verle enfundado en camisetas con carteles de películas de los ochenta como «Los Goonies» o «Regreso al futuro» sobre las que colgaba unas cinchas en las que sostenía pistola y grilletes y que cubrían una cazadora de cuero negro demasiado similar a la que llevaba David Hasselhoff en «El Coche Fantástico».

—Samir, tú controlas de ordenadores ¿no?

Samir bajó el volumen de la música que estaba sonando en el ordenador en el que trabajaba, en concreto The Rime of the Ancient Mariner de Iron Maiden, y asintió mientras con sus manos simulaba sostener los platillos de una balanza.

—Más o menos… ¿en qué puedo ayudarle?

Perteguer situó el ordenador portátil que acababa de «comprar» a José Ramón sobre la mesa. Con la pantalla abierta y la foto del aún desconocido sonriéndoles.

—Necesito que me desbloquees este ordenador… la contraseña de acceso… ¿Crees que podrás?

—Bueno no es complicado… pero si lo llevamos a la Brigada seguro que mañana lo tendrían… ¿hay orden judicial?

—No. Ni hay orden judicial ni quiero llevarlo a la Brigada. Pero si no quieres hacerlo lo entiendo.

Samir dudó por un momento. Finalmente se levantó y caminó hasta la puerta. Echó un discreto vistazo al pasillo y después cerró la puerta del despacho.

—¿Este es el muerto de hace tres noches?

—Sí. Un yonki le hurtó el ordenador esa misma noche. El tío dice que el fallecido estaba como ido bailando alrededor de un árbol del parque y recitando un poema…

—¿Y el yonki no tiene nada que ver con la muerte?

—En principio no… —Perteguer segó con la cabeza con convencimiento—… aunque por si acaso los de los zetas lo tienen controlado…

—Joder jefe… —Samir se frotó las manos— perdón… por lo de joder… vaya… aquí pueden estar las claves. Cómo se llama… de dónde es…

—Exacto. Y por eso quiero que lo averigüemos nosotros. No es el caso de la Brigada, es el nuestro… Y alguien me ha dicho que tú puedes saltarte la contraseña del ordenador…

Samir fingió extrañeza y trató de ocultar un sentimiento de satisfacción ante las palabras de su jefe. Casi toda la comisaría sabía que antes un lapicero, Samir había aprendido a manejar el ratón de un ordenador. Que antes que los cuentos para niños, había memorizado prácticamente el código fuente de los juegos de Spectrum que él mismo modificaba. Que antes que policía, había sido

hacker.

—Jefe, ambos sabemos que puedo… la cosa es si debo.

—Si puedes quitarle la contraseña te eximo de cualquier responsabilidad.

—Hablamos del ordenador del tío que recitaba el poema de las prostitutas muertas…

Perteguer se sorprendió con las palabras de Samir.

—¿Cómo sabes tú eso?

—Bueno… tengo un amigo en homicidios…

—No saben guardar ni un secreto por lo que veo. Bueno… mejor que lo sepas, eso que nos ahorramos. Pues por eso mismo quiero acceder a lo que haya en ese ordenador. Solo yo. Y tú si me lo desbloqueas. Si lo envío a la Brigada corro el riesgo de que mañana la identidad del pobre chaval esté en Internet en media hora. Así veo yo las cosas.

—¿Desconfía de los de homicidios?

—Desconfío de «Javi el sucio» y su protagonismo. Ahí lo tienes. Si quieres puedes decirle a tu amigo que tu Inspector Jefe va poniendo verde al Comisario de la Brigada. A lo mejor así me dan un mes de empleo y sueldo y me voy al Caribe. Pero mientras siga estando aquí este ordenador no sale de la comisaría de Cervantes.

—Espere, jefe… no anticipemos acontecimientos… voy a intentar desbloquearlo… no le prometo nada. —Samir echó una mirada rápida al ordenador para confirmar internamente que el procedimiento de acceso a la información que guardaba el ordenador no iba a llevarle más de tres minutos—… pero si es en modo «no oficial»… puedo intentar un par de cosas…

—Eso es justo lo que quería oír, Samir. Voy a mi despacho. Comunícame lo que sea.

Perteguer salió del despacho del oficial cerrando la puerta tras de sí. De entre todas las virtudes que podía tener el Inspector, entre ellas no estaba la del dominio de la informática. Y menos la de los últimos años, con cambios vertiginosos y a saltos demasiado gigantescos para el conocimiento a nivel de usuario que Perteguer tenía en la materia. Perteguer necesitaba a Samir principalmente para suplir esa falta de conocimiento. Pero por otro lado en los meses que Perteguer llevaba en la comisaría de Cervantes, había podido observar que este era uno de los mejores investigadores en el Grupo de Policía Judicial y en cualquier caso, un compañero de toda confianza. Al cabo de unos minutos, Samir apareció en el despacho de Perteguer con el ordenador abierto en sus manos.

—Jefe…

—¿Lo has conseguido desbloquear?

—Sí, Jefe.

—Estoy harto de que me llamen jefe… hasta los detenidos me llaman así. Llámame Perteguer y tutéame. Voy a poner esa nueva norma.

—De acuerdo, Perteguer: lo he desbloqueado.

—¿Has bicheado el contenido?

—No, no… por supuesto…

—¿No?

Perteguer miró fijamente a Samir mientras recogía el ordenador portátil de sus manos. Samir, por su parte, dejó de negar con la cabeza y finalmente asintió.

—Sí… sí lo he mirado. De arriba a abajo…

—Eso es lo que quería demonios. Se supone que esto es Judicial… ¿Qué has encontrado?

Samir tomó asiento y conectó un pequeño ratón al ordenador portátil. Con el puntero del mismo en la pantalla señaló una serie de carpetas indexadas en el disco duro.

—Cosas muy muy raras; la mayoría encriptadas… mire esta carpeta de fotos: ciento sesenta fotos… del poema de Rosalía de Castro.

Con un doble click el oficial abrió una carpeta y mostró a Perteguer un álbum completo de fotografías casi idénticas: una hoja de papel conteniendo el ya famoso poema en diversos formatos. Una y otra vez. Como en si de la colección de un maniático de la poesía y en concreto de aquel poema hubiera sido fotografiada hasta la saciedad.

—¿Fotos?

—Fotos del poema manuscrito ciento sesenta veces. En mayúsculas, en minúsculas, alternándolas, en tinta roja, azul, verde, fosforita…

—Joder… —Perteguer pasaba foto a foto el recopilatorio que le había mostrado Samir—… es tétrico…

—Mucho… una detrás de otra. Hasta ciento sesenta.

—¿Hay más fotos?

—Hay más… y peores. Esta carpeta está llena de fotografías de víctimas de accidentes de tráfico. Esta otra de víctimas de suicidio… Esta otra de autopsias…

Los dos policías no pudieron evitar mostrar signos de evidente desagrado al ir comprobando los archivos contenidos en las carpetas que Samir había desencriptado.

—Dios… este pobre chaval estaba perturbado…

—Así en fotos no he encontrado nada más. Ninguna foto personal… las fotos de los cadáveres parecen descargadas de Internet… habría que mirarlas con detenimiento para saber cual ha sido descargada o cual ha podido ser tomada con una cámara y guardada al ordenador…

—¿Se puede hacer eso?

—En algunas fotos sí… depende de cómo se hayan guardado y cuánta información Exif contiene… pero se puede intentar.

—Inténtalo y consíguelo. ¿Qué más cosas? ¿Facebook, Tuenti, Twitter o Instagram? ¿Algo que nos de su identidad? ¿Alguna cuenta de correo?

—He intentado acceder a sus cuentas de Internet a través de favoritos, pero no me deja acceder sin conexión a Internet He pensado en conectarlo a la red de comisaría pero quería consultarlo con usted antes… porque quedaría registrado…

Perteguer negó con la cabeza y cerró la pantalla del ordenador mientras recogía su chaqueta del respaldo de su silla.

—No… aquí no… pero la cafetería de la plaza tiene

wifi… podríamos probar a ver si se conecta y sacamos algo. ¡Vamos!

—Es lo que había pensado. He cogido un cable para cargarlo… se estaba quedando sin batería.

—Bien pensado… Pues vamos ahora mismo.

—A sus órdenes.

Los dos policías salieron de la comisaría y caminaron apenas un par de centenares de metros antes de entrar en una moderna cafetería, una de tantas cafeterías clónicas dependientes de una famosa cadena internacional cuyo negocio se sustentaba sobre el paradigma de vender café aguado a precios desorbitados. Pero al menos tenía red de

wifi, que era lo que los dos investigadores necesitaban en aquel momento para seguir indagando en los archivos que contenía el ordenador portátil.

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