Death

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Un ser humano que se daña a sí mismo hiere a otros, y por ello, alguno diría que conformamos una raza terrible. Es más, yo, aquí mismo, lo escribo y lo digo. Somos terribles.

“Hijo de madre alcohólica se pasa las noches en un bar..., lamentable”, pensó para sí el joven nada más poner un pie dentro del Atenea, idea que solía vagar por su cabeza siempre que acababa en aquel antro de su barrio, para su desgracia, más veces de las que le gustaría.

Daniel había sufrido mucho por la adicción de su madre a la que consideraba una de las drogas más nocivas de la sociedad humana, una que cuyo efecto de desgaste devastaba el carácter de las personas, de tal manera que la gente a su alrededor salía escaldada. Ella no hacía como otros, que se emborrachaban para destruirse, ella bebía porque ya estaba destruida.

El local, pequeño y escondido en una de las callejuelas que se entrecruzan a los alrededores de la Avda. de América, destacaba por una decoración taciturna, casi sombría, limpieza un tanto cuestionable y variedad de consumiciones limitada. Por contra, lo que tanto David como él valoraban de aquel lugar era la tranquilidad; no solía haber mucha gente ni, por lo tanto, demasiado alboroto, sino todo lo contrario: en ese bar no era necesario imbuirse de alcohol para caer en la autocomplacencia depresiva típica de cualquier bebedor solitario, el lúgubre ambiente del local era más que suficiente para que se encontraran frente a frente con sus frustraciones y sus miedos.

El aspirante a periodista, estaba al final de la barra sentado en uno de los cutres taburetes de tapizado carmesí que se distribuían a lo largo de la zona habilitada para la clientela. Una pequeña bombilla situada dentro de la barra desprendía una tenue luz que, con cierta dificultad, permitía identificar la escasa gama de licores que ofrecía el Atenea. Cerca de las repisas donde descansaban las botellas, Ramón, un hombre calvo, malcarado y de frondoso bigote grisáceo levantó su mirada para observar a Daniel, refunfuñando al tiempo luego de comprobar que no se trataba de un cliente nuevo, sino de uno que para su desgracia no solía consumir alcohol.

David miró de reojo a Daniel, pero pese a confirmar que se trataba de su amigo, se limitó a mantener sus ojos brunos clavados en los hielos de su vaso, cuyo contenido amarillento besaba el final del cilindro de cristal. El estudiante de periodismo, era un tipo de imagen bastante mundana que destacaba por portar unas gafas graduadas de montura marrón siguiendo la moda, corto cabello negro desgastado, un tanto encrespado, y de rostro protagonizado por la presencia de una bien recortada perilla que decoraba su barbilla. Solía vestir con camisas a cuadros de diferentes colores, o por lo menos Daniel siempre lo había visto así, y en esta ocasión no era diferente, puesto que llevaba ataviada una camisa a cuadros de color burdeos, acompañada de unos desgastados vaqueros azules y unas zapatillas deportivas negras.

Daniel se sentó a su lado y se dirigió a Ramón para pedirle una coca cola, el cual, a regañadientes, se aproximó al sector derecho de la barra para buscarla dentro de las neveras. El joven se desembarazó de su cartera gris y la depositó en el suelo, agarrándola por el asa. Ya sentado, le propinó a David un leve golpe en la espalda.

—No puedo soportarlo más, no me deja vivir... —respondió de inmediato el estudiante, como si hubiese estado conteniendo la frase para liberarla en el momento adecuado.

David era un chico tranquilo de tendencias “frikis”, como Daniel. A ambos les atraían aficiones similares: el manga, los videojuegos, las series americanas, etc., pero por otra parte tampoco se mostraban reacios a salir por la noche o a realizar actividades consideradas, por así decirlo, más comunes entre los jóvenes. Ahora, con el paso de los años, tanto David como Daniel habían ido desdeñando las salidas nocturnas en beneficio de esos otros métodos más tranquilos de diversión, lo que propiciaba un inevitable debilitamiento de sus vínculos con el llamado “grupo de amigos de toda la vida”. Por contra, esta circunstancia había fortificado su relación, permitiéndoles abrirse el uno con el otro con mayor facilidad que con el resto de sus amistades.

A los pocos meses de iniciar sus estudios de periodismo, David conoció a una chica llamada Nuria, por la que desde su primer encuentro sufrió una fuerte atracción. Daniel poseía una teoría al respecto: David nunca había tenido una relación seria antes y, luego de muchos devaneos, la aparición de Nuria fue como hallar un oasis en el desierto, para su desgracia, esa chica se trataba de una perversa controladora que buscaba a alguien a quien poder atar en corto y manipular a su antojo, objetivo satisfecho con la irrupción en su vida de David. No tardaron mucho en vivir juntos, lo que, sumado a que también compartían estudios, hacía que estuvieran casi las veinticuatro horas del día el uno con el otro, circunstancia que estaba amargando sobremanera a su amigo y de manera colateral a él mismo.

—Aún a riesgo de parecer reiterativo, vuelvo a repetírtelo, rompe con ella —espetó Daniel con tono desganado, sabiendo que su amigo le haría mismo caso que una avispa a un semáforo.

—No es tan fácil, la quiero —repuso David apesadumbrado.

—Me niego a entrar en la discusión de siempre —profirió Daniel irritado, deteniéndose para dar un trago al burbujeante refresco de cola servido por Ramón. Refrescado el gaznate, prosiguió con su reprimenda:

—Quieres convencerte a ti mismo de que la quieres, de hecho llevas haciéndolo desde que te engañó con ese estudiante de medicina.

¿Cómo se llamaba? ¿Juan?

—No empieces con eso.

—Sí empiezo, joder, te engaña con ese tío y no solo no se disculpa sino que hace que cargues tú con las culpas para encima después convencerte de que no son más que amigos cuando yo mismo vi cómo se magreaban.

—Julio.

—¿Qué? —preguntó entonces Daniel desconcertado.

—Se llama Julio.

—Lo que sea, tío, te aferras a Nuria porque crees que es lo único que tienes —prosiguió Daniel airado—. Pero te estás anclando, y cuanto más esperes, más te dolerá dejarla, porque la vas a dejar.

—Esto es una mierda —se quejó David mientras daba un trago a su copa. Estaba totalmente abatido.

Un silencio monacal se instauró en el Atenea. Contemplar a su amigo alicaído, avasallado por una situación de la que no sabía cómo escapar le dolía mucho, lo que, unido a la impotencia de no poder ayudarlo, le crispaba demasiado. Templando sus nervios y consciente de que lo menos que David necesitaba en aquel momento era un ácido sermón, le dio una amistosa colleja en la nuca e introdujo un nuevo tema de conversación. Durante un rato, los amigos departieron sobre el último capítulo de la serie americana, Dexter y sobre cómo tenía que terminar el arco argumental principal. Mientras que Daniel era de la opinión que el protagonista, un asesino justiciero, debía morir, David, mucho más idealista, apostaba porque se acabaría reformando e incluso que terminaría casado y feliz.

Tras liberar un rato la tensión y con otra ronda ante ellos, el aspirante a periodista introdujo un nuevo y espinoso tema de debate: —Por cierto, hoy he visto a Inés, resulta que vuelve a llevarse bien con Nuria.

Daniel se atragantó con su refresco al escuchar esos precisos fonemas juntos. El joven sabía que la relación con su amigo era un vínculo en el que los vasos comunicantes de sus miserias debían estar en mayor o menor medida al mismo nivel, por lo que, aunque era esperable que ese tema saliera a relucir, escuchar nombrar a la que fuera su novia hasta hacía seis meses le provocaba todavía un fuerte desarreglo emocional. Ante el elocuente silencio de su amigo, David siguió rascando en la costra del corazón de su amigo, la cual aún conservaba un endeble estado de virginidad.

—Podrás decir lo que quieras de Nuria, pero todo se queda corto en comparación con Inés. No he visto una tía más arpía en mi vida.

Temo por aquellos que sean objetivo de sus maquiavélicas artimañas, pobre gente…

Las palabras proferidas por David retumbaron en la cabeza de Daniel, despertando el eco de un pasado no muy lejano. Cuando estás inmerso en una relación es muy difícil apreciar un compendio de situaciones que no solo los de tu alrededor abrazan como meridianas, sino que si tú mismo las presenciaras protagonizadas por otros seguramente te indignarías con la misma o mayor vehemencia que ellos. Los sentimientos a veces nos abstraen de la realidad de una manera negativa para nosotros. Por mucho que David u otros le recordaran por activa y por pasiva los desplantes, la crueldad y el daño que Inés le había hecho, no podía evitar seguir sintiendo ese arraigado foco de culpabilidad con el que cargó desde el principio de su relación. Si suspendía un examen, era su culpa; si se le rompía una uña, era su culpa; si llovía, era su culpa.

Daniel tragó saliva y con un fugaz movimiento de su brazo derecho asió el vaso y se terminó el refresco. Después, lo devolvió ya vacío a la barra y, con aire afligido, se dirigió a David.

—Estoy de acuerdo, y probablemente esa es una de las razones por las que me enamoré de ella hasta las trancas.

La conexión entre Daniel e Inés desde los albores destacó por su extrañeza. Se conocieron por casualidad, realizando unos trámites en la universidad. El joven se hallaba distraído en la cola para entregar la matrícula de su carrera en la época en la que su intención era estudiar periodismo, escribiendo ideas en su libreta como solía hacer cuando contaba con algún tiempo vacío. Inés se acercó a él y le preguntó sobre si era allí dónde entregaban las matrículas. Él se lo confirmó sin poder evitar quedarse embobado con la belleza de la aspirante a periodista, en cuyo rostro destacaban dos desgarradores ojos color esmeralda. Todo en ella era atractivo: su figura enjuta, su brillante cabello color azabache, incluso su vestimenta desenfada le resultó atrayente en un primer momento; sin embargo, tras unos instantes en los que ambos se quedaron observándose como si el tiempo hubiera decidido tomarse un inesperado receso, Daniel sintió algo que le descolocó sobremanera y que lo seguiría turbando durante muchísimo tiempo: de alguna inefable forma, ella era capaz de ver a través de él.

Eran aquellos hermosos ojos, joyas visuales que le hicieron sentir como si pudiera arrancarle su máscara corpórea y estudiar con meticulosidad su esencia, llegando hasta sus sentimientos y pensamientos más oscuros y macabros. Ante ella estaba tan expuesto como extrañamente cómodo.

Ese día, tras pasar dos horas en la cola intercambiando algunas palabras sobre temas que pertenecían al terreno de lo trivial, Inés le proporcionó de manera sorpresiva su correo con el desparpajo y la seguridad que la caracterizaba. Esa misma noche comenzaron a conversar; después, a quedar, y sin darse cuenta Daniel se enganchó a la primera persona que había surgido en su vida capaz de comprender su oscuridad interior, mientras que Inés halló aquel ser que estimulaba sus enfermizas ansias de conocer todo lo que le rodeaba. Nunca hubo reciprocidad entre ellos, la obsesión de Inés siempre fue desentrañar los misterios del complicado entramado esencial del joven, mientras que cuando Daniel trataba de hacer lo propio, ella lo ignoraba. Alguna vez Inés pudo intentar abrirse, pero jamás lo hizo definitivamente y ese fue el desencadenante que lo llevó a tomar la determinación de dejarla tras año y medio de relación. Lo volvieron a intentar un par de veces, sin embargo, aquellas tentativas vanas cimentadas en el atroz miedo que albergaban hacia la soledad no fructificaron. Por mucho que Daniel pensara que era imposible encontrar a nadie con la que fuera capaz de desvelar las partes más opacas de su interior como lo había hecho con Inés, no quería seguir sufriendo, al menos no más.

—Me dijo que le apetecía verte —comentó de pronto David mientras se terminaba los últimos reductos de su cubata—. Y ya sabes cómo es, me interrogó sobre cómo estabas, y al final me acabó llevando a su terreno y me dijo que estaría el viernes en un local del centro y que le gustaría que te pasaras.

—No, no, si como comunicador no tienes precio… Cualquiera te confía un secreto, macho —rompió Daniel, de nuevo con airados aspavientos—. Por si no había tenido un día ya de por sí extraño...

—¡Eh! ¡No te pases! Un momento, ¿día extraño? ¿Qué ha pasado? —cuestionó David, realizando un sonido gutural que no solo entorpeció su dicción, sino que evidenció que la última copa no le había sentado demasiado bien.

—No lo sé, la verdad, no me encuentro nada bien sin razón aparente... —el joven continuaba sintiéndose igual de mal que después de la siesta en la biblioteca, sensación que se mezclaba con la contrariedad que le producía que Inés quisiera volver a verle. Le crispaba y le emocionaba al mismo tiempo.

—Deben de ser los nerviosss, Dani, los nerviossss... Debes destar somaticiando algo... huy somaticiando, somatizando —se rectificó el joven, demostrando los conocimientos que había adquirido de la lectura del libro de autoayuda: Tú eres el dueño de lo que eres.

—Lo que sea, voy al baño —anunció Daniel mareado—. No te pidas otra, David, que te conozco.

—¡Descuida, amigo mío!

Mientras el joven se levantaba del taburete y se dirigía al lavabo, lanzó una elocuente mirada a Ramón. Este, desde la barra, le devolvió un gesto de complicidad; no quería que le sirviera más alcohol a su amigo, había tenido suficiente por hoy.

Llegó al servicio rodeando la barra de cochambrosa madera del Atenea, y atravesó la puerta gobernada por un monigote con sombrero y bigote. El aseo se trataba de un pequeño habitáculo con un lavabo dotado de su correspondiente grifo, un espejo agrietado por la parte central y una sala colindante de menor tamaño, protagonizada por un váter de dudosa pulcritud.

Daniel se situó frente al espejo e inclinó su torso para apoyarse en la ovalada estructura de cerámica blanca. Estaba muy mareado.

Pensaba que el refresco le sentaría bien, empero, las náuseas que le asediaban no hacían más que aumentar. Tenía los ojos hundidos, señal de cansancio que, aunada a la tonalidad negruzca de la zona inferior, le caracterizaban de un aspecto un tanto tétrico. De repente, un estremecedor escalofrío convulsionó todo su cuerpo, y en ese instante observó en el espejo cómo sobre él se cernía una especie de espada; no, no era ni una espada ni un hacha, era una guadaña. El aspirante a escritor se sobresaltó y dio un brusco giro sobre su eje para encarar aquella lunática amenaza. No vio nada, tan solo estaba allí la amarillenta y mugrienta pared del baño masculino del Atenea, nada más. El pecho de Daniel parecía estar a punto de explotar. No era la primera vez que creía ver algo que no existía. A veces en sus ejercicios de relajación nocturna, basados en su mayoría en pasear amparado bajo el íntimo y silencioso manto de la absoluta oscuridad, había llegado a confundir, por ejemplo, árboles con personas; sin embargo, una situación lógica en un contexto de baja luminosidad poco o nada tenía que ver con lo que acababa de ocurrir. No era capaz de dominar el temblor de sus manos. Se había cerciorado de que estaba solo en aquel lavabo, mas seguía exaltado, como si por mucho que su mente buscara demostrarle que eso no había ocurrido, su cuerpo no pudiera olvidar aquella sensación de peligro.

Dejó pasar unos minutos y, cuando el susto se lo permitió, abrió la válvula del agua fría y se enjuagó la cara. El día estaba siendo muy extraño, quizás por demasiado largo: “Necesito llegar a casa y descansar, solo es eso...”, se trató de convencer el estudiante.

Más tranquilo, suspiró y, tras lanzar una última recelosa mirada al fracturado espejo, salió del servicio.

Nada más regresar a la zona de consumiciones del local, Daniel se encontró con que su amigo se había quedado dormido plácidamente en la barra, lo que despertó una sonrisa en su hastiado semblante facial.

El joven se acercó hasta Ramón, sacó su cartera y pidió la cuenta, pero para su sorpresa, el dueño del local hizo caso omiso a su petición. En un primer momento, Daniel se crispó por el desplante, sin embargo acabó comprendiendo que Ramón, haciendo gala de su rudeza habitual, los estaba invitando a las consumiciones. Agradecido, devolvió su cartera negruzca al bolsillo izquierdo y se acercó hasta David. Viendo que no reaccionaba, le propinó una contundente palmada en la espalda que le hizo incorporarse desorientado, en pleno balbuceo de una retahíla de frases ininteligibles. Con el gesto propio de cualquiera que consuma más alcohol del que necesita su cuerpo, David se apoyó en Daniel para salir del Atenea con ciertas dificultades. Una vez estuvieron fuera, Daniel logró entender una frase de entre toda la incomprensible retahíla soltada por su amigo.

—No me lleves con ella...

Daniel volvió a sonreírse, aunque no se lo hubiera pedido tampoco habría tenido esa intención. Cuanto más tiempo estuviera su amigo alejado de ella, mejor.

Haciendo de tripas corazón con su terrible malestar, caminaron en dirección a su piso para abrazar un descanso que le ayudara a desconectar. Lo que acababa de acontecer en aquel baño le había turbado, pero sin ninguna duda lo que más le atormentaba era Inés.

Ella poseía ese poder, ni siquiera la visión de una guadaña cayendo sobre su cabeza podía superarla. Nada podía.

 

Capítulo III: Recolector

 

 

Cuando pasas toda tu vida solo, es más fácil que con el simple esbozo de interés por parte de otro, se remuevan cosas en tu interior que dentro de cualquier persona más habituada a las relaciones sociales no ocurriría. Esto es lógico, toda nueva experiencia, o al menos toda vivencia alejada del terreno de lo habitual, difiere mucho de cuando se realiza de manera continuada.

Nunca nadie se había interesado por cómo estaba, ni qué pensaba, ni qué sentía. Encontrarse con eso de súbito superó a Daniel absolutamente. No todo fue malo junto a Inés, claro que no, pasaron momentos fantásticos y con el paso del tiempo seguro que le terminará resultando más fácil remedarlos, empero el joven se hallaba más en el punto de revivir lo malo que de aferrarse a lo positivo.

Su mayor fase de flaqueza acaeció en los días posteriores al fallecimiento de su madre. Cumplían dos meses de ruptura, y luego de airadas discusiones y desagradables disputas, ni siquiera se hablaban.

Sin embargo, pese a todo lo que dijeron y echaron en cara, ella no dudó en ir a verlo y estar con él cada minuto y cada segundo del duelo. Aquellos días fueron extraordinarios y Daniel llegó a sentir que esa era la mujer de su vida; sin embargo, dos semanas después, todo se fracturó de nuevo; tan solo fueron necesarias unas palabras, una frase malintencionada. Daniel se pasaba los días flagelándose, culpándose de no haber podido hacer nada por su madre. Cansada de ver el patético estado de su novio, en un calentón, Inés le dijo: “Quizá tengas razón”.

El joven decidió entonces no volver a verla jamás. Él tenía la potestad de decirse a sí mismo que era su culpa, que no se había esforzado lo suficiente. Pero nadie más podía. Nadie. No necesitaba que le azotaran, ya se dedicaba a hacerlo él mismo todos los días.

Inés se disculpó, Daniel no pudo perdonarla, rompiendo por ende todo contacto. Este rifirrafe no se lo había contado a David, de haberlo sabido, su amigo no le habría propuesto aquel encuentro.

—Inés... —susurró.

Nada más despertar, el chico pasó un rato enredado en las sábanas, pensando en la que había sido la última dueña de su corazón.

Continuaba dolido, sin embargo, la posibilidad de volver a verla despertaba en él una pulsión emocional que le crispaba y avergonzaba en proporciones iguales. El corazón tiene razones que la razón no entiende, dicen... muchas veces, quizás demasiadas, es cierto.

La habitación estaba totalmente a oscuras debido a la efectiva acción de la persiana que opacaba la ventana y Daniel no se habría levantado hasta una hora intempestiva de no ser porque su gato había decidido, de motu proprio, que era hora de decir buenos días paseándose de manera estratégica por su rostro. Allí estaba su felino blanquinegro de raza van turco, tumbado a su lado ronroneando y clavando sus uñas con suavidad en las adiposidades de grasa de su costado izquierdo. Si algún otro cometía la tropelía de despertarlo, Daniel se convertía en un salvaje e inmisericorde homicida capaz de exterminar a cualquiera que se interpusiera en su camino en la franja comprendida entre el despertar y el estado de consciencia total, sin embargo, al tratarse de su minino, se levantaba con una sonrisa.

Odiaba que lo despertaran, quizás porque muchas veces había tenido que hacerlo por mediación de gritos o ruidos fuertes. No obstante, aquel animal llamado Pipita tenía ese poder sobre él, habilidad solo obtenible cuando se crea un lazo indestructible como el que ellos habían forjado.

El felino convivía con él de manera ininterrumpida desde hacía ya siete años, los más complicados y duros de su vida. Era el único con el que siempre había podido contar y el único que estaba allí cuando el gélido abrazo de la soledad amenazaba con cernerse sobre él y arrastrarlo al abismo más abyecto y oscuro. No era su mascota, era su hermano, su hijo, su mejor amigo. Simplemente, era el ser más importante de su realidad, sin dudarlo.

De repente, Daniel recibió otra andanada insistente por parte del felino apodado como el estoico delantero argentino y ex jugador del

Real Madrid Club de Fútbol, Gonzalo “Pipita” Higuaín. El cariñoso gato saltó sobre su abdomen con la gracilidad que lo caracterizaba y, entre un mar de maullidos de briosa insistencia, empezó a rebozarse contra su rostro. El joven no tuvo otra opción: durante un rato lo acarició por el lomo, el cuello, detrás de las orejas, el hocico, la barriga e incluso para enrabietarlo le tiró un poco de la cola, lindeza que el felino respondió como solía hacerlo, tirándose sobre la cama y entregándose por completo. Evidenciando el efecto de las caricias, Pipita empezó a ronronear de placer, momento de relajación que Daniel aprovechó para estirar su brazo izquierdo y buscar a tientas entre la penumbra su teléfono móvil, el cual debía encontrarse al lado de la cama. Tras unos segundos de búsqueda, la misión fue cumplida con éxito. Desbloqueando la pantalla táctil de su smartphone por medio del botón situado en el flanco derecho de la pantalla, comprobó que eran las diez y cuarto de la mañana. Le hubiera gustado dormir más, pero ya estaba despierto, por lo que navegó con el dedo índice de su mano derecha por las diferentes pantallas del móvil hasta que halló la biblioteca musical y la puso en aleatorio. Los primeros compases de I don´t wanna miss a thing de Aerosmith comenzaron a escucharse a través del altavoz del teléfono, poniéndole la piel de gallina; una de sus terapias para sobrevivir al día a día de un mundo al que aborrecía bastante más de lo que lo amaba era la música. Algunos días, rap; otros, clásica; a veces, rock... el estilo en muchas ocasiones era indiferente, lo que importaba era teñir la realidad con algo de emoción, fracturar aquel mundo tan gris con algo de color.

El siguiente paso era levantarse, proceso para el que Daniel hizo acopio de todas las fuerzas que fue capaz de reunir en esos, para él, estudiante de tarde, intempestivos horarios para, primero, incorporarse y después, liberando un gruñido más propio de un cuarentón que de un veinteañero, ponerse en pie. Como era habitual cuando pasaba un tiempo prolongado tendido, la eterna contractura que torturaba su espalda protestaba en forma de dolor, sin embargo, poco a poco este se iba disipando hasta resultar casi inexistente, o al menos expresarse en una intensidad a la que Daniel estaba acostumbrado. Al ver a su amo levantado, Pipita dio un brinco de la cama al suelo de acuchillado y brillante parqué y corrió hasta la puerta; el minino parecía terriblemente hambriento.

—Ya va... ya va... —profirió Daniel con tono desganado.

Nada más salir de su habitación y cruzar el exiguo pasillo que comunicaba el cuarto con la sala de estar de aquel pequeño piso de unos sesentaicinco metros cuadrados, el joven se percató de que David no estaba: un par de vistazos al baño y a la cocina fueron suficientes para confirmar su improvisada hipótesis. Esto no le sorprendió puesto que no era la primera vez que su fustigado amigo, acuciado por la culpabilidad de no haber dormido junto a Nuria, huía despavorido para minimizar las reprimendas de su compañera sentimental.

Daniel se estiró levantando sus extremidades superiores en dirección a las alturas, como si tuviera la absurda pretensión de alcanzar el níveo y grumoso techo del piso. No pudo detenerse demasiado en aquel placer tan mundano, ya que de nuevo Pipita requería de su atención, en esta ocasión desde el umbral de la entrada de la cocina, contemplándolo con unos ojos ansiosos y casi solapando con sus portentosos maullidos la música que seguía naciendo de su smartphone.

—Voy, Pipi, voy... —volvió a anunciar el universitario como si el blanquinegro gato pudiera comprender el lenguaje humano.

Conducido por la pereza, Daniel se encaminó a la cocina. El contacto de sus pies descalzos con las gélidas baldosas de la pequeña estancia lo estremeció, sin embargo, tampoco tuvo tiempo de abundar en ese sufrimiento tan incómodo como habitual, ya que su felino se restregaba contra sus piernas con la tenacidad solo propia de aquel que es empujado por la hambruna, en su caso, de seis horas más o menos.

Desde la muerte de su madre, Daniel había estado viviendo en la casa de su padre, que no con él, debido a las reiteradas ausencias que hasta donde alcanzaba a recordar, convertían el estar una semana entera en su compañía en un evento extraordinario. Aún estando sus padres casados, el joven tenía problemas para remedar periodos de más de tres días en los que su figura paterna estuviera en casa, de hecho, no es exagerado aseverar que lo comenzó a ver más una vez se separaron; curiosidades de las relaciones humanas. En gran parte, sus continuas desapariciones se debían a su tumultuosa situación laboral, caótico modus vivendi que lo llevaba a viajar de un lado a otro, en incesante pugna por construir un porvenir utópico. Él siempre aspiraba a más y a lo mejor, y Daniel no podía evitar pensar que si hubiera tenido un poco más de su faceta como ser humano, que como soporte económico, mucha de la ponzoña que le rodeaba podría haberla gestionado de otra forma.

En estos días es muy difícil escapar de las vastas redes del consumismo materialista capitalista; incluso el joven, bastante práctico en este sentido, no era inmune, cuesta creer que en aquel tiempo existiera alguien que lo fuera. Si aúnas el tener unas necesidades, o mejor, creer tenerlas, ya que no las tienes en realidad sino que te hacen creer que las tienes, a no encontrar trabajo porque no lo hay, se construye un ciclo de autodestrucción en el que el ser humano como ser en sí mismo poco o nada tiene que decir. Daniel era uno de tantos jóvenes que estudiaban una carrera universitaria, estudios que desconocía si podría pagarlos en el siguiente curso al no tener vida laboral ni aparente posibilidad de obtenerla. Como se puede inferir, el resultado de este desalentador cóctel es simple y lacónico: un profundo desánimo.

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