Death

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Daniel siempre anheló reencontrarse con ella para liberarse de esa presión y, sin embargo, pese a que se sentía más ligero emocionalmente, no era capaz de percibir nada, ni siquiera en ella, si en realidad era ella, la cual continuaba con el mismo gesto que había gobernado su semblante desde el comienzo del encuentro.

El joven no pudo evitar caer en los brazos de la decepción, sus expectativas respecto a aquella reunión siempre fueron demasiado elevadas. Poco a poco, sin poder escapar al inexorable influjo de la nostalgia, se fue separando de aquellos reconfortantes brazos y, luchando contra sus sentimientos humanos más básicos, comenzó a alejarse. Su madre no varió tampoco en esa ocasión su afable gesto; no parecía ser más que una imagen, un retal.

Mas de repente, la mujer de rubia melena se abalanzó sobre él, gobernada por un semblante desencajado, en un sentido avieso, abyecto.

A escasos centímetros de su rostro, su madre le pronunció unas turbadoras palabras.

—¡Él lo hizo! ¡Él me susurraba, me decía que debía dejarme consumir! ¡Fue él! ¡Fue él! ¡El hombre tranquilo! ¡Él es el monstruo!

—vociferó con desesperación.

En ese momento, la sala recuperó su bruno aspecto y la efigie espiritual se desvaneció. Daniel se quedó temblando, absolutamente consternado y descolocado. Aquellas palabras retumbaban en su cabeza como ecos del pasado, del presente y con total seguridad, también del futuro. Por la puerta aparecieron el menudo cazador y Tomás. Al toparse con su maestro, Daniel sintió una fractura en el corazón. Es difícil saber por qué, pero a veces ocurre, la razón humana conecta elementos y llega a una conclusión, en ocasiones por dolorosa, incomprensible.

El recolector no pudo evitar que las palabras de aquel reflejo de su madre despertaran una idea demasiado desgarradora como para que fuera sostenida. Allí estaba, él, Tomás. Con su sempiterno semblante tranquilo “El hombre tranquilo… Él era el causante de todo. Desde el principio. Todo el dolor, todo el sufrimiento… El monstruo…

Tomás… ”.

 

Epílogo:

 

No recuerdo la última vez que soñé. Cuando mi madre murió, la realidad se vio subvertida de una manera tal, que creo que mi subconsciente decidió bloquear mi memoria para no verme martirizado también en mi mundo onírico. Lo que sí remedo es que era una sensación fantástica visitar otro mundo, un mundo de reglas diferentes, también con sus problemas y preocupaciones, pero eran viajes, travesías a la cual más extraordinaria que me permitían escapar de mí mismo. Rara vez él me visitaba entonces, pero ahora esa evasión ya no existe. El monstruo ha despertado, amenaza con arrancar la piel de mi alma y consumir toda existencia, toda esencia. Estoy agotado, hastiado de esta eterna lucha contra lo que soy, contra lo que parece que siempre he estado destinado a ser. Afirman que tengo la fuerza para cambiar el mundo, pero la destrucción también es un cambio, ¿no? Las reglas ya no son las mismas, ahora no puedo escapar de él, no tengo ningún lugar donde esconderme, quizás por eso hoy estoy soñando otra vez, para descansar.

Una habitación dotada de un enorme ventanal, cubierto por unas cortinas carmesíes. Una chimenea de serpenteantes llamas zarcas. Dos sillones de cuero marrones. Una figura sentada frente a mí.

—Hola Daniel.

Te recuerdo, te había olvidado, pero ahora te recuerdo. Eres él, aquel que antes ya me visitó en sueños. ¿Quién eres?

—Ha pasado tiempo.

Va trajeado, elegante. Su mirada es profunda, y su sonrisa, turbadora.

—¿Qué haces aquí? —cuestiono, molesto.

—Tranquilo, Daniel. Este es tu mundo interior, pero también es el mío. No hay nada tuyo que no sea mío.

Mientes. Mi mente, mi fuero, nadie puede entrar, nadie. Pero entonces, ¿cómo has entrado?

—Te he estado observando —prosigue el hombre—, me has impresionado, de veras. Hacía tiempo que no me entretenía tanto.

—Márchate —ordeno soliviantado.

El hombre dibuja una sonrisa en su semblante y responde: —No.

No se va, no quiere irse, no puedo echarle. ¿Por qué estás aquí?

¿Por qué? Luego de un tenso silencio, el hombre continúa: —He estado esperando, aguardando mucho tiempo, más del que tu mente podría llegar siquiera a imaginar. Eres el profeta, Daniel. Mi profeta.

—Vete de una maldita vez —vuelvo a exigir desestabilizado, al sentir cómo mi mundo escapa a mi control.

—Ha habido otros, pero tú lo conseguirás, me darás la fuerza para trascender, al fin trascender. Eres tú, mi oscuridad, mi arma.

El hombre se pone en pie y se aproxima.

Quiero huir, no quiero que se acerque, pero permanezco quieto, observando sus infinitos ojos brunos. El visitante sitúa su suave mano en mi rostro. Entonces lo comprendo, soy suyo, no puedo escapar.

Debo aceptarlo, abrazarlo.

La oscuridad se cierne sobre nosotros, una oscuridad fatal e inexorable, pero también cálida y reconfortante. Una oscuridad que hoy me abraza a mí, pero que mañana os abrazará a todos.

 

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