Darling

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Capítulo 27

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27

A unos dos kilómetros, Turtle se detiene nada más tomar una curva cerrada. Están en la oscura, sinuosa carretera que discurre junto a los acantilados que se alzan al sur de Mendocino. Cayenne se incorpora sin decir palabra. Turtle mete la marcha atrás y retrocede por la curva. Mira el retrovisor con atención. No puede girar el cuello lo suficiente para volver la cabeza. A su derecha, el terraplén está sumido en la oscuridad. A la izquierda, sus faros iluminan el quitamiedos, el acantilado, descollando sobre el océano. Turtle mete primera y toma la curva otra vez, despacio, sin perder de vista el terraplén, el quitamiedos, sin perder de vista la carretera cuando la tiene delante. Los faros alumbran el quitamiedos, pero no la pendiente arbolada de la derecha. Avanza unos cien metros, para a la izquierda de la carretera y se queda sentada en la cabina, escuchando el tictac del motor.

—¿Qué pasa, Turtle? ¿Qué pasa? —pregunta Cayenne.

Turtle no es capaz de sacudir bien la cabeza. La mueve un poco a la derecha, un poco a la izquierda.

—¿Qué pasa, Turtle?

—Espérame aquí —ordena Turtle.

—¿Qué?

—Espérame aquí.

—Turtle, no quiero… ¿Qué? —Está llorando, sacudiendo la cabeza.

«No permitiré que Martin haga daño a nadie —piensa Turtle—. No permitiré que vaya por Jacob o Cayenne para castigarme. Pero no le haré daño a menos que sea necesario». Sabe que Martin tiene la dirección de Jacob. Supone que es ahí adonde irá a buscarla. De todos modos no puede ir a ningún otro lado, por miedo a que él vaya a casa de Jacob sin que esté ella allí. Martin ha reducido eficazmente sus opciones a una.

—Turtle…

Turtle se reclina en el asiento de vinilo. Está agotada. Se le está agarrotando el cuello. Tiene la boca llena de sangre, de los labios cortados. Le cuesta tragar. Abre la boca para hablar y le sale sangre, le corre por la camisa. Trata de sacudir la cabeza, pero tiene el cuello demasiado tenso. Abre la puerta de una patada, se baja y se apoya en el guardabarros, masajeándose el músculo de la ingle.

—No te vayas —suplica Cayenne—. No, no, no, no te vayas.

Turtle busca la bandolera y se da cuenta de que la ha perdido. Tiene cuatro cartuchos en la escopeta, cinco en la canana y quince balas expansivas de 9 mm en la Sig Sauer. Cierra de un portazo, cruza la carretera mientras saca los proyectiles cerosos, corrugados de la canana y los introduce en el cargador, impulsados por el muelle, notando cómo encaja cada uno con un clic. Sube al terraplén y se tumba entre los arbustos coyote para poder efectuar un disparo limpio a la cabina a través del parabrisas. Se encuentra en la parte interior de la curva. El ángulo no es bueno, pero quedará fuera del alcance de los faros, y Martin estará mirando hacia delante y a la izquierda. Espera que pegue un frenazo cuando vea la camioneta del abuelo. Solo podrá disparar una vez. Tal vez dos. Luego disparará a las ruedas. No se puede apoyar en el codo, lo tiene magullado, negro. Ni siquiera recuerda que se hiciera daño en él. Tuvo la sensación de que no hacía esfuerzo alguno. Pero ahora el brazo entero se le está agarrotando. Piensa: «en cuanto salga de la curva, si sale de la curva, ni te lo pienses. Atraviesa el parabrisas. Si te da la oportunidad, le encajas otro disparo». Le duele toda la cara. No siente los labios. Martin la había abofeteado con tal fuerza que la había levantado del suelo. Ella estaba intentando decir algo. Tenía ventaja y había pensado que él se detendría. Había creído que daría un paso atrás, que levantaría las manos. Pero se había abalanzado contra ella. Sin dudarlo. Observa por las miras de la escopeta, vigila la carretera desierta, tiritando con la brisa. Casi muere por ese puto error. Ha estado a un puto pelo. «Suerte —piensa—. Pura suerte que haya comenzado a respirar de nuevo». Te aplastan la tráquea así y no tiene por qué volver a abrirse. Ha estado cerca. La gente muere por muchísimo menos.

Dios, ojalá tuviera su .308. Bueno, tendrá que apañarse con lo que tiene. Con la escopeta y una pistola está más o menos limitada a lo cercano y personal. Permanece a la espera, la noche se vuelve más fría, la brisa mojando la hierba a su alrededor, y piensa: «quizá, quizá». No hay coches. Es posible, puede que sea posible, que las haya dejado ir. Oye el motor de un coche que se acerca. Espera. «No es él —se dice a sí misma—. No es él, porque nos ha soltado». Han pasado dos horas, casi tres. Espera, tiritando. Ve la camioneta del abuelo delante, en la carretera, pero no ve a Cayenne. Confía en que la niña esté bien. Ha de estar aterrada, esperando sola en la camioneta, pero sobrevivirá a eso.

Un Subaru verde toma la curva. Los faros alumbran la camioneta y el coche reduce la velocidad justo cuando pasa por la mira de Turtle, que observa a la mujer que va al volante a través de la escopeta. Sentado detrás, un niño va mirando el bosque. Su aliento empaña la ventanilla, y después se dejan de ver.

Le duele todo el cuerpo. Piensa: «¿adónde irás después? ¿Qué harás después?». Pero solo hay un lugar al que puede ir. Turtle se queda tumbada en la hierba, esperando a que Martin tome la curva. «Vamos, cabrón», piensa. Él no llega. Después de esperarlo durante horas, se levanta a duras penas, procurando no hacerse daño en el amoratado cuello, y vuelve cojeando a la camioneta.

Cayenne ha encontrado el chaquetón del abuelo y se lo ha puesto. Está acurrucada en el asiento, temblando, tiritando como un perro. Al principio Turtle cree que la niña está dormida, pero al subirse a la camioneta, con cuidado y haciendo todo lo posible para no girar la cabeza, ve el resplandor de un ojo abierto en la oscuridad. Pone la mano en las llaves. «Quizá —piensa—. Quizá». Se inclina y escupe en el vaso Big Gulp del abuelo. Quizá. Gira la llave.

Van al norte atravesando Mendocino. Atravesando después Caspar. Fort Bragg. Dejan atrás aparcamientos vacíos, edificios a oscuras. Esperan en un semáforo sin que se vean más coches. Continúan hacia el norte. El reloj digital verde marca las 0.00, pero ha de ser casi por la mañana. Las dunas invaden la sinuosa, oscura carretera, apenas visible entre hileras de eucaliptos. Los acantilados descienden abruptamente más abajo. Cruzan el puente del Ten Mile, el estuario oscuro y asfixiado por las algas, con los pilotes de muelles podridos extendiéndose desde las márgenes cubiertas de juncos y el gran, parsimonioso brillo del río. Una vez cruzado el puente, Turtle y Cayenne siguen una carretera recién asfaltada que discurre junto a casas de chillas de secuoya con decorativas paredes de lascas de pizarra, caminos de acceso de hormigón sin marcas de neumáticos, jardincitos con cistáceas y pinos pátula cubiertos de un mantillo de astillas recién cortadas.

Dan la vuelta y casi atropellan a una chica con un vestido rojo fruncido. La lleva a caballito un chico que luce un esmoquin, el vestido subido, el chico pugnando por avanzar con una cerveza en la mano. Entornan los ojos cuando les da la luz de los faros. Cayenne y Turtle esperan en silencio mientras la chica, riéndose tanto que apenas se puede mover, se intenta bajar de la espalda del chico y cae al suelo. Lleva los tacones en una mano y los agita en el aire como para disculparse. Cayenne y Turtle esperan. Un muchacho con un esmoquin blanco ancho, acampanado, sale corriendo de los arbustos, perseguido por un ganso. Se detiene a ayudar a la chica que se ha caído y el ganso extiende las alas y silba. El chico tira de la chica para levantarla y se quita de en medio como buenamente puede, el ganso siguiéndolo. Turtle mira a Cayenne y a continuación levanta el pie del freno y la camioneta se aleja de los adolescentes.

La carretera se despliega ante ellas, los faros cortan la hierba alta, dorada, mecida por la brisa. Toman una curva y ante ellas aparece la casa de Jacob, en el camino de acceso hay unos quince coches. Turtle apaga las luces y entra despacio. Una chica pelirroja alta, con una tiara, está en el porche, con las manos en la balaustrada, mirando más allá de los coches aparcados. Luce una banda plateada que pone: «FIESTA DE BIENVENIDA». Entre dos dedos, una colilla fina. «Pero qué coño —piensa Turtle—. ¿Qué coño?». Lo que quiera que sea aquello, parece que está tocando a su fin.

Turtle aparca detrás de una furgoneta grande cubierta de pegatinas que ponen: «REPUBLICANOS POR VOLDEMORT», «MI OTRO COCHE ES UNA SETA MÁGICA» y «LAS ARMAS NO MATAN A LA GENTE / LOS AGUJEROS EN ÓRGANOS VITALES MATAN A LA GENTE». Dentro duermen alumnos de instituto. Turtle echa el freno de mano, apaga la camioneta. Cayenne se inclina hacia delante, el chaquetón por los hombros, chupándose el pulgar, mirando por encima del salpicadero a la chica pelirroja. Turtle abre la puerta, saca una pierna. Algún músculo en su ingle se ha tensado. Se queda esperando, recuperando el aliento que ha perdido por el dolor. Luego se baja y se queda apoyada en la camioneta, masajeándose la cadera con los nudillos. Rodea con dificultad la camioneta para ir a la puerta del copiloto, la abre y deja la escopeta en el capó, mete las manos por debajo de las axilas de Cayenne, la baja, coge la escopeta y lleva a la niña de la mano a lo largo de la fila de coches, Subarus y Volvos herrumbrosos, por el oeste la luna inclinándose blanquecina y horadada de cráteres en las ventanas negras. Dentro, las sombras incoloras de los que están durmiendo. La pelirroja las ve subir al porche. Turtle abre la puerta de doble hoja que da paso a un recibidor. En la pared, dos retratos de hombres curtidos, la barba enmarañada, uno con un rifle de la guerra civil y el otro con una escopeta de doble cañón. La leyenda reza: «CAZADORES DE INDIOS DEL RÍO EEL». Tienen los ojos vidriosos. Contra la pared hay una pareja, besuqueándose, la chica con un disfraz enorme de dinosaurio verde. Por el suelo, botas y zapatos de vestir, zapatillas de deporte, tacones. Pasan por la intersección con forma de T al pasillo con la vitrina de suelo a techo con cestas de los indios pomo. Un abanico de luz entra por la puerta entreabierta que hay más allá. Ven las paredes festoneadas de libros, un atisbo de alfombra blanca, el charco de seda roja de un vestido en el suelo. Turtle abre la puerta con la escopeta y pasan a la sala de estar. En el centro, media docena de alumnos de secundaria está jugando al Monopoly. Brett es uno de ellos, tirado en el suelo con un traje de pana marrón con coderas de piel. Los demás llevan trajes prestados; las chicas, vestidos. Hay dinero desperdigado por el suelo y sujeto bajo los bordes del tablero. Unos ventanales dan al porche que rodea la habitación y a la bañera de hidromasaje, donde dos chicas desnudas están sentadas en el borde lleno de velas, los vestidos en la barandilla del porche, las zapatillas de ballet juntas, la blanca espalda arqueada, las crestas de los omoplatos moviéndose con los brazos. En un rincón de la sala, un piano de cola, y encima del piano, un par de salones y un bolsito rojos.

Una de las chicas que está sentada en el suelo se incorpora. Es Rilke, de la lejana clase de Anna, del lejano autobús al colegio. Se ha rizado el pelo, las ondas le enmarcan la ovalada cara. Lleva un palabra de honor rosa con medias, pero va descalza. Se queda mirando a Turtle, la boca abriéndose poco a poco hasta convertirse en una O de sorpresa, los labios brillantes. Turtle hace pasar a Cayenne a la sala de estar. Brett levanta la mirada, se detiene.

En el silencio conmocionado que se hace, Turtle pronuncia con dificultad el nombre de Jacob. El sonido le espanta incluso a ella.

Rilke exclama:

—Dios mío.

—¿Turtle…? —logra decir Brett.

—Dios mío.

Turtle hace un gesto con la escopeta: que se vayan, todos. No sabe cómo conseguirlo. Tiene que dar con él. Todo lo demás es secundario, lo primero es encontrar a Jacob. Ese es el plan que tiene en su cabeza: dar con Jacob. Sacar a todo el mundo de la casa. Que se busquen dónde refugiarse. Puede que Martin venga o puede que no venga. «Pero —piensa ella— no vendrá». Si fuera a venir, ya lo habría hecho. No esperaría casi cuatro horas para perseguirla. La perseguiría de inmediato. O al menos eso es lo que ella cree. Y puede mantener a salvo a Jacob. De eso está segura. Los dos juntos lo pueden conseguir.

—¿Es…? —empieza a decir una de las chicas.

—Turtle —comenta Brett—. Turtle, te miro y es como si te hubieran colgado.

—Jacob… —insiste ella. La voz se le quiebra y le falla.

—¿Qué?

—Dios santo, escúchala.

—Dios mío.

—Turtle, no te oigo —se disculpa Brett—. ¿Quieres ver a Jacob? ¿Eso es lo que has dicho? ¿Qué… qué ha pasado? ¿Qué pasa?

Cayenne está escondida detrás de Turtle, aferrada a su mano y colgada de su camisa de franela. Rilke, que se ha levantado, mira a Cayenne y se tapa la boca con las manos despacio, de la impresión.

—Dios mío —repite. Turtle no le hace caso—. Brett —lo llama Rilke a través de las manos ahuecadas. Como no responde, lo llama otra vez—. Brett…

Una de las chicas sugiere:

—Que alguien busque un teléfono fijo. Que alguien llame a la policía.

Los móviles, recuerda Turtle, no funcionan en ese sitio.

—¿Dónde —inquiere Turtle con dificultad— está Jacob?

Jacob sabrá qué hacer. Sacará a todo el mundo de ahí. Y sobrevivirán a esto juntos.

—Eh… —responde Brett, mordiéndose el labio y mirando a su alrededor, como si pudiera estar en la sala—. A ver, podría estar en cualquier parte. Pero ¿dónde? Pues no lo sé…

—Brett —insiste Rilke en voz baja, enérgicamente. Brett la mira—. Brett, la niña —apunta.

Turtle mira a Cayenne. En un principio no ve nada, pero luego se da cuenta. Tiene sangre en las piernas. Le ha corrido por la parte interior de las rodillas y por las espinillas, está seca y encostrada. No parece que sea mucha.

—Dios mío —exclama Rilke. Se arrodilla. Da la impresión de que no sabe qué hacer con las manos. Alarga el brazo para tocar a Cayenne, pero retira la mano y se la lleva a la boca como para no gritar. Cayenne se asusta—. Madre mía, madre mía —repite Rilke.

Turtle agarra a Brett, tira de él.

—Necesito ver a Jacob. —Tiene la voz áspera y cascada.

—Turtle…, parece que tienes sangre en el blanco de los ojos…, ¿estás bien? —pregunta Brett.

—Jacob —repite ella. Es todo lo que puede decir.

Brett levanta los brazos, los deja caer.

—Ya te lo he dicho, Turtle. ¡No lo sé! No está en su habitación. No está aquí. Yo lo único que sé es que cuando Imogen decidió hacer esta fiesta él dijo que no vendría. Trató de convencerme de que me fuera a hacer senderismo con él a Inglenook Fen y yo le dije: «Que le den al senderismo, yo voy a la fiesta». Pensaba que no querías saber nada de él. Joder… Él cree que no quieres saber nada de él.

Turtle se queda de piedra. Jacob no está. Y ella no sabe qué hacer. Ante esa imposibilidad, nota que se queda sin fuerzas. El mundo se vuelve gris y plano debido al estrés, su visión se estrecha por los lados, como si la habitación se estuviera apartando de ella, y al retirarse, la escena, esa gente, esa casa, todo se torna más extraño, más oscuro, impenetrable e innavegable. El suelo gira, y durante un instante teme caerse.

—¿Turtle? —la llama Brett.

Ella los mira boquiabierta. Brett le está hablando, y Rilke está arrodillada delante de Cayenne, dándole palmaditas de manera incontrolable, dejándose llevar por el impulso frustrado de reconfortarla de un modo más efectivo. La gente está hablando. Turtle se da cuenta de que depende de ella. Sacar a toda esa gente de ahí. Ponerla a salvo por si viene Martin. Se está dando cuenta del error colosal que ha cometido y, presa de un pánico creciente que la oprime, intenta pensar qué hacer.

—Turtle… —insiste Brett.

Ella se queda donde está.

—Turtle…, ¿qué pasa?

Turtle va hacia la estantería. Junto a un sujetalibros hay un tarro de barro lleno de bolígrafos. Le da la vuelta, coge un rotulador Sharpie, se acerca a la pared y escribe:

Saca a todo el mundo de aquí

—¿Qué? —pregunta Brett. Se queda mirando las palabras—. ¿Qué?

Turtle escribe:

Deprisa

Un semicírculo de desconocidos la mira fijamente.

—Oh, no —exclama Rilke.

—Pero ¿ahora? —pregunta Brett.

—Algo va mal —observa Rilke.

Turtle les indica con la escopeta que se vayan.

—Espera —pide Brett—. ¿Por qué? ¿Cómo? Hemos cogido las llaves de todo el mundo…

Turtle hace otro gesto con la escopeta, pero mientras lo está haciendo se da cuenta de lo absurdo que es. La casa está llena de gente dormida. Los coches obstruyen el camino. Cambia de idea.

—Me tengo que ir —susurra—. Tengo que salir de aquí.

—Turtle…, no… no te entiendo.

Da media vuelta y tira de Cayenne hacia la puerta. Si se da prisa, podrá tender otra emboscada. Justo antes del puente.

—Para —pide Rilke.

Turtle la mira.

—No te la puedes llevar —observa la chica.

Turtle se lleva un dedo a la boca. Todos vacilan.

—Brett, la…

Turtle hace un gesto con la escopeta. Rilke se calla.

—Turtle, pero ¿qué coño? ¿Adónde vas? —quiere saber Brett.

Turtle guarda silencio. Oye que una camioneta sube por el camino. Oye que el motor se apaga y oye que Martin abre la puerta de una patada, oye el portazo. La invade un entumecimiento que nace en sus entrañas, un horror absorbente, aplastante, hormigueante, como si esos tubos viscosos fueran trapos que alguien estuviera escurriendo para que soltasen la sangre. Rilke está hablando, sus palabras carentes de sentido y distorsionadas, y Brett también, y los demás, todos hablan, y Turtle piensa: «no me ha dejado ir. No me ha soltado. Ha estado esperando a que yo volviera, como cuando se enteró de lo de Jacob. Me ha dado la oportunidad de arrepentirme, porque lo que de verdad quiere es que vuelva por propia voluntad. Pero ahora ha venido aquí». Turtle tiene pocos segundos para hacer las cosas bien, y si las hace mal, morirá gente. «Mierda —piensa—. Mierda».

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