Darling

Darling


Capítulo 28

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Turtle empuja a la niña hacia Rilke.

—Quédate aquí —ordena. Cayenne sacude la cabeza. Turtle apoya una rodilla en el suelo para ponerse a la altura de la niña—. Volveré. —Habla con voz rasposa, cascada. La niña cabecea de nuevo—. Te lo prometo —articula, sin pronunciar las palabras.

—¿Me lo prometes?

Turtle asiente despacio, dolorida.

A los demás les indica que suban la escalera.

—No —rehúsa Brett—. De eso nada. No pienso dejarte sola.

Brett —razona Rilke—. Alguien ha intentado matarla y esa persona está aquí. Esa persona está aquí ahora.

—Me da lo mismo —porfía Brett—. No la dejaré sola.

—¡Brett! —Rilke abraza a Cayenne—. Brett, nos tenemos que ir…

Turtle los deja hablando, atraviesa la sala de estar y sale al pasillo, cerrando la puerta al salir sin hacer ruido. Oye los pasos de Martin en el porche. El pasillo se une con el recibidor en la intersección con forma de T, y Turtle se tumba boca abajo para que la vitrina del pasillo no la ilumine por detrás, se arrastra por la alfombra, asoma la escopeta por la esquina, hacia el recibidor. La pareja que se besuquea sigue ahí, apoyada en la pared. La chica del disfraz de dinosaurio ve a Turtle. Se mueve para quitarse un mechón de pelo de la cara y entonces, al reparar en el arma, se queda petrificada y abre la boca. Turtle se lleva un dedo a los labios, para que no diga nada. Se la quedan mirando. Turtle enarca las cejas, mira hacia la puerta. Ellos siguen su mirada.

Martin ha de estar justo al otro lado de la puerta, en el porche. Turtle oye crujir la madera. La chica se vuelve muy despacio y mira a Turtle. Es evidente que la escopeta no la está apuntando a ella, pero hay gente que cree que una escopeta puede llenar un pasillo entero de perdigones. Turtle levanta una mano: «no os mováis». Intenta decir: «Quedaos quietos». Quiere que sepan que no les va a hacer daño. El chico no aparta los ojos de la puerta. Esperan. Los cartuchos de bajo retroceso que está utilizando Turtle tienen una agrupación de alrededor de un centímetro por cada metro de distancia. Turtle se encuentra a cinco metros de la puerta. Piensa: «vamos. Vamos». Espera, las tripas desenrollándose en su interior, bien arrimada a la pared, asomada por la esquina con el arma en ristre y ella medio oculta tras una mesita. Pega la mejilla a la culata. La alfombra huele como a champú. En la cocina se escucha el zumbido intermitente de la nevera. Turtle no ve la sombra de Martin, pero sabe que está detrás de la puerta, y permanece a la espera, pensando: «ven a mí ahora, cabrón».

El pomo gira y la puerta se abre, un empujoncito. La chica se sobresalta y no dice nada. El dedo de Turtle se tensa en el gatillo, pero en el umbral no se ve ninguna sombra, ni rastro de él, y Turtle se lo imagina pegado a la pared junto la puerta abierta, tratando de hacer que ella salga. Da la impresión de que Martin está reflexionando. «Vamos —piensa ella—. Vamos». La culata está empapada de sudor allí donde toca su mejilla. El punto de mira lanza un destello. Una luz amarillenta y tenue barre las baldosas del recibidor desde el porche. Turtle tiene la boca seca de miedo. Intenta tragar saliva y no puede.

El chico se separa de la chica y da un paso hacia Turtle, que sacude la cabeza, le dice algo para que le lea los labios y él se detiene. Martin es capaz de disparar a través de la puerta, y lo hará si oye pasos. Sabe que es posible que Turtle lo esté esperando, y es consciente del peligro que correrá si intenta entrar por la puerta. El chico titubea. El silencio se prolonga. La chica está quieta, abrazándose, temblando. Parte del chico está en su línea de fuego, pero ella no quiere que se mueva. Las tablas del porche crujen, y Turtle abre y cierra la mano izquierda en el guardamanos.

Está empezando a pensar que se le ha escapado algo. El silencio dura demasiado. Turtle apoya la culata de la escopeta en el suelo y se levanta sustentándose en ella, pensando: «no, no, no». Vuelve a la sala de estar cojeando, apoyándose en la vitrina, y, al acercarse a la puerta, un haz de luz pasa por debajo. Sabe lo que es: Martin ha dado la vuelta la casa, ha subido al porche y está barriendo la sala con la luz del arma, buscando otra forma de entrar. Entonces oye el silbido de las puertas de cristal del porche al deslizarse en sus rieles y el doble chasquido de la goma y piensa: «mierda, mierda, mierda». En la otra habitación, justo al otro lado de la puerta, Cayenne grita, y Turtle oye la voz de Martin apagada por los chillidos largos, entrecortados de la niña, pero se queda donde está. «Si cruzas esa puerta, estás muerta —piensa—. Cruza esa puta puerta y morirás». Los gritos de Cayenne cesan.

—Ratoncito —la llama Martin.

Turtle franquea la puerta. Martin está plantado en medio de la habitación. Con su AR-15 de cañón corto, modificado para que el arma sea completamente automática. Ve dos cargadores de treinta balas unidos con cinta americana. Y seguro que lleva más detrás del cinturón. Tiene los labios partidos. Rilke está abrazando a Cayenne.

—¿Qué has hecho? —pregunta. Extiende las manos. Turtle no lo había pensado hasta ahora. Ya no hay vuelta atrás. No con testigos.

Turtle abre la boca, no puede hablar.

—Ratoncito —repite Martin, frunciendo la boca. Extiende los brazos.

Turtle se queda quieta.

—Ahora, Darling —ordena Martin. Escupe sangre en la alfombra blanca. Como Turtle no habla, Martin mira a las personas que hay a su alrededor—: ¿Por qué no nos dais un minuto?

Los chicos salen disparados hacia la puerta. Menos Brett y Rilke, que se quedan donde están; Brett con las manos en alto, Rilke abrazando a Cayenne. Alguno de los demás llamará a la policía. Puede que alguien lo haya hecho ya. Turtle se pregunta: «si me voy con él, ¿qué pasará con Cayenne?».

Turtle intenta hablar, no puede. Traga saliva, prueba de nuevo.

—¿La niña?

—Déjala —responde Martin.

—No, no, no, no —niega Cayenne—. No, no, no, te matará. La matará.

Turtle sostiene la escopeta con una mano, junto a la pierna.

—Ratoncito —insiste Martin. Va hacia ella. Quita de en medio el tablero de Monopoly de una patada. Abre las manos en actitud razonable, el arma colgándole libremente de una de ellas, y dice—: Escúchame, Darling. Escúchame. Tienes que venir conmigo.

—No, no, no, no, no, no, no —gimotea Cayenne.

—Te quiero demasiado para dejarte marchar —explica Martin—. Has cometido un error. Tal vez hayas olvidado que esto ya lo intentamos. —Sonríe, se calla y gesticula, atascado en alguna limitación muda del lenguaje—. Lo intentamos, y lo que descubrimos es que no somos nada por separado. No pasaremos por lo mismo otra vez. No lo haremos. Eso es algo que tienes que entender. Y esta gente… —Gesticula otra vez. Escenografía. Objetos. Ese ha sido el error de Turtle. Creer que había un mundo aparte de él. Da su último paso hacia ella, se deja caer de rodillas y le abraza las piernas, pegando la mejilla a su pelvis.

Brett y Rilke observan en silencio, Cayenne cierra los ojos. Turtle alza los brazos como si fuera una niña que caminase por un agua fría que le llegara hasta la cintura. Piensa: «mátalo. Mátalo ya. Hazlo antes de que te mate a ti o a Cayenne o a Jacob o a Brett». Pero no se atreve a matarlo viéndolo así, arrodillado, y piensa: «¿qué pensaría Brett de ti entonces?, ¿qué pensaría Cayenne de ti, una asesina, un verdugo?, ¿y aquí es donde acaba todo?», porque ella sabe que no tiene por qué. Por lo menos, Martin está hablando.

Sus hombros se sacuden. La aprieta, cerrando los ojos con tanta fuerza que le salen arrugas en las comisuras, y declara:

—Te quiero, joder. —La abraza más aún. Ella no sabe qué decir. Mira a Brett lanzando una súplica muda, pero Brett no se va. Martin tiene la cara congestionada de la intensidad, y Turtle abre la boca para hablar, pero no puede—. ¡Joder! —grita Martin—. ¡Joder! ¡Mírate! ¡Joder! ¡Joder! —Se calla y la observa en el silencio. Luego se levanta—. Ven conmigo, Darling.

Ella se queda quieta.

—Todo el mundo —ordena—. Fuera.

Nadie se mueve.

—Todo el mundo —repite—. ¡Fuera, cojones!

—No, tío. No, yo de aquí no me muevo —se planta Brett.

Martin se vuelve hacia él y pregunta:

—Tú eres el hijo de Caroline, ¿no?

—Sí —contesta Brett.

—Más vale que salgas de aquí de una puta vez —Martin hace un gesto con el arma— antes de que te peguen un tiro.

Brett se queda quieto, con las manos en alto.

—No puedo. Lo siento. Es mi amiga.

—Tú y yo, ratoncito. ¿Qué dices?

Turtle abre los brazos, vacía, impotente.

—Vale.

—¿Vale?

—No te vayas, Turtle —pide Brett—. No permitiremos que este capullo te lleve a ningún sitio.

Martin escruta a Turtle, un ojo más cerrado que el otro.

—Me iré con él —accede Turtle. No sabe con qué intención. Si para irse con él o para sacarlo al pasillo y matarlo ahí. Necesita alejarlo de Brett y Cayenne.

Él la escruta de nuevo, señala la escopeta con la cabeza.

—Suéltala.

Turtle titubea. Trata de hablar. La voz se le quiebra. Baraja la posibilidad de que suelte la escopeta y él los mate a todos.

Martin deja de mirarla. Mira la pared. Mira la habitación. Frunce la boca en una especie de mueca contemplativa y se pasa la mano por la cara. Está tratando de decidir qué hacer.

—Iré —repite ella.

Él le dirige una sonrisa cómplice, sacudiendo la cabeza, la sonrisa agriándose hasta convertirse en algo odioso, algo amargo, que le hace tensar la mandíbula y abandonarse a sombrías reflexiones. Se pasa el pulgar por los labios. Tendrá que ver alguna expresión en la cara de Turtle, de lo contrario tendrá que tomar una decisión.

—Suéltala, ratoncito.

Turtle se descuelga la escopeta, la tira al suelo.

Brett da un paso al frente y se encara:

—No te la llevarás a ningún lado.

Martin no le hace ni caso. Está mirando a Turtle.

—Vamos, Darling —le pide.

Brett se mete entre los dos, le pone una mano en el pecho a Martin.

—No —espeta—, no permitiré…

Turtle ve la cara de Martin e intenta sacar su Sig Sauer. El brazo derecho no le responde como debería. Intenta coger la pistola con desesperación, y durante un espantoso instante la camisa le estorba, enredándosele en el cierre de la funda, y no puede sacar el arma limpiamente, aunque lo intenta, sin dar crédito, al ver que Martin da un paso atrás para ganar distancia entre Brett y él, las manos de Brett arriba y abiertas, y luego el fogonazo. Brett se dobla hacia delante, la espalda arqueándosele y la bala abombando su camisa como una vela. Martin mira a Turtle por encima de Brett. Turtle ve un segundo destello y la bala le golpea como un mazazo en la mejilla. Cae al suelo, viendo estrellas, ciega del ojo izquierdo, la cara blanca de dolor, tirada encima de su escopeta. Cayenne, chillando, corre por la alfombra hacia ella. Acto seguido Turtle se levanta y echa a correr, escopeta en mano. Algo le acierta en la parte baja de la espalda y ve la bruma de sangre que sale delante de ella y salpica la pared, el agujero fruncido de la bala en el centro, pequeño como una quemadura de cigarro. Sale por la puerta a toda velocidad y vuela por el pasillo, aterrorizada. Vuelve la cabeza y ve un fulgor, como si alguien encendiera una cerilla, su visión llenándose de puntitos verdes y rojos, imágenes grabadas que le devuelve la retina, y algo la golpea justo por debajo del omoplato derecho. Oye el pum del disparo; parece más pequeño y menos importante de lo que debería, y el sonido llega después del golpe. Cae de rodillas en la cocina, apoya las manos en el suelo, se agarra el vientre, el chorro caliente de sangre en las manos. Oye el pum, pum de más disparos, pero está completamente desorientada. No sabe dónde están dando las balas ni si le están acertando a ella. No puede respirar hondo.

Repta por el suelo de la cocina, pensando: «tienes que levantarte». Su respiración es superficial. Cayenne está tirando de ella. Turtle planta la mano en un charco de sangre y se le resbala. Se queda tendida con la cara contra el granito. La niña tira de la camisa de Turtle. Turtle ve la escopeta a su lado, en el suelo. Se vuelve boca arriba, dobla las rodillas, saca la Sig Sauer de la funda y la levanta. Su puntería bailotea, todo da vueltas, su ojo izquierdo está lleno de sangre, lo cierra. Sujeta las muñecas entre los muslos justo cuando Martin entra en su campo de visión. Dispara y él se oculta detrás de la pared. Dispara por el tabique para obligarlo a entrar más en el pasillo.

Cayenne coge a Turtle por el brazo y trata de arrastrarla por el suelo. Turtle se levanta, las botas y las manos resbalando en las baldosas ensangrentadas, coge la escopeta y va cojeando hacia la puerta que da al porche trasero. Entonces se detiene. Ve la encimera y se abalanza hacia ella, apoyándose con una mano en la isla de la cocina, la otra apretando su estómago como si fuera un corredor al que le hubiese dado un calambre, la escopeta al hombro, la sangre brotándole entre los dedos. Tiene la camisa empapada, hace un sonido feo, como un chapoteo, cuando le da en el estómago. No puede respirar hondo.

—¡Nos tenemos que ir! —grita Cayenne—. ¡Turtle! ¡Vámonos!

Turtle abre un cajón y encuentra lo que buscaba: bombillas, destornilladores, un martillo, clavos, cinta americana. Al cajón cae sangre de la cara. No deja de parpadear para quitársela del ojo izquierdo. «Solo es un arañazo», se dice. Aunque no es esa la sensación que tiene. Se sube la camisa. «No pasa nada —se dice—. Todo lo que tienes que hacer es hacerlo todo bien. Y no hay problema con eso».

Martin da la vuelta a la esquina. Turtle levanta la ensangrentada escopeta con una sola mano y abre un agujero en la pared justo cuando él retrocede. El arma asoma por la esquina y Martin dispara a ciegas a la cocina, acribillando las paredes a fuego automático, y Turtle apunta y dispara otra vez. Los perdigones atraviesan las baldosas, dejando a la vista los montantes y el cableado eléctrico, el aislamiento sale por el otro lado, y Turtle oye que la vitrina se hace añicos, oye a Martin, que se abre paso entre los cristales para alejarse de ella. Turtle levanta el arma y revienta la luz de la cocina. Se sumergen en la oscuridad. Después Turtle enciende la linterna de la escopeta. La habitación se ilumina con destellos cegadores. Las sombras se vuelven planas, líneas duras y sin profundidad, y los colores se tornan láminas blancas resplandecientes. Sabe por experiencia lo difícil que es disparar en esas condiciones. La linterna está montada en el cañón y se suelta con facilidad mediante unas palanquitas, y Turtle la libera y la empuja por la isla de la cocina, a tres metros de ella y apuntando hacia la puerta del pasillo.

Con la nauseabunda luz parpadeante se vuelve a subir la camisa. Ve la herida que tiene en el vientre. La sangre le baja por el estómago, empapándole los vaqueros, entrándole en las botas. Rasga una tira de la camisa, tapona con ella el agujero y empieza a afianzarla con cinta adhesiva. Ha tenido suerte de que Martin esté usando un rifle de cañón corto. A juzgar por el orificio de salida, la ha atravesado por completo, sin que la bala se fragmente o se abra. Con cañones más largos y velocidades más altas esas balas 5,56 pueden abrirse o desviarse. «No es cuidadoso —piensa—. No cuida estos detalles y nunca lo ha hecho». Martin le está disparando a la luz. Turtle no le hace ni caso. La cinta americana no le servirá de mucho, pero algo es algo. Eso no es cierto. Allí donde piensa ir, le salvará la vida.

—¡Turtle! —grita Cayenne.

Turtle desoye sus gritos, sigue enrollándose cinta en el estómago y después por el pecho, una faja apretada de cinta americana. Percibe un destello y Turtle mira hacia arriba. El protector de salpicaduras de granito que tiene al lado se desprende de la pared y salta en mil pedazos. En la linterna no hay movimiento. Tan solo destellos blancos brillantes. Martin ya no está disparando desde el umbral. Se encuentra en la habitación de al lado, disparando a través de la pared junto a la que se encuentra Turtle. Turtle se agacha y arrastra a Cayenne al suelo. Por encima de ellas el aire se constela de fragmentos de baldosas y cristal. Sale despedido un chorro de partículas y arenilla. Las niñas se acurrucan en el suelo detrás de la isla, Cayenne chillando sin cesar, la cara contra las baldosas. La isla de la cocina no proporciona una buena cobertura. Puede que las balas 5,56 sean pequeñas, no más grandes y apenas más pesadas que un cartucho de percusión anular .22, pero así y todo la atravesarán. Turtle se sienta, se pega al armario y sigue envolviéndose en cinta americana. No quiere intentar devolverle el fuego a través de la pared. No tiene suficiente munición y no sabe quién podría estar con él en la habitación. Después los disparos cesan, y Turtle oye que se desprende del cargador, el ruido que hace el nuevo al entrar, el sonido de acero contra acero del cerrojo al liberarse, pero algo sale mal. Se atora. «Hijo de puta —piensa—, cabrón incompetente». Probablemente hizo una chapuza de mierda al modificar el fusil para que fuera automático y ahora se le está trabando. Cayenne sigue pegada al suelo, con los ojos apretados, sufriendo espasmos en silencio y aferrándose a las baldosas. Turtle la agarra del pelo y la levanta, la niña se coge a su muñeca con ambas manos y van hacia el porche tambaleándose. La linterna hace que no perciban la profundidad, así que se mueven casi a ciegas por la habitación. Turtle dispara al marco de la puerta que tienen delante, abre de una patada y sale fuera. Más fuego recorre la cocina. Ellas se abalanzan hacia el porche y avanzan despacio, torpemente, hacia la escalera. La linterna lo contendrá unos segundos más. Turtle se agarra a la barandilla y baja la escalera a rastras. Llegan a una playa rocosa cubierta de quelpos secos que crujen con un sonido hueco bajo sus pies. Del norte sopla un fuerte viento que les alborota el pelo, y los mechones azotándoles la cara.

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