Darling

Darling


Capítulo 29

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Turtle camina con dificultad, sus pasos haciendo que el agua aflore a la arena mojada en halos brillantes. Delante de ella, el río está festoneado de gansos dormidos. Parece que hay cientos. Turtle sigue avanzando dando tumbos, apoyada en la niña, sacudida y paso, sacudida y paso. La cinta americana le comprime al compás de sus latidos, y se da cuenta de que lleva el rollo consigo, colgando de una larga cola de cinta. Se da varias vueltas más por el estómago, corta el rollo y lo deja caer en la arena. Respira deprisa, entrecortadamente, pero da la sensación de que no le llega bastante aire.

El acantilado no es alto. El río discurre a sus pies a lo largo de otros veinticinco metros y luego los riscos pierden terreno. Más allá, el poco profundo estuario del río está salpicado de troncos, bancos de arena y montones de quelpos varados. Hay menos de cincuenta metros hasta la línea de costa, donde se distingue la silueta negra de tres farallones, las olas que rompen volviéndose blancas y bañando un tramo de playa que abarca el horizonte de norte a sur, cada una arrastrando una carga de agua y arena que sacude el aire. Sobre ella, la casa de Jacob, asentada en un extremo del acantilado, da al río y a la playa. Turtle y Cayenne avanzan a trompicones, y la bandada de gansos empieza a alzar el vuelo a su alrededor. Turtle llega a la orilla del río y tira de la niña para que se meta en el agua helada, que les llega por los muslos, entre un caos de aleteos, y se lanzan a la corriente. Luego Turtle la suelta y nada con energía por el fondo arenoso. El río solo tiene unos dos metros de profundidad, pero la arrastra con una fuerza sorprendente. Sale a la superficie para coger aire una vez, los gansos aún alzando el vuelo por todo el río, la casa perdiéndose de vista, y se sumerge y nada de nuevo. Sobrepasa nadando los riscos, llega hasta un tronco que asoma de la orilla, se agarra a él y se sitúa detrás. Tira de la niña para que salga de la corriente y la lleva a la cara inclinada, esculpida, de la margen del río, detrás del tronco.

A menos de cincuenta metros de distancia, Martin sale al porche y barre la playa con la linterna, la luz iluminando sesgada la superficie del río. Reflejos moteados recorren la pared del acantilado. Turtle y Cayenne permanecen detrás del tronco, con el agua por la barbilla, protegidas por la margen arenosa. Él cuenta con una ligera ventaja: el porche está a unos seis o diez metros de altura y desde él se divisa la playa entera.

Turtle no tiene en la escopeta más que perdigones, y Martin está justo en el límite de su alcance. Si tuviera una bala, podría darle y poner fin a su vida sin problema. Piensa con lentitud, los límites de su visión cerrándose, el mundo huero y desprovisto de sensaciones. Agarra a la niña y señala río abajo, pero Cayenne sacude la cabeza. Hay unos veinte metros más hasta donde el río se une al océano. Quiere que la niña siga el río hasta el mar y después vaya hacia el sur por la playa. Es lo mejor. Turtle levanta tres dedos —a la de tres— mientras dirige a la niña una mirada elocuente, y la pequeña sacude la cabeza. Turtle la atrae hacia sí, la besa en el pelo y la aparta, las dos respirando entrecortadamente, el sonido de su respiración como magnificado por el agua y por el banco de arena cincelado. Turtle se vuelve y saca la Sig Sauer, el agua goteando del cargador y del cañón, la coloca encima del tronco, da con las miras de luminoso tritio, apunta a Martin, que peina la playa con su luz, y abre fuego.

Martin debe de ver el fogonazo, porque la linterna del arma se mueve por la playa hacia ella y él empieza a disparar. En el aire se elevan chorros de agua, que despiden un brillo negro y nebuloso contra la luz del arma, que es como un sol fantasma, y del tronco saltan astillas que la oscuridad engulle. Turtle apunta justo a ese resplandor aniquilador. Las sombras de las miras se extienden por la corredera del arma y por su propio brazo, y la Sig Sauer eclipsa la luz y arroja su esbelta sombra sobre el ojo derecho de Turtle, las miras envueltas en una luz blanca brillante, y aprieta el gatillo. La luz se apaga. Turtle sigue disparando, extremadamente atenta al clic que hace el gatillo al volver a su sitio, su visión inundada de las imágenes que le devuelve la retina. La Sig Sauer se abre y Turtle la tira al río, el arma silba y desaparece. Cierra los ojos, la consciencia escurridiza, y piensa: «te tienes que levantar, Turtle. Te tienes que levantar».

Cayenne ya no está. Eso, por lo menos, ha salido bien. La niña ha escapado. Turtle avanza por el agua con los codos y las rodillas, a lo largo de la margen arenosa, apenas capaz de recordar lo que está haciendo, el río menos profundo a su alrededor conforme se ensancha. Delante de ella, un montículo de quelpos forma una isla en la corriente. Turtle se desliza hacia él boca abajo. Ahí hay un banco de arena con quelpos y madera de deriva. Se mete entre las algas. Moscas y piques se sobresaltan a su alrededor. Huele a sal y a podredumbre. Turtle respira con dificultad, jadeando de manera incontrolable, arrastrando la escopeta por la correa. Se tumba, temblando de frío y de miedo. A su lado, una medusa aplastada de faldones morados, los tentáculos en marañas viscosas, los huecos repletos de piques hinchados y magnificados por esa carne que parece una lupa. El agua es salobre. La corriente del río negocia con las olas, cambiando de sentido adelante y atrás. El oleaje va hacia ella con un rechinar cacofónico que se vuelve palpable en el agua y en el lecho arenoso del fondo, palpable en sus tripas, que se revuelcan en su saco roto y mucilaginoso, cada ola que rompe lanzando un chorro de agua que se eleva a su alrededor y después se retira. Tendida, persigue pensamientos resbaladizos, como si revolviese entre las algas en busca de anguilas, pensando: «podría cerrar los ojos y esto, todo esto, terminaría». Luego piensa: «no, una mierda… Has tenido tu oportunidad, cabrona, y ahora estás aquí».

Turtle se incorpora y mira a Martin a través de los quelpos. Camina por la playa, cojeando, junto al río, y a ella la asalta una dicha no exenta de horror. Le ha dado, qué coño, a no sé cuántos metros, ella con una 9 mm y él con el AR-15, en terreno alto y con la linterna cegándola, y ella le ha dado a él. También le ha dado a la linterna, pues de lo contrario Martin la estaría utilizando. «Ven a mí —piensa—. Ven a mí en la oscuridad, cabrón. Ven a mí y muere». Se desliza hacia el agua, que le sube hasta los ojos, y se entierra más en la maraña pesada y aceitosa de quelpos.

Martin tarda mucho en bajar por la playa, y ella permanece inmóvil, el corazón oprimiendo todo su cuerpo con sus latidos, jadeando, mareada, y piensa: «solo un poco más, Turtle. Aférrate al mundo, no te sueltes y no la cagues».

Martin sigue la orilla del río. Debe de tener la impresión de que no hay ningún sitio en el que esconderse en ese tramo vasto, llano de playa. Se detiene a la altura de donde Turtle está tendida entre los quelpos. Al igual que ella, Martin está esperando a que sus ojos se acostumbren a la oscuridad. Otea el río en busca de algún movimiento, observando con la postura de quienes no ven bien en la oscuridad. Tiene el arma al hombro. La escopeta está atrapada debajo de Turtle, que no se quiere mover para sacarla. Quiere que él pase de largo. Se moverá si no tiene más remedio, pero no le gusta la situación. Quiere que él pase de largo. Martin no deja de mirar hacia la desembocadura del río, donde se alzan las tres islas en el agua. Así y todo, no quiere tener el montículo de quelpos a la espalda. Turtle cierra los ojos. «No», piensa. Él levanta el arma y dispara, acribillando el montículo de algas con su fuego automático, Turtle tendida con los ojos cerrados, rechinando los dientes, el golpeteo húmedo de las balas contra los quelpos, pero no pasa nada. No le da. Martin deja de disparar y escudriña el montículo. Después toma una decisión. Apunta con el arma al mar y pasa de largo.

Turtle exhala con fuerza y se lleva los nudillos a la boca para no sollozar. Luego sale arrastrándose de debajo de los quelpos, la escopeta cubierta de arena liberándose, y ella se levanta y va tras él cojeando por el río cada vez menos profundo, pensando: «no mucho más, Turtle, lo único que tienes que hacer es seguir andando, perra». Es una sacudida y un paso por el agua a la altura de las espinillas, una sacudida y un paso, y es como si Dios la hubiera cogido por el abdomen y la estuviera estrujando, la playa sin color, sin olor ni sonido, una hoja en blanco y negro, el blanco de las olas, las siluetas de las islas y Martin.

Por delante, Martin se acerca a un corredor angosto que se abre entre dos islas, como una gruta, sinuoso. Cree que ella está allí, atrincherada más adelante. El pensamiento de Turtle se está estrechando hasta centrarse en una única idea. Él está en la corriente, con el agua por las rodillas, de cara al océano. La luna está frente a él, iluminándolo a contraluz. Tocando el borde del horizonte. Turtle levanta la escopeta, que echa agua por el hueco del cargador, no sabe si disparará.

—Papi —lo llama con voz queda por detrás.

Martin se vuelve y la noche se abre con el barrido de la potente linterna. Turtle aprieta el gatillo. El fogonazo que sale de la boca de su arma dibuja una corona de luz incompleta, rota por la silueta de la escopeta, y una gran lanza de fuego sale despedida hacia él. Turtle ve el bulto de Martin y después oscuridad. No lo ve caer. El sonido de la escopeta retumba por la playa, haciendo que todo se apague, desaparezca, la retina devolviendo imágenes blancas, verdes y rojas, cada una de ellas reteniendo la impresión del color, pero cada una de ellas tan oscura como el negro. Turtle se pone de rodillas y avanza gateando hasta él, le pone la mano en la pierna. Tiene los vaqueros empapados y rebozados de arena, y Turtle lo coge del hombro y lo atrae hacia sí.

Su mano enorme, callosa, cubierta de arena, se aferra a ella, y su fuerza es tal y como Turtle la recuerda. Lo acomoda en el regazo y se inclina sobre él, caliente y vivo en el agua fría, la respiración laboriosa unida a un sonido como de succión. Turtle le pone una mano en la cara y le sujeta la mandíbula. La boca de Martin se abre con espasmos, y ella cree que hablará, que dirá algo, pero Martin únicamente resopla, cogiendo aire por un agujero en el pecho, y ella se lo tapa con la mano y nota que la herida hace vacío con esta, y él consigue respirar. Turtle cree que hablará, pero no lo hace.

—Te quiero —le dice.

Las piernas de Martin se agitan en la arena, un movimiento reflejo, y cuando la ola rompe en ellos, su cuerpo se eleva en los brazos de Turtle, el agua tirando de su ropa, quitándole la arena de debajo, dejándolos medio enterrados en la arena mojada. La mandíbula se le mueve y Martin dice una y otra vez:

—Te… te… te…

Pero no logra pasar de esa primera palabra, y Turtle ve los tendones enormes de su cuello, el grano de la carne, las pecas oscuras, la barba incipiente, venas sinuosas tan gruesas como sus huellas dactilares, la nuez de la garganta como un nudo duro, las dos cuerdas que sobresalen como cables a cada lado de la oquedad, y lo que quiera que fuese a decir queda ahogado por el rugido de las olas, y Martin le coge con fuerza las muñecas para luchar contra ella, y Turtle le hunde el cuchillo en la piel correosa. Las ásperas cuerdas blancas de los tendones lanzan un destello, y un chorro de sangre salpica la cara de Turtle. La espalda de Martin se tensa y se arquea, la cadera separándose de la arena, la tráquea un agujero negro bajo la hoja, y entonces otra ola rompe en ellos, y Turtle nota bajo el agua la sangre caliente. El cuchillo da contra algún nudo duro de hueso, y ella lo mueve hacia delante y hacia atrás y le atraviesa el cuello y entra en su propio muslo, y ahora Turtle está sentada en un charco de sangre caliente, en el instante manso que precede a la retirada de la ola, la luna brillando por la brecha que se abre entre las islas, con Martin inmóvil bajo el agua, sus dedos abriéndose y cerrándose convulsamente mientras se resiste. El bombeo caliente de las arterias remueve la superficie. Turtle trata de sacarle el cuchillo del cuello y no puede. Tira de él, rechinando los dientes, y sigue sin poder liberarlo. Entonces la ola se retira y ella ve la sangre de Martin, que corre en grandes sogas negras por la arena mojada. Se inclina sobre él y ve que se ha ido para siempre. Es su cuerpo en sus brazos, y Turtle agarra su camisa de franela y es su camisa de franela, son sus vaqueros empapados, sus botas las que asoman en la arena, pero él ya no está. Cayenne se acerca a ella por el callejón oscuro que discurre entre las islas y le echa los brazos al cuello, apoya la mejilla en su hombro, y Turtle la deja hacer, pero no quiere ni puede dejar de tocar a Martin. Cayenne tira de la camisa de Turtle, que levanta la cabeza y contempla la playa. Las olas se doblan sobre la arena, la luna roza la superficie del agua, y ella piensa: «joder, qué pasada».

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