Darling

Darling


Capítulo 3

Página 5 de 36

3

Es mediados de abril, han pasado casi dos semanas desde la reunión con Anna. Las zarzas han trepado por los viejos manzanos y se entrelazan formando un dosel cuajado de flores. Las codornices se mueven con remilgo en grupitos nerviosos, el moño meneándose, mientras los pardales y los pinzones revolotean y se cuelan entre los árboles. Turtle sale del huerto y cruza el campo sembrado de frambuesas, cercado, hacia la caravana del abuelo. Por los cristales bajan regueros de moho, y el marco de aluminio de las ventanas está sellado con musgo. Entre la hojarasca crecen brotes de ciprés. Oye a Rosy, la vieja perrita del abuelo, cruce de salchicha y beagle, que se levanta con dificultad y se acerca a la puerta, sacudiéndose y haciendo tintinear el collar. Después, la puerta se abre y aparece su abuelo, que la saluda:

—Hola, guisantito.

Ella sube los escalones y deja el AR-10 contra la jamba. El arma es suya, un fusil de combate Lewis Machine & Tool con mira 5-25×44 de U. S. Optics. Le encanta, pero pesa una puñetera barbaridad. Rosy da saltitos, las orejas subiendo y bajando.

—¿Quién es una perrita buena? —le pregunta Turtle al animal.

Rosy se mueve nerviosa, meneando la cola.

El abuelo se sienta a la mesa plegable y se sirve dos dedos de Jack. Turtle toma asiento frente a él, saca su Sig Sauer de una funda oculta en los pantalones, le quita el cargador y deja la pistola en la mesa, con la corredera abierta, porque el abuelo dice que cuando un hombre juega a las cartas con su nieta, ambos deben estar desarmados.

—¿Has venido a jugar a las cartas con tu abuelo? —le pregunta.

—Sí —responde ella.

—¿Sabes por qué te gusta jugar a las cartas, guisantito?

—¿Por qué, abuelo?

—Porque el juego al que jugamos, guisantito, es de zorrería animal.

Ella lo mira sonriendo un poco, porque no sabe bien lo que quiere decir.

—Ay, guisantito —añade él—, te estoy tomando el pelo.

—Ah —replica Turtle, y deja que su sonrisa le abarque toda la cara. Después desvía la mirada un tanto y se toca los dientes con el pulgar tímidamente. Le gusta que el abuelo bromee con ella, aunque no entienda nada.

Él le está mirando la Sig Sauer. Estira un brazo, le pone la mano encima, la levanta. La corredera está abierta y el cañón a la vista; la escudriña para ver si está sucia y le pasa un dedo por si tiene grasa. A continuación la pone al trasluz, a un lado y a otro.

—¿Es papi el que se encarga de cuidar esta pistola? —pregunta.

Ella sacude la cabeza.

—¿Te encargas tú?

—Sí.

Desplaza la leva de desmontaje y deja caer el retén de la corredera. Cuando termina de retirarlo con cuidado pasa a inspeccionar los rieles.

—Pero nunca la disparas —apunta.

Turtle coge una baraja, la saca de la funda, corta, baraja y baraja de nuevo a la americana. Las satinadas cartas se deslizan con facilidad. Después cuadra la baraja con fuerza contra la mesa.

—Sí que la disparas —corrige su abuelo.

—¿Por qué es un juego de zorrería animal? —quiere saber Turtle mientras corta y mira las dos mitades que sostiene en las manos.

—Pues no lo sé —se excusa él—. Es lo que se dice.

Todas las noches, Turtle desmonta la pistola y la limpia con un cepillo de cerdas de latón y con discos de algodón. El abuelo sigue mirando los rieles limpios, desgastados, y luego pone la corredera en su sitio. Los dedos le tiemblan mientras sujeta la corredera contra el muelle recuperador. Parece haber olvidado cómo se coloca la leva de desmontaje, se queda mirando los retenes y las levas como si dudara, como si por un instante estuviese perdido con el arma. Turtle no sabe qué hacer. Sigue con las mitades de la baraja en las manos. Luego, el abuelo encuentra la leva de desmontaje y hace dos intentos antes de lograr que la lengüeta de acero se inserte bien para que gire. Después la pone en su sitio, las manos temblándole, y deja que la corredera se deslice hacia delante. Por último aparta la pistola y mira a Turtle, que mezcla, baraja a la americana, cuadra las cartas con fuerza delante de él.

—Bueno —dice él—. No eres tu padre, de eso no hay duda.

—¿Cómo? —pregunta Turtle, curiosa.

—Nada —contesta el abuelo—, olvídalo, olvídalo.

Este alarga una mano temblorosa y corta la baraja. Turtle une ambas mitades y reparte seis cartas a cada uno. El abuelo coloca las cartas en abanico y suspira, efectuando pequeños ajustes con el pulgar y el índice. Turtle se deshace de las cartas que no quiere. El abuelo suspira de nuevo y coge el whisky con una manaza y se queda así, haciendo girar despacio en el vaso la mezcla condensada, los cubitos de esteatita para enfriarlo chocando suavemente contra el cristal.

Se lo bebe de un trago, coge aire por la boca apretando los dientes y se sirve otro. Turtle espera en silencio. Él apura el segundo whisky y se pone un tercero. Lo hace girar lentamente. Por fin, coge dos cartas y las desecha. Luego corta y Turtle saca la carta inicial, la reina de corazones, y la pone boca arriba. Parece que el abuelo va a comentar que esa carta inicial ha determinado el destino de su mano, como si —a punto de efectuar esta observación— su complejidad lo hubiese dejado mudo.

—Los rieles de esa pistola —comenta al cabo de un minuto— están en buen estado.

—Sí —afirma Turtle.

—Están en buen estado, sí, señor —repite el abuelo, poco convencido.

—Los mantengo engrasados —explica ella.

De pronto, el abuelo recorre la caravana con la mirada, perplejo. Mira el techo, la madera de imitación, que se está despegando en algunos sitios, la deprimente cocinita. Hay ropa sucia en el pasillo, tirada en el suelo, y el abuelo frunce el ceño con severidad, mirándolo todo.

—Te toca —advierte Turtle.

El abuelo coge una carta y la tira.

—Diez —dice.

Turtle tira un cinco y se anota quince.

—¿Abuelo? —dice.

—Veinte —cuenta él.

—Treinta —se anota Turtle, que tira una jota.

—Paso.

Turtle se anota un punto y tira una reina. El abuelo se descarta de un siete con aparente agotamiento. Turtle tira un tres y suma veinte. El abuelo tira un seis y dice:

—Toma, guisantito. —Se desabrocha el cinturón y saca de él su viejo cuchillo de caza. El cuero del cinturón está ennegrecido y brillante, desgastado por la funda, y le ofrece el cuchillo en la palma de la mano, sopesándolo—. Yo ya no lo uso —asegura.

Turtle pide:

—Déjalo en la mesa, abuelo. Aún no hemos terminado la partida.

—Guisantito —insiste el abuelo, ofreciéndole el cuchillo.

—A ver qué mano llevas —propone Turtle.

El abuelo deja el cuchillo en la mesa, delante de ella. El mango de cuero está viejo y negro de engrasarlo, la virola de acero es de un gris oscuro. Turtle estira el brazo, coge la mano del abuelo y se la acerca. Junta las cuatro cartas y las observa: el cinco de picas, el seis de picas, el diez de picas y la carta inicial, la reina de corazones.

—Bien —dice Turtle—, bien. —El abuelo no mira sus cartas, solo la mira a ella. La boca de Turtle se mueve al contar—. Dos de quince, cuatro de quince, siete por pasar y once del mismo palo. ¿Me falta algo?

Se anota once puntos.

—Cógelo, guisantito —pide el abuelo.

—No entiendo, abuelo.

—Tienes derecho a una o dos cosas mías.

Ella chasquea un dedo y luego otro.

—Lo cuidarás bien —vaticina él—. Es un buen cuchillo. Si alguna vez pinchas a un hijo de puta con esto, sabrá lo que es bueno. Cógelo, te lo regalo.

Ella lo saca de la funda. Los años han hecho que el acero sea de un negro ahumado. Oxidado, como le pasa al acero al carbono muy viejo. Vuelve la hoja hacia ella y ve una línea única continua, antirreflectante, sin muescas ni imperfecciones, el filo reluciente, pulido. Se pasa la hoja suavemente por el brazo y el vello dorado forma una línea.

—Ve por las piedras de afilar, guisantito —dice él.

Turtle va a la cocina, abre un cajón y saca la vieja bolsita de cuero con las tres piedras de afilar, que lleva a la mesa.

—Cuida bien estas cosas —le pide el abuelo.

Turtle se queda mirando el cuchillo, muda. Le encanta cuidar las cosas.

Rosy, sentada en el suelo entre ellos, se pone alerta y el collar tintinea. Mira hacia la puerta y acto seguido alguien llama con fuerza. Turtle se sobresalta.

—Será tu padre —aventura el abuelo.

Martin abre la puerta y entra. El suelo gime bajo sus pies. Abarca el pasillo entero.

—Dios, papá —dice Martin—, preferiría que no bebieras delante de la niña.

—A ella no le importa que me eche un trago —cuenta el abuelo—. ¿A que no, guisantito?

—Dios, Daniel —insiste Martin—. Pues claro que no le importa. Tiene catorce años. No es a ella a quien le tiene que importar, sino a mí; es cosa mía que me importe, y me importa. Y también debería ser cosa tuya, pero supongo que te da lo mismo.

—Es que no veo qué hay de malo en ello.

—No me importa que te tomes una cerveza —concede Martin—. Eso no me importa. No me importa que te sirvas uno o dos dedos de Jack. Pero no me gusta que te bebas media botella. Eso no está bien.

—Estoy bien —asegura el abuelo, haciendo un gesto con la mano.

—Vale —contesta Martin con frialdad—, vale. Vámonos a casa, ratoncito.

Turtle coge la pistola, desliza la corredera, introduce el cargador y guarda el arma en la funda. Luego se levanta, con el cuchillo y la bolsita con las piedras de afilar, y va hacia la puerta. Martin le pasa un brazo por el hombro. Ella se cuelga el AR-10 y se vuelve hacia el abuelo. En el umbral, Martin vacila, abrazando a Turtle.

—¿Te encuentras bien, papá? —le pregunta.

—Estoy bien —responde él.

—Supongo que no querrás venir a cenar, ¿no?

—Es que tengo una pizza en el congelador —aduce.

—Te invitamos a cenar. Nos gustaría que vinieras, papá. ¿Verdad, ratoncito?

Turtle guarda silencio, no quiere meterse, no quiere que el abuelo vaya a cenar.

—Bueno, como quieras. Si cambias de opinión, llama y te vengo a buscar con la camioneta —se ofrece Martin.

—Estoy bien, de verdad —insiste el abuelo.

—Y, papá —dice Martin—, echa el freno. Esta niña merece tener un abuelo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —responde el abuelo con el ceño fruncido.

Martin sigue dudando en el umbral. El abuelo lo observa, la cabeza temblándole un tanto, y Martin se queda parado, como esperando a que el abuelo diga algo, pero el abuelo no dice nada, y Martin le aprieta el hombro a Turtle y se van juntos, siguiendo el viejo camino pedregoso que atraviesa el huerto. Él es una presencia grande y silenciosa a su lado. Cruzan el bosque vespertino, pasan por donde el abuelo aparca su camioneta. Estolones de zarza se han entretejido en la mediana. La manzanilla se extiende por la grava.

—No te lo tomes a mal, ratoncito —empieza Martin—, pero tu abuelo es un grandísimo hijo de puta.

Padre e hija suben los escalones del porche juntos y entran por la sala de estar. Turtle se sienta de un salto en la encimera y deja el cuchillo a su lado. Martin prende una cerilla en los Levi’s para encender el fuego, coge una sartén y empieza a preparar la cena. Turtle se queda sentada en el borde de la encimera. Desenfunda la pistola, tira de la corredera y descerraja cuatro tiros a un único blanco. Martin alza la vista de la calabaza que está troceando y ve cómo su hija vacía el cargador. La corredera vuelve atrás, humeante, y él centra su atención de nuevo en la tabla de cortar, esbozando una sonrisa cansada y torcida, sonriendo para que ella lo vea.

—¿Es ese el cuchillo de tu abuelo? —Se sacude las manos, extiende una de ellas.

Turtle vacila.

—¿Qué? —inquiere su papi, y ella coge el cuchillo y se lo da. Él lo desenvaina y rodea la encimera para estar a su lado, poniendo el arma a contraluz. Y cuenta—: Cuando era pequeño, recuerdo a tu abuelo sentado en su silla… Se ponía de mal humor, bebía bourbon y lanzaba este cuchillo a la puerta. Luego se levantaba e iba por él y se sentaba otra vez, y miraba la puerta y lanzaba el cuchillo. Se clavaba en la puerta y él iba por él. Se pasaba horas haciendo eso.

Turtle observa a Martin.

—Mira esto —dice él.

—No —contesta Turtle—, espera.

—No pasa nada —dice su papi.

Va hasta la puerta del pasillo, junto a la chimenea, y la cierra. Vuelve y se planta delante de la puerta.

—Mira esto —insiste.

—Este cuchillo no es para lanzarlo —objeta Turtle.

—Y una mierda que no —espeta él.

Se le agarra a la camisa.

—Espera —pide de nuevo.

—Mira esto —dice él, y da la sensación de que está calculando la distancia. Lanza el cuchillo al aire y lo coge por el lomo.

Turtle observa en silencio, llevándose los dedos a la boca. Martin se anima y lanza el cuchillo, que rebota en la puerta y golpea las piedras del hogar. Turtle se abalanza hacia el arma, pero Martin es más rápido, la aparta de un empujón y coge el cuchillo de los cantos de río de la chimenea. A continuación se inclina sobre él, interponiéndose entre Turtle y el cuchillo.

—Bah, no le ha pasado nada.

—Devuélvemelo —pide Turtle.

Martin le da la espalda, inclinado sobre el cuchillo, mientras comenta:

—No le ha pasado nada, ratoncito, no le ha pasado nada.

—Devuélvemelo —insiste Turtle.

—Un momento —contesta él. Y al percibir una nota peligrosa en su voz, ella da un paso atrás—. Espera un puto momento —suelta él, sosteniendo el cuchillo a contraluz mientras Turtle espera, la mandíbula tensa, enfadada—. Hay que joderse —dice por fin.

—¿Qué?

—Es este puto acero al carbono, ratoncito, es como el cristal.

—Devuélvemelo —vuelve a pedir ella, y él accede. La hoja está mellada.

—No importa —asegura Martin.

—¡Joder! —se enfada Turtle.

—El acero al carbono no vale nada —asevera Martin—. Como te acabo de decir, es como el cristal. Por eso hacen cuchillos de acero inoxidable. Del acero al carbono no se puede fiar uno. Se afila de la hostia, pero se parte y se oxida. No sé cómo debió hacerlo el viejo para mantenerlo así durante toda la guerra. Con grasa, supongo.

—Joder —refunfuña Turtle, con la cara roja del enfado.

—A ver, dámelo, que te lo arreglo.

—Olvídalo —contesta Turtle—, no importa.

—Sí que importa. Sé que ese cuchillo te gusta mucho, cariño. Te lo arreglaré.

—No, me da lo mismo —porfía ella.

—Ratoncito —empieza él—, dame el cuchillo, no permitiré que te cabrees conmigo solo porque ese chisme es tan frágil como un puto juguete. He cometido un error, pero te voy a dejar el cuchillo tal y como lo quieres, como nuevo.

—Hay que cuidar del cuchillo —le explica Turtle.

—Vaya por Dios —replica Martin, riéndose al ver lo enfadada que está—, y yo que pensaba que se suponía que un cuchillo tenía que cuidarte a ti. Creía que esa era la idea.

Turtle se queda mirando el suelo, con la sensación de que se ha puesto roja como un tomate.

—Dame el cuchillo, ratoncito. Una pasada por la afiladora y adiós a la mella.

—No —le resta importancia ella—. No importa.

—Se te ve en la cara que sí importa, así que dámelo y déjame que lo arregle.

Turtle le da el cuchillo y Martin abre la puerta, camina por el pasillo, deja atrás el baño y el recibidor y entra en la despensa, donde hay una mesa de trabajo de madera que ocupa todo lo largo de una pared, con abrazaderas y tornillos de banco, y encima, en la pared, un panel con ganchos lleno de herramientas. Las demás paredes están revestidas de armeros, armarios de acero inoxidable con munición recargable, cajas amontonadas de mil cartuchos de 5,56 y .308. Una escalera de caracol baja hasta el sótano, un cuarto con el piso de tierra húmeda y mohosa repleto de cubos de veinte kilos de alimentos deshidratados. Ahí abajo hay suficiente comida para mantener a tres personas con vida durante tres años.

Martin se acerca a una afiladora atornillada a la mesa de trabajo y la enciende.

—No, espera —pide Turtle, alzando la voz para hacerse oír con el ruido que produce la herramienta.

Martin calcula el ángulo del bisel a ojo.

—Bien —asegura—, quedará bien. —Pasa la hoja por la piedra de afilar, que chirría. Acto seguido la sumerge en una lata de café llena de aceite mineral, vuelve a la afiladora, sosteniendo el arma con firmeza, sumamente concentrado, la pasa por la piedra, que lanza una brillante cola de gallo de chispas anaranjadas y blancas, el filo tornándose de un blanco empolvado, marcas de calor extendiéndose por el acero. Levanta la hoja, la sumerge de nuevo en aceite, le da la vuelta en la mano y la pasa una vez más por la piedra. La examina de nuevo y la prueba contra el pulgar, asintiendo y sonriendo para sí. Apaga la afiladora y la piedra sigue girando, hay algún problema con el mecanismo, porque el sonido que hace al ir ralentizándose presenta una ligera irregularidad, un fum-fum, fum-fum. Le da el cuchillo a Turtle. El efecto espejo del filo ha desaparecido, la hoja está rayada e irregular. Turtle pone el cuchillo a contraluz y la hoja despide una miríada de destellos de mellas y muescas en el borde.

—Te lo has cargado —afirma.

—¿Que me lo he cargado? —repite él, ofendido—. No, eso es porque… No, ratoncito, así está muchísimo mejor que como lo tenía el abuelo. Esa piedra de afilar le da un acabado perfecto a la hoja, un centenar de dientes microscópicos, eso es lo que de verdad hace que la hoja corte. El filo que tenías antes no es más que el reflejo de la vanidad de hombres pacientes; no servía para lo que es cortar de verdad, ratoncito, que es serrar las cosas. Un efecto espejo como ese… Eso solo vale para hacer un corte por presión, ¿sabes qué es eso, ratoncito?

Turtle sabe lo que es un corte por presión, pero Martin no puede resistirse a dar la respuesta.

—Un corte por presión, ratoncito, es el tipo de corte más simple, cuando apoyas el cuchillo en un filete y empujas hacia abajo, sin deslizar la hoja. Pero uno no presiona el cuchillo sin más contra un filete, ratoncito, hay que deslizarlo. Lo que tenías antes era una hoja lisa a más no poder, pero en la vida uno desliza las hojas. Así es como se corta, ratoncito, con un filo irregular. El propósito de ese efecto espejo es distraerte de la función del cuchillo con su belleza. ¿Lo ves…, lo ves? Ese filo de navaja es bonito, pero la finalidad de un cuchillo no es ser bonito. Este cuchillo es para rajar gargantas, y para eso necesitas los dientes microscópicos que te da una piedra basta. Ya verás. Con el filo que tienes ahora, ese chisme cortará la carne como si fuese mantequilla. ¿Estás triste porque te he quitado la ilusión? Ese filo era una sombra en la pared, ratoncito. Tienes que dejar de distraerte con las sombras.

Turtle prueba el filo contra el pulgar, mirando a su padre.

—Lo que te acabo de dar es una puta lección de vida —asevera él. Ella hace girar el cuchillo en las manos, vacilante—. No me crees, ¿verdad?

—Te creo —contesta Turtle, y piensa: «eres duro conmigo, pero también bueno, y necesito esa dureza tuya. Necesito que seas duro conmigo, porque yo no soy buena, y tú me haces hacer lo que quiero hacer pero no puedo hacer sola; y sin embargo, y sin embargo… A veces no eres cuidadoso; hay algo dentro de ti, algo que hace que no seas nada cuidadoso, algo casi… No sé, no estoy segura, pero sé que está ahí».

—Dame —dice él, quitándole el cuchillo y empujándola por el pasillo hacia la sala de estar. Entran y él le señala una silla—. Súbete ahí —ordena. Turtle lo mira y se sube a la silla. Martin señala la mesa, y Turtle se sube a ella, entre los botellines de cerveza, los platos sucios y los huesos de filetes.

—Esa viga —continúa.

Ella observa la viga.

—Quiero enseñarte una cosa —afirma él.

—¿Qué? —inquiere Turtle.

—Agárrate a la viga, ratoncito.

—¿Qué me vas a enseñar?

—Hay que joderse —espeta él.

—No entiendo —alega.

—Hay que joderse —repite él.

—Ya sé que el cuchillo está afilado —razona Turtle.

—No parece que lo sepas.

—Que no —replica—, que te creo, de verdad. El cuchillo está afilado.

—Joder, ratoncito.

—No, papi, es solo que era el cuchillo del abuelo, y se llevará un chasco.

—Pero ya no lo es, ¿no? Ahora agárrate a esa viga.

—Quería intentar cuidar el efecto espejo —aclara ella—, quería intentar cuidarlo, eso es todo.

—Qué más da. Antes de que acabe el año a ese acero le saldrán manchas de óxido.

—No —dice ella—, no le saldrán.

—Nunca has tenido que cuidar una cosa así, ya verás. Y ahora cógete a la viga.

—¿Por qué?

—Joder, ratoncito. Joder.

Ella da un salto y se agarra a la viga.

Martin vuelca la mesa en la que estaba subida, tirando la baraja de cartas, los platos, las velas, los botellines de cerveza. Después la empuja con el hombro para quitarla de debajo de Turtle, llevándose por delante todo lo que hay en el suelo como si fuese un buldócer, dejando a Turtle colgada de la viga, suspendida en el aire.

Ella mueve los dedos y los vuelve a mover para que no le moleste el grano de la madera. Martin la observa desde abajo, haciendo una mueca casi de rabia. Camina hacia ella y se para entre sus pies, dándole la vuelta al cuchillo a un lado y a otro.

—¿Me puedo bajar? —pregunta Turtle.

Él se la queda mirando, la expresión cada vez más severa, la boca en tensión. Turtle lo mira a su vez y casi podría creer que lo cabrea verla así.

—No lo digas de esa manera —responde él. Entonces levanta el cuchillo y pone la hoja entre las piernas de Turtle, mientras la mira ceñudo.

A continuación añade—: Aguanta ahí.

Turtle lo mira, muda y enfadada. Él sube más el cuchillo y ordena:

—Y ahora, arriba.

Turtle hace una dominada, apoya la barbilla en la astillada viga y aguanta así, con Martin debajo, el rostro desprovisto de afecto y bondad, rebosante de odio. El cuchillo le atraviesa el pantalón vaquero, y Turtle nota el acero frío a través de las braguitas.

Mira la viga de al lado, y la de detrás, hasta llegar a la pared, todas ellas llenas de polvo y con marcas que demuestran que por ahí han pasado ratas. Las piernas le tiemblan. Empieza a bajarse, pero Martin advierte «eh…» de manera brusca y amenazadora, con el cuchillo pegado a sus ingles. Turtle se estremece, no es capaz de subir del todo, así que pone la cara en el lado astillado de la viga y apoya ahí la mejilla. Se tensa, pensando: «por favor, por favor, por favor».

Entonces él baja el cuchillo y Turtle desciende al mismo tiempo, incapaz de hacer otra cosa, temblando y estremeciéndose por el esfuerzo de bajar tan despacio como él retira el cuchillo. Se queda colgada con los brazos totalmente extendidos y dice:

—¿Papi?

—¿Ves? De esto es de lo que te estoy hablando, joder —espeta él.

Y empieza a subir la hoja de nuevo, haciendo chascar la lengua a modo de advertencia. Ella hace una dominada completa, descansa la barbilla en la viga y se queda suspendida, temblando. Cuando empieza a bajar, Martin repite «eh…» para que pare, haciendo una mueca como para darle a entender que es una pena que las cosas sean así, y que él cambiaría la situación si pudiera, pero no puede.

Turtle piensa: «cabrón, puto cabrón».

—Van dos —cuenta él, y baja la hoja y ella desciende al mismo tiempo, y luego la sube, comentando—: Con un pequeño estímulo ya ves que puedes con esas dominadas, ¿eh?

La obliga a bajar con una lentitud angustiosa. Primero hace doce, luego trece. Se queda colgando temblorosa, los brazos agotados, y Martin levanta el cuchillo ejerciendo una presión lenta y amenazadora, y pregunta:

—¿Ya has acabado? ¿Estás muerta? Pues a ver cómo te las arreglas, ratoncito. Más te vale que se te ocurra algo. Vamos a por quince.

A Turtle le duelen los dedos, el grano de la madera se le clava en la carne. Tiene entumecidos los antebrazos. No sabe si podrá hacer otra.

—Vamos —insiste él—. Dos más.

—No puedo —admite ella, casi llorando del miedo.

—Ahora sí crees que el cuchillo está afilado, ¿verdad? —quiere saber él—. Ahora lo crees, ¿verdad? —Adelanta la hoja y ella oye cómo se rasga el vaquero. Se las arregla para reunir la poca fuerza que le queda, tratando de aguantar desesperadamente, y Martin aconseja—: Te conviene aguantar, ratoncito. No te conviene soltarte, mi niña.

Pero los dedos se le resbalan de la viga y cae sobre la hoja.

Martin aparta el cuchillo en el último segundo, que a pesar de todo le hace un corte en el muslo y la nalga. Ella cae sobre sus talones y se queda con las piernas abiertas, estupefacta, mirándose la ingle, donde no se ve nada salvo una raja en el pantalón. Martin sostiene en alto el cuchillo de caza, sin sangre ni marcas, y enarca las cejas asombrado, con una sonrisa asomando a sus labios.

Turtle se sienta y Martin se echa a reír. Ella se inclina hacia delante para mirar por el roto de la tela y exclama:

—Me has cortado, me has cortado. —Aunque no se nota ni se ve ningún corte.

—Tendrías… —empieza Martin, y para y se parte de risa. Mueve el cuchillo de caza en el aire para hacer que ella deje de hacer lo que está haciendo y él pueda recobrar el aliento.

—Tendrías… —resopla.

Turtle se echa hacia atrás y se desabrocha los vaqueros. Martin deja el cuchillo de caza en la encimera, le agarra el pantalón por el bajo y se lo quita de un tirón. Ella se queda tendida en el suelo, pero acto seguido se incorpora y dobla la espalda para intentar ver el corte.

—Tendrías… —dice él—. Tendrías… —Y los ojos se le achinan de la risa.

Turtle encuentra el corte y un hilo de sangre.

Y por fin Martin dice:

—Tendrías que haber visto la cara que has puesto. —Tuerce el gesto, imitando la expresión de traición en el rostro adolescente, abriendo los ojos de par en par, y después, moviendo una mano como para indicar que no le va a seguir tomando el pelo, asegura—: Estás bien, hija, no ha sido nada. Pero la próxima vez… ¡no te sueltes! —Al decir eso comienza a reírse de nuevo, sacudiendo la cabeza, los ojos cerrados y llorando de risa, y lanza una pregunta al aire—: ¡Por Dios! ¿Tengo razón? ¿Tengo razón? ¡Por Dios! ¡No te sueltes! ¿Acaso no tengo razón? ¡Joder!

Se arrodilla, le agarra el muslo desnudo, y cuando al parecer se percata por primera vez de la angustia que siente Turtle, la tranquiliza:

—No sé por qué estás tan asustada, pequeña, si solo es un rasguño. Verás, no tenía ninguna intención de cortarte. Aparté el cuchillo, ¿no? Y si tanto miedo tienes, la próxima vez no te sueltes, ¡joder!

—No es tan fácil —contesta ella, escondida tras sus manos.

—Claro que sí, lo único que tienes que hacer es… no soltarte —repite él.

Turtle se tumba en el suelo. Quiere romperse en mil pedazos.

Él se levanta, enfila el pasillo y entra en el cuarto de baño. Regresa con un botiquín y se arrodilla entre sus piernas. A continuación abre una esponjita jabonosa desechable verde y empieza a limpiar el corte con cuidado.

—¿Esto? ¿Esto es lo que te preocupa? Pues ya está, yo me encargo, ya está —la aplaca. Desenrosca la tapa del Neosporin y comienza a aplicar pomada en la herida. Cada vez que la toca, una oleada de sensaciones le asalta el cuerpo. Coge una tirita, se la pone en el corte y la alisa para asegurarse de que esté bien pegada—. Ya está, Darling, mira, como nueva.

Turtle levanta la cabeza y los músculos se le marcan desde el monte de Venus hasta el esternón, como si fuesen una barra de pan. Observa a Martin y apoya la cabeza de nuevo en el suelo, cierra los ojos y siente que su alma es un tallo de hierbabuena que crece en los oscuros cimientos, que, ansiosa y privada de sol, se desliza hacia una rendija de luz que se abre en el suelo.

Ir a la siguiente página

Report Page