Darling

Darling


Capítulo 4

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Es viernes, y los viernes tienen un ritual. Turtle va andando desde la parada del autobús hasta los dos bidones de casi doscientos litros cada uno en los que queman la basura. Están llenos de agua de lluvia, igual que se llena de agua, y se seguirá llenando hasta junio, cualquier cubo, barril o cacharro que se deje en el jardín, aunque el clima está siendo impredecible. Turtle coge el atizador, que dejaron atravesado en la tapa del barril, lo mete todo lo que puede en el agua color ceniza y saca una caja metálica de munición deslizándola por una guía de acero. La abre y coge una Sig Sauer de 9 mm y un cargador extra. Se supone que ha de tomar las precauciones necesarias para despejar la casa lenta y cuidadosamente, desde la puerta delantera y entrando en todas las habitaciones, descubriendo todos los objetivos. Pero Turtle ya se ha aburrido del ritual, así que sube los escalones del porche y abre de golpe la puerta de cristal corredera, con la pistola en ristre. Junto a la mesa de la cocina hay tres objetivos, soportes de contrachapado y láminas de metal con una silueta afianzada a ellos, y Turtle los derriba uno por uno, apartándose de la puerta hacia un lado mientras realiza dos disparos seguidos a cada blanco, uno tras otro, seis tiros en poco menos de un segundo, y en los tres objetivos los proyectiles se incrustan entre los ojos, ligeramente por debajo, tan pegados que los orificios se tocan.

Va como si tal cosa hacia la puerta del pasillo, se pega a un costado, en las piedras de la chimenea, y abre con suavidad. Salta al lado opuesto de la puerta rápidamente, describiendo un arco, retrocede tres pasos y se hace a un lado, de forma que el pasillo entra en su campo de visión poco a poco. Tumba cada uno de los tres objetivos de contrachapado y metal conforme asoman por el quicio, dos disparos seguidos directos a la cavidad nasal, luego franquea la puerta y sale deprisa de la letal ratonera. Avanza sin hacer ruido pegada a un lateral del pasillo, entra en el cuarto de baño, despejado…, entra en el recibidor, uno de los malos, dos disparos, despejado…, entra en la despensa, despejada. Saca el cargador, lo sustituye por el de repuesto y se acerca a la puerta del dormitorio de Martin, al final del pasillo. No hay suficiente espacio para pasar al otro lado del pasillo, así que abre la puerta de sopetón y da tres pasos rápidos hacia atrás, abriendo fuego mientras lo hace: seis disparos, dos segundos, y cuando su radio de acción está despejado, avanza hacia la puerta otra vez y descubre tres blancos más, que abate uno por uno. Después reina el silencio, salvo por el latón caliente que rueda por el dormitorio y el recibidor. Vuelve a la cocina y deja la Sig Sauer en la encimera.

Oye que Martin sube por el camino de acceso. Aparca delante de la casa, abre con energía la puerta de cristal corredera, cruza la sala de estar y se deja caer pesadamente en el sofá tapizado. Turtle abre la nevera, saca una Red Seal Ale y se la lanza con fuerza. Él coge el botellín y abre la chapa con las muelas. Empieza a beber, dando tragos largos, satisfechos, y después la mira y le pregunta:

—¿Qué tal te ha ido en el colegio, ratoncito?

Turtle rodea la encimera y se sienta en el brazo del sofá, los dos mirando hacia la chimenea, llena de ceniza, como si en ella ardiese un fuego que absorbiera poderosamente su atención.

—El colegio es el colegio, papi —sentencia.

Él se pasa la uña del pulgar por la incipiente barba.

—¿Estás cansado, papi?

—Qué va.

Se sientan a cenar juntos. Martin no para de mirar la mesa, frunciendo el ceño. Siguen comiendo en silencio.

—¿Cómo te ha ido despejando la casa?

—Bien.

—Pero no perfecto, ¿eh? —inquiere.

Ella se encoge de hombros.

Martin deja el tenedor y la observa, los antebrazos apoyados en la mesa. El ojo izquierdo le bizquea. El derecho, brillante, está abierto. Los dos producen un efecto de abstracción absoluta, sutil, pero cuando Turtle los mira bien, se le antojan inquietantes y extraños, y cuanta más atención le presta a su expresión, tanto más ajena le parece, como si la cara de su papi no fuera una sola cara, y como si estuviese tratando de defender dos ideas opuestas del mundo.

—¿Has comprobado la planta de arriba? —quiere saber él.

—Sí —responde Turtle.

—¿Has comprobado la planta de arriba, ratoncito?

—No, papi.

—Esto para ti es un juego.

—Claro que no.

—No te lo tomas en serio. Entras y te paseas disparando a los ojos. Pero ¿sabes qué? En un tiroteo de verdad no siempre puedes contar con que vayas a dar justo ahí, tal vez tengas que apuntar a la cadera (si le rompes la cadera a un hombre, Turtle, caerá al suelo y no se levantará), pero, claro, a ti no te gusta ese disparo, así que no lo practicas, porque no le ves la necesidad. Te crees invencible. Crees que no fallarás nunca… Entras tranquila y relajada, porque tienes demasiada seguridad en ti misma. Es necesario que alguien te meta miedo. Tienes que aprender a disparar cuando te estás cagando de miedo. Tienes que abandonarte a la muerte antes de empezar siquiera, y aceptar que tu vida es un regalo, y solo entonces serás lo bastante buena. Para eso es el ejercicio.

—Me sale bien cuando tengo miedo. Sabes que sí.

—Te vas a la mierda, hija.

—Aunque mi agrupación de disparos se vaya a la mierda, papi, aun así es de cinco centímetros a casi veinte metros.

—No es la agrupación, ni lo fuerte que seas, ni tampoco lo rápida que seas, porque todas esas cosas las tienes, y crees que eso significa algo. Pues bien, no significa nada. Es otra cosa, ratoncito, es tu corazón. Cuando tienes miedo, te aferras a la vida como una niñita asustada, y no puedes hacer eso; morirás, morirás asustada y con la mierda resbalándote por las piernas. Tienes que ser mucho más que eso. Porque llegará el momento, ratoncito, en el que ser rápida y precisa no será suficiente. Llegará el momento en el que tu alma deberá ser una con tu convicción, y con independencia de cuál sea tu agrupación, y de lo rápida que seas, solo saldrás airosa si peleas como un puto ángel caído en la puta tierra, poniendo todo el corazón y llena de convicción, sin dudar, sin titubear y sin temer, sin que estés dividida y una parte se enfrente a la otra; al final, eso es lo que te pedirá la vida. Nada de dominio técnico, sino implacabilidad, valor y un único propósito. Ya lo verás. Así que está bien que te pasees, pero el ejercicio no es para eso, ratoncito. No es para la agrupación. No es para la puntería. Es para tu alma.

»Se supone que tienes que llegar a la puerta y creer que te espera el infierno al otro lado, creer que esta casa está llena de pesadillas: todos los demonios personales que tengas, tus peores miedos. Eso es lo que persigues cuando recorres la casa. Eso es lo que te espera al final del pasillo. Tu puta peor pesadilla. No una silueta de cartón. Practica la convicción, ratoncito, deshazte del titubeo y la duda, entrénate para tener un único propósito, y si alguna vez tienes que cruzar una puerta para enfrentarte a tu infierno personal, tendrás una oportunidad de sobrevivir.

Turtle ha dejado de comer. Lo observa.

—¿Te gusta la cassoulet? —pregunta papi.

—Está rica —responde.

—¿Quieres algo más?

—He dicho que está rica.

—Dios santo —gruñe él.

Turtle se pone a comer de nuevo.

—Mírate —comenta su papi—, mi hija. Mi niña.

Aparta el plato y se queda mirándola. Al cabo de un rato, le señala con la cabeza la mochila. Turtle va por ella, la abre y saca el cuaderno. Después se sienta frente a su papi y lo abre.

—La primera. «Erinias». —Turtle se calla y lo mira. Él pone una manaza llena de cicatrices en el cuaderno abierto, lo arrastra por la mesa y lo mira.

—A ver —dice—. Mira esto. «Erinias».

—¿Qué es eso? —pregunta ella—. ¿Qué significa «Erinias»?

Martin levanta la vista y fija su atención en ella, la mirada rebosante de afecto y de algo íntimo.

—Tu abuelo —empieza, con cautela, pasándose la lengua por los labios—, tu abuelo era un hombre duro, ratoncito, lo sigue siendo: un hombre duro. ¿Y sabías que tu abuelo…? Joder, hay muchas cosas que tu abuelo no ha dicho ni hecho nunca. Hay algo roto en ese hombre, tremendamente roto, y esa rotura está en todo lo que ha hecho, en toda su vida. Nunca ha podido ver más allá. Y, bueno, Darling, yo quiero decirte lo mucho que significas para mí. Te quiero. Hago cosas mal, lo sé, y te he fallado, y te volveré a fallar, y el mundo en el que te estoy criando… no es el mundo que me habría gustado. No es el mundo que yo elegiría para mi hija. No sé qué nos deparará el futuro a ti y a mí. Pero tengo miedo, eso sí te lo puedo decir. Aunque te hayan faltado algunas cosas, aunque no haya podido darte algunas cosas, siempre te he querido, mucho, ratoncito, con locura. Y quería decirte que llegarás más lejos que yo. Serás mejor y más de lo que yo soy. No lo olvides nunca. Bueno, vamos allá. La primera. «Erinias».

Turtle se despierta en la oscuridad que precede al alba pensando en eso. Pensando en lo que le ha dicho su papi. No puede volverse a dormir. Se sienta en la ventana en voladizo y contempla el océano, las espinas del rosal arañando los cristales. ¿A qué se habrá referido con lo de que «hay algo roto en ese hombre»? El cielo está despejado. Piensa: «serás mejor y más de lo que yo soy», recordando su expresión, tratando de entender su significado. Ve las estrellas sobre el océano, aunque, cuando mira al norte, ve las luces de Mendocino reflejadas en las nubes. Se da la vuelta, apoyando los pies en el suelo, los codos en las rodillas, y mira su cuarto. Los estantes hechos con vigas y bloques de hormigón, su ropa bien colocada. Su cama, una plataforma de contrachapado atornillada a la pared, con su saco de dormir y sus mantas de lana dobladas. La puerta, el pomo de latón, el herraje de cobre, el anticuado bombín. Se pone los vaqueros y se mete el cuchillo del abuelo en el cinturón. Añade una pistolera oculta, diciéndose «por si acaso, por si acaso», y acto seguido va hacia la cama, mete la mano debajo y saca la Sig Sauer de su soporte. Se pone un jersey de lana grueso y una camisa de franela encima y camina descalza por el pasillo mientras enfunda la pistola.

Baja la escalera, pero se queda en el último escalón, titubeando, empapándose en cierto modo de la soledad de la casa, como si tuviera algo que pudiera decirle; las generaciones de Alveston que han vivido en ella, y todos ellos, piensa, infelices; todos ellos criaron a sus hijos con mano dura, pero todos ellos tenían algo que ofrecerles.

Al final del pasillo, Martin descansa en su enorme cama de madera de secuoya, la luna proyectando las sombras de las hojas de aliso en el tabique, y se lo imagina ahí, fuerte, con una mano descansando en el enorme pecho. Turtle entra en la cocina y abre la puerta trasera sin hacer ruido. La noche es clara. La luz de la luna le permite ver. Camina por el armazón y se queda mirando los helechos negros. Percibe el olor del arroyo. Percibe el olor de los pinos. Percibe el olor de sus agujas, rizadas, grisáceas.

Zigzaguea entre mirtos y follaje marrón rojizo. Llega al pedregoso arroyo y camina por el agua corriente arriba, los pies entumecidos de frío. Los árboles se yerguen negros hacia la bóveda reluciente de estrellas. Piensa: «ahora mismo vuelvo. A mi cuarto. Se lo he prometido, una y otra vez, y él no podría soportar perderme». Hacia el este el riachuelo brilla cristalino en la oscuridad desatada. Se queda respirando, empapándose del silencio durante un buen rato. Después se va.

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