Darling

Darling


Capítulo 5

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Turtle sale del arroyo Slaughterhouse y se adentra en un bosque de pinos obispo y arándanos que reconoce en la oscuridad por la cera de sus hojas y su maraña de ramas quebradizas; todavía faltan horas para que amanezca. A veces se aparta del bosque y sale a espacios abiertos iluminados por la luna llenos de rododendros, las flores rosas y espectrales en la oscuridad, las hojas correosas y prehistóricas. Hay una parte de sí misma, íntima, que Turtle mantiene cerrada a cal y canto, a la que solo presta una atención difusa y acrítica, y cuando Martin invade esa parte de sí, juega con él al ojo por ojo, retirándose sin decir palabra y casi sin que le preocupen las consecuencias; de su cabeza no se puede apoderar nadie por la fuerza. Es una persona como él, pero no es él, ni tampoco es únicamente una parte de él… Pero hay momentos silenciosos, solitarios, en los que esa parte de ella parece abrirse como una flor nocturna, absorbiendo el frío del aire, y ella ama esos momentos, y se avergüenza de sentir ese amor, porque también lo ama a él, y no debería disfrutar así, no debería disfrutar de su ausencia, no debería necesitar estar sola, pero se toma ese tiempo a solas de todos modos, odiándose y necesitándolo, y se siente bien siguiendo esas sendas impenetrables entre los arándanos y los rododendros.

Camina kilómetros, descalza, comiendo los berros que crecen en los arroyos. Los pinos obispo y los abetos de Douglas dan paso a cipreses calvos, juncos, manzanitas, pinos contorta encorvados y vetustos de cientos de años de antigüedad que apenas le llegan al hombro a Turtle. La tierra, compacta y cenicienta, está tapizada de líquenes copetudos de un verde grisáceo, el terreno tachonado de charcas embarradas, yermas.

Al alba, con el sol aún entre las colinas, Turtle salta una valla y atraviesa la pista de un pequeño aeropuerto, cerrado y en silencio, el asfalto para ella sola. Lleva andando poco más de tres horas, abriéndose paso por el monte bajo. Debería haberse calzado, pero tampoco es que importe mucho. Está tan acostumbrada a ir descalza que podría afilar una navaja en la planta de los pies. Salta la valla por el otro lado y llega a una carretera más grande. Se queda plantada en la mitad, en la doble línea amarilla.

Un conejo sale disparado de la maleza, un movimiento de un gris apagado que se recorta contra el negro. Turtle empuña la pistola, la amartilla con un gesto fluido y dispara. El conejo se desploma entre los arbustos de salal. Ella cruza la carretera y se planta delante de la delicada criatura, que mueve las patitas a sus pies y es más pequeña de lo que creía. La levanta cogiéndola por las patas traseras, una capa mínima de suave pelo sobre los pares de huesos, articulados y nervudos, balanceándose en su mano.

Llega a una vieja carretera festoneada de mahonias, cubierta de hojas caídas. Se para a contemplar la cuenca del río Albion. El sol se ha alzado unos centímetros por encima del horizonte, coronando las colinas orientales, haces de luz atravesando sesgados los atrofiados árboles. Más abajo, la carretera serpentea, siguiendo una elevación con frondosas quebradas a ambos lados. La sigue, deteniéndose a observar los agujeros cubiertos de seda de las arañas en el ribazo, escudriñando la hierba en busca de mantis verdes, dándole la vuelta a piedras que se encuentra al borde del camino. Le asalta la imagen de Martin en la cocina, cocinando tortitas para el desayuno de los sábados, tarareando y esperando que ella baje de un momento a otro. La idea le rompe el corazón. Martin se preguntará qué hacer mientras las tortitas se enfrían, e irá al pie de la escalera y la llamará: «Ratoncito…, ¿estás despierta?». Cree que subirá y abrirá la puerta, verá el cuarto vacío, rascándose la incipiente barba con el borde del pulgar, bajará y mirará los platos y las tortitas y la mermelada de frambuesa tibia que ha puesto en la mesa.

La mañana da paso a la tarde, nubes azules, algodonosas, planas, que arrastran sombras por las boscosas laderas. En un promontorio de tierra yerma, la carretera gira y desciende hacia la más oriental de las dos quebradas, y ahí un mirador de tierra permite ver el valle. Roderas alargadas, secas. Una vieja furgoneta Volkswagen con los neumáticos pudriéndose en el suelo y lilas de California que crecen contra la aleta del lado del conductor.

Turtle deja el conejo en el suelo, abre la herrumbrosa puerta de la furgoneta y descubre que está repleta de alfombras persas. Saca una alfombra, la desenrolla y no ve más que cochinillas y tarántulas. Va hacia la parte delantera de la furgoneta. Abre la puerta del copiloto, se sienta dentro y mira atentamente a su alrededor. Hay un chirrido extraño, intermitente. Parece un muelle suelto en la tapicería, pero no es eso. Abre la guantera y encuentra mapas medio deshechos y algo que lleva podrido mucho tiempo. Se inclina y pasa los dedos por el suelo, donde la enmohecida tapicería se ha levantado y abarquillado. Saca el cuchillo de caza de su abuelo, raja la moqueta y tira de ella hacia un lado. Hay tres ratones recién nacidos, rosados, del tamaño de la punta de sus dedos, encamados en un pliegue abultado de la tapicería, con los ojos cerrados y las patas cerradas en puños diminutos, chillando con furia. Turtle vuelve a tapar a los ratones con la tapicería.

Baja de la furgoneta y va hacia donde está el conejo. Lo coge por las patas, lo abre desde el ano hasta la garganta, lo despelleja como si fuera un calcetín sanguinolento y tira el pellejo en la maleza. Después le saca las tripas y también las desecha. Acto seguido enciende fuego con hierba seca y madera muerta, ensarta el conejo en un palo y lo asa sobre la fogata mientras mira ya la lumbre, ya el valle.

Un ratón sale del chasis de la furgoneta y Turtle observa su deambular. Sube torpemente por el tallo de una hierba para llegar a las semillas en su cascarilla como de papel y lo dobla. Alarga el hocico, olisqueando, y finalmente abre la boca para mostrar el cincel de sus dientes. Tiene las orejas pequeñas y redondas, y el sol se ve rosado a través de ellas, con una única vena rosa, serpenteante en el centro de cada una, que atrapa la luz.

Turtle saca el conejo del palo y el ratón sale disparado, finta a la derecha y cambia de dirección en un intento desesperado por llegar a una piedra cercana. Pero sea cual sea el escondite que esperaba encontrar allí no existe, y da la vuelta a la piedra presa del pánico. Haciendo un último esfuerzo, el ratón se pega contra la roca y permanece a la espera, jadeando. Turtle parte las costillas del conejo y roe la carne, dejando que el jugo le corra por los encallecidos dedos. Al cabo de un rato, el ratón regresa y deambula por el promontorio de tierra, levantando una patita para apoyarse en uno u otro tallo, moviendo los bigotes cuando olfatea. Turtle termina de comerse el conejo y lanza los huesos al precipicio, a los árboles de abajo. El fuego arde sin llamas. Turtle se queda contemplándolo, las manos entrelazadas.

Es preciso que se levante y se vaya a casa. Lo sabe, pero no se va. Quiere seguir esperando donde está, en ese promontorio de tierra que descuella sobre el valle fluvial, y quiere ver pasar el día. Necesita tiempo para examinar sus pensamientos, igual que examinaría un colador lleno de guisantes para escogerlos. No es así como lo hace Martin, que cuando trata de resolver un problema camina de un lado a otro pensando y pensando, y a veces gesticulando. Hace más calor, ya es media tarde, y Turtle sigue sin irse, sin moverse.

Entonces ve una araña. Agrisada como la madera que el mar arrastra hasta la playa y el sol blanquea. Aguarda, huraña, en su agujero, cerca de la entrada, los ojos ocultos tras una maraña de patas peludas. Las patas se extienden y asoman con cautela por la abertura, como dedos esqueléticos que tantearan el terreno. No le ve los ojos ni la cara, solo el movimiento de pinza de los dedos. Avanza de manera reflexiva. El ratón está agazapado no muy lejos, encorvado sobre otra vaina, el abultado vientre sobresaliendo entre las patas. Cuando da buena cuenta de la semilla, baja la vista y se examina con atención los pelillos de la rosada barriga, luego se los revuelve con las patas en un gesto de búsqueda repentina y urgente, hunde el hocico en el vientre y los mordisquea a conciencia un instante.

La araña se mueve con tiento. Afligida, Turtle la observa, ve que rodea la mata de hierba, acercándose. Luego oye un ruido procedente de la carretera: alguien camina por la calzada, y le viene a la cabeza Martin. Es más que posible que haya logrado dar con ella. Ya lo ha hecho otras veces. Es hasta probable. Se levanta despacio, sin hacer ruido, desenfunda la pistola y desliza la corredera para ver el latón brillante que se aloja en la recámara, todos sus movimientos rápidos y sigilosos, pero después se detiene a observar. Apareciendo detrás del ratón, la araña salva los últimos quince centímetros, se yergue y le hunde dos colmillos negros en el lomo. El ratón se agita espasmódicamente, una pata trasera pedaleando en el aire. Turtle oye más pasos, pero está cautivada viendo cómo la araña arrastra al ratón hasta el agujero, donde el animalito se queda atravesado en la sedosa tela de las paredes. Con los nudillos en la boca, Turtle ve que la araña saca medio cuerpo, los colmillos aún clavados en el lomo del ratón. Le da la vuelta al animal con sus diestras patas y lo lleva hacia la oscuridad, la rosada cola moviéndose.

Angustiada, Turtle se muerde los dedos. Los pasos se acercan y ella corre hacia el bosque agazapada, se pega al suelo detrás de un tronco. Un chico delgado, de pelo negro, viene por la carretera; debe de ser de su edad o quizá un poco mayor, quince o dieciséis años, no le ve los pies, lleva una mochila, un bañador de surfista y una camiseta vieja con una vela rodeada de un alambre de púas y una palabra que Turtle no conoce. Se detiene, oteando el promontorio de tierra, bebiendo agua de la boquilla de la bolsa. No tiene mucha experiencia. Ir en bañador es mala idea. Sus zapatillas de senderismo están intactas, la mochila es nueva. No sabe qué está mirando ni qué está buscando. Su mirada vaga sin más. Parece encantado.

Otro chico viene por la carretera detrás de él, este con una mochila vieja de cuero y cordura que se cae a pedazos, y una lona azul enorme enrollada y afianzada con pulpos en un lateral. El segundo chico dice:

—¡Eh! ¡Tío! ¡Mira esto! ¡Una furgoneta! —Lleva en la mano un bote de queso fundido Easy Cheese, con el que recubre una barrita Butterfinger. Turtle pone el punto de mira en el bote—. ¡Tío, Jacob! —llama al chico del pelo negro—. ¡Tío, Jacob! ¿Quieres dormir en esa furgoneta tan guay? ¡Es una pasada!

Se mete la barrita en la boca y mastica. Su sonrisa es tan grande que la mandíbula se le adelanta y deja a la vista los dientes, manchados de chocolate. Le está costando comerse la chocolatina de un bocado, se le sale un poco de la boca, así que la empuja con el dedo índice. Turtle podría hacer que el bote saliera volando de su mano de un disparo.

Jacob sonríe, se acuclilla sobre los restos del fuego que ha encendido Turtle y los remueve con un palo. Turtle conoce de vista a esos chicos, del año anterior, cuando estaban en octavo y ella en séptimo. El chocolatero es Brett. Ahora deben de estar en primero de bachillerato. Turtle no sabe cómo es que han llegado hasta ese sitio, seguramente están muy perdidos. Se pregunta qué estará pensando el del pelo negro. Duele mirarlo, el rostro agraciado e indefenso. Se habrán lanzado a vivir una suerte de aventura de fin de semana. Sus padres los dejaron donde fuera, iban a pasar una noche al aire libre y marcharse al día siguiente, o algo por el estilo. Jacob deja la mochila en el suelo y saca un mapa del bolsillo de malla. Lo alisa y comenta:

—A ver.

—Este queso —comenta Brett, levantando el bote, Turtle con el punto de mira en él— es una pasada. Es supercremoso, tío, lo puto más. —Coloca la mochila contra una de las ruedas de la Volkswagen y se tumba en el suelo, apoyando la cabeza en la mochila y echándose queso en la boca directamente del bote—. Sé que no me crees, pero es verdad, es la pura verdad.

Jacob, mirando ya el mapa, ya el valle, observa:

—Tío, esto se nos da de puta pena.

—Que esté en un bote no significa que no sea queso «de verdad», ¿sabes? —reflexiona Brett.

—Estamos muy, pero que muy… No quiero decir «perdidos», pero no estoy seguro de dónde estamos.

—Tienes prejuicios queseros, eso es lo que te pasa.

Jacob se tumba en la alfombra que Turtle ha desenrollado horas antes y añade:

—Nuestro sentido de la orientación es impresionante. —Abre la mochila y saca una cuña de queso Jarlsberg y una focaccia que aún está en su bolsa de papel de Tote Fête. Brett y él se van pasando la comida, apoyados en las mochilas, tumbados a lo largo en la alfombra persa, las pequeñas polillas de un gris empolvado pugnando por salir de la lanilla. Muerden directamente el queso.

—Podemos acampar aquí.

—No hay agua.

—Ojalá hubiera una chica —comenta Brett maravillado, mirando el cielo—. Podríamos conquistarla con nuestro sentido de la orientación.

—Si fuera ciega y no tuviera ningún sentido de la orientación.

—Qué fuerte —contesta Brett—, muy fuerte, engañar así a una chica ciega.

—Yo saldría con una chica ciega —asegura Jacob—. Pero no solo porque fuera ciega. Lo que quiero decir es que… no creo que me importase.

—Yo saldría con ella solo por ser ciega —asevera Brett.

—¿En serio?

—¿Qué diferencia hay con cosificarla por su inteligencia?

—Su inteligencia no se puede abstraer de su personalidad, mientras que su ceguera es incidental a su persona y sí se puede abstraer —aclara Jacob—. Es decir, no es una chica ciega. Es una chica que, incidentalmente, es ciega.

—Pero —replica Brett—, pero ¡tío! Ella no es responsable de su inteligencia en ningún sentido. Qué superficial, tío.

—Tampoco es responsable de su ceguera —apunta Jacob, ofendido.

—A menos que se haya sacado los ojos en un ataque de ira.

—¿Saldrías con una chica que se hubiera sacado los ojos en un ataque de ira?

—Así sabes que es peleona. Lo sabes de verdad.

—«Peleona» es quedarse corto.

—Dame más, tío. Me encanta.

—Seguro que tiene un genio de mil demonios.

—Las chicas tienen que tener huevos, Jacob, o noveno grado las machaca.

Turtle está agazapada entre la maleza, con la mira en la frente de Brett y después en la de Jacob, y piensa: «pero ¿qué coño? Pero ¿qué coño?». Los chicos se tienden en la alfombra, partiendo trozos de focaccia.

Brett hace un gesto que abarca todo el entorno.

—Como dioses —afirma—, pero ojalá tuviéramos más Easy Cheese.

Cuando terminan de comer, se ayudan a levantarse mutuamente y, charlando, siguen las huellas del jeep hacia las secuoyas. Turtle se levanta y se queda parada un instante. Después se mete entre los árboles en pos de ellos. El camino apenas es mejor que el lecho de un arroyo. En el ribazo sobresalen finas raíces marrones. Caminan durante horas y finalmente salen a un claro en el que se alza una cabaña construida con madera desechada. No se ve luz y la puerta está abierta. Turtle se acuclilla detrás de un tocón quemado, negro como el carbón, que el fuego ha convertido en una hélice cuajada de setas con el sombrero plano marrón y el pie como el cuello de una rana. Empieza a caer la noche. Todo está pintado de un verde vivo y un púrpura suntuoso. Turtle ve que los chicos salen al claro. Las nubes parecen velas consumidas en capas de cera azul.

—Eh, tío, ¿y si entras ahí… y hay un niño albino ciego deforme sentado en una mecedora con un banjo? —plantea Brett.

—¿Y nos hace prisioneros y nos obliga a leerles el Finnegans Wake a sus peyotes? —le responde Jacob.

—No le puedes contar a nadie que mi madre nos obligó a hacer eso. Ni se te ocurra —le recuerda Brett.

—¿Por qué el Finnegans Wake? ¿Tú qué crees? ¿Por qué no el Ulises? De hecho, ¿por qué no La Odisea? ¿O… o Los hermanos Karamazov?

—Porque, tío, si les lees mierda rusa a tus peyotes, seguro que el viaje es malo.

—Vale, entonces, Al faro. O… ¿sabes qué?, la gente muere con las oraciones subordinadas de ese libro. ¿Tal vez D. H. Lawrence? En plan subidón apasionado, de hacerle el amor al guardabosques.

—Tío, con la voz dices: «mira todos los libros que he leído», pero con los ojos dices: «ayúdame».

—¿Sabes qué estaría bien, de hecho? Harry Potter.

—Bueno, supongo que nunca sabremos lo que hay detrás de esa puerta —observa Brett.

—Ya lo sabemos, Brett.

—¿En serio?

—Una aventura —responde Jacob—. Detrás de cada puerta hay una aventura.

—Solo si por «cada» te refieres a «algunas», y por «aventura» te refieres a «paletos sodomitas».

—Bah.

—Tío. Podría ser peligroso. Peligroso de verdad y en serio.

—No pasa nada —se envalentona Jacob, y sube la escalera y cruza la puerta.

—Físicamente arriesgado, Jacob —le grita Brett—, de una manera muy real y muy poco graciosa.

—¡Por favor!

Turtle bordea el bosque para acercarse a la parte trasera de la cabaña, deslizándose entre la maleza. Piensa: «tranquila, sin prisa». Sube al porche trasero, la madera crujiendo, y contempla el bosque. Al pie del porche hay grandes mangueras negras enrolladas y sacos de veinte kilos de fertilizante orgánico. También ve mangueras con abrazaderas y eslabones de unión tirados junto a un cubo bocabajo con una lata de café que hace las veces de cenicero. El porche tiene un cuarto de baño exterior con un inodoro y una ducha, el desagüe está recortado burdamente en las tablas de secuoya y un tubo de PVC va hasta una fosa séptica. Hay una lata de PBR junto al inodoro, y cuando la coge, Turtle oye el silbido del gas. Deja la cerveza en el suelo, abre la puerta y entra en una cocina vacía. Ahora ella está en la parte trasera de la casa y los chicos en la delantera, separados por un tabique divisorio y una puerta cerrada. Los oye.

—Tío —comenta Brett—, esto no me gusta.

—¿Crees que aquí vive alguien?

—Tío…, está claro que aquí vive alguien.

—Están leyendo La rueda del tiempo.

—Probablemente se lo lean a sus peyotes.

—Es lo más. Tú léeles los trece libros, cómete unos botones de peyote y, después, agárrate.

Turtle cruza una especie de sala de estar. Hay una mesa de trabajo con tijeras de poda de una y dos manos y un volumen de los ensayos completos de Thomas Jefferson, varias cajas cerradas de bolsas de basura Hefty apiladas junto a un Guanyin de madera de 1,80 metros profusamente tallado. El techo está entrecruzado de cuerdas de algodón para tender la ropa. Entra en un dormitorio en el que hay una cama grande con columnas, una cómoda con un tarro lleno de cogollos, un montón de novelas de Robert Jordan y un ejemplar de Supera tus traumas de la infancia.

Turtle vuelve a la puerta trasera y la cierra de un portazo para asustarlos, cosa que consigue. Oye susurrar a Brett:

—¡Mierda! ¡Mierda!

Y oye que Jacob se ríe. Salen disparados de la casa. Ella contempla el bosque con la pistola en la mano.

El camino no continúa más allá de la cabaña, y los chicos, nerviosos, van hacia el sur, a campo traviesa por el valle fluvial. Turtle se queda un buen rato escuchando el silencio del claro. Luego los sigue. Caminan junto a una zarza alta en un claro donde crece heno blanco y grama de olor. Turtle se desliza sin hacer ruido entre los tocones de árboles viejos. Se detiene delante de un gran círculo de hormigón que se eleva en la hierba, y junto a él, la silueta de una bomba cubierta por una lona.

Oye a los chicos, pero no los escucha. Piensa: «paraos a mirar». Camina medio agachada, moviéndose deprisa entre la hierba alta, pensando: «por Dios, por lo que más queráis, paraos a mirar». Los ve delante, a la orilla de un arroyo en la linde del bosque, el riachuelo medio invadido por los helechos.

Abre la boca para llamarlos, pero entonces ve a un hombre al otro lado del arroyo, con pantalones de camuflaje y una camiseta de los Grateful Dead, un collar de cáñamo trenzado del que cuelga una gran amatista engarzada con alambre y una escopeta de palanca del calibre 20 a la espalda. Es un hombre bajo y con un barrigón tremendo, con la cara roja y brillante, curtida por años de sol. Tiene la punta de la nariz cérea y bulbosa, con venitas rojas. Sostiene una botella de zumo de limón y equinácea en la mano. Turtle alza la Sig Sauer y lo apunta con ella, poniéndole el punto de mira en la sien, pensando: «solo si es necesario, solo si es necesario».

—Hola, chicos —saluda el hombre—. ¿Qué tal estáis?

Brett estira el cuello y mira a su alrededor para localizarlo. Jacob lo ve y le responde:

—Estamos bien, un poco perdidos, ¿y usted?

Turtle avanza entre las hierbas, amartilla el arma. Piensa: «relaja, tranquila y despacio, perra, y no la cagues, tú ocúpate de hacer esto, cada parte de esto, a la puta perfección, cada momento de esto; haz exacta y únicamente lo que sea necesario, pero hazlo bien y sin meter la pata, zorra».

—¿De dónde sois, chicos? —pregunta el hombre.

—Pues yo de Ten Mile, y él, de Comptche —replica Jacob. Y va hacia el hombre y le tiende la mano—. Soy Jacob y este es Brett. —Se dan la mano, y Jacob añade—: Un placer conocerlo, amigo.

Turtle se arrodilla detrás de un tocón y apunta al hombre a la sien.

—Igual, igual —replica el hombre, asintiendo. Saca una lata de tabaco de mascar Grizzly, le da un golpe con el pulpejo, coge un pellizco enorme y se lo mete en la boca—. ¿Vosotros no mascáis? —pregunta.

—No —dice Brett.

—Solo en ocasiones especiales —bromea Jacob.

—Ah —dice el hombre—, pues mejor no empecéis. Yo estoy tratando de dejarlo. Le ponen fibra de vidrio a esta mierda. ¿Os lo podéis creer? Así que, chicos, escuchadme bien, si acabáis mascando, y que conste que tiene sus ventajas, lo reconozco, pagad un dólar más y comprad tabaco orgánico. ¿Estamos?

—Sí —asegura Jacob—, es un buen consejo.

—Orgánico, es lo suyo —insiste el hombre—, no estos productos químicos. Yo creo en lo orgánico. Mejor aún, fumad solo marihuana. De no ser por el nailon, sería lo único que fumaríamos.

—Ahora que lo dice —replica Jacob mientras se quita la mochila y la deja en el suelo—. ¿Podría vendernos un poco?

—Pues… —contesta el hombre, haciendo girar la lata de tabaco. Frunce el ceño.

—No se preocupe —lo tranquiliza Jacob—, solo queremos darle un poco de vidilla a nuestra aventura.

—Lo entiendo —asiente el hombre—. A veces lo que uno quiere es ese algo que le haga olvidar la pesadez de tanto pateo y lo ayude a dar color a los detalles, ¿no? Así uno se fija en cosas que de otra manera ni vería.

—A eso exactamente es a lo que me refiero —aplaude Jacob—. Se nota, señor, que es usted un poeta y un erudito.

—Bueno, me sabría mal dejar tirado a un amigo —admite el desconocido.

—Así se habla —dice Jacob.

—Os echaré una mano —decide, después de dudarlo un poco.

«Pero ¿qué coño?», piensa Turtle. Está entre la hierba, apuntando al hombre con la pistola. Jacob le pasa un billete de veinte dólares, y el hombre abre una bolsita de lona que lleva en el cinturón y saca un bote de té. Le quita la tapa y se echa en la mano varios cogollos de marihuana que le pasa a Jacob. A continuación se saca una pipa hecha con la tibia de un ciervo, con una boquilla de madera tallada acoplada a un lado del hueso y una cazoleta vaciada en el extremo de la articulación. Empieza a deshacer un cogollo con los dedos y meterlo en la cazoleta, mientras comenta:

—Esto, esto sí que es la bomba. No como el tabaco, que es de lo más adictivo…, tan adictivo como la heroína, y te mata. Ni sé por qué empecé a fumar tabaco. Estoy intentando dejarlo. Por eso lo masco, ¿sabéis? El único problema con la marihuana es que, cuando la cultivas aquí, el abono no es bueno para el salmón, ni siquiera el orgánico, y eso me supera. Estoy buscando la forma de resolverlo. Y lo que también pasa es que tenemos roedores y bichejos que salen del bosque para roer los tallos de las plantas, y hay que envenenarlos o aguantarlos. Yo los aguanto, y por eso deberíais comprar a la gente de por aquí. Los mexicanos que plantan…, a esos tipos no les importa, esta no es su tierra, ¿verdad? Ponen matarratas y es un horror, un horror, mata a los cacomixtles, a los mapaches, a las comadrejas, a todos esos animalitos. Por eso le tenéis que comprar la hierba a personas como yo. De por aquí. Se impulsa la economía y es mejor para el medio ambiente. ¿Adónde vais, por cierto?

—Pues estamos intentando encontrar un sitio para acampar —aclara Jacob.

El hombre asiente mientras masca la bola de tabaco.

—Todo en orden, chicos, todo en orden. Yo os indicaré por dónde ir. —Mira hacia el oeste, entornando los ojos.

—¿Por qué fibra de vidrio? —pregunta Brett de pronto.

—¿Eh? —contesta el hombre—. ¿Cómo dices?

—Usted ha dicho que le echan fibra de vidrio al tabaco, pero ¿por qué?

—Ah, ya —replica el hombre—, lo que pasa es que la fibra de vidrio te corta la boca para que el tabaco se absorba más rápido, lo hace más adictivo. Lo mismo que la comida envasada que venden, no os fieis nunca de una empresa, chicos, y sobre todo no os fieis de que una empresa os haga la comida que coméis. Yo por eso no tengo coche, ¿sabéis? No puedo tener coche y conciencia a la vez. No cuando he estado en Sudamérica, he vivido con tribus amazónicas y he visto los daños que está causando en ese sitio la industria petrolera. Todos deberíamos comer mucha más comida de la zona, fumar mucha más hierba y usar mucho menos el coche, eso es lo que creo. Y amarnos los unos a los otros. Yo creo en eso. La comunidad, chicos, es lo suyo. —Enciende la pipa de hueso y le da una calada larga. Echa el humo y le pasa la cachimba a Jacob. Y así se quedan un rato, asintiendo y pasándose la pipa.

—Bueno —opina Brett—, eso es admirable, pero yo tengo que ir en autobús al instituto. No hay otra forma de llegar.

—Yo igual —conviene Jacob—, aunque a veces voy en coche. Pero me ha dado usted algo en que pensar.

Turtle no sabe qué hacer. Los observa, relajando el dedo en el gatillo, pero no baja el arma. Después de un silencio roto únicamente por el vehemente mascar del desconocido y por el mechero que encienden los chicos, Brett pregunta:

—Y díganos, ¿adónde vamos ahora? Andamos algo despistados.

—Nuestro camino a la gloria ha sido raudo y ha estado libre de obstáculos, pero nuestro destino nos es esquivo —afirma Jacob.

El desconocido señala la quebrada con la cabeza.

—Por ahí, siguiendo el arroyo —dice, y luego se da la vuelta y les indica el camino por el que han venido—, o por ahí.

—¿El arroyo nos llevará a una carretera?

El hombre asiente, bien porque es así o bien porque aprueba la pregunta, Turtle no lo tiene claro.

—Por ahí abajo hay carreteras —afirma.

—Genial —exclama Jacob—, gracias por el consejo, amigo.

—Sí, tío, muchas gracias —asevera Brett.

—Bueno, pues hasta otra.

Brett y Jacob comienzan a bajar la ladera, siguiendo el riachuelo. El hombre vacía la pipa, se la guarda, da media vuelta y empieza a andar entre los helechos. Turtle lo sigue con la Sig hasta que desaparece. Luego mira hacia el sur, a la quebrada. «Este no es un buen plan. Debería volver», se dice. Luego piensa «¿qué estará haciendo Martin? Esto no saldrá bien, pero que le den. Soy una chica a la que las cosas no le salen bien». Empieza a lloviznar, y Turtle extiende las manos y mira hacia el cielo, hacia las torres de gigantescas nubes deformes. Acto seguido la lluvia arrecia, empapándole el pelo, empapándole la camiseta, y piensa: «bueno, ahora sí que la hemos cagado».

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