Darling

Darling


Capítulo 8

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8

Casi ha anochecido cuando llegan al desvío que lleva a casa de Turtle. Caroline sube con fuerza por la ondulada grava, poco más de quinientos metros, el Explorer dando sacudidas por las roderas. No para de decir:

—Mira esto, Julia, diosa santa, si supieras cómo estaba este sitio.

Los chicos tienen las manos y las caras pegadas al cristal y miran las praderas fascinados. El camino de acceso bordea el monte por la cara norte, y a la izquierda los pinos contorta descuellan sobre el arroyo Slaughterhouse, que discurre hacia el oeste más abajo. Arriba, en la cima de la colina, lo único que ven es la casa, con todas las ventanas a oscuras. A su derecha, los prados se extienden hasta toparse con el huerto, detrás del cual, y sin que lo puedan ver, están el campo de frambuesas y la caravana del abuelo. Un riachuelo se abre camino entre la hierba, solo visible como una costura de zarzas y avellanas. Turtle piensa: «ya veremos cómo va esto, pero no será duro conmigo hasta que se vayan».

Caroline reduce la velocidad, mira los plumeros que crecen junto al camino y comenta:

—Daniel estaba más orgulloso de este prado que de cualquier otra cosa, creo. No sé cuántas horas se pudo pasar ocupándose de él, y eso que antes solo había fleo, ¿sabes?, hasta donde alcanzaba la vista, fleo y nada más. Pero lo tiene muy descuidado, ¿no?

Unos ciervos que descansan en la grava recalentada se ponen en pie de un salto y corren hacia la hierba. Caroline mira a Turtle y observa:

—Estás creciendo en una selva, ¿no?

—¡Mirad! —exclama Brett—. ¡Mirad!

Ven una terraza plana en la ladera, no muy lejos del huerto, cubierta de tupida avena silvestre, en la que se alzan siete puertas en círculo, sin paredes ni marcos. Hay cuervos posados en los dinteles, que ladean la cabeza para ver cómo sube el Explorer por el camino.

Caroline mira a Turtle y luego a la casa, donde las rosas blancas han subido entre las ventanas y han llegado a la segunda planta, trenzadas con roble venenoso, que lanza al aire brotes verdes y rojos largos, rizados.

—Mirad eso —señala Caroline—. Mirad eso. Mirad cuántas rosas. La última vez que vine, no sé, hará más de diez años, todo esto era distinto, Julia. Esas rosas estaban podadas y afianzadas a celosías, y la casa recién pintada, y en ese campo no había ni una mala hierba, y este camino era de una grava nueva preciosa. No me puedo creer cuánto ha cambiado. Estas rosas, nadie sabe ni de qué variedad son. Una vez vino un experto en rosas, o algo por el estilo, para examinarlas y llevarse esquejes. Tu tatarabuela era una entusiasta de las rosas y tenía todo tipo de variedades, incluidas algunas que solo se encontraban aquí, en Mendocino, y que se cree que ya no existen, aunque puede que se conserven aquí. Y había jardineras en el porche, jardineras enormes esmaltadas, llenas de lechugas, coles rizadas, cebollas y ajos, calabazas y alcachofas, y había… —señala el porche del dormitorio principal— había colmenas.

—Ah —observa Turtle—, el abuelo todavía tiene las colmenas. Están en el huerto.

—Y el huerto no estaba tan descuidado. ¿Todavía dan fruta esos árboles?

—La verdad es que no —contesta Turtle. Mira el huerto, los árboles con brotes sin podar una primavera tras otra, gigantes de mimbre en un mar de zarzas.

—En ese huerto había césped, me refiero a césped de verdad, que tu abuelo cortaba. Y míralo ahora. Mira. Esos árboles tienen una pinta espantosa. Me refiero a que dan pena. Ay, cariño.

Turtle se lleva los dedos a la boca. No le gusta lo que dice Caroline, como si fuera culpa de su papi que los árboles hayan dejado de dar fruta, como si fuera culpa suya que el campo esté lleno de hierbajos, y lo que no dice es que el abuelo se gastó todo el dinero, y que su madre murió, y que Martin está criando a Turtle él solo, cogiendo los trabajos que puede, y no está en la misma situación en la que quizá estuviese el abuelo cuando la abuela vivía y estaba jubilado y tenía dinero.

Martin está sentado en una silla Adirondack con una cerveza Red Seal Ale en la mano, observándolos. Tiene su Colt 1911 del calibre 45 en el brazo del asiento, y, apoyada en el respaldo, una escopeta Saiga. La luz de la tarde atraviesa la colina desde el resplandeciente océano azul.

—Quedaos en el coche, chicos —pide Caroline a Jacob y Brett, que miran por los cristales tintados al hombretón que está en el porche.

Este se levanta despacio, se mete la Colt en la cintura de los vaqueros y baja con cuidado los escalones. Caroline baja la ventanilla, y cuando llega al SUV, Martin se inclina, los hombros rebasando el cristal con creces. Apoya los codos en la puerta, haciendo que el vehículo se incline hacia un lado. Turtle lo mira con nerviosismo, el vello de brazos y piernas, del cuero cabelludo y la nuca se le eriza. Acto seguido un escalofrío le recorre el cuerpo. Él mira el interior, mira directamente a Caroline, que se queda callada un instante. Da la impresión de que está rumiando lo que está viendo antes de esbozar una sonrisa torcida.

—Hombre, Caroline —saluda—. Me alegro mucho de verte.

—Martin, he encontrado a tu hija.

—Ojalá hubieras encontrado a su madre… —espeta él. Al oír eso, Caroline abre y cierra la boca sin saber qué decir, pero Martin continúa; casi con amabilidad, casi como para tranquilizarla, señala con la cabeza a Julia y dice—: Esta niña. —Comparte una mirada pícara con Caroline, una mirada tan cómplice y rebosante de buen humor que ella sonríe a su pesar.

—Marty —menciona ella, tratando de parecer seria—, Julia estaba en Little River, casi en Comptche.

—Bueno —replica Martin—, para ella eso es solo un salto, un brinco, un bote. Entre tú y yo, a esta niña no hay quien la frene, Caroline. La he visto recorrer casi cincuenta kilómetros a campo traviesa en un solo día. Es un cruce entre Helena MacFarlane y una gata salvaje, no hay quien la canse. Entre tú y yo, Caroline, casi es un personaje mitológico. Podrías maniatarla, llevarla al corazón del bosque y dejarla tirada ahí, y al regresar descubrirías que ha hecho migas con los lobos y fundado un reino. Cuando no era más que una mocosa, iba andando hasta Little River Market. Te estoy hablando de una niña en pañales, descalza, y las cajeras le daban una barra de mantequilla para que se la comiera y me llamaban. Una vez, cuando era un poco más mayor, llegó hasta el río Ten Mile antes de que la encontrara. Pero si eres demasiado duro con ella por eso, solo conseguirás alejarla, ¿no, mi niña? —Al oír que la llama así, Turtle sonríe y mira hacia otro lado deprisa. Martin está disfrutando con la parrafada. Continúa—. Dios, Caroline —dice, pasándose los dedos por el pelo—, estás igual que hace diez años, ¿lo sabías?

—Anda, para —responde Caroline, sonriendo a su pesar.

—Exactamente igual —insiste Martin.

—Con algunas canas más —puntualiza ella.

—Pero te sientan bien —la halaga Martin, centrando su atención en su melena de pelo liso y entrecano—. Es lo único que hace que no parezcas una veinteañera. Es este aire marino y esa tez aceitunada tuya.

—¿Cómo va todo?

—¿Estás segura de que no hay una fotografía tuya en algún lado —indaga Martin— que envejece y se vuelve más malvada con cada día que pasa?

—No hay tal cosa —se ríe Caroline.

—Será la buena vida, entonces. En cuanto a mí —prosigue Martin mientras desvía la mirada del coche y contempla el sol, que se pone sobre el océano—, nunca he estado mejor.

—Bueno —contesta Caroline.

—Bueno —repite Martin, captando algo que quiere dar a entender ella—, tengo a mi hija. Y, en fin, eso es más que suficiente para cualquiera. Como puedes ver, con ella no paro. Si no puedes ser feliz con una niña como ella, Dios santo, no creo que valga la pena vivir. Ella lo es todo para mí, Caroline. Mírala. Y además es un bellezón, ¿no?

—Sí que lo es —conviene Caroline, y parece que alberga sus dudas en cuanto a la belleza de Turtle.

—No se puede ser demasiado duro con esta niña, ¿sabes?, es como erais vosotras, solo que, hasta ahora, sin chicos ni setas mágicas.

—Eso mismo le he dicho yo —confiesa ella, riéndose—. ¡Eso fue exactamente lo que le he dicho!

—Porque es verdad, mírala, espero que no hayas sido muy dura con ella —insiste Martin, y los dos adultos dirigen una mirada afectuosa a Turtle—. Pero me vendría bien algún consejo —reconoce.

—Te lo daré —asegura Caroline.

Martin contempla el océano y, amusgando los ojos como si describiera algo en la distancia, cuenta:

—A ratoncito —y se para un buen rato para elaborar su descripción— se le hace cuesta arriba el colegio. No todo, pero sí la clase de lengua. Las listas de vocabulario.

En el asiento trasero reina el silencio, un chirriar de muelles cuando Jacob se inclina hacia delante para enterarse de esa parte de la conversación. Turtle se muerde los dedos, no le hace gracia que saque ese tema delante de sus amigos.

—Bueno —replica Caroline, lanzando una mirada cómplice a Turtle—, esas listas se nos atragantan a todos.

Martin asiente, despacio y con gravedad.

—No se puede hacer nada, me he dado cuenta, más que ayudarlos a salir del paso, aunque diosa sabe que no es fácil. Martin, este es mi hijo, Brett.

Brett se echa hacia delante y se dan la mano, Martin metiendo el brazo por la ventana y sonriendo a Brett con la mandíbula adelantada y la camisa de franela abierta.

—Vaya —aprueba Martin—, menudo muchachote guapo. —Mira a Caroline, que parece escudriñar su cara en busca de algo que no encuentra. Le da la espalda a Turtle, de manera que ella no sabe en qué está pensando, pero sí sabe que Caroline debe de estar haciendo teatro, que debe de estar preocupada e intenta averiguar algo. Turtle mira a Martin y se pregunta si él lo sabe, y al mirarlo cree que sí.

—Debería venir más a menudo, Martin. Me gustaría formar parte de la vida de la niña —propone Caroline.

—Claro —responde Martin.

—Sigo teniendo el mismo número de teléfono —invita Caroline.

—¿En serio? —se sorprende Martin—. ¿El mismo? Bueno, pues entonces lo tengo.

—Hasta sigo en la misma casa.

—¿En Flynn Creek Road? Me acuerdo muy bien de esa casa. ¿Sigue infestada de arañas ermitañas?

—Hay que sacudir la leña contra un poste antes de meterla en casa.

—Vaya —comenta, asombrado, Martin—. Bueno, pues tengo tu número, ya te llamaré.

—Me gustaría que lo hicieses —señala Caroline.

—Vamos, ratoncito —dice Martin, y Turtle abre la puerta y, tras enganchar algo que hay en el suelo con el dedo del pie y tirarlo a la hierba sin que nadie se dé cuenta, se baja. Mira a los chicos, cierra la puerta y se aparta del coche. Caroline dice adiós con la mano a Martin, da la vuelta al coche y enfila el camino de entrada, dejando a Turtle y Martin juntos, mirando cómo se alejan.

Martin, callado, vuelve a la silla Adirondack y se sienta. Coge el puro que ha dejado en el brazo del asiento, abre el Zippo y lo enciende. Da una calada y entorna los ojos por el humo. Da unas chupadas al puro y se lo pone entre dos dedos. Turtle sube los escalones del porche y se sienta en sus rodillas. Él la acomoda en la silla y la rodea con un brazo grande, que huele a tabaco, y le acaricia el pelo en el cuello; permanecen en silencio un buen rato. Martin hunde la cara en su nuca y aspira su olor. Con la mano en el hombro de Turtle, señala el monte, las praderas.

—Cuando no eras más que una mocosa —cuenta—, no creo que pesaras mucho más de veinte kilos, tu madre te dejó salir a jugar fuera. Estabas en la pradera, lejos, junto al huerto, y ese año la hierba estaba alta, tan alta como tú. Yo salí al porche a fumar, y cuando miré, casi no te podía ver. Estabas ahí abajo, con el monstruito ese de juguete que tenías, un Godzilla. Lo estabas haciendo caminar por la hierba y yo casi no te veía. Y a menos de diez metros de ti, medio escondido en el herbazal, estaba el puma más grande que he visto en mi vida. Agazapado, observándote. El hijo de puta más grande que he visto en mi vida, ratoncito.

La rodea con el brazo, y lo hace con suma delicadeza, pero Turtle siente su fuerza. Coge aire con fuerza por la boca, apretando los dientes, sacudiendo la cabeza, como hace cuando algo le duele.

—Así que entré en casa por el arma, pero cuando salí al porche ya no veía al puto puma.

Ella lo huele, acurrucada entre sus brazos, contemplando los prados y pensando en lo que le está contando. Allí donde la pradera aún está sana, el fleo es de la misma altura, verde y mecido por el viento. La avena silvestre tiene las panículas arqueadas, las espiguillas moviéndose. Turtle sabe que muy pronto la pradera estará llena de malas hierbas. Mira la madera del suelo y ve las huellas de las botas de Martin, barro anaranjado y gris. Se queda mirándolas, y después centra su atención en el barro color ceniza que se ve en la suela de las botas. En su propiedad no hay ese barro, no que ella sepa.

Él la vuelve en el regazo para poder mirarla y continúa hablando:

—Joder, ratoncito. Salí al porche, y cuando me puse a mirar con el arma, no veía al animal. Era verano, y toda la hierba era del amarillo ese del que se pone, y el puma casi era del mismo color. Sabía que estaba allí, en alguna parte, pero era incapaz de verlo entre la hierba alta. Me quedé ahí parado, ratoncito, y sabía que el puto puma estaba ahí afuera, y si te llamaba quizá lo provocase e hiciera que fuese por ti. A ti sí te veía. Gateabas por la hierba, y yo me quedé pasmado y no… no sabía qué hacer.

Turtle le echa los brazos al cuello y apoya la oreja en la pechera de su camisa de franela. Nota la barba incipiente de su mentón, huele el humo de los Swisher Sweets, la malta de la cerveza. Hay barro en el borde del escalón en el que él se ha limpiado la suela de las botas, barro y hojitas quebradizas de arándanos.

—No estoy seguro de que entiendas lo que estoy tratando de decirte, Darling —reflexiona Martin—. Porque creí que podía perderte. Y no sabía qué hacer. Pensé… pensé… ¿Sabes qué pensé? Pensé que no podía perderte nunca, que no podía dejarte marchar nunca. Eres mía. Pero puede que yo no esté siempre. Puede que no siempre sea lo bastante rápido o lo bastante listo. Y el mundo es un lugar feo. Es un puto lugar feo de verdad.

—¿Qué pasó al final?

—Te pusiste de pie —relata él—. Te pusiste de pie sin más y te quedaste mirando la hierba, con ese puto juguete en la mano, y supe que estabas mirando al puma. Dios santo, debías de estar mirándolo a los ojos. Yo estaba en el borde del porche, pero era incapaz de distinguirlo entre la hierba. Era como si se hubiera vuelto invisible.

Coge aire por la boca, con los dientes apretados. En los bruñidos antebrazos se le dibujan venas abultadas, que le culebrean por el dorso de las manos. Sus nudillos son nudos de cuero; los dedos, un entramado de cicatrices. Ella le mira las rodilleras de los Levi’s manchadas de grasa y óxido, alarga un brazo y rasca un pegote de epoxi. En los bajos de los Levi’s hay barro y hojas, y en un pliegue de la tela vaquera, una minúscula flor de manzanita urceolada, con su boquita de piñón rosa y su pedicelo tubular.

—Esos cabrones pueden pegarse al suelo y permanecer a la espera —explica—. Ese hijo de puta. Me puse de rodillas en el borde del porche, te localicé con la mira telescópica y te centré en la retícula. En un principio pensé que podría darle justo antes de que se abalanzara sobre ti, pero después pensé que prefería matarte yo a que te cogiera el puma. A que te arrastrara por la hierba y te destripara. Eso es lo que hacen. Te sujetan con la boca y las patas delanteras y te golpean con las traseras para destriparte. Y no estaba dispuesto a permitir que ocurriera eso, de ninguna manera. Si situaba esa retícula en tu sien, adiós muy buenas: puf, y una rociada de sangre. Mejor eso a que el puma te abriera en canal.

—¿Viste al puma, papi?

—No. Diste media vuelta, echaste a andar colina arriba y subiste al porche y supe que ese hijo de puta estaba ahí fuera, listo para separarte de mí. Llegaste y te me agarraste a la pernera del pantalón, y yo me quedé parado hasta que entraste en casa. Se hizo de noche, saliste y dijiste que tenías hambre.

—¿De verdad me habrías disparado?

—Eres mi niñita, Darling. Lo eres todo para tu padre, y nunca, nunca te dejaré marchar. Pero no lo sé. Supongo que es difícil saber lo que está bien.

—Tú y yo —contesta Turtle— contra el mundo.

—Eso es —coincide él.

—Perdóname por haberme ido, papi.

—¿Adónde fuiste?

—Al este —afirma—. Al este, por encima del Albion. Hay secuoyas, papi.

Él asiente y mira hacia el este.

—Por esa zona hay gente que planta marihuana, y no creo que ninguno de ellos le vaya a hacer daño a una niña, no lo creo, pero tienen perros que sí. Y, ratoncito, son personas, y como pasa con las personas, no todas son buenas. Así que ten cuidado. Creo que es mejor que no te vuelvas a marchar así. Pero lo dejaremos pasar por esta vez.

—Papi —cuenta ella—, en una elevación, muy por encima del Albion, había una tarántula.

Él la abraza un rato y contesta:

—No, allí no hay tarántulas.

—Sí, papi, yo vi una. Grande como mi mano.

—Es imposible que vieras esa araña.

—Pero, papi…

—Darling —zanja él.

—Sí, papi.

Se quedan sentados en la Adirondack, Turtle en el regazo de su papi, él abrazándola, observando las nubes, que vienen hacia ellos en hileras. El sol poniente baña un océano aguamarina y púrpura. Los farallones son una silueta casi negra. En los salientes encalados, los cormoranes esperan con las alas extendidas hacia el astro. Turtle no abarca los bíceps de Martin con las manos, del pulgar al meñique. Las venas que los surcan son más anchas que las huellas dactilares de ella.

Se baja de un salto, y él se levanta, la mira y se le demuda el rostro. Apoya una rodilla en el suelo y la abraza.

—Dios —exclama—. Dios. Por todos los santos. Ten cuidado. Dios, ratoncito. Dios. —La estruja, y ella se queda quieta, sus brazos rodeándole la cintura—. Qué alta estás —observa—, qué fuerte. Darling, Darling.

—Sí —replica ella.

—¿Solo mía?

—Solo tuya —asegura ella, y él arrima con fuerza la mejilla a su cadera, se pega a ella con un gesto de urgencia, la mira, le rodea los riñones con los brazos.

—¿Me lo prometes? —pregunta él.

—Te lo prometo —contesta Turtle.

—¿De nadie más?

—De nadie más —afirma ella.

Él aspira hondo su olor, cierra los ojos. Turtle permite que la abrace. Como no dio con ella, Turtle pensó que no la había ido a buscar. Se figuró que se había quedado esperando sin más a que ella volviera. Pero ahora está entre sus brazos, viendo la suela embarrada de sus botas y pensando: «fuiste en mi busca y no me encontraste». Siempre había creído que él la encontraría fuera adonde fuese, que era capaz de anticipar todos sus movimientos mejor que ella misma. Piensa: «habría sido mejor que me lo hubieses dicho, papi, y nos habríamos reído juntos. Podrías haber bromeado al respecto. Podrías haber dicho: “qué alta y fuerte estás, y te mueves sin dejar rastro”». Piensa: «deberías haber dicho algo, en vez de dejar que viese este barro y sacara mis conclusiones, que dedujese que fuiste por mí y no me encontraste, así que tuviste que volver aquí a esperar». Piensa: «mi opinión de ti no habría empeorado si me lo hubieses dicho».

En algún punto de la noche se despierta y yace en silencio, mordisqueando el relleno de algodón de su saco de dormir. Luego se levanta, abre la ventana y se sube a ella, la luna iluminando sus desnudas extremidades. Sale por la ventana y se descuelga por los tallos del rosal, tan gruesos como muñecas huesudas, avanza por el embarrado jardín y, en la oscuridad, se adentra en el herbazal. Los sensores de movimiento hacen que las luces se enciendan con un clic, y ella se queda tumbada en la hierba, respirando el olor a mojado de los rábanos y la hierba dulce aplastados.

La puerta de la entrada del dormitorio principal se abre, y Martin sale y se queda en el pequeño porche de su habitación, en la cara sur de la casa, oteando la pradera. Lleva un arma al hombro, Turtle no sabría decir cuál. Con los reflectores iluminándola, es casi imposible distinguirlo en el porche, como si fuese una figura que estuviera justo a la derecha del sol. Permanece a la espera, despatarrado y paciente, y Turtle se figura que respira con calma mientras escudriña el prado. Ella entierra la cara, hunde el blanco de los ojos en la hierba, y respira, esperándolo, sabiendo que no la verá nunca. Piensa: «había algo raro en esa anécdota del puma. Él no ve las cosas como son, no las ve con claridad».

Martin entra. Turtle oye que la puerta se cierra de golpe. Exhala nerviosa y repta por la avena silvestre, palpando con los dedos hasta que encuentra lo que busca, lo que tiró discretamente a la hierba al bajarse del coche.

Lo encuentra, se lo lleva a la cara y respira hondo. Se da la vuelta, y los sensores encienden las luces de nuevo. Salva el espacio que la separa de la casa deprisa, se echa al hombro la camiseta que lleva para liberar las manos y sube por la pared. Rodea una ventana y se mete en el hueco que se abre entre las paredes del recibidor y la segunda planta, se encarama al tejado del recibidor y avanza por el lateral de la casa hacia su ventana. Oye que la puerta de Martin se abre de golpe, oye que él sale al porche meridional. El recibidor le impide verlo. Sobre su cabeza, la ventana en voladizo sobresale un metro de la pared. Turtle se agarra a los tallos del rosal que crecen al lado y debajo de ella, mira hacia arriba y escucha los pasos de Martin, se impulsa hacia arriba y hacia fuera. Se coge del alféizar y se queda suspendida de una mano, con los pies colgando. Pone la otra mano en el alféizar, se escurre por la ventana y baja al suelo, manchada de barro. Coge la prenda de algodón. Martin sale al jardín. Ella se asoma por la ventana, jadeando. Él se para junto al bidón de la basura, escudriñando la hierba, y se da la vuelta para mirar la casa. Cuando desaparece, ella se deja caer al suelo resbalando por la pared.

Es la camiseta de Jacob Learner. Tiene una vela en el centro, rodeada de un alambre de púas. Sobre ella un arco de estrellas. En la camiseta pone: «AMNISTÍA INTERNACIONAL». Se queda sentada, mordisqueándose los dedos, las desnudas piernas abiertas en el frío suelo de madera, a su alrededor huellas de barro de sus talones. Pone las manos en la camiseta.

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