Darling

Darling


Capítulo 9

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Al dejar atrás el campo de frambuesas, Turtle oye que Rosy se levanta con dificultad y se acerca a la puerta, sacudiéndose y haciendo tintinear el collar. Acto seguido el abuelo abre y la mira.

—Guisantito, ¿me echas una mano con esta pizza? —pregunta.

Ella deja el rifle contra la jamba, saca la pizza hábilmente del horno y la pone en una tabla de cortar. Coge el cuchillo cebollero que le da su abuelo, comprueba el filo con un dedo y parte la pizza en porciones.

—Bien —aprueba él, observando el cuchillo, con queso pegado—, bien.

—Abuelo, tienes que comer otras cosas, no solo estas pizzas —aconseja ella.

—Bah, no pasa nada —afirma él—, no pasa nada. Hace mucho que dejé de preocuparme por mi salud, guisantito. —Van a la mesa—. No es habitual que vengas a cenar —comenta el abuelo, y lo dice como si fuera una pregunta.

—No —responde Turtle.

El abuelo tiene en una mano un vaso de bourbon con cubitos de esteatita para enfriarlo. Las mejillas le cuelgan, y da la impresión de que está frunciendo el ceño. Turtle se saca la Sig Sauer, retira el cargador, desliza la corredera y deja el arma en la mesa. Huele a pólvora. En el cañón, que queda a la vista, hay restos de pólvora; el armazón humea, ella tiene los dedos negros, el que aprieta el gatillo del color del latón. Saca las cartas de la funda, las cuadra deprisa, baraja.

—Bueno —observa él—, dime que no has ido con eso al colegio.

—No he ido con eso al colegio —contesta ella, y corta, baraja y da.

El abuelo coge sus cartas, que tiemblan en su mano como si fuesen de papel.

—Los pinos del lado norte de la quebrada han empezado a morir —cuenta—, y hacia el Albion, a lo largo de la carretera, en la curva, están muriendo más. Puede que sea ese escarabajo del pino del que habla todo el mundo, no lo sé, guisantito.

Turtle se descarta. Esos pinos llevan mucho tiempo muertos.

El abuelo toca y ordena sus cartas con una mano temblorosa.

—Casi estamos a finales de año —dice.

Ella lo mira. No sabe a qué se refiere. Él coloca las cartas.

—¿Qué estaba…? —inquiere al cabo de un momento.

—No sé.

Tiene los ojos amarillos. Se pasa la lengua por los labios.

—Pero bueno, ¿qué estaba diciendo?

—Los pinos, finales de año, pero no estamos a finales de año, abuelo.

—Bueno, eso ya lo sé —asevera él. La partida se interrumpe mientras se para a pensar. Luego añade—: Las abejas se están muriendo. Seis colmenas, guisantito, y cinco de ellas muertas.

Turtle no dice nada.

—No sé por qué. —Frunce el entrecejo—. Algún parásito o algo. Puede que sea culpa mía.

—No es culpa tuya —lo tranquiliza ella.

—Puede que… —gesticula— se me olvidara hacer algo.

—No se te ha olvidado hacer nada.

—Seis colmenas —repite— y cinco de ellas muertas, las larvas atrapadas en las celdas. Las obreras no vuelven, no sé por qué. Debe de ser por algo que hice.

Ella espera a que su abuelo se descarte.

—No se me ocurre qué puede haber sido. Ay. Ay. ¿A finales de año no se hace algo?

—Abuelo, estamos en mayo.

—Algo que se hace a finales de año —insiste él.

—No sé de qué me hablas —admite Turtle.

—La graduación —recuerda el abuelo.

—No es la graduación —corrige ella, porque eso es en el instituto. El baile es el 16 de mayo, dentro de menos de dos semanas. El último día de clase es el 10 de junio.

—Vale, bien —replica el abuelo, y se descarta. Turtle corta la baraja, el abuelo saca la carta inicial, una jota, por lo que Turtle se anota dos puntos. La partida se ha reanudado—. Bien —repite él—, vale, bien. —Coge sus cartas y tira un ocho.

Turtle tira un siete, de manera que suma dos puntos.

El abuelo tira un nueve y se anota tres por la escalera de 7-8-9.

—Entonces ¿vas a ir al baile?

Ella se ríe. Señala con la cabeza la Sig Sauer, en un gesto muy de Martin.

—No me puedo creer que te deje ir por ahí con eso —comenta sorprendido.

—¿No? —replica Turtle.

—No me puedo creer cómo te está criando ese hombre.

—Me quiere —asegura Turtle.

El abuelo cabecea.

—Me quiere mucho —insiste Turtle.

—No hagas eso, guisantito.

—¿Qué? —dice Turtle.

—No tergiverses así las cosas. No puedes decir una cosa por otra así, guisantito, conque no empieces.

Ella chasquea los dedos, pensando: «perdona, lo siento».

—Este es nuestro pueblo. Este es tu pueblo. La gente de aquí es tu gente. Y vas por ahí con ese chisme.

Agarra con fuerza su vaso de whisky, la mirada endureciéndosele más y más, su expresión cambiando muy poco o nada, pero insinuando de algún modo una lenta consolidación de su amargura. Echa mano de una botellita de Tabasco y adereza la pizza. Luego coge una porción, la mantiene en las temblorosas manos y la deja donde estaba. Toma sus cartas y la partida continúa en silencio. Turtle se lo ve en la cara, ve que no es capaz de entender nada y que está ahí sentado deseando poder hacerlo.

Al cabo de un rato inquiere:

—Y dime, ¿no hay ningún chico?

—No hay ningún chico.

El abuelo levanta la cabeza y le dirige una mirada inquisitiva.

—¿Cómo que no hay ningún chico?

—Que no hay ningún chico. Eso es todo.

—¿Se te está haciendo cuesta arriba el colegio? ¿Se meten contigo?

—No —contesta Turtle.

—Me alegro.

Se sirve más whisky. Descubren las cartas, anotan los puntos, enseñan la mano y proceden a efectuar el recuento. El abuelo recoge las cartas con dificultad. Las baraja. Juegan una mano. Se sirve más whisky, lo mira fijamente. Desechan cartas, suman puntos.

—Si fueras al baile, ¿qué te pondrías? —se interesa él.

—No voy a ir —asevera ella.

—No me gusta eso de que no vayas a ir.

—Bueno, abuelo, entonces tendré que ir al baile.

—Ah —responde él—, ¿hay un chico?

—Claro —afirma Turtle—. Claro que hay un chico.

El abuelo sonríe encantado y se le forman arruguillas alrededor de los ojos. No puede dejar de sonreír. Se rasca la cara, intentando dejar de hacerlo, porque sabe que parece bobo, y Turtle ve que no quiere fastidiarla pareciendo bobo, pero él no puede dejar de sonreír, de manera que finge que no sonríe y mira el whisky encantado, entornando los ojos.

—Mira tú, el cabroncete… —suelta el abuelo.

—No lo conoces. Es muy majo.

—Es un cabroncete —repite el abuelo. No puede dejar de sonreír al whisky. Se rasca la cara de nuevo. Deja de sonreír un instante, pero la sonrisa le vuelve a asomar en el lado izquierdo de la cara, y hace girar el vaso, el cristal humedecido por fuera.

—Pues en ese caso te hará falta un vestido, guisantito.

—Nada de vestidos —zanja ella con la baraja partida en dos, una mitad en cada mano. Tiene la sensación de que podría pasar cualquier cosa. Tiene la sensación de que el mundo podría abrirse.

Entonces el abuelo dice:

—Martin no te ha…, no te ha puesto nunca la mano encima, ¿no?

—No —contesta Turtle.

—Claro que no. Claro que no. —Él levanta el vaso, mira las luces, que atraviesan sesgadas el whisky, lo apura. Deja el vaso en la mesa. Da la impresión de que se ha olvidado de la partida.

—Pídele que te lleve a comprar un vestido.

—Un vestido —repite ella, y se ríe.

—Un vestido. Esto es lo que le vas a decir, así es como lo vas a hacer —empieza el abuelo, y asiente—. Le gustará. Tú le dices: «Quiero ir al baile». Él te contestará lo que sea, y tú le pides: «Papi, llévame a comprar un vestido». Luego te callas y listo, no lo vuelves a mencionar y haces como si hubieses renunciado a la idea, hasta que te lleve a comprar un vestido, y después no dices nada del baile, ni dices nada de ningún chico. Se trata únicamente del vestido, de ti y de él. Luego, cuando sea el baile, vas sin más. Sin pedirle permiso. Vas y punto. Y cuando vuelves, no dices nada, y es como si el baile fuera entre tú y él y no hubiera habido ningún chico.

Turtle baraja, reparte, se queda mirando las dos manos. Ni el abuelo ni ella levantan las cartas. Turtle piensa: «qué coño, puede que hasta funcione, pero no hay ningún chico y no habrá ningún vestido», y acto seguido piensa: «se te está olvidando cómo es tu vida, Turtle, y no se te puede olvidar. Tienes que ser consciente de tu realidad, porque si alguna vez sales de esta, será porque prestaste atención, te moviste con cuidado y lo hiciste todo bien». Y después piensa: «salir de esta, mierda, tienes la cabeza podrida y no puedes confiar en ti misma, y ni siquiera sabes qué creer excepto que lo amas, y todo lo demás parte de esa base».

Cogen las cartas. Las de Turtle no son buenas. Esperará a ver qué puede hacer con la carta inicial, pero las cartas en sí no son buenas. Tal vez les saque partido si juega bien, pero cuando la mano no es buena, siempre se pasa la partida arrepintiéndose, porque puede que necesite lo que desechó, y no hay manera de saberlo de antemano, pero no hay forma de evitarlo. Las mira bien para ver si puede sacarles provecho y se pregunta qué podrá hacer con la carta inicial. El abuelo hace girar el whisky despacio, los cubitos de esteatita chocando suavemente contra el cristal. Turtle espera a que juegue, pero no juega.

Esa noche, cuando sale del huerto y va hacia la casa, ve que hay otra camioneta aparcada en la entrada, además del escarabajo anaranjado de Wallace McPherson. Se acuclilla entre la hierba y echa mano del arma. Ve las sombras de los hombres en torno a la mesa y piensa: «estará de malas, estará de mal humor seguro». Arranca un poco de acederilla y se sienta a masticar las ácidas hojas. Luego se levanta, sube al porche y entra por la puerta de cristal corredera. Martin está sentado a la mesa con Wallace McPherson y Jim Macklemore, hay botellines de cerveza por toda la mesa, porros y puros aplastados en ceniceros. Martin reparte, están jugando al póquer. La miran y Martin estampa la mano en la mesa, el sonido como un disparo.

—Hombre, por fin has vuelto —observa.

—Estaba con el abuelo —replica Turtle.

—Con el abuelo —le dice Martin a Wallace McPherson—. Estábamos preocupados porque no venía, pero resulta que solo estaba con su abuelo. Con su querido, su queridísimo abuelo. No debería haberme preocupado. ¿Qué puede haber de malo en que uno pase todo su tiempo libre con un psicópata sin remordimientos? ¿Un hombre sin imaginación encerrado en una caravana lúgubre y pestilente? ¿Una caravana que huele que apesta a Jack Daniel’s y sus sueños ponzoñosos, las pobres emanaciones de un cerebro de mosquito amargado y rebosante de odio? Solo estaba pasando el tiempo con su querido abuelo mientras él se mata bebiendo.

Wallace McPherson mira a Turtle como pidiéndole disculpas. Está echado hacia atrás en la silla, en equilibrio sobre dos patas, la barba negra perfectamente cuidada y el bigote encerado.

—Su querido abuelo —le sigue diciendo Martin a Wallace—, el mejor de los hombres, en realidad. La clase de hombre cuyo trato todo el mundo querría que frecuentara su hija. —Golpea la mesa otra vez y mira a Turtle—. Y ahora ¿qué piensas hacer?

—Irme a la cama.

—¿A la cama? Bien.

—Ese es un rifle muy grande para una niña pequeña, ¿no? —comenta Jim Macklemore.

Turtle lo mira con cara inexpresiva.

—Y menuda…, ¿qué clase de mira es esa?

Turtle no cree que tenga sentido contestarle.

—¿Sabes disparar ese chisme?

Ella no responde.

—¿Eres capaz de darle a algo?

Turtle se queda plantada donde está, masticando la acederilla.

—Bueno —replica el hombre, sacudiendo la cabeza despacio—. Puede que sí, puede que no.

Martin no dice nada.

Turtle sube a su cuarto con sigilo. Baja su caja de herramientas, extiende una toalla y se sienta con las piernas cruzadas a lo indio. Coge la Sig Sauer, retira la corredera y deja ambas cosas en la toalla. Después extrae el muelle recuperador. A continuación saca un destornillador de la caja de herramientas y quita las cachas de polímero para dejar a la vista el pasador del martillo y el muelle principal. Abajo, oye que Wallace se levanta y se despide:

—Bueno, yo creo que me voy a casa.

Luego bromas en voz baja, que no oye, risas, el sonido de Wallace al ponerse el abrigo, el silbido y el doble deslizar de la puerta de cristal corredera, los pasos de Wallace al bajar la escalera y pisar la hierba, el arrancar del escarabajo, y Wallace dando la vuelta en el camino. Turtle se inclina sobre su toalla, retirando partes de la pistola con los dedos negros de pólvora. Se recoge el pelo en una coleta alta, tirante, y sigue extrayendo lentamente cada leva y cada resorte. Sabe qué es cada cosa, lo va poniendo todo con cuidado en la toalla. Abajo, Jim y su papi están hablando. Las voces le llegan amortiguadas e interrumpidas por largos silencios. No es capaz de distinguir las palabras, pero capta el tono perfectamente. Se levanta y echa a andar por el pasillo. Se tumba boca abajo y se arrastra hasta el rellano, que no tiene barandilla, tan solo un marco de tablas de secuoya agrietadas, ennegrecidas por el tiempo y el aceite. Repta hasta la viga, apoya la mejilla en ella, y escucha.

—Esa hija tuya…

—Dios santo —responde Martin.

—Anda que no está asilvestrada.

—Dios santo —repite Martin.

—Es igual que su madre —apunta Jim.

—Y no se parece en nada a mí —confiesa Martin.

—Son los ojos —asevera Jim. Permanecen un buen rato en silencio mientras los dos rumian esas palabras. Después añade—: Esos ojos azules fríos, llenos de muerte y vitriolo.

Se ríe de su propia gracia, y Martin golpea la mesa y ríe también. Los dos hombres se quedan callados. Turtle se tumba boca arriba, aguzando el oído, mirando al techo.

—Su madre decía que se la folló un puma.

—¿Qué?

Otro largo silencio. Turtle oye el ruido que hace Martin al abrir y cerrar la boca, cuando va a hablar, pero no es capaz de decir nada. Después, con una risa que es como un murmullo, explica:

—Contaba que estaba dormida en la habitación y yo estaba fuera, cortando tablas para revestir el dormitorio de arriba. El dormitorio principal tiene una entrada y un porche. Decía que yo me dejé esa puerta abierta.

—¿En serio?

Silencio. Martin tal vez asienta. Se escuchan los ruiditos que hace con la boca, como si chascara la lengua cuando está pensando o absorto en sus recuerdos.

—Así que decía que, cuando se despertó, el puma estaba en la cama con ella, dos metros y medio de largo, de la cabeza a las patas.

—Nunca he visto un puma tan grande —reconoce Jim—, claro que yo no vivo en medio de la nada como vosotros.

—Un bicho grande de verdad.

—Le gustaba tomarte el pelo.

Más silencio, y luego:

—Decía que el puto bicho se le subió encima y la montó allí mismo, en la cama, por detrás; decía que tenía como una especie de garfio, un arpón, como una púa en la polla.

Jim se ríe, dando manotazos en la mesa.

—Joder. Menuda fresca, ¿eh?

—Para morirse de risa —espeta Martin con sequedad.

Se hace otro silencio largo y Jim afirma:

—Es hija tuya, no hay duda, hasta la puta médula. Esa niña ¿qué pesa?, ¿cincuenta kilos?, es pura energía y puta furia asesina. Es hija tuya, no hay duda.

Otro silencio largo, y Martin responde:

—Dios santo.

—¿Sabes qué? —observa Jim—, sobre todo me preocupan las niñas que crecen en este mundo, ¿no?, ¿no? Lo que les puede pasar no es lo mismo que a los niños. Pero con esa hija tuya… —Coge la baraja de cartas con un raspar como de papel y le da contra el borde de la mesa—. Con Julia. Con esa niña. Algún gilipollas, ¿no? Y lo que te da… te da pena ese capullo y lo que está a punto de descubrir. —Jim se ríe y tose.

—Yo no creo que tenga ninguna gracia —espeta Martin.

—Lo sé, lo sé —se apresura a contestar Jim.

—Son los capullos como tú —replica Martin, la voz muy baja—. Capullos gordos que nunca han visto pasar nada malo y creen que con ser buena persona es suficiente. Pero lo cierto, Jim, es que las cosas pueden salir de cualquier manera, y a veces da lo mismo lo bueno que seas.

—Lo sé, y es la pura verdad —conviene Jim.

—Así que no tiene gracia. Hago todo lo que puedo por ella, pero solo es una niña de catorce años, Jim.

—Lo sé, y lo siento —se disculpa este.

—Nunca se sabe cómo van a salir las cosas —asegura Martin—. Nunca se puede estar seguro del resultado.

—Claro que no, lo siento, Marty.

—Y, Dios santo, la preocupación te quita el sueño. Te preocupa el tipo de mundo en el que está creciendo, y qué será de ella. Dios santo, es terrible. Y ojalá fuese como tú dices. Pero la verdad es que da lo mismo lo duro que seas.

Turtle, tumbada en el suelo, escucha a su papi, la voz rebosante de dolor, mirando las tablas del techo. Encajan una en la otra, y así sucesivamente, tabla tras tabla, a lo largo de ese techo que casi está envuelto en la oscuridad, y todas ellas son un milagro por su rareza y su peculiaridad, y Turtle piensa: «la vida es algo raro. Si miras a tu alrededor, si observas, casi puedes perderte en ella», y piensa: «para, estás pensando como Martin». Abajo se hace otro silencio largo.

—Eso fue un puto horror —opina Jim poco después.

—Dios santo —responde Martin.

—Joder, Marty, no te metas con ella ahora.

—Dios santo —repite Martin—. Casi podría olvidarlo a veces.

—No te metas con ella. Ya pasó.

Un ruido cuando Martin mueve la silla. La mesa cruje cuando apoya en ella los antebrazos, quizá se eche hacia delante.

—Y te tienes que parar a pensar qué le dices a una niña, qué le dices del mundo, qué le dices de la vida. ¿Qué le dices?

—Joder, Marty, yo qué sé.

—Puede que las temperaturas suban seis grados en las décadas siguientes, y eso no es solo una «subida de las temperaturas», es un cataclismo. ¿Crees que podemos detenerlo? La gente no cree en la obesidad, y eso sí que se puede ver en un puto espejo. Es incapaz de cuidar su puto cuerpo. ¿Cuánta gente crees que muere de infarto por culpa de la placa que tiene en las arterias? Mucha. ¿Cuánto es…? El setenta por ciento de los norteamericanos tiene sobrepeso. La mitad de ellos son obesos. ¿Y tú crees…, es capaz esta persona, este americano medio, de cuidar algo? No. Claro que no, joder. Así que la naturaleza, que no pueden ver con todas sus carreteras y gasolineras y colegios y cárceles, la puta naturaleza, que es más importante y más bella que cualquier cosa que haya visto o entendido en su puta vida este americano medio, la naturaleza morirá, y vamos a dejar que muera, y no hay manera de salvarla. Joder.

—¿Y el optimismo?

—A la mierda el optimismo —espeta Martin—. Un día pregunta, pregunta a alguien qué haría si llegara el final. Tú ve y pregunta, y de aquellos a los que preguntes habrá algunos que te dirán que morirían, sin más, y de entre los que no te digan eso, habrá más que lo piensen. La gente se conforma con vivir si la vida es fácil. Si dejara de ser fácil… pues… —Silencio. Permanecen sentados un rato, y luego se escucha un raspar, y Martin continúa, la voz ronca y grave, pasando las uñas por la madera—: Pues te diré que lo que quiere decir esa pregunta es: ¿qué harás cuando la cosa se complique? Y la vida se complicará, de eso puedes estar seguro. La vida se complicará, y decir que no lucharás por ello…, en fin. ¿Qué relación puedes tener con esa gente? Pues ninguna. Su vida es una farsa que se rige por las circunstancias, su supuesta intercesión es perfidia, una mentira social, y considerarlos personas es ceguera. Así que ¿cómo quieres que haya optimismo? Si no están dispuestos a luchar por ellos mismos…, ¿tú crees que lo harán por el mundo? ¿Un mundo que cuesta imaginar, que cuesta entender? Ni siquiera tienen el lenguaje necesario para entenderlo. No ven belleza en él. ¿Y sabes cuál es la prueba? Que el final se acerca y aquí estamos todos… esperando, tocándonos los cojones.

—Joder, Marty, no sé.

—¿Sabes qué creo? Que a esa le importaba todo una puta mierda. Las cosas se complicaron de mala manera, las putas jaquecas empeoraron y se rindió.

—No te metas con ella —pide Jim.

—¿Por qué no?

—Tú mismo dijiste que podía pasar cualquier cosa. Pudo ser algo al azar. No fue algo que ella quisiera que pasase. Y lo sabes.

—Yo no sé una mierda, joder.

—No hablemos de ella.

—Supongo que no es algo que pueda saber nadie —admite Martin—, pero es inevitable que uno se haga preguntas, coño.

—Fue un accidente, y si no lo fue, tampoco creo que importe.

—Sí que importa.

—No, Marty, no lo creo.

—Eres un buen tío, para ser un soplapollas. ¿Lo sabías, Jim?

—No soy un soplapollas.

—Ser un maricón republicano que se odia no hace que seas menos maricón, Jim. Solo hace que seas maricón y además un cabrón ciego que se engaña a sí mismo.

—Qué raro que no tengas más amigos.

Turtle espera que continúen hablando, pero no dicen más. Se aparta del rellano, se levanta y entra en su habitación sin hacer ruido, mordiéndose los dedos.

Se acuesta y mira el recuadro de la ventana que la luna proyecta en el suelo. Piensa: «no sabes lo que has oído, no lo sabes, así que no lo pienses, y no sabes a qué se referían, así que no, Turtle, no lo pienses».

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