Darling

Darling


Capítulo 10

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10

Apenas ha amanecido. Los tallos largos, húmedos de la cañuela se inclinan sobre Turtle. Está tendida en el suelo, observando por la mira. Pegada al arma, huele la grasa y los restos de pólvora. A su alrededor, la pradera está cubierta de rocío, la neblina retirándose ladera abajo. Conforme empieza a hacer calor, los largos tallos, vencidos por el peso del rocío, se desenredan de pronto y se yerguen, con las espigas meciéndose. Todavía no hay nubes en el cielo salvo una, lenticular, lejana, que la brisa deshilacha. Turtle calibra la distancia y permanece tendida, la mejilla adherida a la culata. Da la impresión de que el blanco, en su soporte, está muy lejos. Piensa: «no le daré ni de coña. No hace falta ni que lo intente. A quinientos metros, lo suyo es levantarte y largarte. Apuesto a que mucha gente cree que puede acertar a quinientos metros y apuesto a que hay muy pocos que de verdad lo pueden hacer. Así que levántate, lárgate y resígnate». «Claro que no siempre puedes hacer eso», piensa. Baja la intensidad de la luz, la retícula pasa de líneas rojo láser a negro. Aprieta el gatillo. El arma lanza a la hierba el casquillo caliente. Se escucha un sonido metálico en el blanco, que se bambolea con furia en el soporte. Turtle sonríe al ver la suerte que ha tenido al acertar a la primera. Dispara otra vez, y se escucha el mismo sonido metálico y el blanco se vuelve a mover, y ella espera a que se detenga y abre fuego otra vez y el blanco oscila de nuevo. Turtle sonríe, los casquillos .308 echando humo en la hierba húmeda. Escucha una risita a su espalda y se da la vuelta. Martin sube por la pradera, los vaqueros empapados hasta las espinillas, contra el pecho una cerveza. Llega y se tumba a su lado.

—Joder —exclama despacio, complacido. Y sacude la cabeza, se toca los labios secos ensimismado y mira el blanco desde todos los ángulos. Listo para hablar de ello, pero sin que llegue a hacerlo, un momento en el que las cosas que quería se han hecho realidad, y allí, en compañía de ellas, le vienen a la cabeza todas las dudas, todo lo que le ha costado llegar hasta ese punto, todos los gastos, y Turtle ve cómo se ensombrece el momento—. Joder —repite él, mirando hacia la falda de la colina, más allá de la línea del sol, hasta donde las resplandecientes olas se encabritan y rompen contra los guijarros de una playa que no se ve.

—¿Cómo murió? —pregunta Turtle.

Él se vuelve hacia ella, la desolación escrita en la cara.

—¿Cómo murió? —Sacude la cabeza, haciéndose preguntas para sus adentros, sorprendido, sobre ella, sobre el momento, sobre ese blanco perfecto, tocándose los labios con el pulgar—. ¿No lo sabes? ¿Cómo es posible que no lo sepas? Tengo la sensación de que te lo he contado cien veces. Mil veces.

—No —afirma ella.

—Joder. —Hace una pausa, pensando en esa respuesta—. ¿En serio?

—No me lo has contado nunca.

—Joder, está bien —accede él, e indica con un gesto el poco sentido que tiene hacerlo. Dobla un tallo verde, empieza a arrancarle las espiguillas, las húmedas vainas pegándose a los dedos. Al cabo cuenta—: Pues… se fue a bucear para coger orejas de mar y no volvió.

—¿En serio? —pregunta Turtle.

—Ahí mismo. A Buckhorn Cove. —Señala con la cabeza la parada del autobús, el océano, los farallones negros, bordeados de rompeolas—. Salió sola, temprano. Hacía un día precioso. No había muchas olas. A eso de mediodía, bajé a la playa y vi su barca. Fui nadando hasta allí, pero ella no estaba.

—¿Qué le pasó?

Martin se palpa la mandíbula.

—¿Bajó y ya no subió?

—Así es.

—¿Pudo ser un tiburón?

—Pudo ser cualquier cosa.

Bebe un trago de cerveza, inclinándola con dificultad debido a la postura.

—Lo siento, ratoncito. Si tenía que ser uno de los dos, habría preferido ser yo. Ojalá hubiera sido yo. Ella era todo lo que tenía. Bueno. No todo.

Se levanta y se va. Turtle apoya la cara en la hierba. Luego se pone de pie como puede, se mete el cargador extra en el bolsillo trasero y lo sigue hasta la casa. Suben juntos los escalones del porche y él lanza el botellín de cerveza al campo. Turtle va a la nevera, saca una Red Seal y se la lanza baja por la encimera. Él la coge y la abre contra el borde de la encimera. Con la puerta de la nevera abierta, Turtle se casca unos huevos en la boca, termina el cartón, lo tira. Esperan en silencio. Él le ofrece la cerveza. Ella le da un trago, se limpia con la manga.

—¿Hora de irte?

—No hace falta que me acompañes.

—Ya lo sé, ratoncito. Ya lo sé.

Ella asiente. Bajan juntos. Esperan en el arcén de grava.

—No hace falta que te quedes esperando, papi.

—Mira ese océano, ese grandísimo hijo de puta, ratoncito. —Los cormoranes descansan en las rocas pintadas de blanco con las alas extendidas, de cara al sol. Por el bufón de la isla Buckhorn sale espuma—. Nada tiene sentido —reflexiona, y ella no sabe por qué habría de tenerlo, ni por qué habría que buscarlo, y no entiende por qué habría de querer que fuese algo distinto de lo que es, o por qué habría de querer que estuviese relacionado con uno. Está ahí, sin más, y para ella eso siempre ha sido suficiente.

El autobús jadea al tomar la curva, se detiene en el arcén de grava y abre sus puertas con perfil de goma. Martin saluda a la conductora con la cerveza, y Margery mira al frente, a la carretera. Turtle avanza entre los asientos de vinilo verde. Nadie la mira, y ella no mira a nadie.

No espera a que el autobús continúe hasta el colegio. Turtle se levanta con los chicos que van al instituto y se baja cuando el autobús efectúa su primera parada en el pueblo. Echa a andar colina abajo, hacia los cabos. No sabe adónde va, tan solo que no puede ir al colegio, que su vida es un desastre y que necesita alejarse y aclarar las ideas. Lo que quiere, más que nada, es estar perdida otra vez en las laderas embarradas que descuellan sobre el Albion. Una chica que viene corriendo en sentido contrario se detiene delante de Turtle, apoya una mano en las rodillas y se quita las gafas de sol con la otra. Después se seca el sudor de la frente con el brazo. Es Anna, tratando de recobrar el aliento, con unos pantalones cortos rosas y una camiseta azul, el pelo recogido en una coleta.

—¿Julia? —saluda—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Mierda —suelta Turtle.

—¿Julia? —repite Anna, sorprendida.

—Hay que joderse —espeta Turtle.

—¿Te encuentras bien?

—¿Qué está usted haciendo aquí? —pregunta Turtle.

—Corro —responde Anna.

—Pero ¿no debería estar en el colegio?

—¿No deberías estar en el colegio? —apunta Anna—. No tengo clase hasta las doce y media, pero tú deberías estar en mates con Joan Carlson, ¿me equivoco?

—No —admite Turtle.

—¿Qué pasa? —indaga Anna.

—Nada…, estoy bien —asegura ella.

—¿Estás bien? —insiste Anna, que se acerca y la mira con atención.

—Por una puta vez las cosas podían salir bien —contesta Turtle.

—¿Cómo? —Anna no entiende.

—¿Por qué debería ir al colegio? —plantea Turtle—. ¿Por qué debería molestarme en ir?

—¿Cómo? —repite Anna.

—¿Por qué debería ir? ¿Acaso he aprobado uno solo de esa puta mierda de exámenes que nos pone? Me lleva aparte y me suelta lo de: «Ay, Julia, ¿por qué no has aprobado el examen?», pero ¿es que no es evidente por qué no he aprobado el puto examen? ¿Qué quiere que le diga? Me está pidiendo que le mienta, y no me gusta mentir. Creo que hay buenas razones para no mentir, y no me gusta que en su clase me pida que haga exactamente eso. Necesito alejarme, pero cómo no, me topo con usted y me suelta: «Ay, ¿por qué no estás en el colegio, Julia?». Vete a tomar por el culo, puta de mierda. La cago en el colegio porque soy una inútil, Anna. Por eso. Ahí está su respuesta. —Levanta las manos en un gesto de impotencia y las deja caer—. Lo he intentado, una y otra vez, y no apruebo ni aprobaré nunca.

Anna sigue sin aliento, con las manos en las caderas. Turtle huele a esa mujer, un olor a sudor limpio, de alguien sano, la camiseta pegada al vientre mojado. Anna se limpia la cara de nuevo, jadeante, al parecer rumiando lo que Turtle le ha dicho. Acto seguido pregunta:

—¿Por qué crees eso, Julia?

—Cómo no —replica Turtle—, cómo no. Cómo no iba a decir eso. Odio estas preguntas. ¿Por qué lo creo? Porque es verdad. Es tan evidente, está tan sumamente claro, que no entiendo por qué lo pregunta. Solo lo pregunta porque no tiene nada más que ofrecer que esas preguntas abiertas, y eso no ayuda nada, no sirve de nada. ¿Que por qué lo creo? Lo creo porque es verdad. Y usted sabe que es verdad.

—¿En serio crees que es verdad?

—Hay que joderse, es que hay que joderse —suelta Turtle—. ¿Se puede saber qué coño le pasa?

Anna se pone roja como un tomate. Hasta las orejas se le tiñen de rojo. Desvía la mirada, hacia el océano, con la boca abierta, como si estuviera asombrada. De la coleta, alta y tirante, se le han salido algunos mechones de pelo rebelde, en cuya punta se forman pequeñas gotas de agua.

—Tienes razón, Julia —reconoce—. He metido la pata; me has dicho lo que no te gusta, y yo voy y lo hago.

La carretera arranca del pueblo, donde se ven edificios bajos blancos con el tejado de tablillas de madera a dos aguas y chillas ornadas, depósitos de agua de un negro pardusco por causa del tiempo. Ante el pueblo se extiende una pradera costera que llega hasta los arbustos coyote, los cipreses encorvados y desgreñados, el océano, los farallones áridos, tapizados de aves. Anna respira hondo, por lo visto no sabe qué decir. Turtle la observa, tiene la sensación de que no puede soltar el aire, el pecho henchido y tirante. Está lista para que Anna la cague, y parece que Anna está recobrando la compostura y diciéndose: «no la cagues, Anna». Turtle piensa: «estoy jodida. He hablado demasiado y estoy tan jodida que ni siquiera tiene gracia, y lo he echado todo a perder, y ella llamará a Protección del Menor».

—¿Sabes qué es lo que creo, Julia? —dice Anna al cabo. Turtle mira hacia otro lado, violenta, y Anna continúa, sonrojándose—. Es una pregunta retórica, no una pregunta de verdad. Lo que quiero decir, Julia, es que te equivocas en lo que crees que pienso. No nos hemos entendido. Te observo a diario y sé que eres lista. Sé que no dices lo que piensas y que no te aplicas, y por eso te cuesta…, pero eso no significa que seas estúpida. Significa que, por lo menos en clase, eres nerviosa y tímida.

—Eso usted no lo sabe —aduce Turtle—. Soy un desastre. Soy un desastre en todo. No puedo con ello. Es como decir que soy buena en mates, solo que no puedo con ellas. No soy lista, Anna.

—Si le echaras narices en esa clase…

—Le echo narices —asegura Turtle.

—No quería decir eso —corrige Anna deprisa—, esa no es la expresión adecuada, no era eso lo que quería decir. —Mira a su alrededor, poniendo los ojos en blanco, y al ver el gesto, Turtle se asombra y piensa: «¿está poniendo los ojos en blanco por lo frustrante y estúpida que soy o porque quiere que esto salga bien y se siente violenta por haberse equivocado?». Turtle no lo sabe. Anna prosigue—: Julia, escúchame, vienes a clase y te quedas ahí sentada mirando por la ventana. No prestas atención. No estudias. No tienes amigos y no te sientes segura. Y llegas a la primera pregunta del examen y tienes la sensación de que no te sabes la respuesta y no pasas de ahí, te paras, y piensas: «no me la sé», y te quedas pasmada, odiándote, así se ve desde fuera. Esa es mi teoría. Pero creo que la mitad de las veces o más que te la sabes, y te la sabrías mejor aún si estudiaras, y podrías hacer esos exámenes si superaras ese instante de miedo. Me dices que te has esforzado al máximo y que lo has intentado, pero no es cierto… —Se detiene, a sabiendas de que ha metido la pata.

Turtle se queda parada, sin saber qué decir.

—Siento haber dicho eso, lo que quería decir es que…

—Sé lo que quería decir —la corta Turtle.

—Bueno, pues no quería decirlo —recalca Anna—, no me he expresado bien… Lo que quiero decir es que, si lo intentas, puedes con esto. Solo tienes que ponerle ganas.

—¿Eso es lo que cree?

—Te irá bien. Tú inténtalo.

—Ya lo intento.

—No es verdad —niega Anna, y se muerde los labios nada más decirlo—. Rayos —gruñe—, lo que quiero decir es que…

—No, no pasa nada —interrumpe Turtle.

—Sí que pasa, perdona, Julia… ¡Cielos, hoy no es mi día! Lo que quería decir es que tienes que volcarte en ello, en lugar de frustrarte o dejarlo. Porque pienso que vienes al colegio y crees que se te da mal el colegio, y entonces se te da mal. Pero no se te da mal. —Obedeciendo a un impulso, Anna le coge las manos. Se las aprieta y la anima—: Tú inténtalo. Inténtalo.

—Vale —accede Turtle.

El instinto le dice a Anna que le suelte las manos.

—Perdona —se disculpa.

—No pasa nada.

—Perdona —insiste Anna—. Se supone que no debo tocar a los alumnos.

—Es usted una zorra. ¿Lo sabía?

Anna parece más dolida de lo que Turtle pensaba que pudiera estarlo. El rostro se le demuda, y Turtle lo siente en el alma.

—Ya —responde Anna—. Bueno, tú a mí me caes muy bien, Julia.

—¿Le puedo preguntar algo? —inquiere Turtle.

Anna va hasta una de las vigas tratadas que bordean la carretera y se sienta. Apoya los codos en las rodillas, contempla la pradera y contesta:

—¿Qué?

—¿Sabe si puedo llevar al baile a alguien del instituto?

—¿Cómo?

—Que si puedo llevar al baile a alguien del instituto.

—Claro —afirma Anna—. Tiene que ser menor de diecisiete años y tus padres te han de dar permiso.

—Hay un chico al que me gustaría invitar al baile —cuenta Turtle, y se agacha, coge un tallo de acederilla y se lo mete en la boca. Está agrio y crujiente, se escucha el sonido que hace al masticarlo.

—¿Quién es?

—¿Y mi padre solo tiene que firmar un papel?

—Sí —contesta Anna, y observa a Turtle con atención.

—Usted cree que mi padre me pega —añade Turtle.

—Me preocupas. Hay muchas señales de alarma típicas. Control. Aislamiento de los compañeros. Misoginia.

—¿Qué es misoginia?

—Odio a las mujeres.

—Mi padre no me pega —recalca Turtle. Observa a Anna para ver si la cree, y ella lo cree, y no soporta que haya gente en el mundo que piense lo contrario.

—¿Sabe usted que mi madre murió?

—Sí.

—Murió, y supongo que mi padre no lo ha superado.

Anna la mira fijamente. Turtle piensa: «no recuerdo ni una sola vez que me haya hecho daño», y es verdad. Piensa: «¿y qué fue lo del cuchillo?». Y piensa: «eso no fue nada, y el cuchillo no era importante, no es más que un cuchillo, y eso no dice nada de lo cuidadoso que es uno o de la persona que acabarás siendo».

—Yo sé cómo es —asevera Turtle—. Sigue dolido. Y sufre mucho. Pero nunca me ha puesto la mano encima.

—Está bien —acepta Anna.

—Sé que cree que me ha hecho daño —prosigue Turtle—, y me cuesta mucho hablar con usted porque sé que piensa eso.

Turtle piensa: «no sé si la muerte de mi madre me hizo daño». Piensa: «si me lo hizo, no soy capaz de sentirlo, y no soy capaz de sentir la pérdida. No la echo de menos y no la quiero a mi lado, y no soy capaz de sentir nada al respecto, nada de nada, y si estoy dolida es por culpa de Martin, pero casi podría pensar que es por la tragedia y no por su crueldad». Después piensa: «estás corrompiendo quien eres, y una vez empieces a mentir, seguirás mintiendo, y comenzarás a ver las cosas como mejor te convenga, y una vez hayas llegado a ese punto, será difícil volver atrás. Eso es lo que dice siempre el abuelo. Puede que empieces a tergiversar las cosas y ya no seas capaz de dar marcha atrás. Puede que pase como con tu oído, que no lo recuperas, y cada día quedará menos de ti».

Anna está mirando muy atentamente a Turtle, y esta ve que es casi como si estuviera diciendo la verdad, y que Anna no sabe qué decir. Se le da bien observar a una chica y calarla, pero Turtle prácticamente lo ha borrado todo de su cabeza, y es como si fuera verdad, y esta verdad sorprende a Anna. La verdad y la forma en que lo ha dicho.

—Ay, Julia. Lamento mucho oír eso. Debe de ser muy duro.

—Pensé que debía saberlo.

—Julia, eres increíble.

Turtle no dice nada.

—Eres muy diferente, ¿sabes? —añade Anna—. Tienes un cerebro muy poco corriente. Está bien, está bien, Julia, tienes razón; tienes razón, y es normal que te ofenda que alguien desconfíe. Eres tremendamente lista. Se ve que quieres a tu padre, y es normal que te ofenda que alguien desconfíe. Yo quiero que puedas hablar conmigo, y quiero poder ser tu profesora. Así que te entiendo, tu padre está desconsolado y las cosas son complicadas en casa, pero nadie está haciendo nada malo. Te entiendo y lo respeto. Pero déjame que te diga…

—No.

—Déjame que te diga una cosa —insiste Anna.

—No.

—Si alguna vez pasa algo malo, puedes contar conmigo. Llámame o ven a verme a cualquier hora del día o de la noche. Llámame desde donde sea y te voy a buscar, sin hacerte preguntas. ¿De acuerdo? Y puedes quedarte conmigo todo el tiempo que necesites y no te haré ninguna pregunta hasta que tú no quieras hablar, ¿de acuerdo?

—No me está escuchando —advierte Turtle—. Eso no pasará nunca.

—Espero que no —confía Anna—, pero estaré ahí para ayudarte. Me estás escuchando, ¿verdad?

—La estoy escuchando —confirma Turtle—. ¿Y usted a mí?

—Yo también te estoy escuchando, y creo que me estás diciendo la verdad. Pero si por alguna razón me estuvieses mintiendo, si sintieras la necesidad de mentirme, no tendrías por qué estar avergonzada. Podrías llamarme igualmente y nunca creería que eres menos por eso.

Turtle piensa: «eres una zorra desconfiada. Lo que te acabo de contar es verdad, todo es verdad, hasta yo creo que es verdad», y al pensarlo sonríe a Anna. Nota que esboza una sonrisa afectuosa, porque siempre siente afecto por la gente que le pone las cosas difíciles, sonríe y chasquea los dedos, y Anna vuelve a decir:

—Te estoy escuchando. —Calla un instante, y luego mira de soslayo a Turtle e insiste—: De día o de noche, estaré a tu lado, Julia.

Turtle sigue como si tal cosa, odiando a esa mujer, pensando: «menuda zorra», pero sonriendo, consciente de la fea expresión que tiene en su cara chupada de zorra.

—¿Quieres que te lleve al colegio? —se ofrece la profesora.

Turtle mira a su alrededor, violenta.

—Sí —contesta.

Enfilan la carretera en un silencio casi absoluto. Hace aire, y la hierba y los arbustos coyote se mecen con el viento. El coche de Anna es un Saturn azul con una baca para kayak y un kayak encima, el espejo del lado del copiloto afianzado con cinta americana. En el capó se ha posado una garza azulada, de más de un metro de alto, azul grisácea, con el pecho greñudo y las alas limpias, aerodinámicas. Cuando las ve, el ave levanta el vuelo, se eleva y surca el aire sobre los cabos.

Anna entra primero y hace algo para quitarle el seguro a la puerta del copiloto. Turtle tiene que levantar un escurridor lleno de uvas rojas del asiento mientras Anna aparta montones de libros y papeles. Después Turtle se sube y cierra la puerta, pero no encaja bien. Anna coge un pulpo afianzado al suelo y lo pasa por las piernas de Turtle hasta un cáncamo que hay enroscado en la puerta. Del retrovisor cuelgan distintos amuletos, piedras envueltas en hierbas y pulseras de cuero que chocan entre sí. Los asientos delanteros están protegidos con toallas de playa; el trasero, abatido y con una funda de plástico, y hay un traje de neopreno medio seco estirado entre montoncitos de arena negra. Anna prueba a arrancar varias veces hasta que lo consigue. Luego mete la marcha atrás, pisando a fondo el embrague, y esperan.

—¿Qué pasa? —pregunta Turtle.

Después oye cómo entran las marchas, el coche da una sacudida y va hacia atrás a trompicones. Anna mete primera y salen del aparcamiento, lleno de baches, el coche pega botes y avanza bruscamente, con el motor haciendo ruidos repentinos. Anna sube por Little Lake y aparca en las plazas reservadas a los profesores. Se quedan en el coche un momento, Turtle con el escurridor en las rodillas. Está echando un vistazo al coche. Piensa: «es un poco como la casa, descuidado», y acto seguido piensa: «no es verdad, porque en este coche uno se siente como en casa, y no estoy segura de que eso suceda en casa, no exactamente, y este coche parece vivido, y tampoco estoy segura de que la casa transmita esa sensación». Piensa: «es extraño, ¿no? Me gustan las cosas bien cuidadas, pero esto es distinto». Piensa: «¿a qué viene esto de aferrarse a esta tartana que se cae a pedazos?». Piensa: «esto también me gusta». Al cabo, Anna comenta:

—Bueno, no me gusta que hayas hecho pellas, pero me alegro de que hayamos podido hablar.

Turtle frunce los labios y mira a Anna, que agarra el volante, lo suelta, lo vuelve a agarrar.

—¿Cómo? —pregunta Turtle.

Suena el timbre del recreo, y las puertas se abren de par en par y los niños salen corriendo. Turtle no ve el patio desde donde está, pero imagina a los alumnos quitándose la mochila, sentándose a comer y charlar. Otros van a la biblioteca o al campo o a las canchas de baloncesto.

—Anda —dice Anna—, vete al recreo.

—¿Cómo? —dice Turtle otra vez.

Anna suspira. Después mira a Turtle y comenta:

—Es una tontería, pero ¿sabías que a Rilke la están acosando?

Turtle asiente.

—Es nueva aquí, y un poco sabelotodo y pelota. —Anna suspira de nuevo, y Turtle la observa. Le sorprende pensar que lo que ven los alumnos también lo pueden ver los profesores. Anna sigue—: A veces solo haría falta que alguien dijera: «Eh, que eso no está bien».

Turtle mira a Anna de arriba abajo, sin dar crédito, y Anna desvía la mirada y luego mira nuevamente a Turtle y dice:

—Me da pena, porque si tú pudieras…, bueno, si saliera de ti plantarte en medio, a veces, y decir: «Eh, dejad de hacer eso». Esas niñas son unas cobardes. No creo que hayas hablado nunca con tus compañeros. No creo que te importen, pero te respetan, Julia. Es un no sé qué que tienes. Sé que no tienes amigos, no de verdad, pero saben que existes. Es tu actitud. Tienes un…, una especie de… A ti nadie se atrevería a acosarte. Tienes presencia, supongo. Creo que podrías pararlo con una sola palabra. Y necesitas que alguien te eche una mano con la ortografía, y Rilke podría echártela. Es una buena oportunidad.

Mira de nuevo a Turtle.

Que no tiene nada que decir.

Esa noche, Turtle está sentada a lo indio con el AR-10 desarmado delante, el grupo de funcionamiento fuera del receptor, brillando rojo a la luz de la lumbre, sin el perno, la leva y el percutor. Ha vertido el disolvente de carbono en un vaso bajo. Es del mismo color que el whisky. Turtle moja un trapo en él, pensando: «¿y si Anna tiene razón y me da miedo el fracaso?». Piensa: «es curioso que Anna me diga lo mismo que Martin: que me da miedo el fracaso y que por eso me da demasiado miedo intentarlo. Es curioso que vean lo mismo en mí, mis dudas, esa inseguridad que me paraliza». Piensa: «los errores son inevitables, y si no quieres cometerlos, nunca serás capaz de lanzarte a hacer nada, tienes que dejarte de miedos, Turtle. Tienes que practicar ser rápida y decidida, o un día de estos las dudas te joderán viva».

A la mañana siguiente baja la escalera, va a la cocina y se come unos huevos, y cuando ve a Martin por el pasillo, abrochándose la camisa de franela, le lanza una cerveza por encima de la encimera. Él la coge, la pone contra el borde de la encimera y hace saltar la chapa.

—No hace falta que me acompañes —asegura Turtle.

Él bebe, exhala y pone el botellín a la altura del corazón.

—¿Va todo bien en el colegio?

Ella abre otro huevo, se lo echa a la boca y tira la cáscara a la basura.

Durante la hora de estudio, en la clase del señor Krebs, va tocando las letras de las palabras del vocabulario con un percutor, que hace girar entre el pulgar y el índice. Detrás de ella, Rilke lleva puesto el impermeable London Fog, aunque hace demasiado calor. Elise está delante, inclinada para hablar con Sadie, ambas rubias y con un brillo de labios color cereza, las miradas maliciosas, los vaqueros con bordados y la camiseta igual: la de Elise roja, la de Sadie azul.

—Es una auténtica zorra —comenta Elise—. O sea, perra no, lo siguiente. Y por si te hacen falta razones, punto número uno: su padre es poli; punto número dos: su nombre debería pronunciarse Rilkey; y punto número tres: se echa en el pelo miel, o sea, y aceite de jojoba, a ver. Yo es que no puedo…

Turtle espera a oír qué es eso que Elise no puede, pero la cosa se queda ahí. Elise no puede. Turtle se siente perdida. Más que nada perdida, y le da lo mismo, es como ver una frase de vocabulario que no tiene sentido: «Rilke se echa en el pelo aceite de jojoba y Elise no puede». Turtle piensa: «¿qué es una jojoba? ¿Algún tipo de ballena?». Elise está poniendo el nombre de Rilke en una nota que acaba de escribir, que dice: «Se los rellena. Es que se ve que se los rellena. O sea, su madre le compró ese sujetador push-up para que les guste a los chicos, porque su madre no se da cuenta de que no le cae bien a nadie y de que todo el mundo ve que esas tetas rellenas de palo son feas y de palo». Dobla la nota, pasando el pulgar por el doblez, se pone un poco de brillo en los labios y le estampa un beso, con gesto burlón, encantada. «Se pasea por ahí con su sujetador con relleno dándose tono, como si fuera una princesa. Pero yo se las he visto, y no son nada. Son tristes. Son tetitas de niña pequeña, encogidas y asquerosas, con pelos negros alrededor de los pezones». Sadie se está riendo a carcajadas, tapándose la boca con las manos. «Y todo el mundo sabe que se pasa las noches en vela llorando porque en el colegio la gente es mala con ella y cepillándose los pelos de los pezones con aceite de jojoba, probablemente, para que estén suaves como la seda cuando Anna se los chupe». Turtle lleva la Sig Sauer en los riñones, y por eso se ha puesto la camisa de franela. La nota, que sostienen entre dos dedos, como si fuera un cigarro, pasa de mano en mano hasta que llega a la parte de atrás de la clase, donde Rilke la desdobla, se inclina sobre ella y la lee. Se inclina más y más y no hace ningún ruido. «Lleva el impermeable puesto —piensa Turtle— por vergüenza».

Por la tarde Turtle está de pie en el último escalón del porche, con la recámara de la escopeta abierta y humeante. En el jardín hay clavados palos con cartones espaciados, cada uno con su racimo de perdigones. Martin está sentado en la Adirondack.

—Me gustaría ir al baile —comenta Turtle.

Martin se pasa el pulgar por la mandíbula, sin dejar de mirarla.

—Me gustaría que me llevaras a comprar un vestido —añade.

Lo mira y piensa: «espero que entiendas lo que tú y yo tenemos juntos, los dos aquí, en la colina, y espero que sea suficiente para ti, espero que sea suficiente para ti, porque para mí lo es todo».

Él no dice nada, y Turtle deja el arma en la baranda y sale al jardín. Coge los cartones y los lleva al porche. Se inclina sobre ellos y mide la agrupación de disparos con un metro, anotando los resultados en una libreta, la agrupación y la distancia en incrementos de cuatro metros y medio. Martin la observa con un libro abierto en las piernas. Cuando termina de apuntar los números, Turtle coge la libreta y la escopeta, entra en casa y sube a su cuarto. Cierra la puerta y se apoya en ella. Saca la camiseta de Jacob y la extiende en el suelo. «No tiene nada —piensa—, es lo que es». La camiseta está dura allí donde hay barro seco, y huele a zarza verde frondosa y, también, a Jacob. Y piensa: «tengo una única intención y un único propósito», pero no sabe ni la mitad de lo que hace, ni por qué lo hace, y no conoce su propia cabeza.

Turtle sueña que cae. Cae, y la escopeta se dispara en sus manos, y esa sensación, esa sacudida, la despierta de golpe. Se sienta en la cama, muda, la respiración acelerada, escuchando un pitido lejano, el sonido de sus células auditivas al morir. La casa huele a madera húmeda y eucalipto. El saco de dormir está arrugado y sudoroso, negro de grasa en algunas partes. Permanece a la espera, echándose de nuevo en la cama, despacio y sin hacer ruido. Él abre la puerta, y Turtle pone buen cuidado en no moverse. La luz de la luna proyecta el rectángulo de la ventana en el suelo.

Él se acerca para cogerla en brazos, las manos callosas y secas, y Turtle se revuelve, soltando un pequeño maullido. Él la agarra, le quita el saco de dormir, la deja en el suelo, y allí se queda. Él no dice nada durante un rato, no la toca ni lo intenta, sino que se arrodilla a su lado en la oscuridad.

Turtle nota que él está magnificando y malinterpretando su resistencia, como suele hacer siempre, dándole más importancia de la que tiene, pero ella está callada por motivos odiosos e imprudentes, pensando: «que le dé toda la importancia que quiera, que crea que es más de lo que es». Se queda donde está, viendo cómo evoluciona el suelo, la luz de la luna que entra por la ventana y la tenue luz del fuego que entra por la puerta. Él se levanta, cruza la habitación y se queda junto a la ventana, contemplando la oscura ladera de la colina.

Turtle no sabe qué le pasa, pero lo nota, y se niega a admitir que no sabe qué es lo que le causa esa sensación, ni si está bien, así que sigue tumbada, muda e inmóvil, aferrándose a un motivo de queja que no es capaz de expresar, que ni siquiera es capaz de conservar en la cabeza. Le gustaría poder decirle a Anna que él no la ha convertido en lo que es. Que no la ha vuelto asustadiza, que no la ha aislado ni ha hecho que odie a las chicas.

—¿Qué pasa? —pregunta él. Y se da la vuelta, apoya una rodilla en el suelo y le mete el pelo detrás de la oreja—. ¿Qué pasa?

Ella aprieta los dientes.

—Vamos —dice él, con la voz peligrosamente impaciente, lo cual no hace sino reforzar la determinación de Turtle—. Háblame —le pide, todavía arrodillado. Ella permanece inmóvil—. Ratoncito —advierte—, no juegues a esto conmigo.

Como Turtle no responde, él se pone de pie y se acerca a la cama. Las armas en la pared, en sus soportes. Las mantas de lana bien dobladas. El saco de dormir con la cremallera abierta. Él coge el saco de dormir, coge las mantas, sopesándolos en las manos. Rodea la cama, se sienta a los pies. Abre el baúl. Turtle se incorpora, alarmada.

—Ajá —exclama él, apretando los labios. Se inclina, revuelve en el baúl y saca la camiseta. La sostiene como si no supiera qué es, se la lleva a la cara y la huele.

Turtle lo mira desde donde está, en el suelo. Él se yergue y sale por la puerta, con la camiseta en el brazo, y durante un instante Turtle no hace nada. Después se levanta de un salto y sale corriendo detrás de él, chillando:

—¡No, papi, no!

Salen al embarrado jardín. Los sensores de movimiento encienden las luces, iluminando el encharcado camino de acceso y la negrura que se extiende más allá, el barro saliéndole entre los dedos de los pies, la hierba helada. Su padre va hasta los bidones de casi doscientos litros en los que queman la basura, mete la mano en uno de ellos, lleno a rebosar, y saca el atizador, el brazo manchado de agua cenicienta. Sostiene el goteante atizador con el brazo completamente extendido y la camiseta enganchada en la punta. En la otra mano tiene un bote de butano, con el que rocía la camiseta de arriba abajo, sin decir nada, y Turtle corre hacia él y se le echa encima, dándole puñetazos en el pecho. Él planta los pies y aguanta los golpes mientras la camiseta se empapa de gas. Después abre el Zippo y acerca la flama al sucio trapo blanco. La camiseta se prende con un chasquido. Turtle para y ve cómo se ennegrece la tela, pedazos calcinados elevándose en el aire a su alrededor, envolviendo pequeñas pavesas brillantes. Giran un momento y caen, ensuciando la hierba y el barro, apagándose deprisa. La camiseta no se ha quemado del todo. Él sacude el atizador con desdén y la prenda cae al agua. Permanece un instante en la superficie y se hunde.

—Eres mía —afirma, y blande el atizador y le da en el brazo, y ella cae boca abajo en el barro, con el brazo izquierdo entumecido y la sensación de que se ha fracturado el hombro, e intenta ponerse en pie, se apoya en una mano para incorporarse, pero él le planta la bota en los riñones y la aplasta contra el suelo. Levanta el atizador, y ella piensa: «apártate, apártate, Turtle, por lo que más quieras, apártate», pero la bota no la deja moverse, y piensa: «tienes que apartarte…, tienes que apartarte», pero no se puede mover, y él le da con el atizador en los muslos, y ella pega una sacudida, sufre espasmos—. Mía —repite, la voz quebrándosele.

Turtle araña el barro, trata de incorporarse a pesar de la bota, pero no es capaz. No puede permitir que la golpee con el atizador otra vez, no puede. Tiene el cuerpo dolorido. Es lo único en lo que puede pensar, y en su cabeza lo repite una y otra vez: «no, no, no, no», y lo único que existe es su impotencia, que le bloquea el cerebro, llenándoselo de un pánico absurdo, y a él ni siquiera parece importarle, inclinado sobre ella, aplastándola con el tacón.

—Eres mía —repite—, ¿me oyes, putita?, eres mía.

—Por favor, papi —suplica ella, uniendo las manos como si rezara, con la cara en el barro—, no, por favor, no, por favor, papi, no. —No puede verlo bien por el rabillo del ojo, encorvado, vacilante, y ella espera y piensa que ha terminado, pero entonces lo ve alzar el brazo de nuevo, y el terror ahora es como morder un cable de baja tensión, insoportable, y él le estrella el atizador con fuerza en los muslos, y el cuerpo de Turtle se tensa y se retuerce.

—Por favor —pide.

—Escúchame, Julia Alveston. Escúchame —contesta él, y lanza una estocada de tal modo que la punta le queda debajo de la mandíbula, y utiliza el gancho para levantarle la cara del barro—. Si crees que no me he dado cuenta de que estás rara… Si crees que no he notado cómo te apartas… Si crees que no he tenido mis sospechas…

—No —niega ella.

—Eres mía, Darling —reitera él, y lanza el atizador al agua cenicienta y se aparta de ella—. Arriba —ordena. Turtle lo intenta. Apoya una mano, una rodilla—. Levántate de una puta vez —susurra. Turtle no cree que vaya a poder hacerlo, pero entonces piensa: «mete los pies debajo del cuerpo, Turtle. Mételos debajo». Se pone de pie, agarrándose al bidón de la basura, con todas sus fuerzas.

—Así me gusta, con los putos pies en el suelo —observa. Ella se pone recta—. Vete a tu cuarto —escupe—. Y si volvemos a tener esta conversación, si veo una sola pizca de duda en ti, de vacilación, créeme, te follaré con el atizador. —Turtle echa a andar, cojeando. Consigue llegar a duras penas a los escalones del porche, y Martin añade—: Y, Darling…

Ella se detiene. No es capaz de darse la vuelta. Apenas puede mantenerse en pie.

—No vuelvas a caerte así nunca, ¿entendido? Como si te atropella un puto camión, me importa una mierda. Caes de pie. ¿Me has oído, Darling?

Ella asiente, cansada. Entra por la puerta de cristal y sube la escalera, apoyándose en la pared con el hombro bueno, dejando escapar suaves gemidos de dolor. Va hasta su habitación cojeando, cierra la puerta y se tumba muy despacio en la cama. Cierra los ojos y la oscuridad se vuelve roja y dorada tras sus párpados. Piensa: «esta soy yo. Esta soy yo. Así soy yo y aquí es donde vivo». Piensa: «mi papi me odia». Después piensa: «no, no estoy siendo justa». Se queda dormida con ese pensamiento.

Cuando el alba toca su ventana con una luz grisácea, Turtle se levanta con dificultad. Se agarra al baúl, doblada en dos, respirando dolorosamente por la boca, con los dientes apretados, pero logra ponerse de pie. Piensa: «no me voy a caer». Camina acompasadamente, a duras penas, hasta la puerta. Baja la escalera haciendo un esfuerzo supremo, paso a paso, haciendo una mueca de dolor. Martin está en la puerta de la cocina, abierta, mirando hacia el porche trasero, cuando ella entra en la cocina. Turtle abre la nevera y saca su cartón de huevos y una cerveza. Se da la vuelta y le lanza la cerveza. Él la coge y la abre con los dientes, haciendo una mueca al morder la chapa. Bebe de pie, sosteniendo el botellín contra el pecho. Turtle levanta un huevo, lo casca, se lo echa en la boca y tira la cáscara a la basura. Martin se acerca y le ofrece la cerveza. Ella bebe y se limpia la boca con la manga. Se la devuelve, y él bebe un trago y suspira satisfecho. Turtle va por la mochila, cada paso un suplicio, se arrodilla y, con gran dificultad, se pone las viejas botas militares. Le cuesta abrir la puerta de cristal corredera, usando solo la mano derecha, y enfila el camino de acceso para coger el autobús. Él la sigue hasta el arranque del camino. Se quedan parados juntos al lado de la carretera.

—No hace falta que me acompañes —observa ella.

—Ya —contesta él.

En el silencio casi absoluto de la mañana, Turtle se apoya en el buzón, sorbiéndose la nariz y haciendo muecas de dolor. Cuando por fin llega el autobús, su cojera atrae miradas de ambos lados del pasillo. Se mueve con cuidado, apoyando las manos en el respaldo de los asientos. Pasa junto a Rilke, que se da la vuelta, la mira y le pregunta:

—Julia… ¿Estás bien?

Turtle se detiene, el odio acumulándose en su interior, odia que Rilke, que es guapa, que tiene un precioso pelo liso, suave y brillante por la miel y el aceite de jojoba, cuyos padres la quieren y que tiene horquillas y brillo de labios y todo cuanto pueda necesitar; Rilke, para la que todo es tan fácil; Rilke, que irá al instituto, sin lugar a dudas, y que fascinará a Jacob y a Brett y a todos los demás con su deslumbrante cerebro y sus bolígrafos brillantes y su manera cuidadosa, esmerada de hacer las cosas; esta Rilke, que tiene una vida de ensueño, que tiene la suerte de estar por encima de Turtle en virtud del inescrutable orden de las cosas; Turtle odia que esa Rilke la vea débil y cansada, que vea que su papi la odia, que vea que Turtle no tendrá novio nunca, que no tendrá nada nunca, así que se vuelve despacio y mira a Rilke, en su cara un rictus de repulsión y desprecio, y espeta:

—Qué sabrás tú de nada, tetona.

Una carcajada recorre el autobús, los que estaban escuchando, y Turtle ve cómo la confusión da paso a la ira y luego al dolor, y Rilke se abraza el cuerpo, subiéndose el impermeable rojo por los hombros, y se inclina sobre su libro, abriendo la boca como para decir algo, pero sin que se le ocurra nada que decir.

Turtle da media vuelta, sigue andando, y piensa: «esa no soy yo, yo no soy así, así es Martin, eso es algo que hace Martin: el don que tiene para averiguar lo que odias de ti misma y ponerle nombre». Piensa: «Dios, eso ha sido mucho más propio de Martin, su desdén, su condescendencia, que de mí». Se aleja por el pasillo, cojeando, se sienta y pega la cara al asiento de vinilo de delante. Piensa: «eso es lo que más odio de él, lo que critico, y cuando me hizo falta utilizarlo, me salió con facilidad». «Dios —piensa—, Dios». Y después piensa: «¿y qué?, ¿y qué si soy misógina? De todas formas nunca me han caído bien las mujeres».

Anna, delante de la clase, dice:

—Número uno. «Exacerbar». Deletreadla, definidla y utilizadla en una frase, por favor.

Turtle se pone a escribir. Piensa: «esto no se te da bien», y después piensa: «¿y si nunca te tirasen al suelo y siempre hicieras todo lo posible por estar de pie y en vez de ser una zorra opusieras resistencia?». Y piensa: «tienes el cuchillo del abuelo, y él no te lo habría dado si no pensara que eres una luchadora y no una cobarde, aunque hayas sido una cobarde y lo vayas a volver a ser, quizá no seas solamente eso, ¿y qué pasará si no permites que nadie te tire al suelo nunca?», y piensa: «haría falta muchísimo valor para llegar a ser más de lo que Martin cree que puedo llegar a ser. Quizá no tenga por qué ser lo que él cree que soy, y quizá él me odiase de todos modos. Quizá me odie y me ame haga lo que yo haga, y no importe mucho. ¿Para qué estás pensando? La diferencia estriba en que hoy has estudiado y estás lista para hacer frente a esto, y antes no habías estudiado, y el heroísmo no llevó nunca a nadie a ningún sitio a menos que se lo hubiese currado». Piensa: «pobre Turtle, qué difícil es la vida que tienes. ¿Por qué no lloras?». Piensa: «¿por qué no te vas y te echas a llorar y no haces nada para mejorarla y no vuelves a ver a Jacob? Así podrás quedarte llorando y llorando como la putita que eres». Se pone a escribir:

1. Exacerbar. Empeorar un problema. Ser una zorra cobarde no hace sino exacerbar la situación.

Sonríe mirando el papel y después mira a Anna, todavía sonriendo. Turtle piensa: «¿lo ves?, lo único que tienes que hacer es dejar de fracasar». Piensa: «te va a gustar esta frase, Anna. Te va a gustar mucho».

Ante la clase, Anna continúa:

—«Recalcitrante». Deletreadla, definidla y utilizadla en una frase. Recalcitrante.

Turtle escribe:

2. Recalcitrante. Obstinado, aferrado a una opinión. Soy una alumna recalcitrante y eso no me ha servido de mucho, pero en otras cosas sí me ha ayudado, y ello ha hecho que me cueste dejar de serlo.

Durante el resto de la prueba, Turtle escribe concentrada y con ganas. Cuando terminan, intercambian los exámenes. Turtle le pasa el suyo a Taz y, en la primera pregunta, Taz alza la mano y dice:

—Anna… No sé si esta frase es apropiada. —Mira a Turtle—. No sé si vale.

Anna, delante de la clase, enarca las cejas, esperando a oírla.

—No sé si la debo leer —vacila Taz.

Anna se acerca a Taz, se sitúa detrás y mira el examen. Se echa a reír. Mira a Turtle.

—Sí, Taz. Ya veo a qué te refieres. Ha utilizado bien la palabra, así que la daremos por buena. Y, Julia, quiero que te quedes después de clase.

Turtle sabe desde ya que no lo hará. Si se queda, Anna se dará cuenta de lo maltrecha que está.

—¿Qué ha escrito? —pregunta Elise.

—Sí —inquiere Rilke—, ¿cuál es la frase?

Anna levanta la cabeza, mira a sus alumnos y responde:

—Da lo mismo. Siguiente palabra. «Recalcitrante». ¿Alguien?

Turtle no deja de mirar a Taz para ver cómo lo hace, observa mientras Taz, con la boca fruncida, pone una C de «correcto» junto a cada palabra y, en la parte superior, escribe 15/15. Turtle mira a Anna, una mirada rápida, triunfal, y piensa: «¿lo ves?, perra, puta», pero lo deja ahí, porque Anna siempre ha creído en ella y era la propia Turtle la que no creía en sí misma, y aunque a Turtle no le caiga bien Anna, no piensa decir mentiras de ella. «Bueno —piensa—. Supongo que tenías razón, pero eso no significa que me caigas bien». Cuando suena el timbre, Anna recoge los controles y vuelve a su mesa; se inclina sobre el montón, leyendo y sonriendo. Mientras todos los alumnos se ponen de pie y sacan las mochilas de debajo de las mesas, Turtle se levanta, se mezcla con ellos, cojeando, y se marcha antes de que Anna se lo pueda impedir.

Esa noche está tumbada en la alfombra persa ante la lumbre, apoyada en un codo, leyendo las palabras del vocabulario de la semana siguiente. El fuego es el corazón del cuarto, los bordes oscuros para los ojos deslumbrados de Turtle, hay un hueco de cinco centímetros entre las piedras del hogar y el suelo, porque la casa, sobre sus pilares de secuoya, se ha ido alejando de la chimenea con el tiempo. Descollando sobre ella, Martin contempla las llamas. Su atención está fija, las pupilas sendos alfileres, la cara tan curtida como un nudo de árbol vetusto.

Turtle se centra de nuevo en la ortografía. Después deja de hacerlo y se vuelve para observar a dos salamandras marrones, con motas doradas, que salen del fuego. Avanzan con cuidado, torpemente, por las piedras del hogar, lentas y al parecer ilesas. Turtle mira a Martin y luego a las salamandras. Las coge, húmedas y resbaladizas, sale con ellas por la puerta y cruza el campo hasta el montón de leña protegido por lonas. Se agacha y las deja entre los troncos, donde siguen reptando. A su alrededor, en la quebrada y en el campo, las ranas cantan a coro. Observa la casa, donde la lumbre ilumina débilmente la ventana, y mira hacia el océano oscuro y la carretera, que la curva de la colina le impide ver.

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