Darling

Darling


Capítulo 14

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Se pasa la tarde esperando. Se frota el empeine de un pie con el arco del otro. Tiene la piel seca y áspera, y cuando arquea el pie, la planta se le arruga. Es una piel granulada, como un nudo de pino, y en los callos hay agujeritos como los que crea el agua al pasar por la arena en la playa. Se abandona al silencio, y cuando despierta está oscuro y él aún no ha regresado. Ha vuelto a casa todas las demás noches de su vida, y Turtle sabe, se lo dice el instinto, que la ha abandonado. Mató a su abuelo con su cobardía y su egocentrismo, y ahora su padre la ha dejado por esas mismas razones. Se sienta con la espalda contra la pared, mordisqueándose los nudillos, escuchando la casa, escuchando para asegurarse, pero está segura. La brisa entra por la ventana abierta y agita el roble venenoso. Allí donde se han colado por el dintel, las enredaderas son oscuras y nudosas como las patas de un mirlo. El aire se arremolina en la habitación a oscuras en la que está Turtle, que tirita, asustada. Quiere levantarse y recorrer la casa, pero no lo hace. Espera. Abajo el viento abre de golpe la puerta de atrás, que se estrella contra el lateral de la casa. Turtle oye cómo corretean las hojas de aliso por el suelo de la cocina.

Cuando Turtle era pequeña y salía a caminar con su abuelo, le preguntaba: «¿Qué es esto?», y él respondía: «Dímelo tú», y ella se lo decía. Se pasaba una espiga de avena silvestre por la mano, las semillas idénticas, con dos dientes en la punta y sendos bigotes negros largos, torcidos. A ellos su bonita forma les recordaba a los dardos, abombándose antes de la punta, estrechándose después. La mitad inferior de cada semilla estaba envuelta en una pelusilla suave y dorada, profundamente evocadora, ligera como la vellosidad de los abejorros, pero que se amoldaba con delicadeza al vientre de la semilla. Las largas aristas negras eran ásperas al tacto. A Turtle le gustaba cómo se descascaba el cascabillo en su mano. El abuelo decía: «Cuando un guisantito sabe cuál es el nombre de algo, cree que lo sabe todo de ese algo y deja de observarlo. Pero un nombre no es nada, y decir que sabes el nombre de algo es decir que no sabes nada, menos que nada». Le gustaba decir: «No pienses nunca que el nombre es la cosa, porque lo único que existe es la cosa en sí, y los nombres son solo trucos, meros trucos que te ayudan a recordarlas». Se acuerda de ellos dos, Turtle corriendo, deteniéndose y volviendo atrás mientras el abuelo avanzaba laboriosamente por la hierba y el terreno desigual. Solo después de que ella se saliese con la suya y le dijese dónde crecía y qué era, le contaba él cosas, la desgranaba entre los dedos, diciendo: «Esto, guisantito, es la espiguilla, y estas son las glumas. ¿Ves lo largas que son? Esta es la arista. ¿Ves cómo abajo tiene forma de espiral y arriba está torcida? Tú sigue mirando atentamente. Sigue así, mirando como si no supieras nada, mirando para averiguar lo que es en realidad. Esto es lo que hace que un guisantito siga siendo bonito y silencioso mientras camina por la hierba. Miras las cosas para averiguar lo que hay ahí fuera, guisantito, siempre, siempre». Pero se equivocaba con lo de los nombres. O al menos en parte. Sí que significan algo. Significaba algo que la llamara guisantito. Para ella lo era todo.

Piensa: «debería ir por la perrita». Acto seguido piensa: «bah, déjala». Espera, y su espera y su silencio son disciplina en lugar del verdadero dolor, y así y todo se sumerge en él, la mejilla contra el suelo, respirando despacio, las horas pasando, cada una como la primera, cada respiración como la última, observando el deambular de los pececillos de plata por las grietas llenas de pelusas de la madera, una sensibilidad que ha mantenido en suspenso desde hace tiempo despertando en ella, y Turtle lo siente, siente ese dolor que se va acumulando, pero juega a acercársele cuando está de espaldas, y cuando lo mira, está muy lejos e inmóvil, pero cuando su cerebro se detiene, tendida en el suelo y mirando la madera, pero sin pensar, nota que se acerca y la asalta, el dolor invadiendo por completo el desatendido vacío de su cabeza como rábanos silvestres una parcela baldía. Ha encontrado partes enteras de ella que no sabía que tenía.

Por la mañana, Turtle camina insegura por los pasillos y habitaciones desiertos, las piernas doloridas ahora que vuelve la sangre a ellas. Le duele la espalda de estar sentada. Se queda parada en la sala de estar, mira los sofás, la puerta abierta de la cocina, la casa en silencio, en todos los objetos el peso de la presencia de su padre. Sale y deja la puerta abierta. Los pinos se mecen en la elevación, los manzanos del huerto tiemblan, el viento vence la hierba del prado. Camina descalza por el huerto, sale al claro y ve la caravana, envuelta en ceniza. Los cuervos se han abierto paso en la hierba y Rosy está en medio de ellos, con las patas traseras abiertas. Cuando Turtle se acerca, las aves graznan y levantan el vuelo con dificultad. Le han estado sacando los intestinos a la perrita por el ano. Rosy tiene el pelo apelmazado y feo, y a su alrededor hay una nube de moscas. Le han sacado los ojos. Turtle se arrodilla en la hierba y se tapa la boca con el faldón de la camisa. Los cuervos observan desde los árboles. Es como si la hubiesen destripado a ella. Los intestinos de Rosy son cintas del color de los gusanos secándose al sol.

Esa noche, al bajar una lata del armario, se encuentra una semilla de hierba encima. Baja latas envueltas en trozos de papel de periódico para protegerlas, las etiquetas mordisqueadas, apestando a pis. Las apila en la encimera. El nido está en el rincón trasero del mueble. Lava las latas en el fregadero, abre una, se sienta y se come las alubias directamente de la lata, dolida, desconsolada. Espera oír la camioneta subiendo por el camino de un momento a otro, y cada instante le trae únicamente el silencio de la casa vacía. Espera en su cuarto, la barbilla apoyada en las rodillas, las manos abrazándose las piernas, los ojos cerrados. «Me quiero morir —se dice—. Me quiero morir».

Baja la escalera y le grita a la casa oscura:

—¿Papi?

Grita otra vez, pero él no está, y ella enfila el pasillo y abre la puerta de su habitación. Enciende la luz, se queda en el umbral, mirando. Las sábanas están arrebujadas. Hay ropa tirada por el suelo. Se sienta en la cama. Le viene a la cabeza la caravana del abuelo en llamas. Piensa: «tú tienes la culpa. Tú tienes la culpa de eso». No está segura de a qué se refiere. Aquello no parecía una despedida; parecía un exorcismo. La mesita está repleta de botellines de cerveza a medio beber y cigarros aplastados en las chapas. Sostiene un botellín a contraluz: dentro flotan moscas muertas. Piensa: «crees que sabes algo. Te sabes el nombre de alguien y crees que sabes algo de él, o te resulta familiar y dejas de observar porque crees que ya lo has visto antes. Eso es ceguera, guisantito. Sigue mirando atentamente. Sigue así, mirando como si no supieras nada, mirando para averiguar lo que es en realidad». Deja el botellín de cerveza donde estaba. Martin creía en los nombres. Los dos estaban muy equivocados. Los dos. Tira los botellines, las chapas y el cenicero a la papelera. Se levanta y quita las sábanas arrebujadas. Las manchas que no se van, como de café, están secas, formas irregulares con el centro descolorido. Por qué pasará eso, es algo que desconoce, tal vez sea por la misma razón por la que las pozas de marea dejan la sal en anillos concéntricos. Tal vez todo busque su borde, huya de su centro y muera así. El cascabillo de los botellines, de la ropa tirada y andrajosa, de esta habitación silente, de esta casa vacía. Tira del colchón hasta sacarlo de la cama. Las vigas están llenas de telarañas. Se acerca a la estantería y saca un libro de entre los demás, la parte de arriba llena de polvo. Abre las amarillentas páginas. Las zarzamoras han echado raíces en sus entrañas, los alisos, la milenrama y la hierbabuena rastrillados desde la negrura como les sucede a las semillas, los estolones de las zarzas entretejiéndose en la celosía de sus pulmones, y si abriese la boca, podría vomitar los tallos en una maraña fibrosa. Siente una tristeza que no tiene nombre. Piensa: «sigue mirando, guisantito. Sigue mirando así, como si no lo supieras». Empieza a sacar libros del estante. Tira de la librería, pero no se mueve. Echa a andar por el pasillo, vuelve con una barreta, la mete detrás de la estantería y hace palanca. Los tacos salen del yeso como raíces primarias, los clavos galvanizados doblándose y gimiendo. La librería cae de bruces en medio de un oleaje de libros.

Vuelve al pasillo, va a la despensa y coge la sierra eléctrica del suelo. Al entrar en el dormitorio la arranca con fuerza, de un único tirón. Acerca la hoja al estante y atraviesa la preciosa, oscura madera de cerezo, los largos tirabuzones de cereza saltan hasta las sábanas hechas un rebujo. Atraviesa las vigas y el montón de libros de debajo. El aire está lleno de confeti de papel triturado que cae revoloteando desde arriba. Turtle lleva la humeante sierra a la cama de papi, toca con la hoja el bastidor y la cama se parte en dos y se desploma. Después, sosteniendo la sierra con una mano, tira del cabecero para separarlo de la pared y lo corta de arriba abajo. Suena el teléfono y Turtle va hasta él y lo arranca de la pared. Se queda parada en la habitación, respirando agitadamente y mirando los muebles que ha destrozado, las sábanas hechas un rebujo. Apaga la sierra y la deja a sus pies.

Baja al sótano por una pala y un azadón, cruza con ellos el recibidor y sale por la puerta. Lo reflectores que bordean el perímetro se encienden con un clic. Camina entre alisos y saúcos, los reflectores saltando conforme se adentra en cada nueva extensión de oscuridad, los halógenos iluminándolo todo con su resplandor. Abre un agujero entre los pinos, ramas y árboles enteros muertos por alguna plaga desconocida. Corta las nudosas raíces con el azadón, cavando incesantemente y con cuidado, descansando para apoyar las manos en las rodillas. Cava durante mucho rato. Solo es preciso que el hoyo sea lo bastante grande para lo que quiera que quede: las ruinas, las cenizas, los restos fundidos de muelles y tornillos. A veces se detiene para rotar los hombros y masajearse una mano con los dedos de la otra. Después se pone a ello de nuevo. Cuando termina se sienta en el borde, echa salsa de habanero en una lata de alubias refritas, la mezcla con el cuchillo y come directamente de la hoja. Limpia el cuchillo en el muslo y lanza la lata al hoyo.

Saca las sábanas y el colchón. Saca el armazón partido y el cabecero. Saca el escritorio y los estantes de madera de cerezo. Los cortes brillan en la penumbra. Abre el baúl, que está lleno de fotos de su madre y de ella, lo vuelca y revuelve las fotos con la hoja del cuchillo. Las mete donde estaban y saca el baúl. En un cajón encuentra un talonario de cheques en el que quedan doscientos cinco dólares y tres sobres llenos de efectivo: fajos de cien, de cincuenta y de veinte. Lo cuenta, hay cuatro mil seiscientos veinte dólares, y lo deja junto al talonario en la encimera de la cocina. Las facturas, los extractos bancarios, los documentos, todo lo lleva al hoyo. Va por una carretilla roja que está entre la hierba alta, infla la rueda y lleva la carretilla a la cocina. Echa en ella los platos de la encimera y vacía todos los cajones, que deja, ya sin nada, contra la pared. Saca las sartenes y la cazuela de hierro, las lleva a la chimenea y las amontona en la ceniza, luego arranca las hojas de Los hermanos Karamazov, hace una bola con ellas, las apila y dispone la leña en forma de tipi. A continuación se agacha y sopla hasta encender las brasas.

Va al sofá que hay junto a la chimenea, se tumba en él y pasa las manos por la tapicería. Luego se levanta, coge el hacha del suelo y, reluciente de sudor, la arenosa tierra pegada a sus vaqueros y a sus botas, deja caer el hacha con fuerza sobre el respaldo del sofá. Trabaja con determinación, acompasadamente, hasta que el mueble se parte, y acto seguido pasa el cuchillo por la tapicería. Corta y rasga, levantando la tela de las grapas hasta que el armazón queda al descubierto. En el cobertizo, extrae cuarenta litros de gasolina del depósito subterráneo, los saca y se encarama a la pila que ha amontonado, y, de pie en el arrugado colchón de su padre, vacía las latas de acero de gasolina, pisoteando estantes destrozados, los restos del baúl y de la cama. Le prende fuego al montón, que arde lanzando enormes llamaradas negras, grasientas, al aire mientras ella mira.

Trabaja toda la noche. Por la mañana, arrodillada ante el hogar de piedras de río, saca las sartenes de la chimenea con el atizador. Están recubiertas de una ceniza roja costrosa y parecen inservibles, arrasadas por el fuego y herrumbrosas. Revuelve la ceniza caliente, las va pescando una a una y las deja en las piedras. Teme que el fuego las haya oxidado. Saca una sartén Griswold del número 14, la deja en el porche y, tras coger la manguera, le echa un buen chorro de agua. La grasa quemada cae a pegotes. Debajo, el acero está reluciente y limpio, sin rasguños ni bollos, como el primer día. Levanta la sartén y la pone a contraluz.

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