Darling

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Capítulo 25

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Turtle está sentada a lo indio en el suelo, limpiando la Remington 870, cuando Martin sale del cuarto de baño y espeta:

—Joder, ratoncito. —Luego se detiene y la mira como si la viera por primera vez—. ¿Estás limpiando el arma otra vez?

Turtle no levanta la vista.

—Podrías disparar ese chisme todos los días durante años antes de que fallara —asegura él—. Ese chisme está limpio más que de sobra. Además, ¿cuándo fue la última vez que lo usaste? No está sucio. Es imposible que esté sucio.

Turtle sigue sin mirarlo.

—Es como una fijación tuya, ¿no? —reflexiona él, y Turtle suspira y lo mira—. No me mires así —advierte.

—¿A ti qué te importa? —pregunta ella.

—Me importa una mierda —suelta él—. Es solo que siempre estás limpiando, limpiando, limpiando, y es como que, Dios, no tiene sentido. Déjalo ya. Las armas se ensucian, así son las cosas.

—¿Qué me ibas a decir?

Martin entra en la cocina y saca una cerveza de la nevera. Parece que quiere decir algo y no es capaz de decirlo, o tal vez no sea capaz de formularlo en su cabeza.

—No me molesta —se ablanda—, no me importa. Es solo que…

Turtle espera.

Martin señala el cuarto de baño con un gesto airado y continúa:

—No sé cuál es el problema, pero ¿podrías decirle a Cayenne que se meta en la puta bañera?

Turtle se levanta, recoge los útiles de limpieza y el arma, se echa la toalla al hombro, entra en el cuarto de baño y ve a Cayenne en medio de la habitación, de brazos cruzados, con el ceño fruncido a más no poder, la bañera llena de un agua verde azulada, el fondo de porcelana cubierto de limo.

—No me quiero bañar —informa a Turtle.

—¿Ah, no? —responde esta.

Le echa un vistazo a la viuda negra, que está en su telaraña, detrás de los grifos de la ducha, cerca del calentador encastrado. Es casi del color del cuero negro, con un abdomen bulboso y finas agujas articuladas por patas, pisotea la tela de forma amenazadora, haciendo que la estructura entera tiemble. El reloj de arena rojo se ve con claridad. Su telaraña está enredada y descuidada, llena de restos de criaturas muertas. Turtle deja sus cosas en el suelo. Se acerca a la pared y mete la mano en el agujero, rompiendo los hilos de la tela con un chisporroteo suave, como de agua con gas.

Cayenne exclama:

—¡No, Turtle! ¡Espera! ¡No!

Turtle saca la mano del agujero, los dedos cubiertos de seda de araña vieja. Cayenne se lleva las manos a la cara y pide:

—Déjala, por favor, déjala.

La araña corretea por su tela rota.

Cayenne insiste:

—Déjala.

Turtle se sienta junto al arma.

—¿Te quedas? —pregunta Cayenne.

A modo de respuesta, Turtle extiende la toalla y deja el arma encima, abre el cofre de madera donde guarda los útiles de limpieza, desmonta el cañón y lo deposita en la toalla.

—Creí que te preocupaba la araña —dice Turtle.

—Sí —responde Cayenne mientras abre el agua caliente—. Sí, me preocupa. ¿Qué edad tiene?

—Casi dos años —contesta Turtle—. Normalmente no viven tan cerca de la costa. Llegó en un haz de leña de roble que trajo Marty de Comptche.

—Martin le tiene mucho cariño —observa Cayenne.

—Tal vez «cariño» no sea la palabra.

Cayenne se acerca nerviosa a la bañera y abre más el grifo de agua caliente. Después, mirando de vez en cuando a la inquieta araña, se empieza a quitar los pantalones. Turtle se pone a limpiar el cañón con un cepillo de cobre del calibre doce.

—Turtle —la llama Cayenne.

—¿Mmm? —Turtle mete el escobillón en el cañón.

—Turtle…

—¿Sí? —Turtle levanta la vista.

—Nada —replica Cayenne, sacudiendo la cabeza. Se mete en la bañera y se sienta dentro, apoya la barbilla en el borde y observa a Turtle—. Turtle —repite.

—¿Mmm? —contesta ella.

—¿Cómo se llaman esas setas?

Turtle se sienta, el cañón atravesado en el regazo. Cayenne está estudiando las setas que crecen en el alféizar.

—¿Qué les pasa? —replica Turtle.

—Pero ¿cómo se llaman?

—¿Qué más da cómo se llamen?

La niña se queda pensando un buen rato, vacilando, haciendo ruiditos llamativos mientras observa, se vuelve hacia Turtle, después hacia las setas otra vez. Turtle trabaja el cañón con el escobillón.

—Puede que quiera escribir un libro sobre ti —especula Cayenne— y quiera decir que tenías un cuarto de baño y que la ventana estaba llena de setas y que eran tales setas, y entonces necesitaría saber su nombre.

Turtle objeta:

—No vas a escribir un libro.

—Pero podría hacerlo.

—El nombre da lo mismo —insiste Turtle.

—Tienen postiguitos —informa Cayenne.

—Mmm —replica Turtle.

—¿Cómo se llaman? —prueba Cayenne.

—Postiguitos.

—Así no se llaman.

—¿Qué importa cómo se llaman?

—A mí me importa —asevera Cayenne—. ¿Se llaman persianas?

—Tú y yo podemos llamarlas persianas.

Louvers —precisa Cayenne.

—¿Te lo acabas de inventar?

—Es un tipo de persiana como de lamas —explica Cayenne—. Las tienen en los castillos.

—Ah.

—Pero ¿cómo se llaman?

—Bueno, ¿a qué se parecen? ¿Para qué sirven?

Cayenne frunce el ceño, enfadada. Levanta la nariz y le saca la lengua a Turtle, que se inclina de nuevo sobre el cañón.

—¿Son hongos? —pregunta Cayenne—. ¿Te los puedes comer?

Turtle sacude la cabeza.

—Pensaba que la gente comía setas para sobrevivir.

—Normalmente no vale la pena comer setas —aclara Turtle—. Son como la hierba. Sería como comer uñas, y no te sentarían bien, hay muy pocas que te sentarían bien, pero muchas más son venenosas, y es difícil distinguirlas.

—Pero si te estuvieras muriendo… —plantea Cayenne.

—Solo si de verdad supieras lo que estás haciendo.

—Háblame de las setas —pide Cayenne—. De comértelas para no morirte.

Turtle no contesta.

—Dime qué setas te comerías si tuvieras que hacerlo —insiste Cayenne.

Turtle sigue sin decir nada. Cayenne mira a Turtle, al parecer sin saber cómo conseguir que le responda.

—Turtle —la llama.

—¿Mmm?

—Turtle —insiste Cayenne.

—¿Sí?

—Turtle, dime qué setas te comerías si tuvieras que hacerlo para sobrevivir.

—No lo haría —asegura ella mientras mete el cepillo en el cañón.

—Turtle —llama de nuevo Cayenne.

—Puede que alguien lo haga. Yo no las conozco.

—Turtle —apremia Cayenne—. Es solo que no quería que la mataras.

Turtle coge Luna nueva del suelo, lo abre por una página en blanco y pone el papel blanco, limpio, de forma que ilumine el cañón por detrás. El cañón está limpio, el acero no tiene marcas y es oscuro y reflectante, refractando la luz a lo largo de su curvatura.

—¿Sabes por qué? —dice Cayenne.

—No —admite Turtle.

—Pregúntame por qué —pide Cayenne.

—¿Por qué?

—Creo que es bonita. ¿No lo has pensado nunca? ¿Que Virginia Woolf es bonita? ¿Y que también da un poco de miedo?

—Mmm —dice Turtle.

—Turtle…

—¿Sí?

—¿Sabes lo que quiero decir? Que no hacía falta que la mataras, de verdad que no.

Turtle mira a Cayenne y contesta:

—Sí, eso ya lo veo.

—¿La habrías matado sin más? ¿Con tus propias manos?

—Sí —afirma Turtle.

—¿Por qué no lo has hecho nunca?

Turtle no dice nada.

—Turtle…

—¿Mmmm?

—¿Turtle?

—Sí.

—¿Por qué no la has matado antes si lo ibas a hacer? Si era tan fácil. ¿Por qué no lo has hecho antes?

—Supongo que nunca me había preocupado por ella hasta que he visto que te incordiaba.

—¿Así que la habrías matado por mí?

—Sí.

—Turtle —sigue Cayenne.

—Dios santo —suelta Turtle—. ¿Qué?

—Nada —replica Cayenne, avergonzada. Se hunde en la bañera y desaparece de su vista. Turtle termina de limpiar el arma y empieza a ensamblarla. El teléfono suena.

—Turtle —prueba Cayenne con voz queda, incorporándose en la bañera.

El teléfono vuelve a sonar.

—Ve a cogerlo —sugiere Cayenne.

—¿Por qué? —pregunta Turtle.

—Porque —aduce Cayenne— quiero saber quién está llamando.

—No es nadie —asegura Turtle.

—Turtle —insiste Cayenne.

—¿Qué?

—Yo sé quién es. —Lo dice con picardía, socarrona.

Fuera, en la sala de estar, el teléfono suena de nuevo.

—Creo que deberías cogerlo —insinúa Cayenne—. Desde que Martin puso el teléfono nuevo no para de sonar.

—Ahora le ha dado por las compras —suelta Turtle—. Mesa, sillas, cama nueva, teléfono nuevo.

El teléfono suena y suena.

—Tú tiraste el viejo —apunta Cayenne de manera elocuente.

Turtle sigue sentada, limpiando.

—Martin dice que es tu amante secreto.

A Cayenne le interesa mucho Jacob. Turtle se levanta y va a la sala de estar. Martin está junto a la encimera, con una cerveza, y señala el teléfono con la cabeza.

Turtle va hasta él y lo descuelga.

—Turtle… —La voz de Jacob es un cepillo de cobre limpio, ajustado, que le entra por la garganta y le llega a las entrañas. Apoya el borde de la mano en la pared.

—No puedo hablar contigo —espeta.

—Escúchame —le pide él.

—Escúchame tú —dice ella. Turtle no puede dejar de odiarlo y empezar a necesitarlo, ahora no, y no sabe lo que significaría eso para ella, necesitar otra cosa más que no puede tener, y no soporta pensar en Jacob mientras está tumbada, empapada en sudor, y contempla las sombras de las hojas de aliso enfocándose y desenfocándose en el tabique.

Jacob prueba:

—Turtle, te…

—No.

—Turtle…

—No.

—Te quiero —confiesa él—. No sé qué…

Turtle cuelga. Martin toca el grano de la madera de la encimera con la yema del dedo. Él reúne todas las cosas que para Turtle son verdad y que ve siempre que lo mira.

Vuelve al cuarto de baño, donde Cayenne se está enjabonando con Dr. Bronner’s. Turtle se sienta en el borde de la bañera. La habitación huele a menta. Mira las setas que crecen en el alféizar y luego a Cayenne, la escudriña, y descubre que le encantan los hombros de la niña, la cresta del omoplato moviéndose bajo esa piel de un pardo rojizo suya, las cuencas sin vello de las axilas cuando levanta los brazos. Aún lleva la férula y la venda en el dedo, envuelto ahora en una bolsa de plástico. Turtle piensa: «espero que no te pase nada nunca. Espero que sigas siempre así», y se queda sentada pensando eso, arrepintiéndose de todo, pensando: «Dios santo, podrían causarle ese daño a una niña así, y mírala. Mírala».

Cayenne señala las setas del alféizar y pregunta:

—¿Cómo sería ser diminuta, Turtle? Todas esas setas serían como árboles, ¿no?

Turtle sonríe y no sabe qué decir, se limita a sacudir la cabeza, y luego cambia de opinión y razona:

—Vivirías con miedo de la comadreja de la cola negra.

—¿La que vive debajo del suelo de la cocina?

—Esa.

La idea hace que Cayenne asienta con aire sumamente sombrío, ya que no había pensado en los peligros, pero ahora los acepta. Después propone:

—Creo que deberíamos bautizar a la comadreja. Está mal que no tenga nombre.

—¿Qué nombre le pondrías?

Dilbert —responde Cayenne.

—¿Dilbert?

—O, si no, Rodrigo.

Las dos niñas permanecen calladas. Turtle coge el arma y empieza a limpiarla con un trapo.

—No sé qué setas son —confiesa Turtle.

—Ah —replica Cayenne.

Observa cada movimiento de Turtle.

—Turtle —la llama nuevamente.

—Agallas —dice Turtle.

—Ah —responde la niña—. Pero me gusta más louvers.

—A mí también —conviene Turtle—. Pero ¿no es un museo? ¿El Louver?

—No —niega Cayenne.

—Ah —contesta Turtle—. Pensaba que sí. En algún lado.

—¿Como dónde, Turtle?

—No sé.

—¿Dónde, Turtle?

—¿En San Francisco?

—¿Crees que San Francisco es más grande que Wenatchee? —pregunta Cayenne.

—No sé —admite Turtle—. No he ido nunca.

—¿A Wenatchee? —quiere saber Cayenne.

—A ninguno de los dos sitios.

Después de cenar, ella y Martin se sientan en el porche a charlar. Martin fumándose un puro, escrutando la ceniza en busca de la brasa, a oscuras. Cayenne está dentro, leyendo. El sol ya se ha puesto. Él bebe y lanza los botellines vacíos de lado al campo. Turtle está sentada con la culata de la escopeta de tiro al plato contra el muslo y dispara a cada botellín en el punto más alto de su vuelo. En la oscuridad, da la impresión de que los botellines a los que acierta se desvanecen, su reluciente paso sencillamente detenido.

—¿Alguna vez has oído hablar de un bicho que pone sus huevos en la gente?

Él coge el puro del brazo de la silla, es como si se replegara en sí mismo.

—¿Papi?

—Pues, la verdad —le responde—. No lo sé.

—¿Nunca has oído hablar de eso?

—Pues no sé.

—¿Qué?

—¿Dónde has oído eso?

Turtle guarda silencio.

—Los que se ponen de meta, ratoncito, tienen alucinaciones con bichos que se les meten debajo de la piel. Se hacen heridas en los brazos, los muslos, las mejillas. A veces hasta en los ojos. ¿Es a eso a lo que te refieres?

—¿Nada más?

Él no contesta.

—¿Crees que Cayenne se ha puesto de meta?

—No, ratoncito. No lo creo.

Bebe del botellín. Turtle abre la escopeta apoyándola en el brazo y se deshace de los casquillos. Mete dos cartuchos de perdigones, cierra el arma.

—Joder —corrige—. Tal vez.

En él están todas las cosas que ella necesita saber.

—Si ella no estaba drogada, si alguien que estaba colocado le dijo que tenía bichos debajo de la piel, ella no se lo creería —discurre Turtle—. Si fueron al hospital y los médicos le dijeron que no era cierto, sabría que era mentira. Que, quienquiera que se lo contase, se equivocaba.

Martin pasa el pulgar por la boca del botellín.

—Ahí tienes tu respuesta, Darling —zanja él.

—No lo creo —vacila ella.

—Prueba con este. —Se pone de pie y arroja el botellín al campo como si fuese un lanzador de disco. Turtle dispara sin levantarse, sin llevarse el arma al hombro. El botellín describe un arco contra el cielo azul negruzco y desaparece sin más. Él sonríe. Se sienta sonriendo—. Inquietante —observa.

—No has escrito al distrito escolar.

—No.

No le hace ninguna gracia preguntarle.

—Esa es la clase de cosas de las que te tienes que encargar, o alguien se extrañará.

Él se muerde el labio.

Es posible que no haya rellenado los papeles porque no cree que vayan a seguir así mucho más, o es posible que no haya rellenado los papeles con la esperanza de que alguien se la lleve. Si está siendo imprudente a propósito, Turtle necesita saberlo.

—Papi.

—Crees que estoy haciendo tiempo.

—¿Y es así?

—No.

Turtle espera que él añada algo. Piensa: «no hablaré antes de que él hable».

—¿Y si mandan a alguien a casa? —plantea Turtle.

—Ya.

—Ya ¿qué?

—A nadie le importa, ratoncito. ¿Tú crees que hay alguien ahí fuera controlándote? —Se pasa la lengua por los labios, lentamente, como si buscara una grieta—. Solucionaremos lo de tu matrícula. Algo se nos ocurrirá.

«No es verdad —piensa ella—. Sí les importa».

—¿Qué hacías con Cayenne? —quiere saber Turtle.

Lo mira. Él contempla la ladera hacia la bahía de Buckhorn.

—¿Y bien?

—Pero ¿qué coño, ratoncito?

—Antes de que volvieras. ¿Por qué estaba contigo?

—Vaya una puta pregunta.

—¿Y bien?

—Dios. Dios santo.

Turtle espera.

—Hay que joderse, ratoncito.

—¿Qué? Di.

—Joder, no lo sé.

—¿No lo sabes? ¿Eso es todo? ¿No lo sabes?

—Me la llevé. Eso es todo. La encontré y me la traje.

—¿Cómo?

—¿Cómo qué?

—¿Cómo te la llevaste?

Él hace un gesto mudo, como dando a entender que se topó con ella como normalmente se encuentra a una niña de diez años. Turtle quiere esperar a ver qué dice. Preguntarle cosas, necesitar cosas de él hace que se sienta de una manera en particular.

—¿Cómo la encontraste, Martin?

—Dios santo.

—¿Cómo?

Ella espera. No se puede creer que Martin lo vaya a dejar así. Por un momento está decidida a no preguntar.

—¿Cómo? —insiste.

—Dios santo. Si le das tanta puta importancia…

Lanza su botellín de cerveza a la oscuridad.

—Pues sí —afirma ella—. Se la doy.

—No fue nada. Estaba en una gasolinera y fui a mear a la parte de atrás. Un tipo tenía a Cayenne cogida del brazo y le estaba hablando. La tenía agarrada del brazo y le estaba hablando. No había nadie más. Tendrías que haberlo oído. Las dos de la madrugada y las cosas que estaba diciendo. La clase de cosas que te recuerdan a tu viejo amigo, al abuelo. Pensé: «no me voy a quedar con los putos brazos cruzados».

Hace un gesto. Ahí acaba la historia.

—O sea que simplemente…

—Deambulamos por todas esas carreteras secundarias viejas y descuidadas de Washington y de Idaho. Ella me preguntaba cosas. ¿Cómo funcionan los coches? ¿Cómo se hacen las monedas? ¿Quién inventó el dinero? ¿Quién ganaría en una pelea, este o el otro? Parábamos, levantábamos piedras al lado del camino, encontrábamos lagartos y otros animales, sapos. Íbamos a pescar y freíamos el pescado para la cena. Solo avanzábamos unos cuantos kilómetros al día y acampábamos. Y entonces me di cuenta de que había hecho mal en abandonarte. Lo que no era capaz de averiguar era por qué lo había hecho. Estaba como loco.

—¿Qué será de nosotros? —inquiere ella.

—No lo sé.

—No lo sabes.

—Joder. Todo irá bien, Darling.

—¿Eso crees?

—Joder.

—¿Eso es todo lo que me vas a decir? ¿«Joder»? ¿Es todo?

Él guarda silencio un buen rato.

Turtle piensa: «las cosas no han ido bien nunca y nada cambiará». Piensa: «ni siquiera sé cómo sería si fuesen bien. No sé lo que significaría eso. En sus mejores momentos, las cosas están más que bien. En sus mejores momentos, Martin se eleva por encima de todos y es más que cualquiera de ellos. Pero hay algo en él. Una tara que emponzoña todo lo demás. ¿Qué será de nosotros?».

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