Darling

Darling


Capítulo 26

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26

Turtle deja de bajar a la habitación de Martin. Todas las noches se despierta con la brisa entrando por la ventana, la cabeza acalorada y viva, el agua deslizándose por el cristal negro de la ventana. Abajo hay una habitación donde todo se acaba. Deja que la tierra gire lentamente a su alrededor y piensa: «estás haciendo esto por algo, y si no eres capaz de ver qué viene a continuación, vive el momento». Por las mañanas se sienta con las piernas cruzadas a preparar su infusión, las hojas recién cortadas a su lado, en la encimera. Son como hojas de lanza enormes, dentudas, verdes, recubiertas de agujas de sílice. Se sirve la infusión en su taza de hierro fundido y Martin sube por el camino de grava, de vuelta de su paseo matutino a la playa. Entra por la puerta de cristal corredera con las flores de briza mojadas pegadas a los vaqueros y sostiene en alto un sobre acolchado de Correos.

—Un paquete —anuncia— para Turtle Alveston. Sin remitente. ¿Qué opinas, ratoncito? —Martin abre el sobre y saca un libro y una carta—. Marco Aurelio —lee—, Meditaciones. —Lo hojea—. Un libro de la hostia. Un libro de la puta hostia. Deberías leer esto en vez de Lisístrata o la mierda que hayas decidido leer. —Se ríe con amargura, pasándose la lengua por los labios, tocándoselos con el pulgar, y empieza a mirar la carta. La dobla, la parte en pedazos y la tira al fuego. Turtle se sirve infusión de la cazuela. Martin se va por el pasillo y cierra la puerta de un portazo.

Cayenne la llama:

—Turtle…

—¿Sí?

—No sabía que estuvieras leyendo algo, Turtle.

—Es un capullo.

—Ah.

Turtle se toma la infusión.

—Pero ¿sí estás leyendo algo?

—No.

Desmonta y limpia la Sig Sauer a la luz del quinqué. Introduce el cargador de un golpe, desliza la corredera y se lleva la pistola a la sien solo para recordarse que nunca estará tan atrapada como para que no pueda escapar. Piensa: «has perdido las agallas, has perdido el valor, te han deshonrado, pero sigues aquí».

Hace una semana que no va al dormitorio de Martin. Cuando baja la escalera por la mañana, él está haciendo tortitas en un cuenco desportillado de Bauer, con la cadera contra la encimera y el cuenco bajo el brazo, añadiendo cerveza a la mezcla, haciendo gestos con la espátula. Turtle aparta la mirada de la ventana despacio y se centra en Martin, que esboza una sonrisa de suficiencia, que le ha preguntado algo. Sopla en la infusión y ve cómo se dispersa y se vuelve a formar vapor. Coge la escopeta de la encimera, se baja de un salto y se va. Se sienta en el inodoro, los pantalones por los tobillos, en la mano un test de embarazo abierto y empapado de orina, haciéndolo girar entre el pulgar y el índice, viendo cómo sale poco a poco el resultado negativo en la ventanita de plástico. Planteándose lo que eso significa. Haciéndolo girar lentamente.

Esa noche tiene el arma desmontada y extendida ante ella cuando oye que Martin sale de su dormitorio. Turtle deja de hacer lo que está haciendo y siente que cuelga por encima de sus entrañas mientras el mundo se eleva a su alrededor, asciende, y lo oye subir los nudosos peldaños de la escalera. Ensambla la pistola: el cañón en la corredera, el muelle recuperador en la guía, la guía tensa contra el cañón, la corredera fija en el armazón, el tope de la corredera asegurado, el cargador en el hueco. Después tira de la corredera para meter una bala en la recámara, dejando que él lo oiga. Martin se detiene al otro lado de la puerta. Ella lo espera. El pomo gira. Él entra y parece sorprenderle encontrarla ahí, sentada con las piernas cruzadas ante el quinqué, rodeada de botes de disolvente en polvo, desengrasante y aceite.

—Esto está limpio —comenta él.

Ella no dice nada.

—Muy bien, Darling —añade él—. Muy bien.

Turtle cierra la puerta después de que él se vaya y se sienta con la espalda contra ella, odiándolo. «Me castigará por esto —piensa—. Querrá darme una lección por esto, por lo que estoy haciendo, y estoy segura de que la aprenderé».

Turtle hierve su infusión, se sienta en la encimera y observa a Cayenne, que sale del saco de dormir. Ya ha terminado de leer sus libros de vampiros, ahora está leyendo Liberación.

—¿Qué tal está? —se interesa Turtle.

Cayenne arruga la nariz.

—Un poco raro.

—¿Por qué?

—No sé —arruga toda la cara—, es raro.

Esa noche Turtle está sentada afilando el cuchillo, escuchando el silencio del pulido, arrepintiéndose de todo. Piensa: «sube. Quiero que subas. Lo siento, lo siento, lo siento, y si subes, todo irá bien. Será igual que antes». Sabe qué debería hacer. Debería bajar a su habitación. Pero no puede hacerse eso.

Por la mañana Martin tiene una expresión sombría, triste, como si se odiara a sí mismo. Abre la nevera, saca su cerveza y la abre golpeando la chapa, sale y baja los escalones del porche. Turtle se queda mirándolo mientras se aleja, y piensa: «que sea lo que Dios quiera».

Se queda fuera, contemplando la cala Buckhorn, un buen rato. Turtle espera esa noche, desarmando la Sig Sauer y armándola, la escopeta a su lado con una canana de cincuenta y cinco cartuchos, cogiendo a Marco Aurelio, abriendo el libro y leyendo a la luz del quinqué, tirando el libro y cogiendo de nuevo el arma, extrayendo la corredera del armazón y quedándose con ambas cosas en las manos, mirándolas.

Entonces oye que se abre la puerta del dormitorio de Martin, oye que este va por el largo pasillo a la sala de estar, donde arranca la escalera que sube a su habitación. El cuerpo entero le hormiguea. Aguza el oído. Martin entra en la sala de estar y se queda quieto al pie de la escalera, y Turtle espera, pensando: «vamos, sube, cabrón. Puede que me hagas daño, pero no podrás romperme nunca, así que sube la escalera, hijo de puta, y a ver cómo te las gastas». Nota un cosquilleo en el cuero cabelludo. Es como si la piel se tensara. El miedo crece en ella. Oye que le susurra algo a Cayenne, el sonido que hace al cogerla en brazos, aún en las mantas, y después sus pasos pesados, desiguales, por el pasillo cuando lleva a la niña a su habitación.

Turtle piensa: «gracias a Dios que es ella y no yo». A continuación se levanta y se tira del pelo. Se acerca a la puerta y apoya el puño en ella. «No es culpa tuya —piensa—. Esto no es cosa tuya. No le debes nada a esa niña. No puedes hacer nada al respecto». Vuelve a la ventana y se sienta, mordisqueándose los nudillos. «Aunque Jacob no tendría la menor duda de que podrías parar esto, ahí se ve lo poco que sabe de ti y lo poco que sabe de la vida». Coge la Sig Sauer y se la enfunda, coge la escopeta y se la echa al hombro. Después abre la puerta y piensa: «hija de puta, ¿qué haces, Turtle, qué haces?».

Enfila el pasillo, las botas suaves y desgastadas. Se detiene y aguza el oído, pero no oye nada aparte de su propia respiración y de su corazón, y piensa: «Dios santo, amiga, respira bien». Baja a la sala de estar. Permanece inmóvil, con la escopeta en la mano. Al final del pasillo, la cama nueva cruje, y cruje de nuevo. Turtle deja atrás el cuarto de baño a la izquierda y luego el recibidor a la derecha, con sus veintidós cráneos de oso, después la despensa a la izquierda y llega a la oscura puerta de Martin, al fondo del pasillo, al pomo de cristal tallado.

Es sumamente consciente de su propio olor en la oscuridad. Las rodillas le flaquean; apoya la frente en la madera. Al otro lado, un jadeo doloroso, una respiración entrecortada. Un silencio prolongado y luego otro jadeo, medio ahogado. Turtle se queda donde está y piensa: «puedes darte la vuelta ahora, porque no tienes ningún plan y no hay nada que puedas hacer ni ningún lugar al que puedas llevar a esa niña. No te la puedes llevar y no la puedes mantener a salvo, y pensar lo contrario es estar ciega. Recuerda quién es él. Mucho más grande que tú. Mucho más fuerte y listo, con mucha más experiencia». Piensa: «morirás. Fracasarás y morirás, ¿y para qué? En el instante en el que saques a esa niña de esta casa, Martin cogerá la carretera de la costa, irá a casa de Jacob y lo matará. Eso es lo que estás poniendo el peligro, la vida de Jacob… y la tuya. Y tampoco le hará tanto daño a esa niña. Le hará lo que te hizo a ti noche tras noche durante años, y aquí sigues».

Después piensa: «si subo la escalera, habrá una parte de mí que tendré que mantener en penumbra cuando recuerde esto y jamás conseguiré hacer las paces con ella, pero si entro ahí ahora y hago lo que pueda, esta será una historia que me podré contar, con independencia de cómo acabe». Más que nada, más que la vida misma, quiere recuperar a Jacob Learner, quiere recuperar su propia dignidad. Piensa: «muy bien, pedazo de puta, deja la mente en blanco y a trabajar». Piensa: «si vas a hacer esto, lo tienes que hacer a la perfección».

Prueba el pomo de la puerta. Luego quita el seguro y tira del guardamanos para dejar a la vista las fauces abiertas de la recámara. Introduce la bala redonda y desliza el guardamanos. Nota el crujido del cerrojo al cerrar. Se apoya la culata en el hombro y revienta la cerradura. Su oído, sensibilizado por el silencio, desaparece al instante. Abre la puerta de una patada, recargando la escopeta al entrar. Martin pega una sacudida en la cama y se lanza hacia la mesita de noche. Da un manotazo a botellines y revistas intentando coger la Colt, y Turtle la vuela de la mesa de un disparo, la escopeta lanzando una llamarada y un botellín de cerveza perdiendo su cuello de cristal, espumeando; el casquillo expulsado queda suspendido en el aire a su lado, girando mientras describe un arco hacia la oscuridad. Martin se quita las sábanas de encima, sale de la cama, da un solo paso hacia ella, enorme y desnudo, sus muslos inmensos y brillantes en la oscuridad, el pecho profundo y negro, velludo, y Turtle sube la escopeta.

—Espera… —dice.

Acto seguido Martin está encima de ella. La abofetea con el dorso de la mano. Turtle se golpea la cabeza contra la jamba y cae al suelo en el pasillo. Él emerge de la oscuridad, inmenso, se arrodilla encima de ella, le agarra el cuello con ambas manos y la empuja contra el suelo. Turtle profiere un ruido ahogado, sofocado, y a continuación todos los sonidos se apagan. Lo coge por la muñeca, pero no puede zafarse de él, como no podría hacerlo si la mantuviera sujeta un clavo de vía.

—¿Dispararme a mí? —exclama él—. ¿Dispararme a mí? Yo te hice. Eres mía.

No se revuelven, ni tan siquiera se mueven, pero se tensan el uno contra el otro ahí, en el pasillo. Martin tiene un rictus asesino. La cabeza de Turtle se llena de una angustia silente. Nota cómo se le hunden los dedos de él en el cuello, la carne tensa casi hasta romperse. En la cara se le está formando una costra, como una máscara. Es consciente de ello a pesar de la increíble, tremenda necesidad de aire que siente, y también es consciente de que el velo del paladar le pica, de que los ojos le pican conforme los vasos capilares se derraman en su piel.

Turtle lo agarra de los dedos, que están enterrados en los pliegues de su piel. Es como tratar de arrancar raíces de un suelo pedregoso. Se araña la piel. La palma de él se ahueca y Turtle mete el pulgar debajo, la uña abriendo un surco profundo, sanguinolento en su propia garganta. Desesperada, desliza el pulgar por la palma de él hasta llegar al meñique de la mano izquierda. Pugna por respirar. Tiene la cara hinchada, dilatada de sangre, su visión se estrecha, se vuelve gris, negra, y pierde profundidad, vasos negros como la tinta se abren en el lado izquierdo.

Él la levanta y la estrella de nuevo contra el suelo, Turtle intentando a la desesperada levantarle el meñique de la mano izquierda, tirando de él, su pulgar enganchado debajo. Con una lentitud atormentadora, empieza a separar ese meñique del resto de dedos, pugnando por hacer palanca.

—¿Dispararme a mí, zorra? —espeta él—. Yo te hice. —La levanta y la estampa una vez más contra el suelo, tratando de dejarla inconsciente, tratando de zafarse de sus manos. Turtle ve destellos. Rodea con el puño entero el meñique de él, tira con fuerza y le aparta la mano. Él para bruscamente, antes de que ella le pueda romper algún hueso de la mano.

Incluso liberada, Turtle se queda donde está. No se puede levantar. No puede respirar. No sabe por qué. Aunque ahora que ya no lo tiene encima es incapaz de coger aire. No hay borboteo, no suena el aire. No tiene sentido. Se tumba boca abajo y se arrastra por el suelo. «Voy a morir —piensa—. Voy a morir en este puto sitio. En este pasillo». Quiere gritar pidiendo ayuda, pero no puede. Tiene algo aplastado en el cuello. Se revuelca, pugna por respirar, y entonces Martin se le acerca por detrás y le da una patada en la ingle.

Ella se arquea en silencio y acto seguido se desploma.

—Puta perra —escupe él—. Puta…, puta…, puta perra. Eres mía. Mía. Mía —vocifera.

No parece entender por qué está Turtle en el suelo. Se queda quieto, perplejo. Ella sigue sin poder respirar. Su sed de aire es una urgencia que lo absorbe todo. Él le da otra patada. Sintiendo un dolor atroz, Turtle araña la madera del suelo. Su diafragma se contrae violentamente. Se endereza y nota que le llega aire a la boca…, una bocanada fría, fría contra sus dientes. Se agarra de la puerta entreabierta de la despensa. Piensa: «levántate, Turtle. Te tienes que levantar. Te tienes que levantar».

—Eres una perra. Una puta —repite Martin.

Ella se pone de rodillas, tambaleándose, toma una gran bocanada de aire sanguinolento, se agarra al pomo de la puerta de la despensa para sostenerse. Piensa: «muy bien, puta. A ver de qué pasta estás hecha». Coge aire otra vez. Frío y doloroso y bueno. «Muy bien —piensa—. Se acabaron los jueguecitos».

Martin coge la escopeta y va hacia ella, diciendo:

—Mía, eres mía. —Llega a su lado y le pone el arma en la cara. Martin está demasiado cerca. Nunca ha sido capaz de hacer nada bien.

Turtle mira por el gran cañón negro de la escopeta como si mirase una pupila, pensando: «nunca te ha cuidado, nunca ha creído en ti». Todo se derrumba, cada gesto, cada cosa se desploma sobre sí misma, libre de duda y vacilación. Estira el brazo y coge el cañón de la escopeta justo por detrás del punto de mira. A continuación tira del arma hacia sí como si fuese una barandilla y se sirviese de ella para subir la escalera, desviando el cañón de su cuerpo. No hay esfuerzo ni sensación de esfuerzo. Sus intenciones simplemente se convierten en acciones.

El arma se dispara. Vomita una lanza de sonido y fuego candente que le pasa rozando la cadera y se estrella en la pared. Martin, que no ha soltado la empuñadura, se desplaza hacia delante con ella, tropieza, pierde el equilibrio, boquiabierto y sorprendido. Está siendo demasiado rápido para él y no puede hacer nada. Turtle tira de él hacia abajo, donde quiere que esté. A continuación planta los pies y le clava el codo en la mandíbula.

No hay dolor, pero siente el golpe hasta en los talones. Martin se tambalea hacia atrás. Se da contra la pared y cae.

Turtle agarra el arma por la culata y la recarga. El casquillo sale despedido y tintinea por el suelo, humeando. Se queda donde está. Con cada respiración, el mundo a su alrededor adquiere color, profundidad. No va hacia él. Hay una mancha de sangre en la pared. Trata de hablar, pero solo le sale un sonido áspero, doloroso. Tiene algo dañado en la garganta. Las cuerdas vocales, algo. Martin está tirado boca abajo.

«Mátalo —piensa—. No dejará que te vayas». Él levanta la cabeza y mira a su alrededor. Hay un trozo de diente en el suelo, y sus ojos se fijan en él. De la boca le caen hilos de sangre que gotean. Sus pupilas se han vuelto aros. Sus piernas se mueven inútilmente. Turtle piensa: «aprieta el gatillo, hazlo». Podría hacerlo si fuera preciso, pero duda que lo sea. Martin se incorpora, se sienta contra la pared, las piernas extendidas frente a él, se la queda mirando. Sus manos descansan inútiles a los costados. Su pecho sube y baja. Parece aturdido.

Turtle abre la boca para preguntarle algo y profiere un sonido agrietado y sanguinolento. Él la mira desde el suelo y ella trata de interpretar su mirada, pero está vacía, carente de expresión. Abre y cierra las manos en torno al guardamanos anillado de la escopeta. Los hombros de él están surcados de tendones, anudados con grandes puñados de músculo; el cuerpo, nudoso y cuajado de sombras; los músculos, abultados en fajas sobre las costillas, que se abren y se cierran con su respiración laboriosa. En esa postura, encorvado, se forman pliegues en su poderoso estómago. Ha levantado y doblado las piernas y sus pies descalzos descansan en la madera del suelo, culebreados de venas, un abanico de huesos sobresaliendo de ellos, el arco alto, los dedos gigantes y rechonchos aferrándose a las tablas. No le quita los ojos de encima.

Ella pasa tambaleándose junto a él, pegada a la pared, y va hasta donde está Cayenne, acurrucada en la cama, estrujando las arrugadas sábanas. Turtle le tiende la mano izquierda, con los dedos torcidos, y la niña se queda mirando la oscuridad. Turtle casi no se tiene en pie. Apunta a la niña con la escopeta y blande el cañón para indicarle que se mueva, y Cayenne grita, se lleva las manos a la cara y se calla de golpe. Turtle se sube a la cama, coge a la niña del pelo y la arrastra por el pasillo, tratando de evitar que vea a Martin, hasta el recibidor. Los cráneos de oso despiden un brillo amarillento en la oscuridad, la araña surge formidable, suspendida de las vigas llenas de telarañas, los grandes cuellos de cisne de latón reflejando la luz. Turtle sostiene la escopeta con una mano y arrastra a la niña con la otra.

Martin se aclara la garganta, tose.

—No te vayas —pide, la voz pastosa, arrastrando las palabras.

Turtle lo apunta con la escopeta y Cayenne se pega a ella, hundiendo la cara en su estómago, abrazándose a ella y agarrando la camiseta de tirantes y la camisa de franela con los deditos. Él abre las manos, las extiende a modo de muda súplica. Turtle abre la enorme puerta de roble del recibidor y empuja a Cayenne hacia el camino. Va hasta la camioneta del abuelo, abre la puerta del copiloto y la niña se sube, torpe y desnuda, abrazándose el cuerpo. Se vuelve y lanza a Turtle una única mirada de pánico, el pelo enmarañado. Turtle pega un portazo, vuelve la cabeza. Ve a Martin por la puerta abierta del recibidor. Trata de averiguar qué hará. Si Martin lo sabe, no da señales de ello. Da la impresión de estar mirando al suelo o sus propias manos, abiertas. «No me sigas —piensa ella—. No me sigas, hijo de puta».

Da la vuelta a la camioneta y se sube. Podría dispararle a las ruedas de su camioneta, pero si va a ir tras ella, quiere que lo haga ya mismo y quiere que esté en un vehículo que ella reconozca. Las llaves están puestas. Enciende las luces, mete primera y baja ruidosamente por el camino. Cayenne se desliza por el asiento de vinilo y apoya la cara en el regazo de Turtle, los ojos cerrados, dando sacudidas y con espasmos, y Turtle le pone una mano en el pelo, junto a la mejilla. La camioneta derrapa al entrar en la negra, conocida carretera, y al ver esa extensión limpia de asfalto, la línea divisoria amarilla, los buzones, los montículos de tritomas, lanza un suspiro de alivio. Sube una mano y se toca los surcos que sus propias uñas le han abierto en el cuello. Mueve el retrovisor y ve que su cara está salpicada de vasos capilares rotos debido a la estrangulación. Cuando abre la boca, el interior es de un púrpura negruzco, sus dientes enmarcados de rosa.

Turtle intenta decir algo y no puede; su boca se abre y se cierra con un clic. Cayenne alarga un brazo, se agarra al muslo de los vaqueros de Turtle y cierra la mano lentamente en un puño. Turtle mira a la niña. Cayenne junta las piernas, abrazándose el estómago con una mano. Con la luz de dentro apagada, la cabina casi está a oscuras, pero Turtle entrevé a la niña, envuelta en una luz plateada, con los faros de los coches que pasan. Ve la media silueta de una mejilla argéntea, la media luna de un ojo, media boca abierta, planos de su rostro atrapando la luz y su pelo negro engulléndola.

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