Darling

Darling


Capítulo 30

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Turtle está sentada en el borde de un bancal elevado, el bosque callado a su alrededor, las secuoyas de medio metro a un metro de diámetro, el bosque secundario nacido de los nudos de enormes tocones llenos de hojarasca, de los cuales los más grandes se quemaron hace tiempo hasta convertirse en calderos repletos de ceniza de casi cinco metros de ancho. Al borde del claro crecen pipas de indio, helechos de espada y madroños del Pacífico. Sobre él descuella la cabaña de Anna, con grandes ventanas que dan al sur, vidrieras de fabricación casera en la cocina y un atrapasueños en el dormitorio de la segunda planta, el techo revestido de paneles solares, la casa y el terreno heredados de su abuela. El bosque se ha ido acercando y se ha vuelto más oscuro desde que se construyó la casa. Sentada en la baranda del porche, la gata de Anna, Zaki, observa a Turtle, y cierra y abre los ojos azul claro con gesto de aprobación.

Turtle hunde la mano enguantada en la tierra del bancal, rica y negra, ya que ha llovido hace poco. No tiene que cavar mucho para encontrar las raíces. Se pone a gatas. El bancal se alza sobre una plataforma de hormigón de quince centímetros. Un dedo retorcido de raíces secundarias ha salido de la tierra, siguiendo el rastro del agua goteante, ha salvado la brecha que se abría entre el suelo y la plataforma y se ha colado por uno de los agujeros de drenaje.

Turtle empezó a trabajar en el huerto hace ocho meses, los movimientos impedidos por el dolor y la bolsa de colostomía. Una de las balas le dio en la parte baja de la espalda, pasó entre dos arterias intercostales, le perforó el yeyuno y salió por el lado inferior izquierdo; otra le rozó el pómulo izquierdo, y una tercera le rebotó en la séptima costilla del costado derecho, justo por debajo del omoplato. La costilla le perforó la pleura alrededor de los pulmones, y cuando la cavidad pleural se llenó de aire, su pulmón derecho empezó a colapsarse.

«Es solo un pequeño neumotórax —aclaró el doctor Russel con el pulgar y el índice mínimamente separados para indicar su tamaño—. Pequeñito». El doctor Russel era un hombre flaco, la piel blanca con imperfecciones, medio calvo, callado y cuidadoso. Se inclinaba hacia delante al hablar, uniendo el pulgar y el índice como para capturar la textura de la voz de Turtle, y preguntaba otra vez: «¿Cómo se te ocurrió vendarlo así, Turtle?». Y Turtle sacudía la cabeza, porque no lo sabía, y él sonreía y se echaba hacia atrás. Estaba entusiasmado con su caso y sus heridas, y eso le gustaba a Turtle, que se daba cuenta de que al médico le encantaba esa parte de su trabajo. El contenido de su intestino delgado se derramó en su cavidad abdominal y, después de la primera operación, estabilizadora, se sometió a dos procedimientos quirúrgicos importantes para acabar con la infección. Si su vendaje con cinta americana no hubiese aguantado, puede que Turtle no hubiera sobrevivido. El agua de mar, le gustaba decir al doctor Russell, es peligrosa. Le asombraba que Turtle hubiese sobrevivido.

Los cirujanos llevaron un extremo de tripa hasta el costado derecho, por encima de la ingle, con el que le hicieron un ano rojo y fruncido en la cadera, y durante seis meses hizo caca por ese sitio, o en realidad, echó la mierda por ahí. Le pusieron un parche adhesivo flexible con un tapón sobre el estoma, al que se fijaban las bolsas de colostomía. Turtle se despertaba en plena noche, rascándose la pestaña donde la bolsa encajaba en la placa que se adhería a la piel, y una noche casi logró quitársela. Se despertó justo a tiempo y fue al cuarto de baño tambaleándose, se plantó delante del lavabo, imaginando que sacaba medio metro de intestino rosa por una abertura en el costado, se agarró al mueble del lavabo, jadeando de dolor, mirándose al espejo y sacudiendo la cabeza, y pensó: «Martin intentó decírtelo, trato de decirte que un día tendrías que ser algo más que una putita asustada con buena puntería, que un día te haría falta tener una convicción absoluta, que tendrías que pelear como un puto ángel caído en la puta tierra, poniendo todo el corazón, y nunca llegaste a ese punto. Fuiste un mar de dudas y evasivas hasta el final». Se quedó ante el lavabo pensando: «nunca diste la talla y nunca la darás». Aquel día esperó a que Anna volviera a casa, y cuando esta abrió la puerta del coche, le dijo: «quiero hacer un huerto», y Anna se quedó quieta, cargada con una caja llena de exámenes para corregir, lenta debido al agotamiento, apoyada en el Saturn, y luego metió la caja en el coche, y Turtle se acomodó en el asiento del copiloto y aseguró la puerta con el pulpo.

Juntas escogieron tablones de secuoya de medio metro de ancho y cuatro de largo en la maderería Rossi, los inspeccionaron en busca de nudos y los pusieron de pie para ver si estaban rectos, luego dejaron a un lado los que les gustaron y un hombre barrigón con vaqueros, camisa de franela y tirantes con diseño de cinta métrica los cortó en tablas de tres metros y un metro y, sin dejar de mirar a Turtle, se quitó los guantes, los cogió con la mano izquierda y le tendió la derecha. La mano desenguantada del hombre era muy grande, y le estrechó la suya con firmeza, casi haciéndole daño.

Fueron a la caja para pagar los tablones, los clavos galvanizados y la tierra abonada que habían comprado. Tras la caja había una mujer con las manos apoyadas en el mostrador, mascando chicle de manera basta, el pelo rubio oxigenado con raíces castañas oscuras y un chaleco naranja fosforito. «CINDY», decía su placa. Se las quedó mirando. Anna había apuntado los metros de los tablones en una libretita que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón, con la que iba a todas partes, porque estaba tomando notas para una novela que quería escribir y nunca sabía cuándo podía asaltarla una idea. Sacó la libreta y dijo:

—Ocho tablones de secuoya de medio metro de ancho por cuatro metros de largo.

—Ajá —repuso la mujer, introduciendo la cantidad.

—Ocho sacos de tierra abonada premium.

—Ajá —repitió la mujer.

—Medio kilo de clavos galvanizados.

—Ajá —continuó la mujer, y su forma de decirlo hacía que Anna la mirara cada vez, ya que sentía curiosidad por saber si estaba siendo hostil.

—Eso es todo —terminó Anna.

—Ajá —contestó la mujer, y apoyó las manos en el mostrador y se inclinó hacia delante.

—Bien —Anna sacó la cartera—, ¿cuánto le debo?

—Nada —replicó la mujer.

—¿Nada? —repitió Anna.

—Ajá —confirmó la mujer.

—¿Por los tablones de secuoya?

—Ajá —insistió la cajera. No había nada solícito ni amable en su forma de decirlo.

—Me gustaría pagar —señaló Anna, que tenía la cartera abierta en las manos.

—Ajá —dijo la mujer, y asintió.

—Entonces ¿cuánto le debo?

—Nada —afirmó la mujer.

—No lo entiendo.

—Ajá —repitió la mujer.

—Pero ve que le quiero pagar, ¿no?

—Ajá —espetó la mujer.

—Entonces —probó Anna—, insisto. ¿Cuánto le debo?

La mujer inclinó su voluminoso cuerpo en el mostrador y se acodó. Era de espalda ancha, el escote de un rojo correoso y bronceado. Aclaró:

—Esto sigue siendo un pueblo. No siempre se nota, pero lo es. No tiene que pagar esa madera.

—Bien, pues, gracias —se lo agradeció Anna.

—No —objetó la mujer—, no me dé las gracias. Necesitará más tierra, y no toda va a ser gratis.

—Bueno, gracias de todos modos —contestó Anna.

Cindy observó a Turtle y a Anna mientras salían. Anna se limitó a sacudir la cabeza.

Llegaron al vivero North Star cuando estaban cerrando. Estaban echando la llave, y un hombre joven con un jersey verde, vaqueros y botas de faena embarradas iba hacia su camioneta cuando ellas llegaron al aparcamiento. Las vio y se acercó al Saturn cuando Anna aparcó y se bajó del coche.

—¿Anna? —preguntó el muchacho.

—¡Tim!

Se abrazaron, y él miró a Turtle y comentó:

—Así que es ella.

Y Turtle miró hacia el oeste, hacia las nubes que estaban suspendidas sobre el océano. Se preguntó dónde estaría Cayenne en ese instante, y si estaría a salvo. La niña se había ido a vivir con su tía. Turtle, que habló con la mujer por teléfono, le dejó claro:

—Quiero hablar con esa niña cada semana y quiero oír en su puta voz que está bien, y si no lo está, lo sabré.

Y la mujer se quedó callada y al cabo repuso:

—De acuerdo…

Lo dijo con voz burlona y huraña, arrastrando las palabras con resignación pasivo-agresiva, y Turtle notó algo mudo y superior en ella, como si creyera que estaba siendo ridícula. Fue exactamente igual que lo decía Cayenne, cuando estaba más hosca, y al darse cuenta, Turtle se quedó estupefacta, volvió en el acto a cuando estaba junto a la niña, Cayenne tumbada en el suelo leyendo, intentando convencerla de que la acompañara a buscar escorpiones. Sabía que la niña estaba creciendo en un mal hogar, pero ¿qué podía hacer? Tampoco había estado precisamente segura con ella.

Tim las dejó entrar en el vivero, y Turtle cogió un carrito rojo y lo arrastró por la tienda mientras Tim y Anna esperaban junto a la verja, hablando. El vivero tenía un espacio al aire libre vallado con mesas de listones de madera cubiertas de semilleros de plástico negro y contenedores. Era media tarde y el cielo estaba morado. Turtle empujaba su carrito rojo por los senderos de gravilla. Tim quería acercarse a hablar con ella, se le notaba en la actitud, pero se quedó con Anna junto a la verja, observando. La gente suponía que no le gustaba hablar con hombres, pero no era cierto. Levantó los semilleros de plástico negro de dulces tirabeques, apreciando el verde intenso de las hojas, la tierra negra. Sosteniéndolos contra el pecho y mirando las mesas y mesas de plantas, tuvo la sensación de que todo era posible. Había una mesa entera de lechugas en bandejas de cuatro alveolos: rizada, trocadero, achicoria roja, llamativa hoja de roble. Quería col rizada y acelgas y guisantes de azúcar y ajos y alcachofas, y quería fresas. Lo quería todo. Estaban a mediados de febrero y aún hacía frío, pero Anna creía que donde vivía se podía plantar lechuga todo el año. A las alcachofas y a los tirabeques les iría bien. A cualquiera de las crucíferas. Mejor esperar si quería plantar tomates.

Pagaron las plantas dentro. Tim miraba de soslayo el carrito rojo de Turtle y, con dificultad, tecleaba los números en la caja registradora, consultando a veces hojas plastificadas. Turtle tenía una cicatriz en la mejilla izquierda. Una protuberancia gruesa de tejido insensible, que se tocaba sin darse cuenta cuando se ponía a pensar. En el interior había plantas decorativas y fuentes de agua y demás elementos ornamentales, pero las bombas y las luces estaban apagadas. Anna y Turtle se hallaban junto a la caja registradora. En el mostrador, ante ellas, había un folleto en blanco y negro en el que se veía a Turtle saliendo de las olas, apoyándose en Cayenne y escopeta en mano. Turtle no recordaba haber salido caminando de la playa. Ponía: «APOYA A TURTLE ALVESTON». La foto la tomó uno de los paramédicos. El papel se estaba enrollando, manchado por alguna planta recién regada que había goteado por el mostrador. Le habían disparado —a la gente le gustaba decirle— tres veces, había salvado a todos los que estaban en la casa esa noche y había salido caminando de la playa por su propio pie. Era una heroína. Les encantaba eso de ella. «Saliste caminando de esa playa», le contaba la gente, médicos, enfermeras, técnicos, desconocidos. Brett, cuando la fue a visitar, se lo dijo: «Eres una heroína, Turtle». En su bata de hospital, sentado en una silla de ruedas con la enfermera al lado. Brett resultó herido en el pecho. Pero a diferencia del neumotórax de Turtle, el suyo había sido muy grave. El pulmón derecho se colapsó por completo y tenía heridas abiertas en ambos lados.

—Eres como… una heroína —afirmó Brett—. Me refiero a que, tía, ¿cómo seguías en pie? No sé cómo pudiste salir caminando de esa playa. —Sonriéndole, asombrado. Turtle echaba eso de menos. Lo echaba de menos a él. Brett le dijo—: Cuando se acerque el final, ve a buscarme. Ve a buscarme, ¿vale?

—Vale —respondió Turtle. Estaba tendida en la cama, el drenaje torácico fijado con esparadrapo a un costado, por los tubos saliendo fluido serosanguíneo—. Vale. Iré a buscarte.

No creía que nada de eso fuera cierto. Quería saber cuál era el pronóstico de Brett a largo plazo. Cómo se vería afectada su vida. Ella no era ninguna heroína. Le había fallado a Cayenne, se había fallado a sí misma, le había fallado a Martin, había puesto en peligro a todos los de la casa, había fallado una y otra vez, dando tumbos de una habitación a otra, cometiendo un error estúpido tras otro, tratando de controlar una situación que no se podía controlar sin conseguirlo, y no recordaba haber salido caminando de la playa, y todo ¿para qué?, una vida sin él que no quería, que no entendía. Si supieran que abrió la puerta de una patada, que lo encontró con Cayenne y tuvo la oportunidad de acabar con aquello antes de que pasara lo que pasó después, que no apretó el gatillo… Se quedó mirando a Brett, incapaz de explicárselo. Su vida ya no sería la misma. Nunca. «Entrénate —aconsejó Martin— para tener un solo objetivo», y ella no lo hizo.

—Muy bien —dijo Tim—. Son veintidós dólares.

—¿En serio? Me parece muy poco —repuso Anna.

—¿Ah, sí? —contestó él, mirando las plantas.

Turtle empezó el huerto esa misma noche, entrando en casa deprisa para enchufar el cargador de la batería del taladro inalámbrico de Anna, que tenía toda una caja de herramientas que había comprado cuando decidió que viviría sola en Comptche, pero nunca la había usado porque le daban miedo las herramientas eléctricas.

—¿Vas a usar el taladro? —preguntó Anna.

Turtle asintió, poniéndose un mono de trabajo de Carhartt sobre su ropa interior térmica Smartwool.

—¿Sabes cómo funciona? —preguntó Anna, y Turtle asintió. Anna añadió—. ¿Tendrás cuidado?

—Tendré cuidado —prometió ella.

—No te harás un agujero en el dedo ni nada, ¿no? —insistió Anna.

—No, no me haré nada —aseguro Turtle.

Se puso una linterna frontal, su jersey de lana y sus viejas botas militares, y miró a Anna directa y cándidamente, porque Anna se sentía violenta y nerviosa, y ella quería demostrarle que podía preguntarle lo que quisiera.

—Vale —repuso Anna con cierta timidez—. Vale.

Turtle le contó al doctor Russell la operación que le hicieron en el dedo a Cayenne, dibujándosela en un papel. El doctor Russell dijo que la amputación tenía sentido hacerla en un entorno estéril, pero que no en el suelo de la sala de estar de uno. Aunque era una operación que él hacía continuamente, aseguró, no era necesaria. La piel epitelizaría —volvería a cubrir la punta del dedo— si se iba cambiando el vendaje. Y cuando Turtle contó que pasaron la articulación y cortaron el siguiente hueso, el doctor Russell se detuvo, durante una fracción de segundo, ladeando la cabeza, y contestó: «Bueno…, tal vez eso tuviera sentido en esa situación», y Turtle supo lo que no estaba diciendo. Fue ella la que cortó el siguiente hueso, y quizá Martin se inventase que era necesario.

Turtle llevó los tablones ladera abajo, los dejó en el claro y se arrodilló en la hojarasca húmeda para perforarlos. Lo que en su día habría sido un trabajo de una noche para ella, ahora era un agotador proyecto de varios días. Incluso bajar la colina hacía que pusiera caras por el dolor que sentía en las tripas. El doctor Russel le advirtió que el dolor podía ir y venir, pero que lo más probable era que tuviese un dolor crónico el resto de su vida, y que podía sobrellevarlo con o sin medicamentos. Turtle prefirió no tomar pastillas. La bolsa de colostomía era una presencia sudorosa y plástica adherida al costado. Sujetó la tabla de tres metros entre las piernas y la atornilló a la de un metro, el pelo metiéndosele en la cara, sonriendo para sus adentros, todo el cuerpo dolorido tan solo por el esfuerzo de mantener el taladro firme.

Al día siguiente llevó en la carretilla los sacos de veinte kilos de mantillo, sudando y soltando imprecaciones y sonriendo, los fue dejando uno a uno en la hojarasca, junto a los tablones, y se limpió la cara con el dorso de la mano y sonrió, más feliz de lo que había sido en meses. Después se tumbó en la carretilla, miró al cielo y se quedó un rato así, simplemente respirando. Arriba las copas de las secuoyas se mecían con la brisa, de un verde delicado, y Turtle estaba viva. Viva, por extraño que pudiera parecer, con todos los errores que había cometido.

Abrió los sacos y llenó los bancales de tierra, y a continuación abrió los hoyos con las manos, cada planta del semillero un puñado de tierra negra y una espiral de raíces blancas. Cuando se despertó al día siguiente, se preparó su avena y bajó con el cuenco de barro caliente con un pegote de miel Cinnamon Bear encima. La niebla empezaba a levantarse del suelo del bosque, y se sentía muy, muy bien. Al día siguiente salió por la mañana y descubrió que los ciervos se lo habían comido todo menos las calabazas. Se quedó plantada delante, con los leotardos Smartwool, la camiseta de pijama grande y el jersey de lana, y se preguntó qué habría pasado si no hubiese ido a casa de Jacob, si hubiera seguido conduciendo, sabiendo como sabía que Martin tenía su dirección y que iría allí tanto si iba ella como si no, y piensa: «si él hubiera llegado allí y no estuviese la camioneta del abuelo…, ¿qué habría hecho? ¿Habría pasado de largo o habría parado y subido al porche, quitando de en medio vasos de plástico rojo de una patada?». A veces cree que si hubiese seguido conduciendo, todo habría salido bien. No es capaz de evocar ninguna imagen clara de él, no de su cara, solo de su espalda, ancha, sumida en sombras. Contaba con que estuviera en el hospital cuando ella despertase. Fue justo después de la primera operación. Anna estaba ahí, devastada, roja de tanto llorar, y Jacob también, leyendo. Martin no estaba, y pensó: «se pillará un buen cabreo». Luego lo recordó todo.

Cuando los ciervos entraron en el huerto, volvió a la ferretería y compró dos rollos de malla de gallinero de dos metros y medio, estacas y un martinete, pero como las estacas y los rollos de malla no cabían en el Saturn, y como Turtle no podía cargar con todo eso, pagó para que se lo llevaran al huerto. Intentó hacer todo el trabajo sola, cavó una zanja de medio metro alrededor del huerto, pero se dio cuenta de que no podía levantar el martinete, así que Jepson y Athena, los hijos de Sarah, la vecina, fueron a ayudarla a poner las estacas y a tender la malla de estaca a estaca. Se llevaban un año, los dos iban al instituto, y la cuidaban. Volvió a comprar más plantas a Tim, en el vivero North Star, las plantó y construyó una espaldera de bambú para los tirabeques, y la llenó de orgullo afianzar la espaldera con bramante, imaginando cómo crecerían los guisantes por ella. Pero cuando salió, descubrió que los mapaches habían echado abajo la espaldera y habían dejado su mierda negra aceitosa, apestosa, por todos los bancales y los cuervos se habían comido las semillas y los estorninos se estaban llevando el bramante para construir sus nidos, y Turtle insistió, volvió a plantar y cruzó los dedos, y poco a poco las plantas empezaron a sobrevivir.

Luego, una mañana, Turtle salió al huerto y vio que una cervatilla se había quedado atrapada en la cerca. La madre esperaba inquieta en el borde del claro, se alejaba corriendo y volvía, y la cervatilla saltaba contra la malla una y otra vez sin conseguir salvarla, saltó contra ella hasta que una estaca se inclinó y se le enredó una pata en la malla, y empezó a mover las patas frenéticamente, atrapada. Turtle fue al cobertizo y cogió el cortafrío y una cuerda. Ató las patas traseras con un enganche de vaca, le dio cuatro vueltas más y las aseguró con otro enganche de vaca, un nudo flojo, pero que evitaba que el animalito siguiera moviendo las patas. Después abrazó a la criatura, que forcejeaba y jadeaba, sorprendentemente caliente, pequeña como un perro, el corazón martilleándole entre las costillas, que subían y bajaban. Le pasó un brazo por el agitado cuello y con la otra mano manejó el cortafrío, respirando contra el pelo marrón rojizo del animal, oliendo su aroma salvaje, almizclado, y por último la cogió en brazos y la sacó del huerto, la dejó en el suelo y le desató las patas. No podía andar. Se levantaba y se caía, se levantaba y se caía. Turtle la dejó allí esa noche, aovillada con el morro en la cola, y cuando salió por la mañana, la cervatilla seguía allí y la madre se había ido. Turtle se quedó con la cervatilla acurrucada a sus pies, los pequeños costados temblorosos. Se sentó a su lado y pensó: «levántate, joder», pero el animalillo no se ponía en pie.

Esa noche Turtle le quitó el pico al zapapico y salió solo con el mango. La cervatilla estaba otra vez acurrucada con la cabeza en la cola, el cuerpo entero temblándole, moqueando. Volvió la cabeza y miró a Turtle con uno de sus grandes ojos, tan oscuro que era casi negro, salvo por la media luna inferior del iris marrón, y Turtle la mató de un solo golpe. Luego se sentó en la hojarasca, con las piernas abiertas, aún con el mango del zapapico en la mano, y miró el cuerpecillo y no supo qué hacer, y si lo sabía, no sabía si podría hacerlo. Pasó una cuerda por el tronco de un madroño, izó al árbol el animal, del tamaño de un niño, se sacó el cuchillo y se quedó quieta, temblando. Bajó el cuchillo, se sentó y se levantó. Se fue, volvió, cogió el cuchillo y rajó a la cervatilla desde el ano hasta el cuello, y fue tan horrible como pensó que sería, sentir la carne bajo el cuchillo, y se alejó, se inclinó y vomitó en los arándanos. Después abrió la piel correosa y sacó las entrañas sanguinolentas, sin parar, sin pensar en lo que hacía. Cortó a la cervatilla en filetes, que metió en el congelador, y se quedó en la cocina, lavándose las manos en el fregadero. Con ayuda de Athena, arrancaron la cerca de cuajo y llevaron la malla y las estacas al cobertizo.

Turtle recorrió los pasillos de North Star en días de primavera sombríos, neblinosos, envuelta en prendas de lana y con las manos metidas en las axilas, moviéndose entre las mesas ahora familiares y escogiendo plantas que poner en el carrito, algo que no había perdido su encanto y que poco a poco empezaba a sustituir los placeres de la novedad con los de la familiaridad. Siguió buscando en los días despejados, calurosos de verano, con manga corta y el mono de Carhartt, Anna esperando en una tumbona, leyendo La prisionera y La fugitiva como parte de su proyecto de «grandes lecturas» que había eludido en la facultad, cuando pasaba la mayor parte del tiempo, contó, practicando kayak de aguas bravas y con chicos. Había leído Guerra y paz, Moby Dick, La broma infinita, Los hermanos Karamazov y empezó En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Anna no tenía paciencia con los escritores a los que llamaba «borrachuzos ingeniosos», con lo que se refería a Hemingway y Faulkner. En las lindes del vivero había una especie de ciénaga con una islita verde y agua turbia cubierta de hierbajos y, más allá, una maraña de árboles. A veces Turtle empujaba su carrito rojo lleno de plantas hasta el borde de la puerta del vivero, se quedaba mirando el agreste, decadente bosque, y una sensación que no era capaz de nombrar invadía todo su cuerpo, su temor y su asombro mezclados con la luz del sol y los pasillos de plantas y el crujir de la grava, con su nueva vida allí, entre esas personas, con Anna en la tumbona leyendo a Proust.

Cuando Anna estaba agotada por haber trabajado demasiado, Turtle iba a través de las secuoyas a la casa de Sarah —la había construido con su marido a finales de los años setenta—, llamaba a la puerta y Sarah le abría. Turtle se sentaba en la cocina oscura —la casa de Sarah tampoco estaba conectada a la red principal y utilizaban la menor electricidad posible— y cascaba nueces de un gran cesto de algas trenzadas mientras Sarah le hablaba de la junta escolar de Mendocino o de la segunda vuelta para cubrir la vacante del comité coordinador de la calidad de agua de Mendocino, y Turtle la escuchaba sin hablar, limitándose a observar a la mujer, que andaba con brío por la casa, enérgica, imparable, con su mata de pelo prematuramente blanco y su prótesis de cadera, y cuando Sarah acababa de limpiar o de hornear, se apoyaba en la encimera y decía: «Bueno, cariño, probablemente quieras ir al vivero», y Turtle asentía y se metían en el coche e iban a Fort Bragg. Sarah se quedaba junto a la verja hablando con todo aquel con quien se topaba de la junta escolar de Mendocino o del calentamiento global o de cómo alimentar la casa con energía solar, todo con una especie de vitalidad imparable, y Turtle empujaba su carrito rojo por los pasillos de plantas y las miraba, y pensaba: «sí, sí».

A veces, cuando veía a Sarah con los brazos cruzados, sin parar de hablar, o cuando veía a Anna pasar una página, Turtle tenía la sensación de que estaba mirando a esa gente a través de un aro de agua azogada, y todo lo que quería en el mundo era atravesarlo, pero no sabía cómo. Se despertaba en su cuartito en el desván en plena noche y caminaba a tientas a lo largo de la ventana sin dar crédito, pasmada, sin entender nada y pensando: «esta no es mi habitación», y acto seguido pensaba: «irá por Cayenne, tengo que llegar antes, tengo que dar con ella, y con Jacob, y con Brett», y caminaba a tientas a lo largo de la pared, olvidando las linternas que Anna le había dejado junto a la cama, cegada por el pánico y pensando: «tengo que salir de aquí, me necesitan, me necesitan» e intentando no volverse loca mientras palpaba la madera en busca de algo familiar, diciéndose: «no pierdas la cabeza, Turtle, no pierdas la cabeza», y entonces encontraba el interruptor y se sentaba encogida contra la pared, sollozando, y no podía conciliar el sueño, jadeando aterrorizada y pensando: «¿qué te pasa?, ¿por qué tienes miedo?, estás en Comptche, estás en casa de Anna, y estás a salvo, y Cayenne está en Yakima con su tía, y Brett no está lejos de aquí, está en Flynn Creek Road con Caroline, y Jacob en Ten Mile, dormido en su cama con forma de trineo de caoba, con el ruido del estuario entrando por las ventanas, y tú estás aquí, tratando de ponerte bien. Martin está muerto y tú estás viva». Durante el día se siente muy lejos de esos terrores nocturnos, se siente muy lejos de ellos y de pensar que Martin podría estar vivo, y sin embargo tampoco está en Mendocino, ni en el monte Buckhorn, no está en casa del todo, aún no, y lo más cerca que se siente de estarlo es con las plantas en sus semilleros de plástico, cuando las saca del plástico y la tierra está suelta en torno a la tierna espiral de raíces blancas.

Seis meses después de que le dieran de alta del hospital, y a los dos meses de empezar el huerto, Turtle se sometió a la operación para revertir la colostomía. Los médicos opinaban que podían intentar unir sus intestinos, y como era joven y fuerte tenían muchas esperanzas de que saliera bien, y así fue. El doctor Russel le recordó que masticara bien la comida. «Mastica, mastica y mastica —aconsejó, sentado junto a su cama y mirándola como solía hacerlo, con admiración, impresionado, preocupado y un poco encantado, frotándose el pulgar y el índice y, por último, afirmando—: Bueno, Turtle, me encantaría volver a verte, pero no me gustaría nada volver a verte aquí», y cuando regresó del hospital pediátrico de la Universidad de Stanford, Turtle se lo encontró todo muerto, la tierra invadida por raíces de secuoya. Había estado sucediendo durante meses, pero debió de acelerarse al final. Quitó los bancales, la tierra tan entretejida de raíces que conservó la forma incluso después de retirar los tablones, y Turtle tuvo que picarla con un zapapico. La tierra y el compost, metros y metros, no se podían salvar.

Su solución fue reconstruir los bancales en losas de hormigón elevadas, en las que practicó agujeros de drenaje. Construyó los moldes, mezcló y vertió el hormigón, cubrió con malla galvanizada los drenajes y puso trocitos de maceta en el fondo. Compró tierra, que le llevaron en un camión, a setenta dólares el metro cúbico más sesenta dólares por el envío, que a continuación ella tuvo que llevar en carretilla desde el montón en el que se la dejaron hasta los nuevos bancales. Estaba completamente segura de que esa vez todo saldría bien. Estaba construyendo su huertecito y con eso bastaría, y durante un tiempo así fue.

Los martes era el día que Turtle iba al pueblo. Llegaba con Anna a las cuatro y media de la madrugada, cuando a Anna le gustaba bajar a la playa, y Turtle iba a Lipinski’s Juice Joint mientras Anna hacía surf y tomaba té verde y se sentaba a una alegre mesita de madera pintada a mano y a las ocho se pasaba por la oficina de Estudios Independientes, una construcción baja de secuoya en una parte del colegio a la que casi nunca iba nadie, al otro lado del campo, frente al salón de actos. Ahí se reunía con Ted Holloway, un tipo callado que cultivaba trigo y avena, los molía él mismo y horneaba su propio pan. Era paciente y hablaba en voz baja. Turtle se sentaba con él en su despacho, que daba al campo siempre vacío, siempre lleno de madrigueras de taltuzas, siempre encharcado por la lluvia, y hablaban y revisaban sus cuadernos y él evaluaba su progreso. La trataba como si fuera una persona normal y corriente, y a Turtle eso le gustaba, quería que la tomaran por quien era. Ted y ella se reunían todos los martes de ocho a nueve, pero sus conversaciones casi siempre se prolongaban mucho más. Turtle procuraba irse antes de las once y media, porque Jacob iba durante el almuerzo a trabajar en su curso de griego antiguo y no quería verlo ni quería que él la viera a ella. No sabía de qué tenía miedo, no era capaz de expresarlo y no era capaz de pensar en ello, no con rigor, y sin embargo la idea de verlo se le antojaba insoportable, la idea de todo lo que podía perder, insoportable, porque tenía la sensación de que ya había perdido a Jacob, de que había perdido mucho, y no sabía cómo sería que Jacob siguiese teniendo fe en ella. Y piensa: «ver a Jacob solo haría que estuviese segura de lo mucho que había perdido».

Por el cumpleaños de Ted le regaló un molinillo para cereales Country Living con muelas de piedra. Estaba en el sótano de su casa y ella no lo estaba usando, y le gustaba hablar con él. El molinillo era caro, y en un principio Ted se negó a aceptarlo, pero al final lo cogió. Después de su cita con Ted, Turtle tenía una clase particular de cuatro horas de karate Shotokan en un dojo del pueblo y desde ahí subía por Little Lake y se reunía con Anna en su coche. Mientras tanto sus calabazas se hicieron enormes, parecían prehistóricas, con gruesos tallos con forma de estrella cubiertos de vello hirsuto.

Ahora, en el claro, Turtle coge la pala y empieza a sacar tierra del bancal desmantelado, que echa en la lona. Trabaja a un ritmo constante, sin parar, y tiene cuidado con la tierra y pone cuidado en no arañar el interior del bancal. Cuanto más profundo cava, más raíces encuentra. A quince centímetros tiene que usar la azuela. Las raíces se han extendido como arterias por el fondo. Después de que se echaran a perder los primeros bancales, a ras de suelo, Turtle estuvo segura de que elevarlos del suelo funcionaría. Las losas de hormigón le parecieron una solución buena, permanente. Ahora va al siguiente, se arrodilla y mira por debajo. Ve un bosque de raíces que salen de la tierra, largos troncos marrones que serpentean por los agujeros de drenaje, agrietando cada orificio. Se sienta, se apoya en un lado del bancal. «Mierda —piensa—. Los bancales no sirven». Tendrá que vaciarlos todos y plantar de nuevo y revisar cada uno de ellos en busca de raíces de ahora en adelante. Solo quiere que el huerto funcione. Solo quiere hacer un huerto y regarlo y que todo crezca y que todo se mantenga con vida y no se quiere sentir acosada. Quiere una solución que sea una solución, una solución que dure. Eso es todo lo que quiere. Quiere bancales en un terreno soleado, sin cercar, próximos a la cabaña, y le gustaría plantar guisantes, calabazas, judías verdes, ajos, cebollas, patatas, lechugas y alcachofas.

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