Darling

Darling


Capítulo 2

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Cuando la niebla se levanta de la hierba aún humeante de rocío, Turtle descuelga la Remington 870 de los ganchos, quita el seguro y desliza el guardamanos para ver el cartucho de perdigones verde. Cierra de un golpe la escopeta, se la echa al hombro, baja la escalera y sale por la puerta de atrás. Está comenzando a llover. Las gotas caen golpeteando desde los pinos y descansan temblorosas en las hojas de las ortigas y los helechos. Turtle atraviesa el armazón del porche trasero y baja por la ladera, repleta de troncos podridos, tritones de piel rugosa y salamandras californianas; los tacones de sus botas rompiendo la costra viscosa de las hojas de mirto y levantando la tierra negra. Con cautela y zigzagueando, llega al nacimiento del arroyo Slaughterhouse, donde los culantrillos tienen el tallo negro y hojas como lágrimas verdes, las capuchinas cuelgan enredadas y desprenden su peculiar aroma vivificante y húmedo, las rocas tapizadas de hepáticas.

El manantial brota de un rincón recubierto de musgo en la ladera, y allí donde cae ha abierto una concavidad en la roca viva: una poza de agua fría, clara, con sabor a hierro, grande como una habitación y techada con troncos a los que el tiempo ha conferido el aspecto de plumas. Turtle se sienta en los troncos y, tras quitarse toda la ropa y meter la escopeta debajo, desliza los pies en la poza de piedra, porque es ahí donde busca consuelo a su manera, y es en ese sitio donde siente el consuelo que proporcionan los sitios fríos, de algo claro, frío y vivo. Aguanta la respiración, se sumerge hasta el fondo y, encogiendo las rodillas contra el cuerpo, con el pelo ondeando a su alrededor como si fuesen algas, abre los ojos en el agua, mira hacia arriba y ve trazos enormes en la superficie moteada por la lluvia, la silueta de los tritones con los dedos abiertos y el vientre rojo y dorado expuesto hacia ella, moviendo la cola con indolencia. Están torcidos y distorsionados, desdibujados, como lo están todas las cosas bajo el agua, y el frío le sienta bien, hace que vuelva a ser ella misma. Sube a la superficie, sale del agua y se tumba en los troncos, siente cómo va entrando en calor y contempla el bosque a su alrededor.

Se levanta y sube la ladera con cuidado, cruza el armazón del porche trasero pegando la puntera de un pie al tacón del otro, bajo una lluvia que arrecia, y entra en la cocina, donde la comadreja de cola negra se sobresalta y la mira, con una pata levantada sobre un plato lleno de huesos de carne.

Deja la escopeta en la encimera, va hacia el frigorífico, lo abre y se queda parada delante, mojada, con el pelo cayéndole por la espalda y la cara. Casca los huevos contra el borde de la encimera, se los echa en la boca y tira las cáscaras a la basura orgánica. Oye que Martin sale de su habitación y enfila el pasillo. Entra en la cocina y mira hacia la puerta abierta, a la lluvia. Turtle no dice nada. Apoya las manos en la encimera y las deja descansar ahí. En la escopeta hay gotas de agua, que se aferran a los cartuchos verdes acanalados de la canana del arma.

—Bueno, ratoncito —comenta, mirándola sin verla—. Bueno, ratoncito.

Ella mete los huevos en la nevera y de paso saca una cerveza; se la lanza y él la coge.

—¿Hora de acompañarte al autobús?

—No hace falta que me acompañes.

—Ya lo sé.

—No hace falta, papi.

—Lo sé, ratoncito.

Turtle no dice nada. Se queda parada junto a la encimera.

Bajan juntos por el camino bajo una lluvia que arrecia. El agua corre por él, llenando las roderas de agujas de pino. Se detienen al final del sendero. A lo largo del borde del irregular asfalto, la grama de olor y la avena silvestre asienten bajo el aguacero, las campanillas trepándoles por sus tallos. Escuchan el arroyo Slaughterhouse, que resuena en la tajea que discurre bajo la carretera que bordea la costa. En el océano de color gris níquel, olas de espumosa cresta blanca rompen contra los farallones negros.

—Mira a ese cabronazo —observa Martin, y ella mira sin saber a qué se refiere: el golfo, el océano, los farallones, no está claro. Escucha el cambio de marcha del viejo autobús al doblar la curva—. Cuídate, ratoncito —dice, enigmáticamente, Martin.

El autobús se detiene con un chirriar de ruedas y, tras escucharse un jadeo de agotamiento y un chasquido de los perfiles de goma, abre las puertas. Martin saluda a la conductora, con la cerveza a la altura del corazón, sombrío al ver el gesto de burla de la mujer. Turtle sube la escalera y enfila el pasillo de goma acanalada, iluminado por luces en el suelo, las estrías llenas ahora de agua de lluvia, las caras borrones de un blanco apagado en sus asientos de vinilo verde oscuro. El autobús pega una sacudida y, con ella, Turtle se desplaza hacia un lado y cae en un asiento vacío.

Cada vez que el autobús frena, el agua se escurre hacia delante bajo los asientos y por las estrías de la alfombrilla de goma del pasillo y los alumnos levantan los pies, poniendo cara de asco. Turtle se queda mirando cómo le pasa el agua por debajo, arrastrando consigo una cascarilla de esmalte de uñas rosa que se ha despegado entera y flota boca arriba en el agua. Rilke está al otro lado del pasillo, con las rodillas apoyadas en el respaldo del asiento delantero, absorta en el libro que está leyendo, pasándose el pulgar y el índice por un mechón de pelo hasta llegar al abanico de puntas, el impermeable London Fog rojo aún perlado de agua. Turtle se pregunta si se lo ha puesto para ir al colegio pensando: «vale, pero tengo que cuidar bien este impermeable». No es normal que llueva en esa época, pero no se lo ha oído mencionar a nadie. Turtle no cree que nadie más que su papi se preocupe por esas cosas. Se pregunta qué pensaría Rilke si pudiera verla despierta por la noche, sentada bajo la bombilla pelada de su cuarto revestido de madera de secuoya, con su ventana en voladizo con vistas al monte Buckhorn, encorvada sobre el arma desmontada, manipulando cada parte con cuidado, y se pregunta: «Si Rilke pudiera ver eso, ¿lo entendería?». Piensa: «no, claro que no. Claro que no lo entendería. Nadie entiende a nadie».

Turtle lleva unos Levi’s viejos sobre unos leotardos de lana negros Icebreaker, una camiseta que se le pega al vientre porque está húmeda, una camisa de franela, un chaquetón militar de color verde oliva —que le queda demasiado grande— y una gorra de béisbol. Piensa: «daría cualquier cosa por ser tú. Daría lo que fuera». Pero no es cierto, y Turtle sabe que no es cierto.

—Me gusta mucho tu chaquetón —afirma Rilke.

Turtle desvía la mirada.

Rilke añade deprisa:

—No, o sea, que me gusta, en serio. Yo no tengo nada parecido, ¿sabes? O sea, viejo y guay.

—Gracias —contesta Turtle mientras se echa el abrigo por los hombros y mete los brazos por las mangas.

—O sea, me gusta este rollo militar tuyo, tipo Kurt Cobain.

Turtle repite:

—Gracias.

—Así que Anna te está machacando con esos exámenes de vocabulario —observa Rilke.

—Que le den a Anna, es una puta —responde Turtle.

El abrigo le queda enorme en los hombros. Tiene las manos, con los nudillos blancos, mojadas debido a la lluvia, metidas entre los muslos. Sorprendida, a Rilke se le escapa una carcajada y mira hacia delante por el pasillo y luego hacia el otro lado, hacia la parte trasera del autobús, el cuello larguísimo, el pelo cayéndole en mechones lisos, negros y brillantes. Turtle no sabe cómo puede tenerlo tan brillante, tan liso, con ese lustre, y entonces Rilke mira de nuevo a Turtle, con un destello en los ojos, y se tapa la boca con la mano.

—Madre mía —exclama Rilke—. Madre mía.

Turtle la observa.

—Madre mía —repite Rilke, inclinándose hacia ella en un gesto de complicidad—. ¡No digas eso!

—¿Por qué? —pregunta Turtle.

—Anna es muy maja, ¿sabes? —replica Rilke, todavía inclinada.

—Es una hija de puta —señala Turtle.

Rilke añade:

—¿Quieres que hagamos algo juntas algún día?

—No —responde Turtle.

—Bueno —replica Rilke después de una pausa—. Está bien. —Y vuelve a ponerse con el libro.

Turtle se desentiende de Rilke, clava la vista en el asiento de delante y después se pone a mirar por la ventana, por la que cae una cortina de agua. Un par de chicas llenan la cazoleta de una pipa de cristal soplado. El autobús vibra y traquetea. «Antes que ser tu amiga —piensa Turtle— te rajo desde el culo hasta ese cuello tuyo de putita». Bien metida en el bolsillo lleva una navaja Kershaw Zero Tolerance a la que le quitó el clip para afianzarla al pantalón. Piensa: «si serás zorra, con las uñas pintadas, pasándote las manos por el pelo». Ni siquiera sabe por qué Rilke hace eso: ¿por qué se mira las puntas del cabello?, ¿qué hay que ver ahí? «Te odio —piensa Turtle—. Odio cómo hablas. Odio esa vocecita de zorra. Casi ni te oigo, con ese pito tan agudo. Te odio, y odio ese chochito viscoso que tienes entre las piernas». Turtle observa a Rilke y piensa: «joder, si es que se está mirando el pelo como si de verdad en esas puntas hubiera algo que ver».

Cuando suena el timbre del almuerzo, Turtle baja de la colina al campo, chapoteando con las botas. Va hacia la portería de fútbol, las manos metidas en los bolsillos, mientras la lluvia barre el inundado campo en oleadas. El terreno está rodeado de un bosque que la lluvia ha teñido de negro, los árboles marchitos y retorcidos en esa tierra pobre, esmirriados como postes. Una culebra rayada se desliza por el agua, magníficamente de lado a lado, con la cabeza en alto y adelantada, negra con franjas alargadas verdes y cobrizas, la mandíbula amarilla y delgada, la cara negra, los ojos negros y brillantes. Cruza la cuneta inundada y desaparece. Turtle quiere irse, salir corriendo. Ganar terreno. Marcharse, adentrarse en el bosque, abrir el depósito de su vida y darle la vuelta y cerrarlo. Se lo ha prometido a Martin, una y otra y otra vez. Él no puede arriesgarse a perderla, pero Turtle piensa: «no lo hará». No lo sabe todo de ese bosque, pero sí lo suficiente. Se queda parada en el campo abierto, oteando el bosque, y piensa: «qué coño, qué coño».

Suena el timbre. Turtle se da la vuelta y mira el colegio, en lo alto de la colina. Edificios bajos, caminos cubiertos, una multitud de alumnos con impermeables, bajantes atascadas por las que caen cortinas de agua.

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