Darling

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Capítulo 6

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Turtle se ha subido a un tronco caído, bajo el aguacero. Cinco o seis metros más abajo, el haz amarillo titilante de la linterna de Brett barre la corteza arrugada y fibrosa de las secuoyas, los helechos de espada, las zarzas, los troncos escamosos y estriados de las tsugas del Pacífico, al otro lado del arroyo crecidas y descollando en el ribazo. Turtle baja hacia ellos. Entre los rizomas nudosos de los helechos, arroyuelos del color del té por los taninos serpentean y cortan cascadas de agua mínimas, la tierra está sembrada de algo dorado que no es oro, laminillas minúsculas de partículas minerales que rodean las pequeñas pozas y reflejan la escasa luz que hay. La riada hace que los milpiés salgan de debajo de los troncos, algún truco de la corriente conduce a docenas de ellos hasta surcos fangosos, de modo que acaban amontonados, casi todos hechos un ovillo, azules y amarillos y de un negro brillante.

Turtle piensa: «estos chicos son unos inútiles, unos inútiles». Tiene que irse, tiene que largarse, pero los chicos están perdidos y no conseguirán bajar la ladera sin su ayuda. Así y todo, encontrar el camino de vuelta a su casa no es tan fácil como parece. Caminar a campo traviesa bajo una luna brillante y el cielo claro que precede al alba es algo completamente distinto de orientarse por esta negrura cubierta de nubes. Sería complicado.

A su lado, Brett comenta:

—No sé, tío.

—Ya. Yo tampoco, tío —coincide Jacob.

Turtle se estira en el tronco y retrocede sin hacer ruido hacia los helechos, avanzando a gatas justo antes de que Brett vea el tronco, vaya hacia él y se apoye para aligerar un poco el peso de la mochila.

—¿Seguimos?

Jacob sacude la cabeza, pero ahí no se pueden parar, eso está claro. El terreno es un desastre. Turtle piensa: «di algo, diles algo, indícales el camino», pero por lo visto es incapaz de decir nada. La única luz es la fosforescencia traicionera de las luciérnagas, casi del mismo verde fosforito que las miras de tritio de su Sig Sauer, y ahora le pone la mano encima, pensando: «no me dan miedo estos chicos, y si tengo que abrirme paso en esta oscuridad, lo haré». Pero sí le dan miedo. Lo sabe porque está asiendo la reconfortante empuñadura de la Sig Sauer, esa empuñadura que dice: «nadie te hará daño nunca», porque está dispuesta a enfrentarse sola a esa oscuridad inundada. Así es como sabe que los chicos le dan miedo.

Jacob se ajusta la mochila y continúan bajando la ladera, siguiendo el arroyo, que se ha desbordado de su angosto cauce y ha inundado los ribazos cercanos, de modo que los chicos caminan chapoteando por un agua que les llega a los tobillos. Piensa: «esperaré a ver si llegamos a alguna carretera. Y si llegamos, no hará falta que haga nada: ellos se irán por un sitio y yo por otro. Pero si no hay ninguna carretera, me necesitarán».

Descienden hasta una hondonada en la que el arroyo forma una charca antes de rebasarla, las pantanosas orillas repletas de espadañas. La charca está llena de ranas, y cuando el haz amarillo claro de Brett ilumina el agua, Turtle ve los centenares de ojos, las claras protuberancias de las cabezas en la superficie.

—Vamos por ahí —propone Jacob, y señala hacia el oeste, rodeando la hondonada en lugar de atravesarla—. Si seguimos este arroyo, la pendiente será demasiado empinada.

—Tío —objeta Brett—, este arroyo nos llevará a la carretera. Es lo que ha dicho ese tipo. Y lo de improvisar en lo de orientarnos no se nos da muy bien.

—¿Qué motivo te he dado yo para que dudes de mi sentido de la orientación? —Los dos se ríen, y Jacob mira hacia la quebrada, asintiendo—. Está bien, tío, está bien, ¿quieres seguir el arroyo?

—Sí —afirma Brett—, nos ha dicho que fuéramos por ahí.

—Vale, ve tú del…

—¡Chsss! —exclama Brett, y casi ilumina con la linterna a Turtle, que está oculta entre los helechos, sonriendo.

«Hijo de puta —piensa encantada—. ¡Hijo de puta! ¿Qué me ha delatado?». Se lo nota en la cara; el placer que siente; los ojos entornados de alegría; piensa: «hijo de puta, ¿me has oído, me has visto, ha sido algún movimiento?». Está encantada consigo misma, y con él, por haber estado a punto de verla, y piensa: «vaya, vaya, el chico Easy Cheese no está tan ciego a fin de cuentas».

Jacob mira a Brett.

—Perdona, tío, ha sido, no sé, como un presentimiento…, no sé. He tenido un presentimiento —explica Brett.

—¿De qué?

—Ahí no hay nada —asegura Brett, y pasa la linterna por los goteantes helechos, por el enredo de espadañas, casi por encima de ella.

«Eres un cabrón —piensa Turtle, encantada con él—, un pedazo de cabrón». Está que no cabe en sí de gozo.

Los chicos cruzan la charca con las mochilas en alto, por encima de la cabeza, abriéndose paso entre las espadañas. Salen a la embarrada orilla, la cascada derramándose junto a ellos, y contemplan la cañada. Turtle no ve lo que ven ellos, pero Jacob se asoma y observa:

—Eso parece muy empinado, tío.

Brett asiente.

Jacob responde:

—Está bien.

Se quita la mochila y rebasa el borde. Brett le pasa una mochila y luego la otra, y Jacob las deja con cuidado en la ladera. Después baja Brett. Se van ayudando con las mochilas, hasta que Turtle deja de verlos. Cuando han desaparecido de su vista, ella cruza el agua para seguirlos. El lodo del fondo de la charca es una maraña de tubérculos de nenúfar. Tan gordos como su brazo, la carne acanalada y escamosa, la textura casi como la de las piñas que aún no se han abierto. Las algas a la deriva parecen telarañas gruesas, empapadas. Llega al otro extremo y sale de la charca, con el agua cayéndole como en cortinas. Abajo, la cañada está oscura a excepción de la luz azul de la linterna frontal de Jacob y el haz de la de Brett. A pesar del ruido de la lluvia y del torrente de la cascada, Turtle oye que hablan a gritos entre sí. Sus cabezas sobresalen entre los helechos como las de las ratas en el agua.

Brett se detiene y vuelve la cabeza hacia Turtle, que se agacha en la hierba. Jacob atraviesa la oscuridad con su linterna y Brett insiste:

—Te juro que he… que acabo de tener un mal presentimiento.

Ella se queda completamente quieta, mirándolos.

—¿De qué tipo?

—Algo —contesta Brett.

Jacob avanza en dirección a Turtle, moviendo meticulosamente la linterna.

—Aquí no hay nada —lo tranquiliza.

—Ha sido solo un presentimiento, un susto.

Jacob se para y describe un círculo despacio, escudriñando la oscuridad. Luego mira a su amigo, sin saber qué hacer.

Brett zanja:

—Si no hay nada, no hay nada, y punto.

—Yo no veo nada.

—Espero que no sea ese tipo.

—No es ese tipo.

—Solo espero que no esté siguiéndonos por la oscuridad.

La quebrada se vuelve más angosta y escarpada, entretejida por secuoyas caídas, aludes de barro abriendo cicatrices en los ribazos. Seis metros más abajo, por fin la frena un muro impenetrable de roble venenoso. La linterna de Brett palidece, pierde fuerza y, por último, se apaga. Él le da un golpe contra la palma de la mano y cobra vida un instante, un triste filamento se ilumina antes de morir. Turtle espera arriba, nerviosa, pensando: «hazlo, Turtle». Piensa: «no hay más remedio», pero aun así no es capaz.

Se tendrá que poner a gatas y suplicar el perdón de papi, suplicar, y puede que así la perdone.

Oye que Brett abre la linterna y deja caer varias pilas en las manos. Con ellas en las palmas, les sopla.

Jacob razona:

—Si hay una carretera, tenemos que estar a punto de llegar.

—Mierda —exclama Brett—, mierda.

—No hay alternativa.

—Hay mucho roble venenoso.

—La carretera tiene que estar justo al otro lado.

Brett se encorva sobre la linterna, susurrándoles a las pilas.

—Vamos, vamos, vamos.

En ese instante de silencio, lo único que escuchan es la lluvia, suave, tamborileando sobre las hojas, y el crepitar de la tierra mojada, el sonido del río.

—El hombre ha dicho —empieza Brett, sintiéndose traicionado— que si veníamos por aquí llegaríamos a la carretera.

—Debe de estar al lado —asevera Jacob—, debe de estar justo al lado, por huevos. —Empieza a descender con dificultad, agarrándose a helechos y brotes de roble venenoso, hundiéndose en el lodo.

Turtle ve que no conseguirá llegar al pie de la ladera, y antes de que lo pueda impedir, antes de que pueda vacilar, surge de entre la hierba, se sube a un tronco y dice:

—Esperad.

Los dos se vuelven y la buscan en la oscuridad, y de pronto la brillante luz LED de Jacob la envuelve, allí plantada, entre apio indio y ortigas, consciente de su fealdad, su cara de perra chupada y su pelo enredado, que huele a cieno y cobre, y se vuelve, dándoles prácticamente la espalda, para esconder el óvalo blanco de su rostro. Durante un momento, nadie dice nada.

Luego les pregunta:

—¿Estáis perdidos?

—Tanto como perdidos no, pero no sabemos dónde estamos —explica Jacob.

—Estamos perdidos —sentencia Brett.

—No creo que sea por ahí —sugiere Turtle.

Jacob mira la quebrada. Su luz peina la extensión de roble venenoso, el barro, el agua que empapa el suelo.

—No sé por qué lo dices —comenta Jacob.

—¿Estamos cerca de una carretera? —pregunta Brett.

—No lo sé —admite ella.

—¿Quién eres? —quiere saber Brett.

—Soy Turtle.

Baja y se planta delante de Jacob, que extiende el brazo. Se dan la mano.

—Jacob Learner —dice.

—Brett —se presenta, y se estrechan asimismo la mano.

—¿Qué haces aquí? —pregunta Jacob.

—Vivo cerca —contesta ella.

—Entonces ¿hay una carretera por aquí?

—No —responde Turtle—, no lo creo.

Brett mira hacia la ladera que acaban de bajar, sorprendido.

—¿Por aquí vive gente?

—Claro.

Jacob la mira de frente y la deslumbra otra vez con la luz azul.

—Perdona —se disculpa, y aparta la luz—. ¿Nos puedes llevar hasta el río?

Turtle escruta la oscuridad.

—¿Qué pasa? ¿Sigue ahí? —pregunta Brett.

—Está pensando —le responde Jacob.

—¿La hemos cabreado?

—Es reflexiva.

—Sigue sin decir nada.

—Está bien: es muy reflexiva.

—Por aquí —afirma Turtle, y echa a andar atravesando la embarrada ladera, buscando un claro al otro lado.

—Hostia puta —suelta Brett—. Hostia puta. Mira cómo va.

—¡Eh! —la llama Jacob—. Espera.

Turtle los conduce a través de secuoyas caídas y baja hacia el río entre abetos gigantes por una elevación baja y en pendiente, la luz de Jacob proyecta su sombra por delante, los chicos la siguen como pueden.

El río se ha desbordado, y Turtle llega a una gran maraña de alisos a los que el agua les llega por la cadera, largos látigos de ortiga mayor doblados por la corriente y meciéndose como algas, coles de pantano hundidas asomando por el torrente, montones de hojas secas apiñadas en todos los recovecos, remolinos negros girando con pegotes enormes de espuma.

—Hostia puta, puta hostia —dice Brett, y silba.

—Aquí no hay ninguna carretera —constata Jacob.

—Ni falta que nos hace —sentencia Turtle.

—Puede que a ti no —puntualiza Brett.

Jacob se queda parado, lleno de barro hasta la cintura, y se ríe.

—Tío —dice, alargando la palabra, logrando que su voz transmita un humor y un optimismo a los que Turtle no está acostumbrada, pasándose la lengua por los labios manchados de fango con alegría y diciendo de nuevo—: Jo, tío. —Y lo dice como si no se pudiera creer la tremenda buena suerte que tiene de estar tan completamente perdido junto a un río tan desbordado. Turtle nunca ha visto a nadie que afronte así su mala suerte.

—Jo, tío —dice asimismo Brett, pero de manera distinta. Y añade—: Estamos jodidos.

Turtle mira a uno y luego al otro.

—Estamos jodidos —repite Brett—. No llegaremos a casa nunca, pero nunca. Estamos jodidos.

—Sí —conviene Jacob con voz queda, extasiado, sopesando sus palabras con deleite—. Sí.

—Es irónico, porque hace un rato estábamos bien, teníamos el lugar perfecto para acampar, pero nooooo, necesitábamos agua —observa Brett.

—Y mira —contesta Jacob—. ¡Hashtag conseguido! ¡Hashtag ganamos!

—Necesitamos refugiarnos en algún lado —razona Brett, y se dirige a Turtle—: ¿Sabes dónde estamos? ¿Hay algún sitio donde podamos dormir? Está todo embarrado, ¿verdad? No hay ningún sitio que no esté lleno de barro.

Sigue lloviendo a cántaros, y todos, Turtle incluida, tienen frío, y alrededor no hay ningún lugar llano, no con el río desbordado. Y para encontrar un sitio donde acampar, tendrían que subir la elevación otra vez, y aunque Turtle podría, no está tan segura de que los chicos lo consiguieran.

—Tengo mucho frío —se queja Brett—, tío, menudo puto frío hace.

—Hace fresco, sí —señala Jacob con su gran sentido del humor, tratando de quitarse el lodo de los ojos. Está completamente quieto, como las personas cuya ropa está fría y para quienes cada movimiento hace que la piel entre en contacto con la tela áspera y mojada. Mira a Turtle y se le ocurre algo—. ¿Cómo nos has encontrado?

—Ha sido una coincidencia —miente ella.

Los chicos se miran y se encogen de hombros, como dando a entender que han oído cosas más raras.

—¿Nos puedes ayudar? —pregunta Brett.

Se encorva tiritando bajo el peso de la mochila. A su alrededor cae una especie de aguanieve. Jacob se da cuenta de que tiene una hoja de roble venenoso pegada en la mejilla, y la tira en la oscuridad, torciendo el gesto. Turtle se muerde los dedos, meditabunda.

—Joder —espeta Brett—, tú no sientes la necesidad acuciante de llenar los vacíos en la conversación, ¿eh?

—¿Qué significa eso? —pregunta Turtle.

—Nada —le resta importancia Brett.

—Pareces muy paciente —añade Jacob.

—Cada uno a su ritmo —aclara Brett.

—Reflexiva —recuerda Jacob.

—Reflexiva, sí, pensativa —coincide Brett.

—Del tipo ¿dónde estudiaste budismo zen?

—¿Y tu maestro zen fue el reptil vetusto y parsimonioso sobre cuyo caparazón descansa todo el universo, lo conocido y lo desconocido, lo sondable y lo insondable?

—¿Es eso lo que significa tu nombre?

—¿Es esto un koan? ¿Nos puedes ayudar? Y la respuesta es y siempre será: silencio.

—Te has pasado, tío.

A Turtle le sorprende que no paren de hablar cuando está cayendo un chaparrón de agua helada, pero entonces piensa: «están esperando por ti, Turtle. Están esperando por ti, y hablar les ayuda».

—Por aquí —decide, y vuelve a adentrarse en el bosque.

En la oscuridad, rodea los árboles más grandes con Jacob iluminándolos. Deja a los chicos acurrucados juntos y va hacia todas partes, y regresa solo cuando no encuentra lo que busca. Tiene la esperanza de hallar una secuoya quemada por dentro, hueca, pero lo mejor que encuentra es un tocón talado hace tiempo, con muescas de hachazos allí donde se afianzó el arnés al tronco.

Mira hacia la corona del tocón, que no ve, y Jacob la observa, haciendo visera con las manos para ver con la lluvia, y sigue su mirada. Se ve un relámpago en Albion Ridge, al otro lado del río, y Turtle se para a contar: tres kilómetros antes de que se escuche el trueno, que retumba a lo lejos.

Trepa por la corteza y, alargando el brazo, se agarra a la parte de arriba. Después salta a un agujero profundo, circular, donde el corazón de la madera se ha podrido. La corona hueca mide tres metros de ancho y es lo bastante alta para sentarse dentro sin que se vea por el borde. Un único arándano crece por el centro en un círculo irregular de madera debilitada que filtra el agua. Lo agarra por la base, lo arranca y lo tira a la oscuridad. Después ayuda a subir a Brett y a Jacob, y los tres se ponen a retirar la hojarasca. A continuación, Turtle abre la mochila de Brett, encuentra treinta metros de cordón de paracaidista tal y como lo compró, sin abrir, lo desenrolla, lo divide en cuatro partes y corta las lazadas con el cuchillo para hacer cuatro cabos de unos ocho metros cada uno.

Desenrollan la lona azul y Turtle hace un as de guía con los cordones en los ojetes de las esquinas. Después Jacob y ella se bajan del tocón mientras Brett sostiene la lona. Turtle le lanza a Brett una vara central, que él coloca en su sitio. Turtle pasa el primer cabo alrededor de un tocón, lleva el extremo al viento y hace una vuelta redonda, un nudo que se desliza fácilmente y se puede asegurar en el cordón mojado, aunque se pregunta, mientras lo está haciendo, si no sería mejor un nudo Tarbuck. Va afianzando cada uno de los cordones, y cuando llega al último, descubre que Jacob se le ha adelantado y ha hecho la vuelta redonda. El agua corre por el cabo, se acumula justo por encima del nudo y cae en un único reguero. La luz azul de la linterna frontal sigue el agua que baja por el cordón de paracaidista. Turtle comprueba el nudo con el pulgar y el índice y ve que está apretado y bien hecho. Jacob está a su lado.

—¿Ya sabías hacer este nudo? —le pregunta Turtle.

—No —admite él—, he visto cómo lo hacías tú.

Turtle tira del cabo: vibra. Mira a Jacob, pero no sabe qué decir, porque ha hecho bien el nudo, en la oscuridad, sin saber cómo se hacía, y cree que debería decirle lo bien hecho que está, lo poco habitual que es eso, pero no sabe cómo decir tal cosa. Deshace el nudo de Jacob y hace otro con ostentosa lentitud. Hace un nudo corredizo alto en el viento. Pasa el extremo alrededor de una rama, lo mete por el nudo corredizo y lo baja, creando una polea. Se cuelga del cordón hasta que le corta levemente las palmas. La polea tensa todos los cabos y la lona cruje. Turtle mira de nuevo a Jacob.

A este el agua le corre por la cara, y se la quita de los ojos, asintiendo.

Ella alivia la tensión con cotes simples, que hace con una lentitud exagerada. Vuelve la cabeza para mirarlo otra vez y tira del cordón.

—Ah —dice él.

—La lluvia —aduce Turtle— afloja las cuerdas.

Él asiente de nuevo.

«Esta es la diferencia entre Martin y yo —piensa ella—, esta es la diferencia: que yo sé que la lluvia afloja las cuerdas y me importa, y Martin sabe que la lluvia afloja las cuerdas y no le importa, y no sé por qué, no entiendo cómo es posible que a alguien no le importe, porque es fundamental hacer las cosas bien, y si eso no es verdad, no sé qué lo es».

Da la vuelta al tocón, comprobando cada tensor, asegurándolos y reforzándolos con cotes simples, pensando: «que le den a Martin y a cómo pagaré por esto, a cómo me arrodillaré para suplicar para no tener que pagar y a cómo pagaré de todas formas».

—Es como si ella viera en la oscuridad —apunta Brett.

—Es que ve —asegura Jacob—. Se nota.

—No, digo ver de verdad. Y no solo un poco.

—Ya —le da la razón Jacob—. A eso me refiero.

—¿Dónde crees que está ahora?

—En su cabeza —contesta Jacob.

—Os estoy oyendo —tercia Turtle. Trepa por el lateral del tocón y ayuda a subir a Jacob.

—Es muy tranquila.

—No todos vamos por la vida atacados y a tope de cafeína, Brett.

—Eh —replica este—, que es buena para el estómago. El café te quema las úlceras de la mucosa del estómago.

—¿De qué habláis? —pregunta Turtle.

—Del café —responde Jacob— y de cómo te mineraliza los huesos.

—¿Eso es cierto?

—No —niega Jacob.

Dentro del tronco han creado una suerte de gruta oscura y húmeda, de unos tres metros de ancho y poco más de uno de alto. Brett ha extendido en el suelo una lona impermeable de plástico resistente y ahora está aovillado en el extremo más alejado de la gruta, acurrucado en su saco de dormir, abrazándose el cuerpo, tiritando. Jacob está deshaciendo la mochila. Saca una bolsa de compresión de nailon con revestimiento de silicona y se la ofrece a Turtle.

—¿Qué es esto? —inquiere ella.

—Mi saco de dormir, toma.

—Ni de coña.

—Estás temblando.

—Tú también —constata ella.

—Yo haré la cucharita con Brett —decide Jacob.

—¿Cómo? —exclama Brett.

—Coge el saco —insiste Jacob.

—No —porfía Turtle.

—En primer lugar, estamos en deuda contigo —explica Jacob—. No habríamos encontrado un lugar seco sin ti. En segundo lugar, Marco Aurelio dice…

Brett refunfuña:

—Ojalá hubieran quemado el diario del emperador, como pidió él… ¿En serio crees que debemos seguir las reglas de un hombre cuya última regla fue que destruyeran las reglas que había dictado?

—Marco Aurelio dice —continúa Jacob— que «el hombre se alegra cuando hace lo que le es propio; por ejemplo, cuando es amable con los demás, desprecia los movimientos que causan las sensaciones, valora las buenas ideas y medita en la naturaleza universal y en lo que hace». Prestarte mi saco de dormir cumple todas esas cosas. Por favor, cógelo.

Turtle lo mira sin dar crédito.

—¿Qué pasa? —pregunta Brett.

—No sé —admite Jacob—. Quizá esté poniendo alguna cara.

—¿Cómo? —inquiere Turtle.

—Por favor, déjame que te preste el saco.

—No.

Brett prueba a convencerla:

—Turtle, coge el saco de dormir. En serio. El contacto que tiene Jacob con la realidad pende de un hilo, en el mejor de los casos, así que discutir con él es peligroso. Nadie sabe qué cortará ese último hilo y lo mandará a la locura. Además, mi saco de dormir es de los que se pueden extender, como una especie de manta.

Turtle mira a uno y luego al otro, acepta el saco de dormir con vacilación y empieza a sacarlo de la funda. El nailon tiene una calidad tan alta que es suave como la seda. Es un saco hecho en casa, y no tiene cremallera. Turtle se mete dentro. La lluvia tamborilea sobre el techo de plástico, llenando el refugio de ruido. Nota que su aliento forma volutas húmedas y se frota las manos frías, los dedos arrugados como pasas. Oye a los chicos en la oscuridad, su respiración irregular, sus movimientos al acurrucarse bajo el saco de dormir.

—Jacob… —lo llama Brett.

—¿Sí?

—Jacob, ¿crees que es una ninja?

—No soy una ninja —aclara Turtle.

—Es una ninja, ¿verdad, Jacob?

—No soy una ninja —insiste ella.

—Mmm… —vacila Brett—. Mmm… Más o menos, sí, una especie de ninja, eso es.

—No.

—¿Dónde está tu escuela de ninjas? —pregunta Brett.

—No he ido a una escuela de ninjas —aclara ella.

—No puede contestar, juró guardar el secreto —observa Jacob.

—O, tal vez —aventura Brett—, tal vez la enseñaran los animales del bosque.

—¡Que no soy una ninja! —grita Turtle.

Escarmentados, los chicos guardan silencio un buen rato. Luego, como si el hecho de que Turtle lo niegue sea la prueba definitiva de una teoría que antes no era muy fundada, Brett asevera:

—Es una ninja.

—Pero ¿tendrá poderes preternaturales? —plantea Jacob.

Los chicos hablan de una forma que a ella le resulta inquietante y emocionante: fantástica, ligeramente solemne, tonta. Para Turtle, a la que le cuesta expresarse, con su cerebro introspectivo y circular, la facilidad de palabra de los chicos es vertiginosa. Se siente vivamente incluida en ese terreno de cosas que quiere, iluminada desde el interior por esa posibilidad. Aturdida y nerviosa, los observa, mordiéndose la punta de los dedos. Se le está abriendo un mundo nuevo. Piensa: «cuando vaya al instituto, estos chicos estarán allí». Piensa: «¿y cómo será tener amigos allí, amigos así?». Piensa: «levantarme y subirme al autobús todos los días sería…, ¿qué?, ¿otra aventura? Y todo lo que tendría que hacer sería abrir la boca y decir: “ayudadme con esta asignatura”, y me ayudarían».

Poco a poco los chicos se quedan dormidos. Turtle está acostada frente a ellos. Piensa: «lo amo, lo quiero con toda mi alma, pero… pero dejad que me quede fuera. Dejad que él venga por mí. Ya veremos lo que hace, ¿no? Este es un juego al que jugamos, y creo que él sabe que es un juego: lo odio por algo, algo que hace, va demasiado lejos, y lo odio, pero no estoy segura de mi odio; me siento culpable y dudo de mí y me odio demasiado para guardarle rencor; así soy yo, una grandísima puta; así que infrinjo las normas de nuevo para ver si él volverá a hacer algo tan espantoso; es una manera de ver si está bien que lo odie; quiero saberlo. Así que te largas y te preguntas: ¿debería odiarlo? Y supongo que tendrás la respuesta cuando vuelvas, porque él reaccionará al hecho de que te hayas ido de un modo que te pueda gustar o reaccionará de manera completamente irracional, y esa será la prueba, pero siempre, Turtle, y lo sabes, te saca ventaja en este juego. Te mirará y sabrá exactamente hasta dónde puede llegar y te pondrá al límite, y después verá que ha llegado al límite y dará un paso atrás; pero quizá no, quizá vaya demasiado lejos, o quizá no sea tan calculador».

Nota que le pican los riñones. Se pasa la mano por la cintura de los vaqueros y encuentra una garrapata justo por encima de la goma de las braguitas. Toca al bichejo, suave como una perla.

—Brett… —susurra mientras se quita el cinturón, saca la funda de la pistola y la esconde en el fondo del saco de dormir—. Jacob…

—¿Sí? —contesta Jacob.

—¿Tienes unas pinzas?

—Brett tiene —afirma Jacob—, en la mochila. —Oye que Jacob se incorpora en la oscuridad. Revuelve en la mochila durante lo que parece mucho tiempo y da con ellas—. Aquí están —dice—. ¿Una garrapata?

—Sí, una garrapata —confirma ella.

—¿Dónde la tienes?

—En los riñones.

—Vale —replica él.

—Puedo quitármela sola —asegura Turtle.

—Está bien.

Se tumba bocabajo, se baja los pantalones y se sube la camiseta para dejar al aire los riñones. Jacob se acerca a ella sin hacer ruido, tratando de no despertar a Brett, que duerme. Turtle está tendida con la mejilla en el frío plástico negro del suelo. Jacob se arrodilla a su lado y enciende la linterna, que baña a ambos en su luz azul.

—Es la primera vez que hago esto —confiesa Jacob.

—Cógela por la cabeza —instruye ella.

—¿Y la retuerzo en el sentido de las agujas del reloj? —pregunta—. He oído que se clavan en la piel. Que su boca es un taladro.

—No. En cuanto empieces, echará el contenido del estómago. Si puedes, tira simplemente de ella —aconseja.

—Vale —contesta él. Le pone una mano en los riñones, dejando la garrapata entre el pulgar y el índice. Tiene la mano caliente y segura, a Turtle se le electriza la piel.

Ella solo ve el plástico negro, sucio y lleno de pliegues, pero su atención está completamente fija en él, aunque no lo ve, inclinado sobre ella.

—Hazlo sin más, sin pensarlo —lo insta.

Jacob no dice nada, Turtle nota que las pinzas sujetan la garrapata, se le clavan en la carne, y después siente el tirón.

—¿Ha salido toda? —inquiere.

—Toda —asegura Jacob.

—¿Entera, seguro?

—Enterita, Turtle.

—Bien —musita.

Se baja la camiseta y se pone bocarriba. Oye que Jacob aplasta la garrapata con las pinzas. La lluvia tamborilea sobre la tensa lona que los protege. Jacob apaga la luz y Turtle se queda escuchando a los chicos, que están en la oscuridad con ella.

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