Darling

Darling


Capítulo 11

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Turtle ve al abuelo esperando en el lateral de la secretaría del colegio, apoyado en la madera, con sus vaqueros, sus pequeñas pantuflas de cuero con pequeñas borlas de cuero y su gran chaquetón Carhartt, en el bolsillo una botella de Jack en una bolsa de papel. Una riada de alumnos está pasando por delante de camino al jardín delantero, adonde llegarán los autobuses. Rilke salva corriendo la distancia que separa la biblioteca del autobús, seguida de gritos: «¡Eh, tetona!». Turtle va hacia su abuelo, cojeando. Se hallan entre dos edificios, en medio de la corriente. Él la mira, le pasa una mano por los hombros y la estrecha contra sí. Turtle hace una mueca de dolor, respirando contra su pecho, la camisa de franela grisácea, los calzoncillos largos. Tiene una mancha de café en la pechera, en la parte izquierda. En el bolsillo de la camisa, los caramelos de tofe que le gustan. Ha pasado una semana desde la paliza, pero los moratones siguen ahí, y Turtle se avergüenza de ellos. Su abuelo lleva una gorra de béisbol que pone «VETERANO», y ella se estira, se la quita y se la pone.

—Hola, guisantito —saluda él.

—Hola —responde ella, mirándolo, sonriendo, subiéndose la visera de la gorra y ladeándola.

No le sorprende verlo, pero, así y todo, es mala idea. Eso es lo que hace el abuelo cuando ella no va a la caravana. Va a la licorería, al Village Spirits, con su pequeña fachada de tablillas, a los pies de la colina, y después al colegio, y la espera junto al muro, porque tiene que pasar por delante por fuerza para coger el autobús. Su abuelo nunca permite que se aleje mucho tiempo.

La lleva hasta la herrumbrosa Chevy, que ha dejado en el aparcamiento reservado a los profesores. Turtle cojea. El abuelo no dice nada. Rosy pega un salto y asoma su cara feliz, estúpida, por la ventanilla del copiloto. «Ay, viejita», comenta el abuelo, y abre la puerta mientras Rosy corretea por el asiento, lamiéndose su propia cara. Turtle sube y deja la mochila a sus pies. En los portavasos, el abuelo tiene un vaso Big Gulp lleno de pipas de girasol y una botellita de Tabasco. Rosy se sube torpemente al regazo de Turtle, meneando el rabo por la emoción. Tiene las uñas sucias y largas.

—¿Qué tal en el colegio? —pregunta el abuelo.

—Bien —responde ella.

El abuelo mete primera y salen del aparcamiento. Enfilan la calle Little Lake, bajo setos de ciprés, giran a la izquierda en el cruce y cogen la carretera que bordea la costa. Turtle se inclina hacia el suelo y saca los cables de arranque, jerséis viejos y, debajo, un revólver .357 en una funda de cuero. Abre el tambor, lo hace girar, mira por el cañón y lo cierra. El abuelo se abre el chaquetón y saca el Jack en la bolsa de papel, lo sujeta entre las piernas, desenrosca la tapa y bebe un trago.

—¿Llegaste a invitar a aquel chico al baile?

—No —contesta ella.

El abuelo la mira.

—¿No?

—No —confirma Turtle.

—Pues muy mal —se lamenta él.

—La cagué —confiesa Turtle.

Salen del pueblo, cruzan el puente del Big River y continúan por la Carretera 1, dejando atrás la playa Van Damme. Van a Buckhorn Cove. Son poco más de seis kilómetros, seis minutos en coche, pero a ellos les llevará más. El abuelo coge las curvas despacio, la bolsa de papel entre las piernas. Siempre conduce despacio cuando está borracho. En la playa, una única chica con traje de neopreno está arrastrando un kayak por los guijarros, y a Turtle le viene a la cabeza Anna.

—¿Cómo la cagaste? —pregunta él, mirándola.

—No tengo narices —responde ella.

—Pues claro que tienes narices. Puede que otra cosa no, pero narices tienes.

—Me rajé.

—¿Todavía estás a tiempo?

Turtle se asoma por la ventana. El baile es dentro de una semana. El pelo latiguea, se enreda y ondea formando serpentinas. Dispara tres veces contra una señal que advierte de la presencia de ciervos; dos de ellos dan en el cuerpo negro del animal, y el tercero cerca.

—No dispares desde el coche, guisantito —pide el abuelo, sin acalorarse.

—¿Cómo era Martin cuando tenía mi edad? —pregunta ella.

—Un salvaje. Siempre andaba metiéndose en líos, y no había quien lo parara. Pero déjame que te diga una cosa: quería a tu madre, sí, señor, la quería más que a nada en el mundo. Esa muchachita pálida. Helena. Pues sí. Helena, y todo mundo la llamaba Lena. —El abuelo le da un sorbo a la botella.

Dejan la carretera y se detienen en el arcén, a los pies del monte Buckhorn, justo en el arranque del camino que lleva a su casa. El abuelo tira del freno de mano y apaga la camioneta. Se baja y le abre la puerta a Rosy, diciendo: «vamos, vamos», mientras la perrita lo mira boquiabierta y se mueve con nerviosismo cada vez que dice «vamos».

Turtle coge un cubo naranja de la caja de la camioneta y baja con el abuelo por el sendero de arenisca hacia la playa, los acantilados recubiertos de aguileñas, el tallo fino y encorvado. El arroyo Slaughterhouse sale por una tajea a una depresión enfangada en la que los quelpos que se han quedado atrapados son incoloros y blandos como noodles pasados. En el agua, las grandes piedras azules redondas que llaman bolas de bolera entrechocan.

El abuelo tiene que engatusar a Rosy para que baje a la playa, se da con las manos en las rodillas y exclama: «¡Vamos, pequeña!». Cada vez que lo hace, Rosy da un salto hacia delante, pero cambia de opinión. Cuando por fin deja el sendero y pisa la arena, da una vuelta alrededor de los dos, veloz y nerviosa.

Caminan por la arena trabajosamente. Frente a la cala hay una isla cubierta de alforfón y castillejas, socavada de cuevas marinas, de la que brota un bufón que lanza agua blanca al aire. El abuelo y ella llevan yendo a esa playa desde que a Turtle le alcanza la memoria. Ahí murió su madre, y en algún lugar sus huesos se desmoronan entre las piedras. Turtle mira al abuelo. El viento le levanta el fino cabello gris, despeinándolo. Frunce el ceño de mala manera, no porque esté enfadado, sino porque las mejillas le tiran de la cara.

Suben a una calzada de piedra que se adentra en el mar, justo por encima del agua. La piedra tiene las marcas negras del hierro fundido, y las pozas de marea han dejado anillos de sal costrosos. De los peñascos de arenisca que se yerguen a su alrededor brotan manantiales que esculpen senderos de algas verdes greñudas, en los que ranas diminutas contemplan el océano. En la punta, un bosque de palmeras de mar que les llegan por la rodilla remata el largo brazo de piedra. Caminan hasta llegar a un pozo profundo excavado en la roca y lleno de agua revuelta que se une al océano por angostos pasadizos subterráneos.

La poza mide casi dos metros de ancho y tiene una profundidad de más de cinco. La habitan peludas algas coralinas color púrpura y mejillones arracimados, las grietas atestadas de cangrejos, el mayor de los cuales mide unos quince centímetros de ancho y el más pequeño es del tamaño de una moneda de diez centavos, con rayas negras y pinzas rosas, las articulaciones de un amarillo cartilaginoso. Cuando las olas los dejan al descubierto, hacen chascar la boca amarilla barbada y expulsan burbujas de agua.

El abuelo y Turtle se sientan en el borde de la poza y se quedan contemplando su espectral profundidad. Rosy da la vuelta a la roca un instante y después, exhausta, se tumba junto a Turtle, dejando a la vista el vientre color rosa, cubierto de pelo hirsuto. Turtle se pone a espulgarla, coge los bichejos y los tira al agua, donde permanecen rizando la superficie azul ginebra y trazando minúsculos círculos espásticos con las patas hasta que un cabracho emerge de la oscuridad invisible y los engulle. Parece tan viejo como el mundo mismo, con su boca enorme y desagradable, las articulaciones destacando en la estructura de la cabeza, los ojos enormes y reflexivos, medio velados. Turtle se pregunta si notará la fría corriente que fluye bajo las cuevas, y, de ser así, si alguna vez habrá seguido esos túneles oscuros que descienden hasta la negrura, donde las anémonas alargarían sus tentáculos pegajosos, levemente luminosos, y donde podría ver la terrible, oscura estructura que conforma la base de su mundo.

El abuelo extiende una mano.

—¿Cómo está el cuchillo, guisantito? ¿Te está cuidando?

Turtle mira la poza un buen rato, con expresión huraña. Al cabo saca el cuchillo, lo lanza al aire para agarrarlo por la hoja en lugar de por la empuñadura y se lo ofrece al abuelo por el mango. Él se inclina, lo coge y examina la hoja de acero, mellada por la afiladora. Lo prueba contra el pulgar.

—Vaya, vaya. Vaya, vaya. —Hay marcas de óxido en el acero.

Ella quiere que él entienda que aprecia el cuchillo y que tenía intención de cuidarlo. Quiere que lo sepa.

—Siento lo del filo —se disculpa.

El abuelo se encoge de hombros, como si no importara, el rostro refleja de manera sutil su dolor, se siente herido y desilusionado, de manera resignada y compleja. La mira sin verla, contemplando las olas, abriendo y cerrando los ojos como un viejo.

Turtle se plantea contarle que Martin se lo quitó y lo afiló, pero no dice nada, porque no hay nada que pueda decir, y porque a su abuelo nunca le han gustado las excusas y las explicaciones. Sospecha que, viendo el cuchillo, es posible que sepa más o menos lo que pasó. Sigue acariciándole la barriga a Rosy, que levanta una pata para facilitarle las cosas, la pata moviéndose un tanto.

—Menuda vieja pelleja, Rosy, no tienes dignidad, ¿verdad que no? —comenta el abuelo—. Mírala. Mírate, Rosy, menuda puta estás hecha; date la vuelta, anda. —Rosy alza la cabeza, mueve los ojos para mirar a Turtle e intenta lamerle el brazo dos veces antes de volver a tumbarse.

El abuelo le devuelve el cuchillo, ofreciéndole la empuñadura. Turtle lo guarda, humillada a más no poder. Luego se levanta y coge el cubo. El abuelo se queda sentado, mirando la poza, y observa:

—Escucha, guisantito, no importa, lo importante es que… Dios mío, mira qué bicharraco.

Turtle se vuelve y sigue la mirada del abuelo. En la poza hay un cangrejo enorme, grande como un plato, que se mueve con dificultad por el fondo cubierto de algas, agitando las erguidas pinzas en el agua.

—Por Dios —dice el abuelo—, ¿alguna vez has visto un cangrejo así?

Turtle se quita la camiseta, se desabrocha los pantalones, se deshace de ellos y se zambulle en la fría agua. Oye que el abuelo le grita, pero se sumerge, la presión y los remolinos cada vez mayores. Nota las corrientes de agua fría que succionan pasadizos que se abren en la roca a su alrededor. Mueve las piernas laboriosamente, bajando, y abre los ojos a esa oscuridad verde que le provoca escozor. Distingue a duras penas el cangrejo, en sombra y distorsionado, avanzando de lado por la roca, y va tras él, sin parar de mover los pies para mantenerse en el fondo. Acto seguido agarra el frío, firme caparazón, da una voltereta en el agua y se impulsa hacia arriba envuelta en el penacho de su pelo, adentrándose en un pasadizo de roca negra salpicada de aberturas sinuosas que escupen o succionan agua, las algas moviéndose rítmicamente, entrando y saliendo, con esa respiración trabajosa, una ilusión óptica convirtiendo la superficie de la poza en un espejo movedizo, y aunque debería mirar hacia arriba y ver a su abuelo inclinado sobre la poza, no es capaz de hacerlo. Solo ve el túnel oscuro que sube y sube y se abre como a otro mundo, un aro de plata que sube y baja y salpica, tan ajeno a Turtle como el núcleo de una estrella. Es como si ese aro reflectante fuese una escotilla por la que pudiese salir a otra vida.

Cierra los ojos y sube a tientas, valiéndose del recuerdo de lo que ha visto, recreando en su cerebro esa lámina de plata móvil, y poco después la atraviesa, coge aire en el soleado día, rodeada por todas partes de roca negra, y a lo lejos, el océano resonando contra los acantilados y las piedras puliéndose con el oleaje. Arriba, el abuelo y Rosy, juntos, están inclinados sobre el borde, ambos con expresiones idénticas de sorpresa y miedo, las cejas enarcadas y las bocas abiertas, los dos con los ojos como platos, moviéndose inquietos.

—Aquí, guisantito, aquí —advierte el abuelo, y le ofrece el cubo. Turtle echa en él el cangrejo, respirando hondo, esbozando una sonrisa torcida—. Madre mía, mira eso —halaga el abuelo, dando un paso atrás, y Rosy también se aparta del borde—. Menudo bicho, tiene un montón de carne.

Turtle tiene el cuerpo dentro de la agitada agua, el pelo pegado a la cabeza, lustroso como el de una foca. Le duelen las piernas. Se agarra al lateral de la poza y mueve los pies lo menos posible, sumergida lo bastante para que el hombro morado y verde permanezca bajo el agua.

El abuelo la mira y le pide:

—Coge unos mejillones y ya tenemos la cena.

Le pasa el cuchillo, y Turtle lo coge y se lo lleva a la boca, mordiendo el lomo y sosteniéndolo así. Agarra los mejillones con una mano y corta las barbas con la otra. Cuando tiene llena la cuarta parte del cubo, se lo da al abuelo, y a continuación toma impulso y sale de la poza, chorreando. Se queda de pie con sus braguitas rosas, el cuchillo aún entre los dientes.

El abuelo se levanta con paso vacilante, las rodillas cediéndole, y le pide:

—Julia, date la vuelta.

—¿Cómo? —contesta ella.

—Julia, ¿qué es esto? —Se acerca a ella y le toca el brazo allí donde el moratón del atizador es una línea negra y verde, el primer golpe que le dio Martin para tumbarla.

—Solo es un cardenal, abuelo —le quita importancia ella.

—Date la vuelta —insiste.

—Abuelo —replica ella.

—Que te des la vuelta, guisantito —repite.

Hace lo que le pide, y el abuelo exclama:

—Cielo santo.

—Solo son cardenales.

—Cielo santo. Cielo santo —se alarma él.

—No es nada, abuelo, no importa.

—Cielo santo —repite mientras se vuelve a sentar, temblando.

Turtle va por sus vaqueros, los coge y los desdobla. Empieza a ponérselos con movimientos bruscos.

—¿Cómo te has hecho esos moratones? —quiere saber.

—Solo son cardenales —aduce ella.

—¿Cómo te los has hecho?

—No es nada —contesta Turtle—, en serio.

—Por Dios, es como si te hubieran dado con una vara de hierro.

—No importa.

—Cielo santo —sigue diciendo él.

Turtle se abrocha los pantalones y se sube la cremallera.

—Abuelo —dice—, a mí no me importa, no es nada. En serio.

—¿Cómo te los has hecho?

—No es nada —asegura ella—, no importa. De verdad.

—Está bien, guisantito —se da por vencido el abuelo, levantándose con dificultad—, te llevaré a casa.

Van por la camioneta, Turtle cojeando de mala manera, los vaqueros pegándosele a las piernas mojadas, la silueta de las empapadas braguitas marcándose en la tela vaquera, el cubo con agua golpeándole las rodillas. Rosy corre delante y vuelve con ellos, se para delante, con las patas agarrotadas y una sonrisa bobalicona.

—Ay, viejita —comenta el abuelo.

Suben por el sendero que los lleva de vuelta a la carretera, y Turtle mete el cubo, lo deja en el suelo, ante el asiento, y sube. El cangrejo consigue encaramarse a los mejillones. El abuelo logra engatusar a Rosy para que se suba a la camioneta y después se monta él. Arranca, se queda sentado con el motor al ralentí, se retrepa en el asiento y coge y suelta el volante, diciendo:

—Santo Dios.

Salen a la carretera y, al cabo de unos cinco metros, suben por el camino de grava lleno de baches que lleva a la casa, la camioneta dando bandazos y sacudidas en las roderas, el cangrejo entrechocando con el cubo mientras Rosy se aovilla, exhausta, y mira a Turtle enarcando las cejas, como si suplicara. El abuelo bebe un trago largo de Jack Daniel’s y conduce con una mano, mirando de vez en cuando a Turtle, que está sentada con las manos unidas entre las piernas, contemplando la pradera y los pinos contorta por la ventanilla del copiloto.

Cuando llegan al cruce en el que arranca la pista de tierra del abuelo, justo por debajo del manzanar que lleva al campo de frambuesas y el otro camino conduce a la casa, el abuelo se detiene. Turtle coge el cubo y se baja. El abuelo se inclina hacia ella y le dice:

—Dile a Martin que iré a cenar.

Turtle se queda parada junto a la camioneta. Que ella recuerde, el abuelo no ha ido a cenar nunca. Se limita a asentir.

Después él se aleja, y Turtle se queda con el cubo en las manos, viendo cómo se marcha. Coge las botas, atadas por los cordones, y se las cuelga del cuello. Luego empieza a subir la colina, cojeando, el cubo dándole en la pierna, pensando: «eres una perra imprudente, imprudente, imprudente».

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