Darling

Darling


Capítulo 12

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Hay marcas verdes del agua en la porcelana de la bañera, enorme y con patas con forma de garra. Los grifos y las tuberías, de cobre, están embutidos en agujeros toscos practicados en las tablas de madera de secuoya, aperturas irregulares devenidas en nidos de araña cubiertos de telarañas y llenos de sacos de huevos del tamaño de bolas de algodón y restos de arácnidos, habitados por una enorme viuda negra, tan hinchada que, cuando camina por el suelo, arrastra su mole tras ella y va dejando una estela en el polvo, una criatura a la que a Martin le gusta llamar: «Virginia Woolf, esa perra odiosa».

Sobre la bañera, un ventanal da al arroyo Slaughterhouse, los pinos cubiertos de líquenes, las zarzas que trepan desde los helechos de espada. La ventana está mal sellada, el dintel abombado y negro de podredumbre. A lo largo del alféizar crecen setas rojas, el sombrerete salpicado de blanco allí donde está roto.

Turtle oye a Martin, que deja las bolsas de la compra en la mesa de la cocina y después entra en el cuarto de baño. Se sienta en la silla de madera que hay junto al lavabo con dos botellines de Old Rasputin cogidos como si tal cosa con una manaza. Turtle se hunde en la bañera de forma que solo le quede fuera del agua la cabeza, escondiendo el hombro verde y morado.

Él lanza un suspiro, pone la chapa de los botellines contra el brazo de la silla y abre uno y después el otro dando un golpe con la palma de la mano. Acto seguido apoya las botas en el borde de la bañera y mira más allá de Turtle, hacia los pinos del arroyo Slaughterhouse. Sujeta una cerveza entre los muslos y le ofrece la otra a ella. La anima a que la coja señalándola con la cabeza. Turtle la acepta y bebe del botellín, mirándolo de soslayo, resentida. Él está ordenando sus pensamientos, pasándose los dedos por la barba incipiente, con un raspar discontinuo.

—La cagué, ratoncito. ¿Vale?

Ella se sumerge más en la bañera y lo observa.

—Darling…, a veces no soy una buena persona. Lo intento, por ti, ¿sabes? —Entrelaza y suelta las manos, le enseña las palmas.

—¿Por qué no eres bueno? —pregunta Turtle.

—No sé, ratoncito, supongo que lo llevo en la sangre.

Ella bebe otro trago de cerveza y se aparta de la cara mechones de pelo mojados. Lo ama. Cuando está así, y Turtle ve cómo lo intenta por ella, incluso el dolor es algo valioso para ella. No soporta que nada lo decepcione y, si pudiera, lo envolvería en su amor. Deja la cerveza entre las setas. Se lo quiere decir, pero no es capaz de reunir el valor para hacerlo.

—El abuelo dice que quiere venir a cenar —informa.

—Ah, bien, me alegro —replica Martin—. He traído unos huesos de vaca, y he visto los mejillones y ese cangrejo enorme. Hay suficiente para darnos un banquete.

Turtle se echa champú en la mano y se lava con él el pelo.

—Ratoncito —añade él—, eres un ser humano de una belleza brutal. Mírate.

Turtle se ríe, mirándolo con la melena hecha un ovillo en la cabeza, llena de espuma. Papi le indica que se acerque, ella obedece y él le pone los fuertes dedos en el pelo y le masajea el cuero cabelludo. Turtle cierra los ojos, la cara hacia el techo, del que cuelgan cortinas de telarañas.

—Dios, Darling —exclama mientras la enjabona con el champú—, eres la cosa más bonita del mundo. ¿No te lo he dicho nunca? La más bonita. —Ella levanta los brazos, se estira, y el agua le baja en gotas trémulas de los antebrazos a las axilas, y piensa: «qué buenos son el placer y la comodidad».

Martin termina de lavarle el pelo y Turtle se queda con el cuello apoyado en el borde de la bañera, mirando al techo, y él se inclina y le besa un párpado y luego el otro.

—Adoro este párpado, y este —afirma. Le besa el caballete de la nariz—. Y esta nariz. —Le besa la mejilla—. ¡Y esta cara! —Ella le echa al cuello los brazos llenos de espuma, el rasposo mentón de él contra su suave barbilla.

Después Martin se separa y se disculpa:

—Ay, ratoncito, lo siento mucho, muchísimo.

—No pasa nada, papi —asegura ella.

—¿Podrás perdonarme?

—Sí —responde Turtle—, te perdono.

Se vuelve a hundir en el agua, pensando y estremeciéndose por dentro al imaginar lo que puede pasar si el abuelo trata de contar lo que vio, y sabe que debería sacar a relucir el tema. Los defectos de Martin son un secreto entre los dos, y Turtle tiene la sensación de que ha vulnerado esa intimidad. No puede soportar que nadie más vea algo que él ha hecho mal. Se pone de pie en el agua y se escurre el pelo por mechones.

Sale de la bañera y ve su figura reflejada en el ventanal, Martin detrás de ella, inclinado hacia delante en la silla, entornando los ojos, rascándose el lateral de la mandíbula con el pulgar, y los dos mirándola, las largas piernas con moratones negros y verdes. Coge una toalla del toallero, se envuelve en ella y pasa por delante de él, cojeando y dando pasos cortos. Él se vuelve para mirarla, el ojo izquierdo al parecer más triste que el derecho, la cara surcada de arrugas de amor y preocupación, y ella sube la escalera para vestirse, cada poro lleno de su amor, grande y feliz con él, y pensando, vengativa: «que sea lo que Dios quiera». Tiene que inclinarse para coger la ropa de las baldas, exhala despacio, dolorida, y se viste con parsimonia, tardando bastante tiempo, y cuando termina, se queda mirando por la ventana, mordiéndose el labio. Piensa: «no, no llegará la sangre al río». Contempla la colina, en algunas partes una exquisita extensión de fleo y avena silvestre; en otras, tomada por plumeros y árboles invasivos, junto al camino los rábanos en flor, morados y blancos. Es incapaz de concebir que su vida pueda cambiar, es incapaz de concebir que lo que suceda esa noche pueda influir en algo, es incapaz de concebir que pueda salir mal. Toda su vida, el curso de su vida, la gente que forma parte de ella, se le antoja inmutable, y puede que haya dificultades y puede que haya palabras, pero eso no cambiará nada.

Baja la escalera y Martin no está en la cocina. Lo encuentra en la despensa, entre los armeros, los paneles de las paredes llenos de herramientas, los estantes de acero con cajas de munición, cajas de cartuchos, un palé con platos de barro para practicar el tiro contra la pared. Apoya la cadera en la jamba. Martin mete la mano en el cubo del carnicero, el agua sucia, rosada, saca los sanguinolentos huesos de vaca, que chorrean agua, y los deja junto a la sierra de mesa. Enciende la sierra, que traquetea y acaba soltando un rugido, y Martin va pasando por ella un hueso tras otro, empujándolos con cuidado hacia la hoja con el pulgar y el índice, entornando los ojos debido al polvillo blanco y el agua sanguinolenta que saltan. Los huesos se parten en dos y llenan la mesa, y Martin no apaga la sierra hasta haberlos cortado todos a lo largo. Después los lleva a la cocina, les quita el polvo bajo el grifo, los coloca en una bandeja y los mete en el horno. A continuación coge el cangrejo vivo con unas pinzas y lo mete también en el horno. Turtle oye cómo corre el cangrejo por la bandeja. Martin echa el cubo de mejillones en un colador esmaltado azul y empieza a arrancarles las barbas, cogiéndolos de dos en dos y frotando los sellados labios en diagonal, uno contra el otro, como si de un tosco remedo de besos se tratase, el ceño fruncido, tranquilo. Es la máxima expresión de felicidad que Turtle le conoce, de cuando en cuando mirándola y sonriéndole encantado. Echa nata y caldo de pollo en una sartén, que pone al fuego. Pica cebolleta en la tabla de cortar, muele pimienta negra en grano con un molinillo antiguo, corta en cuatro y exprime un limón. Añade los mejillones del colador a la sartén, se apoya en la encimera y observa a Turtle. Tapa la sartén con otra sartén para hacer los mejillones al vapor. Oyen al cangrejo, que corretea por el horno.

Encuentra un cuchillo de pan con manchas de óxido y se queda quieto, apoyado en la encimera, mirándolo.

—Hay que joderse —exclama—, mira, ni siquiera he utilizado esta mierda y está oxidada.

Turtle frunce la boca, y Martin tuesta el pan en una sartén de acero inoxidable. Prepara una ensalada con rábanos, ajo, cebolleta y perejil, que aliña con zumo de limón, aceite de oliva y sal marina. Esperan en silencio, papi viendo cómo se abren los mejillones y Turtle sentada a lo indio. Al cabo de un rato, abre el horno, saca la bandeja y, con ayuda de unas pinzas, dispone en forma de rejilla los huesos en la tabla de cortar. Luego retira el cangrejo aovillado y muerto del fondo del horno y lo pone boca arriba junto a los huesos. Sirve el pan tostado encima y lleva la tabla al centro de la mesa. A lo largo de los cortes de los fémures, la grasa se ha chamuscado, formando una película de color marrón grisáceo, mientras que el tuétano del interior está aceitoso y líquido, burbujeante, haciendo que la piel se ondule y se mueva como si fuese algo vivo.

—Limpia esta mierda —ordena a Turtle, y ella se levanta y empieza a retirar los botellines de cerveza, los casquillos, los ceniceros y los distintos libros que hay en la mesa: Tratado sobre los principios del conocimiento humano. El ser y el tiempo y Los presocráticos, de Barnes.

En la cocina, Martin pasa los mejillones a una ensaladera y Turtle coge los desparejados cubiertos de plata y los pone en la mesa. Martin baja los platos y los cuencos de Bauer de un estante alto. Tienen una gruesa capa de grasa y polvo. Los limpia con un trapo, diciendo, absurdamente:

—Que no se diga que no saqué la porcelana fina para nuestro distinguido patriarca, Darling, que no se diga.

—Has cocinado un montón, papi —comenta Turtle.

—Sabe Dios que sí —conviene él.

En otra parte de la casa se abre una puerta. No la de cristal corredera de la sala de estar, que da al porche, la puerta por la que entran y salen Turtle y Martin, sino la enorme puerta principal, de roble, con los remaches de hierro fundido, que da al recibidor, con el techo abovedado y oscuros paneles de secuoya, la araña antigua, las paredes adornadas con cráneos de oso. Al fondo del pasillo, una cabeza de alce al que se le ha caído un ojo. Oyen cómo el abuelo atraviesa el recibidor, camina por el pasillo y aparece en el umbral.

—Daniel —saluda papi—, creo que es la primera vez que utilizas la puerta principal.

—Escúchame, Martin… —empieza el abuelo.

—Siéntate —invita papi, señalando una silla de la mesa—. Te he preparado estos mejillones. Y la próxima vez, papá, entra por la puerta de la sala de estar, ¿de acuerdo?

A Turtle no le resulta extraño que el abuelo haya entrado por la puerta principal. Es una formalidad que entiende, y Martin también lo entiende, pero se ha burlado de ello, como si fuera un error y no una formalidad, y Turtle se queda mirándolo, esperando que no se burle del abuelo, viendo, también, que él quiere que todo salga bien, que no quiere que el abuelo se ande con formalidades con ellos, y Turtle siente miedo.

El abuelo mira a papi y luego a Turtle, y papi dirige a Turtle una mirada cómplice, burlona. A Turtle no le gusta la cara que está poniendo el abuelo en la puerta. Piensa: «pasa». Piensa: «no seas demasiado duro, pasa, abuelo, y déjalo estar». Sabe que el abuelo es incapaz de dejarlo estar, sabe que lo perdería todo a ojos de ella si lo dejara estar, pero es lo que Turtle quiere que haga. Los dos sabrían que ninguno de los dos tiene narices, pero no pasaría nada. Es lo que Martin dijo que le pasaba a Turtle, y lo que Anna dijo que le pasaba: que tiene miedo, que tiene dudas, pero, aun sabiéndolo, Turtle está dispuesta a que las cosas sigan así, a que ese sea su defecto y que el abuelo tampoco tenga narices. Que la cosa se quede así, los tres cenando juntos.

—Martin —empieza el abuelo.

—Por Dios, papá, siéntate y come algo —insta Martin—. He pensado que así es como más te gustaban los mejillones.

—Empezad sin mí. —Lo dice serio y en tono acusador, y Turtle se da cuenta de que no va a dejar estar las cosas.

—Pero qué coño…, siéntate, come un poco de tuétano.

El abuelo retira una silla, se sienta. A Turtle le da la impresión de que se ha pasado toda la vida confiando en que el abuelo fuese el hombre que ella creía que era, y no el hombre que Martin creía que era, y ahora solo quiere que se siente y no diga nada. Martin le señala la rejilla de huesos, los cóndilos estriados como volutas de madera tallada, el tuétano reptando en el interior, los tendones pegados al hueso.

—Come tuétano —invita de nuevo mientras coge él un poco con el cuchillo y lo unta en el pan tostado. Después pincha algo de rábano y perejil y se lo lleva a la boca.

—Martin…, escúchame —comienza el abuelo, echándose hacia delante, apoyando los brazos en la mesa.

—¿No quieres tuétano? ¿Te apetece una cerveza?

—No quiero cerveza.

—Tómate una cerveza —insiste papi—. Siempre procuro tener algún botellín de la que te gusta. Sé que te gusta esa mierda barata e insípida. Buen whisky y cerveza aguada, así es Daniel Alveston.

—Siéntate, joder —espeta el abuelo.

Martin va a la nevera, la abre y mira a ver si hay la cerveza que busca. Regresa con un botellín de Bud Light y comenta:

—Ves, siempre tengo la que te gusta, Daniel.

La abre de un golpe contra el borde de la mesa y el abuelo lo mira fijamente, las manos cruzadas sobre la barriga, las mejillas haciendo que su mirada ceñuda pase a ser de un descontento insondable. Martin se queda de pie, ofreciéndole la cerveza al abuelo, y la espuma se sale y corre por los lados del botellín, pero el abuelo no la coge.

—No quiero tu cerveza, Martin.

Papi deja la cerveza junto al plato del abuelo, retira su silla, se sienta.

—Bueno, ya veo que el tuétano no ha tenido mucho éxito, pero lo he intentado —observa.

—No es el tuétano —contesta el abuelo, que mira el cangrejo, con las patas muertas hacia arriba.

—Puedo hacerte un sándwich de queso fundido.

—No he venido a cenar contigo, Marty. Escúchame.

—¿Que te escuche? Que te escuche, y una mierda. Tómate la cerveza, papá. Pareces tonto, con el botellín ahí delante y sin tocarlo.

—Martin, quiero que sepas que esta no es manera de criar a una niña.

—Hijo de puta —estalla Martin—, hijo de puta. ¿Crees que no lo sé? Pedazo de cabrón. ¿Vienes aquí a decirme que esta… que esta no es manera de criar a una niña?

El abuelo intenta coger la cerveza, pero se le cae, rueda por la mesa y va a parar a las piernas de Martin, que la agarra torpemente y suelta:

—Pero ¿qué co…? —Y consigue que el botellín espumeante se quede en el regazo, intenta ponerse de pie y tira la silla, y a punto está de caer hacia atrás con ella. Después se levanta, la cerveza chorreándole por las mangas y la camisa, el botellín dando vueltas como loco por el suelo, chocando contra la encimera y derramando su contenido. Martin se sacude las manos mojadas, exclamando—: ¡Dios santo! ¡Dios santo! —Va a la cocina furibundo, coge las toallitas azules, extiende una tira, la corta, se seca la camiseta empapada, las piernas mojadas, se quita la camisa de franela y la lanza sobre los platos que hay en la encimera.

—Esta no es manera de criar a una niña, así no —insiste el abuelo.

—Dios santo —gruñe Martin, mirándose.

—Martin —dice el abuelo.

—¿Qué? —espeta.

—Esta no es manera de criar a una niña.

—Dios santo, papá —replica Martin, y abre la nevera y saca otra cerveza. La abre de un golpe—. Dios santo —repite—. Dímelo otra vez, papá. Dime otra vez que esta no es manera de criar a una niña.

—Quiero que lo sepas, Martin.

—Ya lo sé —afirma Martin, y se acerca a la mesa y deja la cerveza—. Dios santo, papi —dice, aún sacudiéndose espuma de las manos, mirándose la camiseta empapada.

—Hay que joderse, Martin —suelta el abuelo—. Por una puta vez, escúchame.

—Lo estoy haciendo lo mejor que puedo, Daniel. Lo mejor que puedo, joder.

—Escúchame, Martin —apremia el abuelo—, esto no puede seguir así.

—¿Ah, no? —Martin se está recomponiendo—. ¿En serio, papá? —Lo dice con un sentido que Turtle no entiende, así que mira hacia otro lado deprisa y repite para sus adentros, en silencio, imitando su cara, su expresión, el tono: «¿En serio, papá?», tratando de averiguar el significado, y los mira de nuevo.

—Mírate, Marty —observa el abuelo—. Y mira a tu alrededor. No creo que quieras que tu hija acabe así.

Martin mira a su padre, uno de los ojos más cerrado que el otro.

—Podría ser una señorita —apunta el abuelo.

Martin abre la boca, desvía la mirada, se toca la mandíbula.

—Martin…

—Ya lo sé, papá.

—Podría ser…

—¡Papá! Que ya lo sé, joder. ¿No crees que es por eso por lo que estoy luchando, coño? ¿No crees que es eso lo que me digo cuando me levanto por la mañana? Cuida a esta niña y tendrá más de lo que tú tienes, Martin, llegará a más en la vida. Su vida no será como la tuya. Hazlo bien con ella y todo será suyo, el mundo, todo.

El abuelo hace una mueca de burla.

—¿Acaso crees que no lo sé? ¿Crees que no lucho por eso? Con los pocos recursos que tengo, joder, papá. Con todo lo que tengo, papá. Y sé que no es perfecto, sé que ni siquiera es suficiente, no es lo que se merece, pero no sé qué coño quieres que haga. La quiero, y eso es más de lo que tú me has dado a mí nunca, nunca.

—Escúchame… —replica el abuelo—. La niña tiene los muslos llenos de moratones. Moratones. Negros. Moratones, Martin, y tiene toda la pinta de que le diste con una vara de hierro. Pero dímelo tú. Dímelo tú, Martin.

—Cállate —escupe Martin.

El abuelo frunce el entrecejo, la cara amarillenta, las mejillas cortinas de carne vieja, casi como cortezas.

—No estoy dispuesto a seguir permitiendo que críes a esta niña, y si sabes lo que es bueno para ella, la…

—Cierra el puto pico —lo corta Martin. Rasca el borde de la mesa con el pulgar y mira al abuelo—. No sabes de qué coño…

—Tiene moratones… —insiste el abuelo.

—Cierra el puto pico.

—Da la impresión de que…

—Vete a tu caravana, viejo. —Martin señala a Turtle—. No tienes ni idea. —La mira fijamente. Todos esperan a que continúe—. Al parecer… yo tampoco. Y apostaría a que ella tampoco. Ah, le caes bien. Te quiere. ¿O no, Darling?

Turtle no dice nada.

—Darling…, ¿quieres a tu abuelo?

Turtle oye cómo crujen las patas del cangrejo a medida que se van enfriando.

—¿Darling?

—Lo quiero, papi.

—¿Lo ves? ¿Lo ves? Pero no tienes derecho a venir aquí, apestando a whisky, a venir a mi casa a decir que tiene moratones. No tienes derecho.

—Marty, seguro que quieres algo distinto para Julia. No esto, Marty. Esto no.

Martin se pasa los dedos por la incipiente barba.

—Pues…, joder. Veo que Darling tiene tu cuchillo. —Extiende la mano y Turtle se saca el cuchillo del cinturón y se lo pasa. Lo sopesa y comenta—: ¿Sabes cuántas gargantas rajó con este cuchillo?

Turtle mira su plato.

—Cuarenta y dos, ¿no?

—Cuarenta y dos —confirma el abuelo.

—Corea, Darling. Y al final lo pusieron a trabajar en la zona desmilitarizada, localizando a infiltrados, y esos pobres diablos, esos pobres diablos no tenían ni idea de qué puto psicópata sanguinario llegado de una tierra salvaje del otro lado del mundo, un hombre cuyos antepasados cazaban indios en el Salvaje Oeste, estaba ahí, esperándolos entre la maleza. ¿Cómo vas a entender algo así? Fue cuando más te has divertido en la vida, creo.

El abuelo no dice nada. Le tiembla la mandíbula.

—Le gustaba acercarse por detrás a un pobre diablo, un pobre diablo al que el gobierno y la aplastante presión socioeconómica habían obligado a luchar en la guerra, y Daniel se le acercaba por detrás y prácticamente le arrancaba la cabeza con este cuchillo. ¿No es cierto? Le rodeabas el cuello con el brazo, le levantabas la barbilla y le rajabas las arterias grandes del lado izquierdo. ¿No es cierto?

—Era una guerra, Martin.

—Y luego te dan una escopeta y te mandan a Vietnam. ¿No es cierto? Este es un hijo de puta al que le gusta acercarse, dispararte en los riñones con una calibre doce y ver cómo tratas de arrastrarte, y después arrodillarse encima de ti y cortarte la puta garganta. La M12 era una buena escopeta, ¿no? Una antigualla por aquel entonces, pero la mejor que se ha fabricado nunca.

El abuelo no dice nada.

Martin golpea la mesa con las manos.

—¿Para qué? ¿Una guerra para qué? ¿Te importaba una mierda? ¿Te importaba o sabías por qué estabas luchando? ¡Una mierda! Está claro, clarísimo que no. Te gustaba, sin más.

—Claro que sabía por qué estaba luchando, Martin.

—Es posible.

Martin deja el cuchillo en la mesa, con fuerza, y Turtle lo coge.

—En ese mango de cuero hay mucha sangre que no se irá nunca, ¿verdad?

El abuelo pega la cabeza al pecho como si descansara, las mejillas colgándole de la cara y acentuando su mirada ceñuda.

—Bueno —continúa Martin—, seguro que ratoncito estará orgullosa de tener ese cuchillo. Un auténtico tesoro familiar. Y, Daniel, tal vez deberías plantearte que la dureza es cosa de familia. Tal vez deberías plantearte qué forma adopta esa dureza en tu nieta. —Martin se inclina y escupe en el suelo.

Turtle mira la grasa y la nata que nadan en su plato.

—Nada de eso importa —subraya el abuelo.

—¿Nada de eso importa? —repite Martin, sin dar crédito—. ¿Nada de eso importa? Lo que estoy diciendo es que yo a ella siempre la he querido. Y eso es algo que tú a mí me has negado siempre.

—No puedo permitir que estés con esta niña. No puedo.

—Vamos a hablar de esto —propone papi—. ¿Lo que te preocupa son los moratones?

—Los moratones y toda esa mierda del fin del mundo.

—No es ninguna mierda, papá —corrige Martin.

—Es una mierda, y no es manera de criar a una niña, fingiendo que el mundo se va a acabar solo porque tú preferirías que fuese así.

—¿Que no es manera de criar a una niña? Si no crees que el mundo va mal, papá, es que no te enteras de nada. Los alces, los osos pardos, los lobos… han desaparecido. Los salmones, casi. Las secuoyas. Hectáreas de pinos muertos en pie. Tus abejas están muertas. ¿Por qué trajimos a Julia a este lugar de mierda? ¿A estos restos agonizantes, destruidos, podridos del mundo que debería haber sido? ¿Cómo exactamente se cría a una niña que crecerá con los cabrones egocéntricos que dilapidaron y destruyeron el mundo en el que debería haberse criado? ¿Y cómo se puede entender con esa gentuza? Es imposible. No hay negociación posible. No hay alternativa. Están matando el mundo y lo seguirán haciendo, y nunca cambiarán ni pararán. Nada de lo que yo pueda hacer, ni de lo que ella pueda hacer, hará que cambien de opinión, porque son incapaces de pensar, de ver el mundo como algo al margen de ellos. Tal y como lo ven todo, se sienten con derecho a ello. ¿Y tú me dices que la ira que me inspira esa gente, esa sociedad, es una mierda? Me dices que esta no es manera de criar a una niña, y sí, lo sé. Pero ¿qué más puedo hacer?

—Joder, Marty, no puedes seguir… —Se detiene.

—No puedo seguir ¿qué? —lo provoca Martin, que lanza a Turtle una mirada desquiciada. El abuelo quiere hablar, pero no encuentra la palabra que busca. Turtle, boquiabierta, se lleva la palma de la mano a la boca y muerde con fuerza. Nota que tiene una sonrisa en la cara y piensa que eso es horrible. Martin se inclina hacia delante e insiste—: ¿Y bien?, ¿sabes qué quieres decir, papá?

—Sí —responde el abuelo—. Sí.

—Pues di, ¿qué?

—Pues estaba diciendo…

—¿?

—Nada, olvídalo —decide el abuelo.

—¿Cómo?

—Bueno, lo que… lo que quería decir… —empieza de nuevo el abuelo.

Martin mira a Turtle. El abuelo arrastra las palabras.

—¿Papá? —lo pincha Martin.

—Olvídalo —asegura el abuelo—. Nada…, nada…, olvídalo.

—¿Qué? ¿Qué?

El abuelo mira a Turtle y luego a Martin con el ojo bueno, el derecho cerrado, y se retrepa en la silla con dignidad. Abre la boca, y se ve que le cuesta hablar:

—Creo…, solo decía que… esta no es manera de… de… de… —Se detiene.

—¿De qué, papá? —apremia Martin.

—De…

Esperan.

—Nada, olvídalo —repite, enfadado, el abuelo—. Olvídalo.

—¿De criar a una niña? —pregunta Martin—. ¿No es manera de criar a una niña?

—Sí —replica el abuelo, y no dice más.

Escupe al hablar. Turtle lo mira fijamente. Da la impresión de que se le está durmiendo el lado derecho de la cara. Tiene el párpado cerrado. Se abre una vez, adormilado, dejando a la vista la medialuna blanca de la esclerótica, y cae igual de adormilado y así se queda. Papi espera, inclinado hacia delante, mirando al abuelo.

—Una… una… —arranca otra vez, pero por lo visto no encuentra la palabra que busca.

—¿Una niña? —lo ayuda papi.

—Bah —contesta el abuelo—, bah, olvídalo. —Le tiende una mano a Turtle sobre la mesa y prueba—: No… —Y sea lo que fuere lo que quiere decir, no es capaz de hacerlo—. No… —Repite, y es evidente que está haciendo un esfuerzo, moviendo la boca.

—Pero ¿qué coño?, papá —espeta Martin.

—Iba a… —intenta el abuelo—. Iba…

—¿Qué cojones? —escupe papi.

El abuelo se levanta, tirando la silla, se inclina violentamente hacia un lado, y Martin se levanta de un salto, intentando coger a su padre por la camisa, y el abuelo cae y se da un fuerte golpe contra el suelo.

—Ratoncito —pide papi—, llama a una ambulancia. Ahora.

Turtle se queda petrificada, mirando espantada a su abuelo, tirado en el suelo, medio enredado en la silla. Forcejea un poco y logra ponerse de lado. Mira a Turtle. Tiene la parte derecha de la cara floja, la piel colgando en cortinas de carne vieja, como de cera amarilla fundida.

—Guisantito… Guisantito… —Intenta ponerse de pie, sin fuerzas.

—Llama a una ambulancia, ratoncito. —Martin rodea la mesa y se arrodilla junto al abuelo. Sus botas crujen.

Turtle se levanta y va hacia el teléfono, en la pared, lo coge y marca. Martin está ayudando al abuelo a quitarse de encima la silla.

—Hijo de…, valiente hijo de puta… Hostia puta, Daniel. Hostia puta.

Alguien dice:

—911, dígame cuál es la emergencia, por favor.

—Mmm —replica Turtle—. ¿Cuál es la emergencia, papi?

—Un infarto —contesta este.

—Espera…, espera…, espera, Julia… —no para de decir el abuelo. Abre la boca, buscando la palabra.

—¿Espera qué? Papá. Espera… ¿a qué?

—Nada, olvídalo.

—¿Qué ves? —pregunta Martin.

Turtle le quita la mano al micrófono y dice:

—Espere.

—Espero —responde el operador.

—¡Un infarto! —le grita Martin.

—Un infarto —repite Turtle.

—Y usted está en… —Y el operador le da su dirección.

—Sí —confirma Turtle.

—Ay, Martin —se queja el abuelo—. Iba a decir… a decir que…, lo que quería decir era que…

Papi, arrodillado, cogiendo de las manos al abuelo, mirándolo, inquiere:

—¿Qué? ¿Daniel? ¿Decirme qué? ¿Qué era?

Turtle nunca ha visto a su padre tan desesperado.

—Señorita… —dice el operador—. ¿Señorita?

—Espere —insiste Turtle. Quiere que todo el mundo se detenga. Quiere que todo vaya más lento. Necesita más tiempo—. Espere —repite.

—¿Puede decirme qué ha pasado exactamente?

—¡Cállese! —exclama Turtle—. ¡Y espere!

—Señorita…

Turtle se pega el teléfono al pecho y observa. Martin le sostiene la mano al abuelo y quiere saber:

—¿Qué es, Daniel? ¿Qué me querías decir? ¿Qué ves? Dime lo que ves.

Turtle deja caer el teléfono, se acerca a la mesa y se sienta junto a Martin, que sigue arrodillado junto al abuelo, diciendo:

—Dime qué está pasando, papá. Dime lo que ves.

En el rincón, el teléfono cuelga del cable mientras el operador continúa hablando:

—Señorita… ¿Señorita? No cuelgue, por favor.

El abuelo se vuelve para mirarla, levantando la cabeza del suelo. Turtle se acerca más. Abre la boca, buscando su nombre, no lo encuentra, abre y cierra la boca. Dice:

—Julia…, no puedo…

—¡Hostia puta, Daniel! ¿Qué es? ¿Qué? ¿Qué?

Martin coge al abuelo de la barbilla, y ambos se miran.

—¿Qué querías? ¿Qué ibas…? —insiste Martin.

—Julia… —musita el abuelo.

—Ratoncito, sube a tu cuarto —ordena Martin.

—Lo siento —se disculpa ella, mirando al abuelo a los ojos—. Lo siento mucho. Lo siento.

El abuelo la mira. Lo que sea que quiere decir es un misterio para ella. Se le está yendo, dice cosas sin sustancia, está diciendo lo que suele decir, pero no lo que quiere decir, y no es capaz de hacerlo.

—¡Vete! —grita Martin, y ella se levanta y sube corriendo la escalera, pensando: «no será nada. Seguro que se sale de esta».

Entra corriendo en su habitación, se apoya en la pared, sin aliento, aguzando el oído. Abajo Martin insiste:

—Dime lo que ves, papá. Dime qué querías decir.

Turtle espera sumida en un silencio insoportable, tratando de calmar su respiración. Le da miedo perderse lo que pueda decir el abuelo por culpa del sonido de su corazón, del sonido de su respiración, pero necesita aire, a toda costa. Abajo, un carraspeo, movimiento, y Turtle deja de respirar, escucha.

—Ah, ya veo… Ya veo… —dice el abuelo, arrastrando las palabras, y se escuchan sus pies arañando el suelo, moviéndose en el sitio, y Martin dice:

—Daniel, mírame… Soy… Soy yo, Martin. Soy Martin. Mírame.

—Bah, olvídalo —repite el abuelo.

—¿Qué? ¿Qué? —pregunta Martin, sin dar crédito.

Se hace un silencio largo, Turtle intentando dejar de respirar a trompicones, aguzando la oreja para no perderse nada de lo que ocurra abajo, pero no se oye nada. Poco después escucha a Martin, la voz áspera, grave, acallada por el miedo, o por otra cosa.

—Cabrón —espeta—. Cabrón de mierda.

Después, un silencio largo, Turtle, con la espalda contra la puerta, escuchando, controlando la respiración para calmarla. A continuación oye la ambulancia, ve que sube por el camino. Abajo hablan unos hombres desconocidos. Dicen números que Turtle no entiende, hablan entre sí, y Turtle se pasea por su cuarto, va a la ventana y ve cómo sacan al abuelo en una camilla y lo suben a la ambulancia en el jardín embarrado. Papi habla con los hombres y acto seguido se sube a su camioneta y sigue a la ambulancia por el camino. Turtle se queda sola, acomodada en el alféizar de la ventana, los rosales y el roble venenoso encuadrándola en un marco enmarañado.

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