Darling

Darling


Capítulo 13

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13

Por la noche, tarde, la camioneta de Martin sube metiendo ruido por el camino de grava. Turtle sale de su ensimismamiento en la ventana, abrazándose los hombros, con la piel de gallina. Desciende con cuidado del alféizar, baja la escalera y sale al porche. Martin sube los escalones, dándoles patadas, y se sienta. Coge un paquete de tabaco, saca un cigarrillo con un golpecito, lo enciende. Se pone a fumar. Ella se sienta a su lado, y él le pasa el cigarro y se saca otro.

—Ha llegado muerto —cuenta—. Ha fallecido durante el traslado. —Se aclara la garganta y, con la voz baja y el tono afectado del médico, explica—: «Daniel sufrió un ACV hemorrágico masivo en la arteria cerebral media izquierda. Empezó como un infarto isquémico, lo que significa que había un coágulo de sangre alojado en la arteria que irriga el hemisferio izquierdo del cerebro y las áreas responsables del habla y el movimiento. No sabemos de dónde salió el coágulo. Sin embargo, los vasos sanguíneos del cerebro de un alcohólico son muy frágiles, y posteriormente se produjeron una rotura y una hemorragia en el tejido cerebral». Al parecer ha sido doloroso pero rápido. No es que él haya podido decírselo, claro. El primer infarto, el isquémico, no le ha dolido. No sabía qué estaba pasando. Pero el segundo, el hemorrágico, ha sido doloroso, pero para entonces ya no tenía palabras para expresarlo. Se ha quedado encerrado en su cabeza con la madre de todas las putas jaquecas, aunque fuera breve. El médico ha dicho: «Como un golpe de Dios». —Martin echa el humo por un lado de la boca—. Hijo de puta.

Se quedan sentados uno al lado del otro. Él coge piedrecitas entre las tablas y las lanza al camino, invadido por la achicoria y el cenizo. Turtle guarda silencio e imagina a la ambulancia subiendo por la carretera de la costa, dejando atrás ya bahías, ya cabos, y ella allí, esperando. Piensa: «lo he matado yo». La idea la asalta tan deprisa y es tan dolorosa que la hace temblar de asco, los dientes le rechinan, y piensa de nuevo: «lo he matado yo». Su propia insignificancia le resulta opresiva: que haya sido ella la que ha acabado matando al abuelo, cuando no lo hicieron tantas otras cosas, y se le antoja que su relación con el abuelo era superficial comparada con la que este tenía con Martin, y si la relación que el abuelo tenía con ella era menos problemática, solo se debía a que era menos profunda. El abuelo era duro con Martin porque este sacaba lo peor de él, igual que Turtle saca lo peor de su padre. Y Martin necesitaba algo de su padre. Una pregunta que había quedado sin respuesta.

Papi se levanta, se vuelve y le da otra patada a la contrahuella del porche.

—¡Joder! —grita. Se da la vuelta, mira hacia la ladera y chilla—: ¡Joder!

Después entra en casa con pasos pesados, y Turtle se queda sola en el oscuro porche hasta que él vuelve con una lata de veinte litros de gasolina. Se detiene un instante y echa a andar por el camino del huerto, hacia la caravana del abuelo, en el campo de frambuesas.

—Espera —pide ella.

Él se vuelve, la mira y se le suaviza la cara, el ceño fruncido de dolor, plantado con la lata de gasolina en una mano, los hombros caídos, el ojo izquierdo más cerrado que el derecho, y dice, la voz muy baja, con mucho énfasis:

—Ay, ratoncito. Ay, Darling. —Deja la lata en el suelo y va hacia ella. Turtle sigue en el porche, desolada. La abraza.

—Me quiero morir —asegura ella.

—Ay, Darling —repite él.

—Me odio. Me odio —afirma Turtle.

—No, no —contesta Martin, estrechándola con fuerza. Le pasa los dedos entre las costillas, siguiendo los surcos, que se ensanchan y ceden a su roce. Se siente pequeña en sus brazos. Nota que su cara deja traslucir dolor y pérdida, e insiste:

—Me quiero morir.

—Ay, Darling —musita él, contra su cuello. Coge aire con los dientes apretados, un sonido doloroso, que pone de manifiesto su pena—. Se ha matado él solo. Espero que lo entiendas. Se ha matado él solo, y no había nada que pudiéramos hacer ni tú ni yo. Joder, lo odio por eso.

—No lo hagas —pide ella con dulzura, su propia voz sorprendiéndola por el esfuerzo.

Él se estremece, la abraza. Turtle tiene la cara enterrada en su hombro, y él la abraza así, con una mano en la nuca.

—Ojalá hubiera sido distinto, joder —afirma—. Ojalá hubieras tenido el abuelo que merecías y no el que tenías. Pero ahora solo estamos tú y yo, pequeña. Vamos.

La suelta, la coge de la mano y la lleva por el huerto hasta la caravana, y cuando llegan, Rosy aparece en la ventana, ladrando nerviosa. Martin abre la puerta y entra, y Rosy corretea con torpeza por el suelo de linóleo. Turtle sube los peldaños tras él y se queda parada en el umbral. Ahora, al mirar la caravana, las cosas del abuelo tienen sentido y cobran significado para ella: es como si él estuviese presente en ellas, y al mismo tiempo han empequeñecido, son horribles y dolorosas en su descuido. Mira la mesita plegable, con su tablero de crib barato, las fichas de plástico siguen ahí desde la última partida que echaron, la baraja de cartas en la mesa, y mira la bolsa de papel que el abuelo usaba para reciclar, con montones de cajas de pizza congelada dobladas. Repara en el horno minúsculo, de un feo color mostaza. Mira la habitación desde el pasillo, las sábanas de rayón mohosas, orín negro en el marco de la ventana, de aluminio corroído, con su hoja de plástico translúcido. «Joder —piensa—, ¿esto siempre ha sido tan feo?». Se acerca a los armarios y abre uno. Ve una botella de Jack Daniel’s, dos vasos bajos y un vaso de agua de plástico y nada más, el forro del armario levantado en algunas partes, dejando a la vista el aglomerado barato de debajo. «Joder», piensa. Abre la nevera y ve un cartón de leche enriquecida y unas pilas AA. «Joder», piensa de nuevo, cada vez con más dolor. Se apoya en la encimera. El dolor llega en oleadas sordas, seguido de la certeza de que el abuelo ha muerto, una certeza que parece estar dotada de capas y profundidad, una certeza en la que podría hundirse, como si se tratase de un agua cada vez más profunda, la presión aumentando. El dolor está en su estómago y en sus pulmones, y la llena de asco y odio hacia sí misma. De pie en la destartalada caravana piensa: «me quiero morir. Me quiero morir de verdad. Lo único que me impide hacerlo es mi cobardía».

Mira a Martin, sacude la cabeza.

—No puede haberse ido —dice Turtle.

Martin tensa la mandíbula. También mira a su alrededor. Gesticula.

—Durante toda mi vida —empieza él— fue un hombre con mayúscula. Era mi padre. Pero mira este sitio. Siempre fue un personaje. Siempre me dijo que yo nunca estaría a su altura. Me lo decía. Mira esto.

Martin, que se tiene que agachar para franquear la puerta, se queda parado en la habitación, jugando con la puerta de aglomerado barato. Estira un brazo, mete la mano en un hueco que se abre entre la pared y el techo y despega el tablero de aglomerado, dejando al descubierto el aislante barato de debajo. Quita de la pared el tablero roto, deja caer los brazos, mira a Turtle y comenta:

—No sé qué te pudo decir, pero nos dejarás atrás a los dos. Serás más de lo que él fue nunca. Y más que yo. Nunca dejes que nadie (nadie, ni yo, ni el abuelo, ni tú misma) te diga lo contrario. Mira esto.

Levanta la lata de gasolina de veinte litros y desenrosca el tapón.

—No —advierte ella.

Él la mira, sacude la cabeza y rocía la cama con gasolina. Camina hacia atrás, agachando la cabeza, y sale de la habitación, vertiendo gasolina por la alfombra. Llega a la cocina y moja la mesa, las sillas, los armarios y la encimera.

Turtle agarra a Rosy del collar y la saca de la caravana, el animal nervioso, mientras Martin echa más gasolina al suelo. Turtle se arrodilla entre las frambuesas, reteniendo a Rosy por el collar, y ve cómo Martin baña el lugar de gasolina. Después él baja y se pone a su lado. Se mete las manos en los bolsillos, buscando el encendedor, y se ríe, amarga, calladamente.

—¿Qué?

—¿Sabes, ratoncito?, viví media vida aterrorizado por ese hombre. Joder. —Lanza un grito ahogado, un sonido extraño e inesperado, como un hipo. Encuentra el encendedor y lo saca, se queda mirándolo en la mano y acto seguido busca a su alrededor algo a lo que prenderle fuego—. Pero contigo era bueno, ¿no?

Turtle asiente.

—Sí —asegura, y las tripas se le encogen por lo inadecuado de su respuesta.

Martin sacude la cabeza.

—Dios santo. Eso está bien, supongo. Está bien. No sé por qué te dejaba venir a verlo a este sitio. Una niña debe tener a su abuelo en su vida, supongo. Dios santo. Habría dicho que había perdido la capacidad de hacerme daño, pero era otra cosa, sí, verlo contigo era otra cosa. Te diré qué. Creces con un padre así y te tienes que pasar gran parte de tu vida convenciéndote de que no tiene nada que ver contigo, porque, déjame que te diga una cosa: no fue precisamente bueno conmigo. Era el cabrón más sádico que te puedas imaginar, ratoncito. Así que convencerse es difícil. Y cuesta trabajo, porque lo más natural es pensar que tu padre te odia por algún motivo. Casi quieres creerlo. En cierto modo es más fácil que pensar que su odio es inescrutable. Eso no tiene sentido para un niño. La cosa tiene su intríngulis, lo que yo te diga. Y, sin embargo, lo he visto ser el hombre más paciente contigo, ratoncito. Y lo odiaba por eso. ¿No es extraño? Años y años después. Habría dicho que ya no tenía capacidad para hacerme daño. En fin.

Se da la vuelta. Coge un puñado de hierba, abre el encendedor y lo acerca a ella, pero la hierba no arde. Humea y se ennegrece, retrocede ante la llama y no arde. Mira a su alrededor. Turtle está a su lado.

—Debería haber traído papel.

Se asoma a ver la alfombra, empapada en gasolina.

—Bueno —dice.

Se acerca a ella y la llama del encendedor se apaga. Mete medio cuerpo en la caravana con cuidado, apoyando una mano en la encimera y acercando el encendedor a la mojada alfombra. Lo chisca y da un salto atrás, esperando que la alfombra se prenda y brote una llamarada. Pero no pasa nada. Se toca la mandíbula, frustrado y cabreado, vuelve a abrir el Zippo y lo enciende y lo lanza dentro, a un charco de gasolina. El encendedor se apaga en pleno vuelo, aterriza y se escucha un chapoteo.

—Menuda mierda —espeta Martin. Entra en la caravana, recupera el encendedor y lo sostiene entre el pulgar y el índice, sacudiéndole la gasolina.

—Yo no usaría ese encendedor, papi —aconseja ella.

Él sacude la cabeza con un gesto cómico mudo, amargo.

—Es de puta coña —espeta.

Baja de la caravana, va a la parte de atrás y Turtle lo sigue, con Rosy. Allí detrás, entre altos arbustos de frambuesas, Martin se mete debajo del chasis y echa mano de una bombona de propano de veinte litros acoplada al regulador de gas de la caravana. Suelta del regulador la bombona de propano, la lleva a la parte de delante y la mete dentro. Hay dos bombonas más de propano guardadas debajo de la caravana, y vuelve por ellas. Las coge y las deja en fila en la entrada. Después se une a Turtle, se saca la Colt .45 del cinturón, la amartilla con el pulgar y dispara.

La bombona de propano emite un sonido metálico, la bala dejando una marca visible, reluciente en la pintura blanca. Cabreado, Martin dispara otra vez, y otra más, los proyectiles dibujando pequeñas muescas brillantes en el acero. Martin deja de disparar. Mira a Turtle, que está arrodillada entre las frambuesas, abrazando a Rosy.

Entra de nuevo en la caravana, que gime bajo su peso. Se acerca al propano, esquivando los charcos de gasolina, y abre la llave, pero no se escucha que salga gas. Se muerde los labios, y acto seguido se da con la mano en la cabeza.

—La válvula —cae, refiriéndose a la válvula que impide que salga gas de la bombona a menos que esté unida a una goma.

Sale, se vuelve a meter debajo de la caravana, agarra el regulador de gas y, tras sacar su cuchillo Daniel Winkler, corta la goma de un tajo. Entra en la caravana y acopla el regulador a la bombona, de cuya goma cortada empieza a salir propano. Sale deprisa, saltando el surtidor de gas, y le indica a Turtle que se aleje. Esta ve cómo las nubes de propano llenan la caravana y salen por la puerta.

El gas que escapa empieza a formar charcos de escarcha por el suelo, produciendo un embudo desde donde está la goma cortada en la alfombra, y después la goma se encabrita en el aire y rocía las encimeras. La escarcha trepa por los muebles, y el frío arruga la madera de imitación, que se comba y se desprende del aglomerado. Ahora Martin está limpiando el Zippo con la camisa, quitándole la gasolina, y Turtle se aleja, tirando de Rosy por el collar. La perrita lanza varios ladridos nerviosos y mira a Turtle, enarcando mucho las cejas y sonriendo. Martin abre el Zippo y el encendedor entero se prende.

—Mierda —exclama—, ¡mierda! —Lo lanza a la caravana, da media vuelta y echa a correr hacia la hierba, sacudiendo la mano quemada.

Durante un instante, no pasa nada. El propano se derrama por la puerta abierta en nubes de vapor blanco.

—Es de coña, de puta coña —espeta Martin.

Acto seguido el fuego sale por la puerta y arrolla la hierba en una oleada baja. Martin se tapa los oídos con las manos. Las ventanas estallan, y del marco se desprenden tiras del revestimiento. Se produce una segunda explosión, y el fuego sube hacia el cielo. Algo sale disparado por la puerta abierta, y por un instante Turtle cree que es un cuervo que huye de las llamas y va directo a ella. Martin se abalanza hacia Turtle, tapándose aún las orejas con las manos, y la tira al suelo cuando algo pasa silbando. Las llamas bajan y dejan únicamente la estructura de la caravana, que se sigue quemando. Turtle ve una lámina de acero en el umbral: el cilindro sin abrir de una bombona de propano. Detrás de ella, distingue la parte superior del cilindro, que ha salido de la bombona como si fuese una bala de cañón. No oye nada. Mira a Martin. Le está hablando. Después, en el oído izquierdo, escucha un pitido fuerte, agudo. En el derecho, nada. Se lleva la mano a él. Mira de nuevo a Martin, tapándose la oreja derecha con la mano, y sigue hablando. Se ríe como un loco. Mira hacia abajo y ve que Rosy está ladrando como una posesa, con las patas rígidas, mirando la caravana y alejándose de ella. Se quedan juntos viendo cómo arde, los tallos verdes de las frambuesas enroscándose y apartándose ennegrecidos. La hierba se prende a trozos. Turtle mira a su papi y después a la caravana. El fuego embarga la atención de los dos un buen rato. Luego ella empieza a oír a su papi, a pesar del pitido. Empieza a oír las llamas. Se nota mareada. Es como si tuviera el oído derecho vacío, silencioso, como si lo hubiera perdido para siempre.

—Me quiero morir —repite Turtle, y se escucha de manera distorsionada, como si estuviese debajo del agua. Abre y cierra la boca, tocándose la articulación de la mandíbula, junto a las orejas, pero nada.

Martin se aparta para dejar de mirar el fuego, pero es como si no pudiera quitarle los ojos de encima. Turtle se sienta, todavía tapándose los oídos. El calor que desprende el fuego le seca la piel. Si las frambuesas no fuesen tan húmedas, arderían. En algunos sitios la hierba está en llamas. A Martin no parece importarle. Los armarios, los tableros de aglomerado y el aislante desprenden un olor tóxico al quemarse. Se sientan juntos en la hierba. Él habla, y ella lo oye vagamente, pese al agudo, odioso pitido. Rosy ladra, corre en círculos, da saltos. Se aleja y vuelve.

—Ven aquí, ratoncito —pide él.

Turtle se le acerca. Él la observa, estudiándola. Lo que dice después ella no lo oye, y lo mira sin entender. El sudor traza surcos en el polvo que le cubre la cara.

—¿Ya te has hartado de tu padre, Darling?

—No —contesta ella.

—Menuda perra estás hecha —espeta él. Le sujeta la mandíbula con fuerza, clavándole los dedos—. ¿Qué estás pensando, detrás de esa mascarita tuya?

A ella le cuesta distinguir sus palabras. Lo mira a la cara, le lee los labios. Siente náuseas. En el cráneo, en el oído, siente algo muy parecido al dolor, pero que no es exactamente dolor. Abre y cierra la mandíbula.

—Joder —continúa él, mirándola fijamente a la cara. Ella no se lo oye decir, pero ve que su boca forma la palabra «joder». La contempla a la luz del fuego, como si estuviera asomado a un pozo—. ¿Qué eres? ¿Qué eres? ¿Qué hay en esa cabecita tuya de zorra? —Turtle se limita a cabecear, temblando entre sus opresoras manos. Martin la tiene agarrada como si pudiera aplastarle el cráneo, mirándola fijamente a los ojos—. ¿Qué hay en esa cabecita tuya? —insiste—. ¿Y cómo lo voy a saber yo?

Ella cierra los ojos. En la negrura, los colores corretean tras sus párpados. Ve una débil imagen roja de la caravana en llamas. Manchones rojos y anaranjados. E, imponiéndose a todo lo demás, el pitido agudo, incesante. Podría mantener los ojos cerrados y perderse en ese monótono ruido, carente de emociones e incesante. Martin le aprieta el cuello y ella abre los ojos.

—Esa introspección tuya es terrible —comenta—. Mírate. Eres una cosita bonita de verdad, joder. Tus putos ojos. Los miro y no veo… nada. Dicen que si se mira a alguien a los ojos es posible conocerlo, que los ojos son la ventana del alma, pero miro los tuyos y solo veo oscuridad, ratoncito. Siempre he visto oscuridad. Si hay algo dentro de ti, no se puede leer, no se puede conocer. Tu verdad, si es que existe, se encuentra al otro lado de un vacío epistemológico infranqueable e irreductible.

—Lo siento, papi —se disculpa ella. Se esfuerza por escucharlo a pesar de ese tono agudo, incesante. Por dentro, toda ella está hueca. Por el oído izquierdo la voz de Martin suena metálica, lejana.

—Ni siquiera creo que la conozcas tú —añade él, soltándola, reculando.

Turtle se siente desgarrada, sin nada en su interior ni nada que decir, incapaz de pensar en nada, incapaz de sentir nada. No sabría decir si siente dolor en su interior. Es como si le hubieran arrancado algo de las entrañas, con raíces y todo, un aliso, y en el lugar que ocupaba este ahora se abre un vacío que le provoca náuseas, pero eso es todo lo que siente, ni dolor ni nada. Sería capaz de infligir un daño terrible si quisiera. Podría hacer cualquier cosa, y el daño que podría infligir no conoce límites, solo que ahora quiere cerrar los ojos y pasearse por ese vacío como se pasea la lengua por el hueco que deja una muela al sacarla. Si pudiera, detendría ese pitido espantoso, incesante.

—He renunciado a todo por ti —cuenta Martin—. Te lo daría todo, Darling. Pero ¿eso es lo que quieres? ¿Que se me echen encima? Porque lo harán. Si esa profesora tuya se diera cuenta. Si el puto gordo del director llegara a enterarse, si alguien empieza a hacer preguntas, si alguien llegara a averiguarlo. ¿Eso es lo que quieres?

Ella lo mira y le da lo mismo. Casi no lo oye, no está segura de lo que dice. Lo mira a la cara y sabe que la cosa es grave, pero no es capaz de sentir esa gravedad, y no es capaz de convencerse de ella.

—Lo siento, papi.

—¿Eso es lo que quieres?

—Me quiero morir —afirma.

—Y aunque no se lo cuentes a nadie, aunque no des a entender nada, aunque no digas ni mu, si alguien, quien sea, me vuelve a abordar y se atreve aunque solo sea a insinuarlo, te abriré ese cuellecito tuyo, y será una puta preciosidad. Y ya veremos si pueden tenerte. Entonces lo sabremos. Piénsalo. Estamos en el mismo barco, putita. Veremos qué luz hay en tus ojos, qué chispita inefable podrían perder. Veré cómo se secan tus putas córneas como si fuesen escamas de pez.

Turtle no entiende lo que dice. Su cabeza está en otra parte. Piensa: «¿era esto lo que quería al pasar por el espejo reflectante de la superficie y salir a este otro mundo? ¿Quería abordarlo de un modo que no pudiera rehusar y del que sería difícil, tremendamente difícil, hacerme responsable? ¿Era eso lo que quería?, y ¿lo sabía? Y, de ser así, ¿qué parte de mí es esta, y quién es ella para mí, que separa lo podrido de lo firme y atisba estos vacíos de mi cerebro, los atisba únicamente? ¿Sigue aquí conmigo?».

Casi no lo oye. Si no lo mirase, no lo oiría. Pintada en su visión, la ilusión óptica de la caravana ardiendo. La oscuridad de su cabeza está iluminada con esas cosas; viva, también, con el pitido agudo, incesante.

—Por Dios —prosigue él—. Darling, estoy enfermo de ti. De esa verdad tuya inalcanzable. Ahí, bajo la superficie. Y cuando te miro… hay momentos… en los que casi, casi… Dios. Dios.

Ella espera en la hierba, con la sensación de que todos sus pensamientos están guardados e inarticulados en su interior. Martin se levanta y se marcha. Turtle baja la cabeza y deja que el calor le seque la piel, escuchando el pitido, con Rosy aovillada a su lado.

La brisa llega de madrugada y perla de rocío la grama de olor, y ella abraza a Rosy, las dos tiritando de frío, y Turtle no se quiere levantar, la perrita entre sus brazos. Rosy es huesuda; el vientre, suave; el pelo, corto. Los árboles que bordean el claro están envueltos en una triste luz rojiza. Cuando se pone de pie, entumecida, cogiendo a una perezosa Rosy y dejándola en la hierba, Turtle huele a plástico quemado. Se tapa la oreja derecha con la mano, la destapa, apenas nota la diferencia.

—¿Hola? —prueba. Su voz le suena lejana y extraña—. ¿Hola? —Se queda parada en el claro, abriendo la mandíbula, moviendo la boca. Rosy la mira. Ella repite—: Hola. —Y Rosy da un saltito, como si fuera a pasar a la acción, pero luego, sin saber qué hacer, se queda mirando a Turtle, que no sabe exactamente lo alto que está hablando, pero que se escucha. Piensa: «no sé cuánto habré perdido». Rosy la observa con las cejas muy arqueadas. La perrita se detiene, bosteza, mira a su alrededor, se sienta, mira a Turtle, que sigue plantada en el claro, mirando la caravana devastada, la línea del huerto, el bosque, el cristal ennegrecido en un círculo alrededor del esqueleto. Mira al cielo, despejado y azul. Se quiere morir.

Turtle se vuelve y echa a andar trabajosamente por la hierba, humedecida por el rocío. Llega a la casa y sube la escalera del porche con dificultad. Abre la puerta de cristal corredera y se encuentra a Martin sentado en el sillón tapizado, los pies apoyados en el suelo, los brazos en los brazos del asiento. Tiene la mirada fija en la chimenea, llena de ceniza, un libro abierto en el regazo. Turtle pasa junto a él, confiando durante un instante en que diga algo y su voz le permita juzgar el estado de su oído, pero no dice nada. Rosy se queda en el umbral. Turtle abre la boca para preguntarle algo, solo para oír su voz, pero cambia de idea.

Va al cuarto de baño y Rosy va detrás, vacilante, las uñas haciendo ruiditos en la madera del suelo, mirando tímidamente a su alrededor. Turtle abre el grifo de la ducha y Rosy se queda junto a la bañera. Cuando corre la cortina de plástico, la perrita gimotea. Turtle inclina la cabeza bajo la alcachofa y escucha el agua. Imagina el agua corriéndole por el tímpano roto y entrando en la espiral del oído interno. Rosy da varias vueltas en círculo y se tumba en el suelo, con la cabeza en las patas delanteras, observando. Turtle piensa: «¿de verdad dijo todas esas cosas? ¿O lo oí mal?». Lo recuerda agachado junto al abuelo, pidiendo: «dime qué ves». Piensa «¿de verdad hizo eso, dijo eso o algo parecido?». No se acuerda. Se queda con las manos pegadas a los costados, el agua cayéndole en la cabeza, y piensa: «ojalá pudiera sentir algo». Está llena de picaduras de pulga.

Cuando sale de la ducha, Martin está al teléfono. Le lee los labios, está diciendo: «… por su interés. Hoy no irá. Sí. Sí…». Y añade algo que Turtle no logra entender. Debe de estar hablando con el colegio. Habrán llamado para preguntar a qué se debe que no haya ido. Se queda parada, moviendo la boca como él para averiguar qué está diciendo, y Martin se da cuenta, se aleja de la pared, con curiosidad, la frente fruncida, y le pregunta: «¿se puede saber qué coño estás…?», y ella da media vuelta, coge a Rosy en brazos y sube la escalera, la perrita inquieta, moviendo las patas, Turtle sintiendo frío en todo el cuerpo.

Enciende una vela. Cierra la puerta. Espulga a Rosy y echa las pulgas con dos dedos en el charquito de cera caliente que se ha formado. La cera le quema la punta de los dedos, y las pulgas flotan, puntos negros aprisionados. Rosy bosteza abriendo mucho la boca, dejando a la vista unos dientes amarillentos. Turtle se despierta en algún punto de la noche, la perrita está lloriqueando y arañando la puerta. La lleva abajo y la saca al jardín, pero Rosy echa a andar, atraviesa el huerto, moviendo el rabo con nerviosismo, abriéndose paso por la hierba con dificultad con sus patas cortas, jadeando, hasta que sale al claro y se queda parada, bostezando, mirando a Turtle, y esta dice:

—Ay, Rosy, ay, viejita. —La coge en brazos y la lleva de vuelta a casa.

Al día siguiente, Rosy baja la escalera con ella y se queda en la cocina mientras Turtle saca huevos del cartón y se los come. Martin sale de su habitación, abrochándose la camisa de franela. Turle le lanza una cerveza y él la coge y la abre de un golpe contra la encimera. Caminan juntos por las roderas, Rosy detrás, moviendo el rabo y lloriqueando. Se detienen en el arcén de grava y contemplan los farallones y el horizonte. No dicen nada. Al cabo se escucha el resoplar exhausto del autobús, las puertas que se abren con el chasquido de los perfiles de goma, Martin que saluda a la conductora, enorme con su mono de trabajo y sus botas de faena, Turtle, ya en clase, que intenta escuchar y es incapaz de escuchar, pero copia todo lo que Anna escribe en la pizarra, cada palabra, sentada donde termina el campo, mirando los árboles, analizándose para ver si siente algo y no encontrando nada, y Turtle por fin en el autobús de vuelta a casa, en los asientos de vinilo verde, contemplando el océano interrumpido por bosques de quelpos, los bulbos y las frondas agitando la superficie, asombrándose de su extrañeza, de la que a veces se olvida, porque está ahí día sí, día también, pero Martin tenía razón en esto, en lo de su extrañeza.

Turtle sube por el camino de grava cuando el autobús llega a su destino. Rosy no está en la casa, y Turtle camina por la hierba, deja atrás la vieja bañera con patas con forma de garra, atraviesa el huerto, sale al claro, junto a las frambuesas, y ve a Rosy tumbada en la hierba. La coge y la lleva de vuelta a la casa. Turtle se sienta frente a Martin, con el raspar de los platos, Rosy lloriqueando en un rincón, y Martin mira a la perrita y Turtle comenta:

—Compraré comida para perros.

Y Martin, que sigue mirando a la perrita, al cabo dice:

—No, yo me encargo.

Todos los días Turtle va por la pradera, atraviesa el huerto y ve a Rosy en el claro, esperando, y todos los días lleva a Rosy a casa. Y un día Martin vuelve de Mendocino con un saco de comida para perros, y llenan un cuenco, y Rosy se queda con la cabeza inclinada sobre el cuenco y vuelve con Turtle, la mira con cara de pena y vuelve al cuenco, e inclina la cabeza sobre él, afligida, y vuelve de nuevo con Turtle, en silencio, con la cabeza gacha, levantando la mirada, dejando a la vista el blanco de los ojos, y Turtle pregunta:

—¿Qué vamos a hacer contigo, Rosy? ¿Qué vamos a hacer contigo?

Martin lleva a casa papeleo, que absorbe su atención durante el resto de la cena, se toca una ceja con el pulgar, pero no se queja, rellena una línea de cada vez, sentado frente a ella a la mesa, en la sala de estar iluminada por la lumbre, en un plato azul de Bauer un filete sanguinolento que ha apartado, y esa noche Turtle pregunta:

—¿Lo van a enterrar o a incinerar?

Él levanta la vista de los papeles, las manos apoyadas en la mesa, la espalda enorme, y contesta:

—Lo que quería tu abuelo era que lo echaran a un hoyo y pudrirse dentro. Así que…

De madrugada, Turtle, a la que han despertado los arañazos de Rosy, está en el porche con los reflectores encendidos, practicando el tiro al plato con la deslumbrante luz de los halógenos, tirando con fuerza del cordón del lanzaplatos y acto seguido acomodándose la escopeta superpuesta en el hombro, la satisfactoria detonación del arma y el plato convertido en una lluvia de polvo anaranjado bajo el resplandor de los halógenos. Se vuelve y ve a Martin apoyado en el umbral, el rostro inescrutable, y se da cuenta, sin estar segura de desde cuándo es así, de que el pitido que tenía en el oído izquierdo ha desaparecido. Cuando Martin da media vuelta y se va a su dormitorio, Turtle se abre paso entre la alta hierba, fría y humedecida por el rocío, y ve a Rosy en el claro, junto al esqueleto calcinado de la caravana. Coge a la perrita y la lleva a su cuarto, y esa noche se despierta otra vez cuando Rosy araña la puerta, y Turtle no la baja, y Rosy no deja de arañar y lloriquear.

Un día Martin va a buscar a Turtle al colegio y la lleva al cementerio de Little River. Aparcan a un lado de la carretera, entran por la herrumbrosa verja y ven cómo bajan el féretro a la tumba. Los laterales son de tierra arenosa costera, rugosos como una galleta rota. El ataúd es sencillo. A Turtle le duelen las muelas por el frío.

—Yo lo que quería era un ataúd de cartón —comenta Martin.

El hombre encorvado que maneja el cabrestante que baja el féretro levanta la vista mínimamente.

—La ley obliga a elegir un féretro, y ninguno es barato —aclara Martin.

El ataúd está muy barnizado, y a Turtle le impresiona lo sombrío que resulta, pero no es de ninguna manera como debería ser el ataúd del abuelo, y no puede ni quiere creer que él esté ahí, y se queda mirando cómo desciende el féretro hacia la lúgubre tierra negra.

—No me está permitido hacerle un ataúd a mi padre —cuenta él—. Hay todo un proceso de homologación para fabricar un ataúd legalmente, pero me habría gustado poder hacerlo yo. Aquí no entierran a nadie hace tiempo. Ya no hay sitio, pero tu abuelo tenía esta parcela desde hace mucho. Y esa… —Señala con la barbilla la lápida negra de al lado. Turtle se arrodilla y lee: «VIRGINIA ALVESTON», y Martin dice—: Esa es tu abuela, ratoncito.

La parcela está cubierta de dientes de león. La brisa marina peina la hierba, que parecen yerbajos, como toda la hierba costera, y Turtle espera junto a la lápida y no le encuentra sentido. Y mira a Martin, que le dice:

—No te preocupes. No te pareces en nada a ella, y si la hubieras conocido, no te habría caído bien. Esa mujer tenía el corazón de hierro. Tú eres como tu madre, de los pies a la cabeza, y si hay algo de Virginia en ti, es ese puritanismo que te sale a veces. Lo ahorraba todo y no tiraba nada. Fregaba el suelo echándole un cubo de agua. Las patas de las mesas se acabaron pudriendo. Habría estado orgullosa de ti, supongo, de haberte conocido.

Turtle se aparta de la lápida y observa la tumba del abuelo. Martin le pasa un brazo por los hombros, y ella nota cómo se dilatan y se contraen sus costillas con la respiración, y mira hacia arriba y ve las arterias culebreando por el gran tronco de su cuello, como cables, palpitando con los latidos del corazón. Son las dos únicas personas que asisten al funeral. La neblina se cuela entre la línea de árboles que conforma la linde occidental del cementerio. Cuando terminan de bajar el ataúd, Turtle se inclina y tira las aguileñas que ha cogido junto a la verja. Martin la mira, se arrodilla con cuidado en el borde del hoyo y echa un puñado de tierra. Sacude la cabeza, se pone de pie, le pasa un brazo por los hombros y se alejan juntos. Turtle no es capaz de imaginar al abuelo con una esposa. Siempre fue un hombre solitario, y Martin también. No es capaz de imaginar a ninguna mujer en el hogar de los Alveston, excepto a sí misma. Se pregunta quiénes eran esas mujeres, cómo eran. «Virginia Alveston —piensa— es un nombre bonito, una mujer con el corazón de hierro». Piensa: «una mujer que fregaba el suelo y mantenía limpia la casa. Yo no sabía quién era y he estado comiendo en sus platos».

Martin deja la camioneta en el camino de acceso y ella se baja sin decir palabra, enfila el sendero, deja atrás la bañera, atraviesa el huerto y vuelve a ver a Rosy junto a la caravana. Está tumbada en la hierba con la cabeza apoyada en las patas, rascándose de tanto en tanto, cuando le pican las pulgas. Turtle se sienta con ella, se queda mirando la caravana quemada y rasca a Rosy bajo el collar. La perrita arquea mucho las cejas, sin levantar la cabeza, pero mirando con cariño a Turtle. Al cabo levanta la cabeza y abre la boca, deja la lengua colgando y le sonríe, y Turtle dice:

—¿Qué vamos a hacer contigo, Rosy, viejita?

Luego llega el último día de colegio, y después de la fiesta de fin de curso Turtle se baja del autobús en el arranque del camino que lleva a su casa. Ve que Rosy está dormida en la pradera, junto al esqueleto de la caravana. No muy lejos los cuervos se reúnen en los árboles, graznando y observando a la perrita. Turtle se arrodilla junto a Rosy, que mueve las patas, se sacude en sueños y se queda quieta. Su respiración se le antoja acelerada, le pone una mano en el costado y contempla los árboles. No tiene valor para volver a llevarla a casa, y no tiene valor para despertarla, así que vuelve a casa sola, y descubre que la camioneta de Martin no está. Cruza la sala de estar vacía, sube a su cuarto y se sienta en la cama. Piensa: «la viejita estará bien ahí, por ahora».

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