Darling

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Capítulo 16

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Al día siguiente, cuando oye el 4Runner subir por el camino, Turtle se pone los vaqueros, afianzando el cuchillo al cinturón, una camiseta y una camisa de franela. Luego dobla las mantas, las deja junto a las piedras del hogar y abre la puerta. Es Jacob, sin Imogen esta vez. De pie en el porche, echa un vistazo, y Turtle ve que mira el suelo de madera fregado y las encimeras relucientes, la chimenea limpia, las sartenes colgando de ganchos en la pared de la cocina. La sala de estar huele a disolvente en polvo y a aceite.

—Me gusta el lugar. Sobrio —aprueba.

—No es sobrio —objeta ella.

—Vale —responde él—, un poco minimalista.

—Así es como es la sala de estar —puntualiza ella.

—Vale —contesta Jacob—, me gusta.

—Debería.

—¿Y el capitán Ahab?

—Ha salido.

Él levanta una bolsa de papel, enrollada en la parte de arriba, y cuenta:

—Mis padres creen que estoy donde Brett. Él está en casa de su padre, en Modesto. He traído cosas para hacer un pícnic.

—¿Has probado las anguilas?

—No sabía que aquí había anguilas, pero ahora que lo sé, me pregunto por qué no estamos comiendo anguilas ya mismo.

En la cocina, Turtle coge una sartén y saca una barra de mantequilla templada de la medio averiada nevera. Sale al porche y echa mano de una lata de gasolina y un cubo. Bajan la colina, junto a una grieta profunda que se abre en la hierba por la que discurre un agua clara, sobre la que se inclinan grosellas y moras. De la hierba saltan ranas al agua. Caminan por una arboleda de alisos, y Jacob se estira para coger una hoja y la camiseta se le sube, dejando a la vista el bronceado estómago. Entre las crestas de los huesos de la cadera, dos cuencas aluviales, la parte superior de una V que se adentra en los pantalones. Esas cuencas hacen que Turtle sienta un deseo insoportable, la sensación de algo que está a punto de suceder, como al bajar de un escalón al siguiente. Durante un instante no puede apartar la mirada.

Se agachan para pasar por la alambrada, cruzan la carretera y bajan a la playa Buckhorn, una amplia medialuna de guijarros negros y espuma blanca, calzadas de piedra azul con intrusiones de cuarzo, olas verdes entre jardines de rocas grandes y redondas. La isla Buckhorn se halla a treinta metros de la playa, entre los dos salientes de tierra que forman la cala, y el reflujo de las olas que se baten en retirada entra por la cueva de la isla, donde se topa con el agua que llega, haciendo que la isla retumbe como un tambor, lanzando al aire chorros de agua blanca por el bufón, engalanando de espuma los pinos de la isla, el agua lamiendo las rocas. En el brazo meridional de la cala se alza una mansión de secuoya, y un jardinero va y viene con un cortacésped. Esos serían los vecinos más cercanos de Turtle, a quince minutos a pie de su casa. No los ha visto nunca. El cielo es tormentoso. Más allá de la seguridad de la cala, las olas rompen blancas en las islas peladas, rocosas, que salpican la costa.

Dejan la bolsa de pícnic detrás de un tronco que el agua ha llevado a la arena y Jacob se quita los zapatos, se remanga los pantalones y va con el cubo a las rocas. Cuando las olas rompen en la isla, el agua entra en las pozas, sube y se retira. La marea no es lo bastante baja para que haya mucha agua en los charcos. Cada vez que levantan una piedra, las anguilas salen corriendo entre canales, pozas, praderas marinas, Turtle y Jacob metiendo las manos en los cuellos de botella llenos de caracoles negros. Cuando saca su primera anguila, la cabeza del animal asomando entre sus dedos, la boca abierta, a Jacob se le escurre de la mano derecha. La atrapa con la izquierda, se le escapa y se va, culebreando a toda velocidad por la roca. Jacob se lanza tras ella, pero la criatura ya está debajo de la siguiente piedra. Le aplica el hombro y Turtle lo ayuda. Apartan la piedra y, debajo, la tranquila agua se riza cuando las anguilas salen disparadas en todas direcciones. Turtle coge puñados, que echa en el cubo, y Jacob se hace con una en un callejón sin salida. Es un pez enorme, de un negro aceitoso y medio metro de largo, grueso como una manguera. Lo saca de la poza y se le resbala de la mano, y él cae de rodillas, abalanzándose hacia ella, agarrándola de nuevo y perdiéndola. La criatura aparece una vez más en las resbaladizas piedras azules y desaparece debajo de una roca del tamaño de un barril de vino. Jacob la empuja con el hombro, pero no es capaz de moverla.

Las anguilas son negras, con rayas atigradas marrones, como los quelpos, y cara de perro, la mandíbula prominente. Turtle ya tiene una docena en el cubo. Jacob y ella encuentran ciempiés de un verde iridiscente, limones de mar cornudos con sus branquias como de encaje desplegadas, incrustaciones de porcelana de gusanos tubulares en espiral. Levantan más rocas. A veces el agua de debajo está en calma, los caracoles repiqueteando por las alfombras de madreperla, los cangrejos ermitaños replegando las patas rosadas y azules en su turbante cornudo rosado y azul, los hoscos chupapiedras pegados a la piedra, ellos mismos del color de la roca. Otras veces, la poza escupe los lomos espinosos de las anguilas. Jacob persigue a una por un canal, palpando entre las lechugas de mar, atrapándola contra la pared y perdiéndola, cogiéndola con una mano, perdiéndola en un charco que le llega por las rodillas lleno de erizos de mar.

—Vamos —lo anima Turtle—, ya verás como esta vez coges una.

—Debe de ser como la alegría que sienten los profanadores de tumbas cuando abren un ataúd para ver qué hay dentro.

—¿Qué? —pregunta Turtle.

—Ya sabes, mover las piedras es como… es como abrir una escotilla que lleva a lo desconocido. Podríamos apartar una de estas rocas y encontrar… cualquier cosa.

—¿Cómo? —repite Turtle—. No. Tú te quedas ahí, yo las guío hacia ti.

—¿Cómo se deben de sentir?

—No se sienten de ninguna manera —asegura Turtle—, son anguilas.

—Puede que, técnicamente, no sean anguilas.

—Está claro que son anguilas.

—Es verdad.

Jacob se agacha junto a una entrada y Turtle levanta una piedra. Debajo, las anguilas salen en todas direcciones, Turtle las guía, corriendo, culebreando, hacia Jacob. Van directas a la entrada, Jacob intenta cerrarles el paso, y atrapa una, la saca del agua en una mano, la cabeza sacudiéndose. Después, con un sonido de succión y un borboteo, toda el agua desaparece de la poza.

Los dos se quedan mirando, perplejos. Jacob blande la anguila, Turtle piensa: «¿qué acaba de pasar?». Entonces tiene un mal presentimiento y levanta la mirada. El océano a su alrededor ha desaparecido. Se ha retirado detrás de la isla, los bosques de quelpos y las pozas de marea crepitando y al descubierto. Cada sima y cada racimo de bolas de bolera sorbe ruidosamente conforme el agua se retira hacia el océano.

—¡Turtle! —grita Jacob, que se yergue y sale corriendo.

Turtle, descalza, sale tras él, resbala en una roca mojada y cae sobre las manos y las rodillas. Jacob se para, vuelve la cabeza y la ve. Levanta la vista. Acto seguido Turtle está bajo el agua, arrastrada por el lecho rocoso. Tiene una sensación abrumadora de sorpresa. Todo esfuerzo y todo pensamiento desaparecen. Liberada de su cuerpo, se vuelve vasta, enorme y sin límites, mientras a su alrededor se despliegan y cuelgan hacia arriba hojas de quelpos. Rayos de luz atraviesan la superficie, muy por encima. El agua parece inmóvil, uniforme y azul, pero en los haces de luz sesgada, Turtle ve arenilla y cangrejos de las algas arrastrados por la corriente.

Lo que impele hacia delante a Turtle se ralentiza. La presión aumenta en sus oídos. La luz se vuelve tenue. Está atrapada en la corriente, que afloja. Nota que empieza a cambiar a medida que el agua abandona la anegada cala y vuelve al mar. La corriente levanta arena del fondo en largas cintas onduladas. Turtle piensa: «ponte a nadar, perra». Pero el agua tira de ella, sin que pueda evitarlo, la arrastra por el suelo rocoso, las bolas de bolera saliendo despedidas y rebotando tras ella. El rugido es tan tremendo que los sonidos aislados se pierden.

Sube desesperadamente hacia la superficie, emerge entre cortinas cremosas de agua blanca y se llena los pulmones de aire. Ve la pared negra de la isla Buckhorn al lado, aterradoramente cerca, los mejillones con su azul brillante adheridos a la roca como un millar de navajas de porcelana. Si roza esa pared, lo sabe, puede que no sobreviva. No ve a Jacob por ningún lado, pero delante de ella la playa ha desaparecido, la madera a la deriva estrellándose ruidosamente contra los acantilados. Es imposible que Jacob haya logrado escapar. Está ahí, en alguna parte, pero no lo ve. El agua sigue retirándose, aun cuando llegan más olas a la playa, de modo que la cala entera está repleta de corrientes turbias, complicadas. Se encabrita y cabecea como el agua que se lleva en un cubo.

Turtle se sumerge. El pedregoso fondo está cerca: se hallan en unos tres o cuatro metros de agua. Ve a Jacob en la superficie. Flotando, laxo, la sangre saliéndole como si fuesen serpentinas. Lo agarra del pelo y tira de él hacia arriba.

—¡Respira! —grita—. ¡Respira!

Él coge aire y vomita en el acto. Turtle lo sostiene. La isla Buckhorn está justo al lado. El agua los arrastra hacia ella. En la cala ha entrado una cantidad ingente de agua, que ahora está volviendo al mar, sobrepasando la isla, por los angostos canales rocosos que normalmente protegen la cala. Jacob y ella tienen que llegar a la playa. Si la corriente los atrapa, acabarán en el desprotegido jardín esculpido de retorcidas rocas negras que salpican la costa.

Arriba, en la cuidada punta con la mansión de secuoya, el jardinero sigue yendo y viniendo con el cortacésped.

—Jacob, ¿sabes nadar?

Asiente. Turtle se sumerge y él la sigue. Juntos agitan los pies con fuerza por el fondo de piedras azules, dejando atrás grandes fustas de algas. La corriente les impide avanzar. Turtle sale a la superficie, casi sin poder respirar. Acto seguido una ola los arrolla, y Jacob grita y es engullido por el túnel de piedra de la isla. Turtle se zambulle y lo sigue al interior de la cueva que hay bajo la isla. Emergen juntos. Las olas les lanzan agua a la cara. Turtle boquea. Coge aire. Se mecen arriba y abajo, escuchando el eco del chapaleo del agua y de su respiración, y Turtle mira hacia arriba. Están en el interior de la isla, en la cueva que ha excavado el agua.

Turtle ve los luminosos semicírculos de la entrada a cada lado, bloqueados por olas intermitentes. Uno da a la playa; el otro se abre a mar abierto. El agua se arremolina contra las paredes y gotea, resonando, del abovedado techo. Les llega por la cintura, y es del color del cristal viejo. La boca del bufón se abre sobre ellos, por ella cuelgan guirnaldas de capuchinas, las flores de un rojo oscuro. El suelo está alfombrado de hojas marrones de quelpos, y enormes estrellas de mar anaranjadas se aferran a la roca por todas partes. Los bosques de quelpos se balancean adelante y atrás con las corrientes opuestas.

—Mierda —exclama Jacob, y ella se vuelve. Un muro de agua está entrando por la boca de la cueva.

—No —replica ella. Vuelve la cabeza y mira detrás: un segundo muro de agua se está abriendo paso por la otra entrada, y los dos van a confluir. Uno es la ola que llega del océano y el otro es el reflujo de la playa—. No, no, no —repite ella.

Está aterrorizada. Piensa: «vamos a morir», los sollozos le provocan espasmos. Jacob la coge de la cintura, y Turtle apoya la barbilla en su hombro. Piensa: «vamos a morir, vamos a morir ahora mismo». El agua sube a su alrededor, les llega por el pecho, y la ola golpea a Turtle, que se desliza por los quelpos y sale despedida milagrosamente por el aire, entre arañas de agua que se elevan y grandes trenzas colgantes de capuchinas en flor. El pánico hace que le duelan el cerebro y las entrañas. Saca la mano con el objeto de prepararse para el impacto y se estrella contra la pared. Se le rompen los dedos, se le doblan los brazos y pasa por nueve metros de roca, rodando de un lado al otro, protegiéndose la cara con los antebrazos y golpeándose con fuerza contra la piedra, escuchando el crujido de los mejillones al romperse. Algo le está hablando, alguien que está justo detrás de ella le susurra al oído: «no vas a morir, aguanta, no vas a morir», y la propia Turtle piensa: «a ver, perra, a ver, coñito, aguanta, no te rindas, no te rindas nunca».

De pronto están fuera de la cueva. Turtle nada con energía. El agua le pasa por encima de la cabeza y las olas rompen a su alrededor. La playa, la cala y la isla Buckhorn están a su espalda. En torno a ellos el mar se ha convertido en montículos verdes que se estrechan y rompen en sinuosas rocas negras. Frondas de quelpos emergen del verde indescifrable, más anchas que las manos de Turtle, pintadas con relucientes brochazos de color marrón oscuro y dorado. Jacob y ella han sido arrastrados al laberinto de isletas y rocas negras que se alzan frente a la costa. Turtle se abre paso por el agua moviendo los brazos con furia. No hay dolor, ni sensación de esfuerzo. Logra entrever arena, guijarros, paredes azules de roca. Es un islote, un peñasco sin nombre a cien metros de los acantilados con un entrante arenoso esculpido en la cara occidental. Pugna por llegar hasta él, y una ola la eleva y la arrastra hasta las ásperas piedras azules de la playita del farallón. Se impulsa hacia delante y sale del agua que se drena, da media vuelta y regresa a ella para ayudar a Jacob.

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