Darling

Darling


Capítulo 17

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17

Suben juntos por la playa hasta el pie rocoso del islote y trepan a la desesperada para alejarse del agua, una subida de seis o siete metros, las húmedas rocas azules desprendiéndose a su paso, las grietas enlechadas con un sinfín de cucarachas temblorosas. Turtle se desploma sobre un colchón de hierba esponjosa, densa, y vomita. La cima del islote son nueve metros de maleza repleta de huesecillos descoloridos de pájaros. Avanza con los codos hasta el borde y echa un vistazo. El islote es de la misma altura que los acantilados. Entre el uno y los otros, casi cien metros de rocas negras cubiertas por el mar y sombras de rocas que se extienden bajo el agua azul verdosa. Entre cada serie de olas, casi da la sensación de que podrían llegar a nado a la costa, pero cuando las olas rompen en esos canales, la cosa cambia. Turtle se queda tendida en la hierba, pensando: «estamos jodidos». Luego piensa: «no estamos jodidos. Si alguien sabe manejar esta situación, eres tú. ¿Y tus agallas?».

Jacob está tumbado a su lado, boca abajo, las manos entrelazadas bajo el pecho, tiritando y vomitando. Tiene una conmoción, está segura. Ella ha tenido varias y sabe lo que se siente. Sangra abundantemente por la cabeza. Tiene sangre en la cara y a su alrededor, en la hierba. Es la hemorragia profusa que Turtle asocia a heridas en el cuero cabelludo. No le pasará nada. No puede decir lo mismo de ella.

—¿Podemos llegar nadando hasta allí?

Turtle lo mira. Ni siquiera sabe si podrá ponerse de pie.

—No, eso pensaba.

Hay una única nube en el cielo, deshecha en hilachas blancas. Turtle separa las manos de pliegues sanguinolentos de la camisa y se las mira. Tiene las uñas rajadas, desprendidas de la carne. Y un corte profundo en la palma de la mano derecha. Se ha roto los tres dedos más pequeños de la mano izquierda. Todos menos el índice. Se mete las manos en las axilas y se tiende protegiéndolas contra el cuerpo. Le duele respirar.

—¿Qué hacemos, Turtle?

Jacob tiene arena pegada en media cara, los dientes manchados de sangre. Se ha vomitado encima.

—¿Turtle?

—¿Sí?

—¿Estamos bien?

Ella tiene la boca llena de arena.

—Tenemos que colocar mis putos jodidos dedos —contesta.

Él empieza a vomitar otra vez. Turtle se queda tumbada en la hierba y observa la única nube, que gira y se desplaza. Al cabo él dice:

—Creo que sería mejor que lo hiciera un médico.

Ella no dice nada.

El viento barre la cima del islote. Jacob está poniendo a prueba sus objeciones mentalmente. Turtle ve cómo lo hace. Él tirita bruscamente.

—Vale —termina aceptando.

—¿Sí?

—Sí.

—Necesitamos unos palos para entablillarlos —pide ella—. Tiras de algodón grandes, de unos dos centímetros y medio de ancho y entre veinte y treinta de largo.

Jacob se pone de pie, tambaleándose. Turtle se queda muy quieta, haciendo una mueca de dolor. Jacob recorre el islote. Camina con paso vacilante. Al cabo informa:

—Aquí no hay muchos palos. —Turtle oye cómo prueba varios de los huesecillos que hay desperdigados por la hierba, pero están descoloridos y son frágiles. Al final propone—. ¿Qué te parece un boli? Tengo uno en el bolsillo.

—¿No lo has perdido?

—Bueno, salí con tres.

—Coge mi cuchillo.

Jacob se acerca a ella, que sigue completamente inmóvil. Él suelta el cierre del cuchillo y lo saca de la mojada funda. Parte el bolígrafo en dos y comenta:

—Era mi boli de la suerte. Con él escribí un trabajo muy bueno sobre Angela Carter.

—Ahora vamos a necesitar varias tiras de algodón.

Se incorpora y sacan las tiras de la camisa de franela.

Turtle retira de la axila la mano rota, con cuidado, y la extiende.

—Ostras —exclama Jacob.

Los huesos forman protuberancias angulares en la piel. Es evidente que tiene una luxación en el dedo anular.

—¿Cómo es que no estás flipando?

—¿Qué?

—¿Que si no estás, no sé, alucinando?

—Jacob.

—Necesitas ver a un médico.

—Necesito que tires del dedo con seguridad y firmeza, en línea recta.

—Madre mía.

—No te andes con miramientos. Tira a lo bestia.

Jacob le agarra el meñique roto y dice:

—Madre mía, esto tiene mala pinta, ay, madre, tiene muy mala pinta, creo que lo que voy a hacer está mal, muy mal.

Turtle mira al cielo. Se acalora al pensar en lo que se avecina, y nota que se le pone la piel de gallina y el vello de punta.

—¿Ya?

—Sí, ya.

—Vale —contesta él.

—¡Espera! —exclama ella.

Él la mira. Turtle respira hondo. Está temblando de miedo.

—No seas flojo, Jacob —aconseja ella.

—No sé qué es eso.

—Tú hazlo bien a la primera.

—Lo intentaré.

Turtle echa el aire apretando la boca, tiritando y temblando.

—Vale. Voy.

Jacob tira con fuerza y el dedo se endereza con un crujir de huesos audible. Turtle silba apretando los dientes, y Jacob grita cuando el dedo se endereza.

—¡Hijo de puta! —espeta ella. Resopla, sudando—. ¡Hijo de puta! —repite, mirándolo casi con necesidad. Jacob pone una mitad del bolígrafo contra el dedo recto, lo envuelve con cuidado con una tira ancha de franela y ata la tela.

—Tienes suerte de no haber muerto.

—Ya lo sé.

—Lo digo en serio, Turtle.

Lo mira con cara inexpresiva, tratando de entender cómo podría no tomárselo en serio.

—Tal y como te arrastró el agua por las rocas…

—Lo sé.

—No me puedo creer que estés viva.

Ella no dice nada.

—Eres una persona muy fuerte.

Después, Turtle se tumba en la hierba, recuperando el cerebro. Con el dolor que ha sentido cuando él le enderezaba los dedos, le ha dado la sensación de que su parte racional se iba, y la necesita de vuelta.

—He estado observando la playita de ahí abajo. Creo que es bastante segura. Creo que podríamos bajar. Las olas no llegan muy lejos. Hay troncos y corchos de pesca con trocitos de nailon y algas y unas cuantas botellas de plástico. Creo que podemos hacer una balsa.

—La marea sigue subiendo —objeta ella.

—Entonces esperaremos.

Turtle cierra los ojos del dolor.

—Tengo mis dudas —comenta él mientras otea el trecho de agua que han de salvar—. Si hacemos una balsa, tendremos que tomar una decisión difícil.

—Yo estaba pensando lo mismo. Si vamos hacia los acantilados, justo enfrente, no podremos llegar a la playa con la marea alta, porque el agua se la habrá tragado y los acantilados nos destrozarán. Pero con la marea baja no podremos pasar por las rocas. Así que tendremos que intentar volver a Buckhorn Cove. Pasando la isla.

Jacob se pone a pensar.

—Claro…, está eso. Pero también, ¿tú eres Jim y yo soy Huck? ¿Tú eres Huck y yo soy Jim? Estas analogías son complicadas, y podría ser difícil resolverlas. Porque, a ver, en cierto modo yo soy prisionero de una mentalidad capitalista limitadora y coercitiva, pero tal vez tú seas prisionera literal y propiamente hablando. Así que es difícil decidir. Vamos a tener que hablarlo.

—¿Qué?

—A ver, lo que digo es que… Olvídalo.

—¿De qué estás hablando?

—De nada. Estaba siendo ingenuo e infantil. Por eso no tengo Twitter.

—¿Qué?

—Solo… Será mejor que me calle.

Por la tarde, cuando la marea baja, van a la playa, y Turtle se sienta en un tronco de cara al oeste. La playa, de arena áspera y salpicada de piedras, se encuentra en un pequeño entrante de la cara occidental del islote y está enmarcada por paredes de arenisca azul inclinadas, de seis metros de alto. La playa apenas mide tres metros de ancho. Sale del agua en un desnivel pronunciado. Con cada ola que se retira, las piedras se desplazan y ruedan las unas sobre las otras, sonando como si el mundo rechinara los dientes. El viento sopla en diagonal en la boca del entrante y se arremolina contra las paredes de roca. En ráfagas, esos remolinos lanzan espuma al aire y la baten, convirtiéndola en tornados larguiruchos que se tambalean por la playa. En la pared de arenisca grauvaca que conforma la espalda del entrante se abre una grieta triangular, la boca de una cueva. Debe de atravesar el islote, porque a veces se escucha un inesperado batir de agua de mar. Jacob mueve con los pies la madera que el agua ha arrastrado a la playa, anunciando a Turtle lo que va encontrando.

—¡Una lata de Sprite! —Luego—: ¡Turtle! ¡Una botella de cola de dos litros!

Se acerca y se sienta junto a Turtle, que tirita. A él le castañetean los dientes. A pesar de que hace sol, no son capaces de sacudirse el frío, que parece habérseles metido en los huesos. Los dos siguen mojados.

—¿Qué podemos hacer?

—No lo sé.

—¿Qué podemos hacer con esto?

—No lo sé —repite ella.

—Bueno, ¿qué es lo siguiente que tenemos que hacer?

—Fuego.

—Vale. ¿Por qué?

—Porque hoy no volveremos a casa. A no ser que alguien venga a buscarnos, y nadie vendrá a rescatarnos, no lo creo. Y si queremos superar esta noche, necesitamos fuego.

—¿No crees que vayamos a superar esta noche?

—Cómodos, no. Necesitamos agua, Jacob. Y con fuego podemos hacer agua dulce. Además, con lo expuestos que estamos, pasaremos frío. No tanto como para morirnos, pero sí lo suficiente para pasar una noche horrorosa.

—¿No podemos hacer fuego frotando dos palos?

—Todo está mojado.

—¿Podríamos usar el cuchillo y sacar chispas contra estas piedras?

—Quizá podamos hacerlo con un taladro de arco.

—¿Qué probabilidades hay de que funcione?

—Pocas —admite ella.

—Pues habrá que intentarlo.

—Tenemos que pensar. Tenemos que estar seguros. Antes de hacer nada, tenemos que estar seguros.

—Me hace ilusión.

Turtle no dice nada.

—Tenemos que intentar hacer algo. Y como tu literalidad parsimoniosa no nos permitirá arrancarle chispas a tu corazón de pedernal, deberíamos probar con una solución real y efectiva.

—Vale.

—Genial.

—No soy de una literalidad parsimoniosa.

—Lo sé.

Turtle se sienta en una medialuna de sol en la playa, con las manos metidas en las axilas, y explica lo que necesitan para hacer un taladro de arco mientras Jacob le lleva madera para que la examine.

—Necesitamos una vara flexible para el arco en sí y la ataremos con una tira de tu camiseta. También madera de una dureza que sea compatible para el taladro y una base. Y un trozo de madera para la mano…, esto importa menos. —Le indica cómo hacer los ballestrinques para atar el arco, apuntando—: Más flojo. Más aún. Ahí. La cuerda del arco se enrollará en el taladro, y tú harás girar el taladro moviendo el arco hacia delante y hacia atrás.

—¿Vale?

—Así que el arco debería doblarse bien sin que se parta.

—¿Ahí?

—Ahí. Ahora átalo con otro ballestrinque.

Parte del hueso se desplaza en su dedo anular, y Turtle aprieta los dientes, sudando.

—¿Estás bien?

—Necesitamos el taladro. Un palo seco.

Lo ve revisar la madera.

—No sé si están secos —confiesa mientras se mira las manos, demasiado arañadas y llenas de arena para sentir la humedad.

—Póntelos en la cara.

Se lleva un trozo de madera a la cara, la mira con cara inexpresiva: no lo sabe.

—Eres un inútil —espeta ella, alzando el mentón.

Él le pega la madera a la mejilla y se defiende:

—No soy un inútil.

Turtle cierra los ojos para concentrarse.

—Muy húmedo. Pero todo está húmedo.

—¿Y este? —dice él, al tiempo que coge otro.

—Es secuoya.

—¿Y?

—Hace falta un grano fino y apretado. Métele la uña. Mira, ¿ves lo blanda que es esta mierda? No sirve.

—Vale. Esto va bien. Sigue hablando.

Turtle le señala con la barbilla un trozo que ha escogido.

—El taladro se sujeta con la base y el trozo de madera para la mano. El extremo superior del palo es una punta afilada que gira libremente contra el trozo de madera, como la punta de una peonza. Y el inferior debería ser redondeado y encajar todo lo posible en la muesca de la base. Esa punta redondeada del taladro, que gira hacia un lado y hacia otro en la muesca de la base conforme mueves el arco, es lo que forma las brasas.

Jacob coge el taladro y comienza a moverlo.

—Virutas —advierte—. Más como cortar las uñas que un trabajo de carpintería.

Jacob se limpia la sangre de los ojos.

—Así. Bien.

—Esto es genial —exclama él.

—Cállate y concéntrate.

Ve cómo afila el taladro y abre una muesca en la base con la punta del cuchillo. Jacob pone lo que queda de su camiseta y de la camisa de franela de Turtle en un tronco y, raspando la tela con la hoja del cuchillo, saca pelusilla para usarla de yesca. Arranca astillas de los troncos y las pone rectas para que se sequen. Cuando quiere terminar, está cayendo la tarde, la luz entra sesgada en su pequeña playa, las medusas y los quelpos suspendidos en las claras olas azules y recortándose contra el horizonte. La marea ha seguido subiendo. Una ola única se desliza sobre las demás y, con un chisporroteo, llega a la playa, hasta los pies de Turtle. El estómago se le encoge, aunque la vea desvanecerse en la arena.

—¿La marea?

—La marea.

Suben a la cima del islote y se acurrucan juntos en la maleza. La cima está expuesta, y el viento les atraviesa la ropa húmeda. Son las seis de la tarde, diría ella, o por ahí, y la marea probablemente llegue a su punto más alto justo después de que se ponga el sol, alrededor de las nueve o las diez. Los dos están tiritando. La marea va a subir mucho. Las olas más grandes ponen sumamente nerviosa a Turtle.

—¿Intentamos hacer el fuego ahora? —pregunta Jacob.

—No con este viento.

—Creo que tenemos que hacer una balsa.

—Tal vez —responde ella.

El sol se funde con el horizonte, la luna despunta por el sureste, gibosa creciente, faltan uno o dos días para que sea llena, se eleva en el cielo casi en el lado opuesto al sol. Hace frío. El viento amaina al atardecer y después arrecia. Jacob se queda dormido, un sueño irregular, respira con dificultad y tiembla, y Turtle se pega a él en busca de calor, respirando el aire húmedo y caliente que exhala, las manos le duelen, pero no puede dormir. El viento le roba todo el calor del cuerpo, y se queda tendida en silencio, aguantando con amargura cada momento, tapándose a veces la oreja con la mano, el dolor bajándole hasta el caracol, hasta la mandíbula, dándole nauseas. No puede dormir, pero su cabeza cae en imaginaciones febriles que no la liberan del tormento del frío. Abrazándose con fuerza y en posición fetal, con la espalda palpitando y el frío apoderándose de todo su cuerpo, se siente despojada de todo, sin nada. Se arrastra por la hierba y mira la playa. Al subir, la oscura agua se ha tragado la arena. Los troncos son como rodillos contra los acantilados. Le llega la espuma de allí donde las olas rompen en el islote. Se queda tendida, soltando imprecaciones para sus adentros. La espalda, con cortes profundos donde el agua la estrelló contra los mejillones, le vibra y está hinchada. La sensación le es familiar, la inconfundible hinchazón de una herida que no mejora, sino que empeora. Los cortes deben de estar sucios, con trozos de algodón, conchas de mejillones, algo. Necesita refugiarse del frío, del viento, entrar en un cuarto limpio, caliente, iluminado por la lumbre. Vuelve con Jacob y, apretándose contra él, absorbe todo el calor que puede. Pasan horas así. Al cabo, cuando Turtle se percata de que las olas ya no rompen estruendosamente en los acantilados, sino que susurran y se deslizan, lo despierta.

—Jacob.

—¿Qué? —responde él.

—Tenemos que protegernos del viento.

—Turtle —objeta él—, ¿y si otra ola…?

—No puedo —admite ella, los dientes castañeteándole. Lo guía, Jacob agarrado de su codo mientras bajan con cuidado a la playa, los pies entumecidos y ensangrentados. La marea sigue estando aterradoramente alta. La arena está mojada—. Jacob —añade—, estoy muerta de frío.

—Es el viento —aduce él—. Podría soportarlo de no ser por el viento y la humedad.

—Tenemos que encender fuego.

Él guarda silencio un buen rato. Turtle está en cuclillas, abrazándose el cuerpo. Mira a Jacob y ve que está poniendo a prueba y descartando sus propias preguntas.

—Vale —afirma él—. Dime qué debo hacer.

Enseña a Jacob a sujetar la base con el dedo gordo del pie para que no se mueva, a sostener el taladro con la madera de la mano contra la base, ejerciendo presión con cuidado y a un ritmo constante con la mano, a mover el taladro con el arco para que gire, adelante y atrás, adelante y atrás. Luego se sienta con él, dándole instrucciones.

—Más despacio…, con calma, sin parar. No te aceleres ni vayas más despacio. Haz movimientos regulares, adelante y atrás, adelante y atrás. Así. —Él respira al compás del movimiento, adelante y atrás, y ella le advierte—: Sin parar, sin parar.

Se descentra y la punta se sale de la muesca.

—¡Mierda! —exclama ella tiritando—. Escúchame, Jacob: despacio. Con cuidado. Tienes que hacerlo bien.

Jacob coloca el taladro en su sitio con serenidad y vuelve a ponerse manos a la obra.

—No pienses en lo que estás haciendo. Si lo haces, no te saldrá. Presta atención, pero no pienses, deja la mente en blanco y ponte a trabajar, hay una parte de ti que sabe cómo hacerlo, y tienes que dejar que esa parte lo haga.

Se tumba en la arena mojada, congelada, pero al menos resguardada del viento. Siente cómo le palpita la hinchada espalda y los dedos rotos, que están pegados a su axila con sangre y sal. Abre la boca y los labios se separan con un chasquido. La lengua se pasea por su boca de manera audible. Tiene los ojos legañosos, y parpadea con dificultad para ver mejor. Se nota la cara entumecida. La luna sigue en el sureste, oculta por la isla. Se dice: «puede que te duela, pero todavía no estás muerta, amiga. Cuando dejes de tiritar, te darás cuenta. Pero sé que puedes con esto». Sobre su cabeza las nubes, teñidas de plata, resultan inquietantes, y es capaz de distinguir su textura como de humo, deshilachada. Allí donde las olas lamen la arena, ve sus caras plateadas, la playa en sí negra y sin luz a la sombra de la isla. Jacob está encorvado sobre el taladro, atento.

—Jacob —dice ella.

Él no responde.

—Jacob, necesito que hagas esto.

—Lo intentaré.

—No la cagues.

El frío y su propia inutilidad la hacen entrar en pánico. Si tuviera las manos bien, podría hacerlo. «Dios mío —piensa tiritando—, ¿por qué tienes que empezar a perder la chaveta ahora, Turtle?».

Jacob vacila otra vez y ella silba:

—Hostia puta. Concéntrate. Presta atención, inútil consentido sin agallas…

Lo observa con un apremio que la hace sentir fatal.

—Lo siento —se disculpa él.

—Joder, joder, joder —espeta ella. Tiene la voz ronca, amarga—. Jacob, tienes que echar el resto ahora.

—Lo siento.

—Vaya —contesta ella—, ¿lo sientes? Joder, Jacob. Joder.

Podría morir. Podría morir en ese islote, rota, deshidratada, debilitada por el viento y, para rematar, con el frío y la humedad dándole dolorosamente la puntilla. Podría morir por culpa de la incompetencia de él. Turtle necesita que entienda eso y, al mismo tiempo, no quiere asustarlo, así que, furiosa, lo observa, la rabia oprimiéndole la garganta.

—Eres patético, un niñato de mierda —lo insulta, atormentada por la tiritona. Las palabras salen de un pozo profundo que se abre en su interior.

—Creo que está demasiado húmedo —alega él.

—Eres un inútil, un puto inútil —sigue ella.

—Lo siento.

Lo sientes. ¿Lo sientes? Tienes que hacer mucho más que sentirlo. —Turtle piensa: «no sabe hacer esto y te necesita. Si no lo puedes ver, no le servirás de nada, ni a él ni a ti misma. Si no se lo puedes decir, si no se lo puedes explicar…». Sigue tendida en la arena, tiritando.

—Escúchame —prueba—. Jacob, tienes que hacerlo. No hay alternativa, Jacob.

—Lo estoy intentando —afirma él.

Lo estoy intentando —lo imita.

«¿Qué estoy haciendo?», piensa, exasperada.

—¿Eres tan pésimo en todo en la vida o solo en las cosas importantes?

—Creo que, como has dicho, tal vez esté demasiado húmedo.

Turtle piensa: «tiene razón. Claro que tiene razón». Piensa: «tienes que guiarlo».

—El problema no son las herramientas —contesta—. El problema es que eres un mierda inútil…, ese es el problema.

—Turtle. Te tengo que decir que no creo que esto vaya a funcionar. No solo la humedad impide que se formen brasas, sino que, como la madera está mojada, se desmorona antes de que logre suficiente fricción.

—Lo que creo es que vas a tener que dejar de cagarla —escupe ella.

Piensa: «¿qué te pasa?». Se queda tendida en la fría arena, se le ocurren respuestas que darle, pero no se las da, pensando: «tienes que hacer esto y lo tienes que hacer con cuidado».

Piensa: «esto depende de ti, únicamente de ti, tienes que decirle algo y tiene que ser lo adecuado, porque puede que te salve la vida».

—Una vez, mi papi me obligó a hacer dominadas agarrada de una viga y… —empieza. La voz le falla, se traba, no sabe qué decir, no se puede creer que esté diciendo que él…, ¿qué? Ni ella lo sabe. Continúa—: Me puso ese cuchillo entre las piernas. Para que…, si me soltaba de la viga… —Una vez más, ni lo sabe, si se soltaba de la viga, ¿qué?—. Y entonces… Entonces… —Lo cuenta horrorizada, casi sin dar crédito, como si no se pudiera creer que lo esté haciendo, como si no se pudiera creer que fuese posible hablar de ello—. Y, entonces, me pidió que hiciera dominadas, y las hice. Llegas a un punto en el que la siguiente dominada duele muchísimo. Crees que puedes hacer dominadas hasta que no puedes más. No tendrías que obligarte a hacer dominadas. Porque, en fin, porque tengas un cuchillo entre las piernas. Pero las cosas no son así. Cada dominada sigue siendo una elección, y hacerlas requiere disciplina y valor. Piensas: «no tengo que hacer esta dominada». Te quieres rendir. Y empiezas a pensar que tal vez sea buena idea, porque el dolor de agarrarte a la viga es mayor que la amenaza de la muerte. Porque entonces dejarías de sentir dolor. Porque aguantar es… es… Hay una sensación de incertidumbre fea, horrible, una incertidumbre tan dolorosa, tan de apretar el culo, que se vuelve… Es horrible decirlo, pero es más fácil soltarte de una puta vez y que te partan en dos que tratar de mantenerte ahí, sufriendo y sin saber qué va a pasar. Eso es valor. Tomar tu puta vida en tus putas manos cuando es lo más difícil que puedes hacer. Nadie lo piensa. Todo el mundo cree que haría lo correcto, pero no es cierto. No entiende lo aterrador que es. Lo difícil que es. Nadie lo entiende a menos que haya estado ahí. Ahora estamos ahí, Jacob, y vas a hacer lo que tienes que hacer a pesar del miedo y a pesar del dolor.

Él la está escuchando, moviendo el arco con cuidado atrás y adelante, el arco haciendo girar el taladro.

—Sigue así —lo anima ella.

Jacob está callado, respirando al compás del movimiento del arco, atrás y adelante. Su respiración le dice a Turtle lo agotado que está. Su mano derecha va adelante y atrás mientras la izquierda presiona con firmeza. Turtle lo observa un buen rato. Se desentiende, está perdida en sus pensamientos. Piensa: «no te duermas. No te duermas». Es como si estuviese clavada en la arena. Las olas suben y se retiran en la playa, y a su pesar, y a pesar del frío que le carcome los huesos, se queda dormida, y se despierta sintiéndose medio muerta, la luna sobre la isla, la luz ha salido sigilosamente del agua como una ola debilitada, la ha arrollado, y aún no ha envuelto a Jacob, agazapado en la oscuridad. El cuchillo, clavado en la arena, proyecta una sombra alargada. Turtle percibe, por encima del susurro y el deslizar del océano, una suerte de jadeo en la respiración de Jacob, y se da cuenta de que está musitando «vamos, vamos» una y otra vez, y que lo entrecortado de su entonación se ajusta a su respiración y al movimiento del arco. Una tenue luz anaranjada se extiende y retrocede al hacer girar el taladro y lo ilumina desde abajo, todo su cuerpo doblegado a su voluntad. De las puntas del cabello le caen gotas de sangre, y las partes hundidas y los planos de su cara ensangrentados atrapan la luz que nace de las ascuas. Turtle, que observa atentamente esos rasgos sumidos en las sombras, descubre un color, un rojo tan oscuro como el negro, como la impresión de un color que queda grabada en la retina. Nunca ha visto a nadie así, y no tiene palabras para describirlo. Es como si Jacob hubiera sofocado toda duda en su interior, como si lo único que ocupase su cerebro fuera la posibilidad de encender fuego, el taladro humeando en la muesca y un luminoso polvo anaranjado cayendo de la muesca a la yesca. A Turtle se le encoge el estómago solo de pensar en lo que eso significa.

Después, con un crujido, el arco de madera se rompe y el susurro de Jacob pasa a un «no, no, no», y tira el arco roto y coge el taladro entre las palmas y lo hace girar, adelante y atrás, respirando, pero sin decir «vamos, nena; vamos, nena», y entonces ve lo que él ve: la yesca ha empezado a arder. Se deshace del taladro, coge un puñado de hierba y pelusilla y le da la vuelta, levantándolo hacia el frío aire de la cala. El resplandor se extiende por la arena, envolviéndolos a ambos en su burbujeante luz roja, Jacob sumido en la preocupación más absoluta, encorvado sobre la yesca y soplando para avivarla, y Turtle tendida con las manos metidas en las axilas. Hay un instante en el que sabe que la yesca prenderá y pasará a ser una llama, y abre la boca con nerviosismo, dolorida, pensando: «Dios mío, Dios mío», y después, en el húmedo aire del océano, la yesca se desangra y se torna de un naranja apagado, las brasas debilitadas en la pelusa, humeando y volviéndose blancas, y el fuego se apaga. Jacob sostiene la yesca muerta entre las manos, se cae de culo, estupefacto, y ella lo atrae hacia sí y lo abraza, le clava los dedos buenos en la carne, hundiéndose en él, y él se deja abrazar, y así pasan la fría noche.

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