Darling

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Capítulo 19

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Jacob la despierta temprano.

—Vamos, vamos, vamos —apremia, despegándola bruscamente del suelo, en el que está acostada boca abajo, rezongando contra las mantas—. Vamos —insiste—. Tenemos que limpiarte y has de comer, y yo tengo que irme a casa. Vamos, vamos. Sé que esto te exhausta. Mis padres no tardarán en volver del aeropuerto y, en serio, más vale que esté en casa. —La levanta. Ha preparado tortitas de avena. Están en una fuente en la encimera—. No hay luz —dice—, pero supongo que ya lo sabías. He comprobado la frescura de los huevos metiéndolos en un vaso de agua. Al parecer no están malos, aunque no son los mejores. Hace bastante que no vas a comprar, ¿verdad? Aunque no andas lo que se dice escasa de alimentos no perecederos.

Turtle se sienta en una toalla en el suelo del cuarto de baño, con la mano izquierda extendida, retorcida y rota como un cangrejo abandonado en la playa. Jacob ha encontrado el botiquín bajo el fregadero, ha hervido agua y ha preparado esponjitas jabonosas, jeringas de irrigación, férulas y gasas. Lee las indicaciones de esponjas y pomadas mientras Turtle lo observa sin dar crédito, la cara inexpresiva.

—Vale, vale —dice, frotándose las manos, mentalizándose. Se pone unos guantes de látex y empieza a cortar las vendas de franela encostradas de arena. Queda a la vista el dedo meñique. Jacob comenta—: Uf. Esto…, vale. Bueno. Guau.

—Estoy bien —dice ella, con el termómetro en la boca.

Él se lo saca y frunce el ceño.

—37,3.º. Tienes fiebre.

—Siempre tengo calor —aduce ella. Jacob ha untado algunas tortitas con mantequilla de cacahuete. Turtle coge una de la fuente, la dobla en dos y le da un mordisco.

—37,3.º no es normal.

—Mmm —contesta ella, mordiendo de nuevo—. Para mí sí.

—Tenemos que ir al hospital, Turtle.

—Estas tortitas no están mal —aprueba ella.

Jacob llena la jeringuilla con el agua caliente jabonosa que ha vertido en una cacerola de cobre y empieza a irrigar la herida. El agua que cae en la palangana sale rosa.

—Dime…, ¿qué tienes en contra de los hospitales?

—A mi papi no le gustan.

—¿Y él dónde está?

Ella coge otra tortita con la mano libre.

—Eso es que Marlow no lo ha encontrado aún —replica él—. Y tienes miedo de que si el Servicio de Protección del Menor se entera, te saquen de aquí.

Turtle no tiene nada que decir. Hay demasiada mantequilla de cacahuete en la tortita, y le está costando tragar. Mastica con ganas.

—Quizá deberían sacarte de aquí.

—Tú no crees eso —objeta ella, cuando por fin consigue tragar.

—No —admite—. Creo que el sistema probablemente sea una puta mierda y kafkiano. Creo que no quieres tener nada que ver con él. Pero también creo que necesitas un médico.

—Nada de médicos —niega ella.

—Si no confío en ti para que tomes tus propias decisiones, no sé en quién puedo confiar. Pero, por favor…, Turtle. Vamos al hospital.

—No.

—Te lo pido por favor.

Ella guarda silencio.

Por favor.

No hay nada que decir.

—La suma total de toda la confianza que tienes en mí; ¿es que no te convence?

Ella no dice nada.

—¿Conoces a Bethany? —pregunta Jacob—. Sus padres se meten metanfetamina. Así que Will, el profe de filosofía del instituto, la acogió, y Bethany vivió con ellos un tiempo y ahora vive en Little Lake Road, con un amigo del colegio. Esto es Mendocino. Todo el mundo odia el sistema. La mitad de la gente cultiva maría y la otra mitad son hippies viejos, ¿no? También hay algunos como mis padres, trasplantes de Silicon Valley que creen en los servicios sociales, pero que condenan su actual interacción burocrática, infradotada y estancada, y quieren que los dirija Google y los financien los escandinavos. Lo que estoy diciendo es que nadie te va a delatar. Nadie quiere que vayas a una institución estatal ni federal. La gente se ocupará de ti. Caroline lo haría sin pensarlo. Mis padres lo harían. Así que lo que estoy diciendo es que, si llamamos a Will, el profe del que te acabo de hablar, o bueno, a cualquier profe, si hay alguien en quien confíes, y te llevan al hospital y le dicen al médico que eres alumna suya, nadie llamará a Protección del Menor. Entrarás y saldrás del hospital tan tranquila.

—¿Y me dejarán volver aquí?

Jacob vacila.

—No quiero apartarme de mi papi —afirma ella—. Y tampoco creo que él vaya a permitir que eso pase.

—Te tienes que apartar, Turtle.

—Es mi papi.

—Lo que me contaste es muy grave.

—No es tan grave.

—Podrías contarle esa historia a cualquier profesor y acabarías con esto.

Ella no dice nada.

—Podrías contarle esa historia a cualquier profesor y al momento estarías viviendo conmigo, lanzándole miradas mordaces a mi hermana durante la cena todas las noches, aprendiendo cosas del vino y escuchando los fascinantes viajes de mi padre a Lehi, Utah, donde siempre hay algún drama increíble sobre la detección de errores en obleas de silicio, además de alguna aventura entre departamentos, ingenieros químicos que se portan mal, ya sabes, un relato intrincado de cómo pudieron pasar por alto tal o cual error. Tenemos esa habitación para ti, e Isobel te pagaría para que la ayudaras en el estudio. Suena bastante bien, ¿no?

Ella se muerde el labio.

—Podría haberte hecho mucho daño.

—No lo hizo —alega ella—, no lo hará.

—Yo creo que sí.

—No sabes de qué coño estás hablando. Él no me quiere hacer daño. Me ama más que a la vida misma. A veces no es perfecto. A veces no es la persona que querría ser. Pero me ama más de lo que se ha amado a nadie jamás. Creo que eso lo compensa todo.

—«¿A veces no es perfecto?» —repite Jacob—. Turtle, tu padre es un gran, un inmenso, un tremendísimo gilipollas, de los peores que han pisado la faz de la tierra, un gilipollas redomado, de tomo y lomo, de una gilipollez apabullante e inconcebible. Claro que Marco Aurelio dice que no deberíamos despreciar a quienes nos hacen daño. Dice que deberíamos reconocer que actúan movidos por la ignorancia, e incluso en contra de su voluntad, que los dos estaréis muertos pronto, y que esa persona en realidad no te ha hecho daño, porque no ha mermado tu capacidad de elección. Y yo creo que tiene razón. No tienes por qué odiarlo, pero probablemente deberías plantearte en serio la posibilidad de irte de casa. Con lo que quiero decir que deberías ir al hospital. Porque solo una especie de sociópata narcisista se opondría a que te viera un médico ahora mismo. Para cualquier persona a la que le importaras… esa sería su primera preocupación, si viese lo que yo veo. Cualquier persona diría: «Joder, mi hija está sufriendo, tiene fracturas abiertas en tres dedos, nos vamos al hospital».

Ya ha terminado con el meñique, le ha aplicado una pomada antibiótica y lo ha vendado con una gasa. Después sujeta la férula de aluminio y la fija con esparadrapo. A continuación la mira.

—Siguiente dedo —pide—. ¿Estás lista?

—No sabes lo que dices.

—Creo que tengo una idea.

—No es cierto.

Le corta las tiras de algodón y deja al descubierto el anular izquierdo, hinchado, la uña negra. Echa un chorro fino de agua con la jeringa y, para su sorpresa, la uña se separa del dedo, sujeta únicamente por unas cuantas hebras de carne blanquecina.

—Me cago en la grandísima puta, joder, joder… —espeta Turtle.

—¿Qué quieres que haga?

—Arráncamela.

—Ni de coña, no te la puedo arrancar.

—Arráncame esa puta mierda.

Él coge la uña con un hemostato, la libera con unas tijeras quirúrgicas y la tira al agua.

—Me cago en la puta —suelta ella.

—Sigue hablando. Se ve que hablar ayuda.

—Joder —espeta Turtle—. Joder, joder, joder.

—¡Genial! Ahora intenta formar alguna frase.

—Tú no lo conoces.

—Turtle. Esto pinta muy mal.

—Jacob, solo lo has visto una vez, y muy poco tiempo.

—¿Te refieres a cuando Caroline te trajo a casa?

—Claro que me refiero a eso. ¿A qué te refieres ?

Él fija la última férula con esparadrapo.

—Sigo contando con que se te salgan los huesos, pero creo que las fracturas están cerradas y que los cortes son superficiales. Lo cual es bueno. Creo. No lo sé. ¿Sabes quién lo sabría? Un médico.

—Jacob…, ¿lo has visto alguna otra vez?

—Ya he terminado con las manos. A ver esa espalda.

—Jacob…

Turtle trata de levantarse la camiseta y quitársela, pero la tiene pegada al cuerpo. Haciendo una mueca de dolor, se tumba en la toalla. Jacob coge las tijeras de trauma y empieza a cortar la camiseta. Corta desde el bajo hasta el cuello e intenta subirla, pero la tiene adherida en pegotes sanguinolentos, así que se toma su tiempo, echando agua para ablandar las costras y poder desprenderla.

—Es preciso que vayas a un hospital. Tienes incrustada la camiseta en la herida.

—Ni siquiera has hablado con él.

—Sí que he hablado con él. ¿Es que no te lo dijo? Vine andando hasta aquí desde Mendocino después de clase. Tu padre estaba en el porche, tomando una cerveza y leyendo a Descartes. Subí y dije que venía a verte.

Turtle guarda silencio.

—Me contestó que estabas en casa de tu abuelo. Le pregunté por Descartes, y repuso que estaba leyendo la prueba ontológica de la existencia de Dios. Tenía una opinión extraña, interesante de la prueba…

—¿Cuándo fue eso?

—Poco después de conocernos. A finales de abril. Principios de mayo. Por ahí. Se acercaba el baile y pensé…

—¿Le dijiste cómo te apellidabas?

—Sí.

—¿Te pidió que lo deletrearas?

—Algunos de estos cortes son profundos, Turtle.

—¿Te preguntó dónde vivías?

—Sí.

—¿Por qué no me lo dijiste antes?

—¿Te causé algún problema?

—No —niega ella.

—Esto tiene muy mala pinta, Turtle. ¿Cómo no…, por qué no me dijiste que estabas tan malherida?

Ella sigue tendida en el suelo, dejando que él le limpie las heridas y extraiga trocitos de concha. «Finales de abril —piensa—. Principios de mayo. Debió de ser cuando estaba con el abuelo y me dijo cómo pedir el vestido». Jacob no pudo elegir peor momento. Y ella tampoco. Casi no se lo puede creer. Jacob le está sacando largas tiras de algodón de las heridas de la espalda. Turtle piensa: «vino aquí, habló con Martin y yo no me enteré». «Dios santo», piensa.

Cuando Jacob se va, Turtle entra en la habitación de Martin y coge el listín telefónico. Encuentra una única página con una esquina doblada. Hay Larners y Lerners, pero solo un Learner. «Learner, Brandon e Isobel, Sea Urchin Drive, 266». El nombre tiene una marca al lado, un único trazo de bolígrafo azul en el margen. Turtle se queda con el listín en las manos. Jacob habló con Martin. Estuvo hablando con Martin el día que el abuelo le dijo cómo debía pedir el vestido. Tal vez Jacob le preguntara a Martin si podía llevarla al baile. Y cuando ella preguntó por el baile, Martin lo comprendió todo y se hizo el tonto. Esperó a ver alguna señal por parte de Turtle. Subió a su cuarto, y ella se zafó de sus manos. Y se lo tomó más que mal, joder, y qué clarividente pareció. Cómo la sorprendió, tirada en el barro en el jardín, Martin golpeándola con el atizador de hierro una y otra vez. Fue como si pudiera ver lo que había en su corazón, pero no fue eso: ya lo sabía. Había visto a Jacob, había hablado con él, y se lo había ocultado a Turtle. El abuelo quería que ella fuera al baile. Jacob habla con Martin, Martin ata cabos, y cuando Turtle vacila, cuando se resiste, sabe lo que tiene que hacer. Después pasa lo de la poza en Buckhorn Cove. La muerte del abuelo. La desaparición de Martin. «Y todo ¿por qué?», piensa. «Por un chico», piensa. «No —piensa—, por lo que un chico representa».

Turtle cruza el pasillo y baja al sótano. Abre los armarios y coge el frasco que le es más familiar: SMZ/TMP. Se queda mirando los medicamentos. No es la primera vez que toma sulfametoxazol-trimetoprima, un antibiótico para infecciones del tracto urinario que también utilizan los veterinarios. Lo está mirando. No termina de entender lo que pasó. Martin puso esa marca azul junto a la dirección de Jacob para que la viese ella. Turtle sabe lo que significa: si a ti no te puedo controlar, a él sí. Jacob no significa nada para él; pero las dudas de Turtle, su descarrío, eso sí es real. Coge la tarjeta con las notas de Martin sobre el SMZ/TMP. La lee por tercera vez. Coge tres de las pastillas de 80 mg, que tomará dos veces al día. Luego echa mano de la caja de Levaquin. Su nota pone: «Inhalación de ántrax, 500 mg 60 días; para peste negra, otras 250-750 mg cada 24 h». Saca los blíster de aluminio con los comprimidos rojos de 250 mg en sus burbujas de plástico extruido y coge dos. Sube la escalera con los antibióticos. «No puedes volver a ver a Jacob —piensa—. No puedes involucrarlo en esto, no puedes permitir que le hagan daño». Su abuelo murió por un error así. Y ahora Jacob quiere que ella se vaya. Es inútil. Tanto hablar, tanto hablar Jacob, tanto pensar ella, todo es inútil, y lo que importa ya está grabado a fuego en ella, no cambiará y no hay quien la convenza. Se tumba boca abajo en una colcha de lana junto al fuego. Sus pensamientos suben por la oscuridad de su cabeza como si fuesen burbujas. Se mira el meñique, en la férula de aluminio con una capa de espuma, que palpita al ritmo de su corazón, su espalda una esponja vieja medio podrida que absorbe un agua dolorosamente caliente. Piensa: «cuando se enteró, cuando tuvo la prueba de lo que ella pensaba, de sus dudas, la inmovilizó contra el embarrado suelo». Recuerda la impotencia que sintió. Esa es la medida de hasta qué punto Martin va en serio. Piensa: «no puedes mantener a salvo a Jacob». Después piensa: «la verdad es que sí puedes, pero no estás dispuesta a hacerlo».

Cuando se despierta, se acerca a la encimera y se come las tortitas que hizo Jacob directamente de la fuente. Se toma las pastillas, bebe un vaso de agua. El sol entra a raudales por las ventanas, y ella se apoya en la encimera y observa el polvo en suspensión, cada mota dejando una estela borrosa, como un cometa. Va al cuarto de baño, se sienta contra la pared con el termómetro en la boca y, cuando lo mira, comprueba que sigue teniendo 37,3.º. Se lleva el puño a la frente. «Estás bien, Turtle —piensa—. Solo estás cansada».

Se toma los antibióticos con toda la regularidad de que es capaz. Por las mañanas se prepara infusión de ortiga mayor y sale al porche con ella a contemplar el océano. Varios días a la semana, Jacob llega con bolsas de papel rebosantes de comida, cogidas bajo el brazo, colgándoles de las muñecas, y Turtle, sentada con las piernas cruzadas en el suelo delante de la chimenea, con las manos en torno a una infusión, levanta la vista y lo admira. La primera vez fue solo uno o dos días después de que volvieran a casa, y llegó con noticias:

—Mis padres fliparon cuando me vieron la cara. Tendrías que haberlos visto. Se pusieron en plan: «¡¿Quééééé haaaa paaaasaadoo?!». Y cuando les conté que me arrastró el mar y tú te lanzaste a rescatarme, mi madre repuso: «Es muy peligroso meterse en el mar para rescatar a alguien que se está ahogando», y yo dije que tú no tenías miedo al peligro, que el peligro te tenía miedo a ti, y me preguntaron dónde estaba Brett a todo esto, y repuse que también lo había arrastrado la ola, pero que él llevaba su bote de Easy Cheese y apretó la boca y salió propulsado hacia la playa y se puso a salvo.

—Así que mentiste —deduce Turtle.

—Se lo conté todo a Brett por teléfono… Y se pilló un buen cabreo. «¡Me lo pierdo todo!». Le conté que nos arrastró el mar y que fue como hacer el amor a lo bestia con un montón de rinocerontes orgiásticos en una piscina llena de cristales y que hiciste fuego mirando mal a la base reflectante de una lata de aluminio hasta que tu inmensa fuerza de voluntad se concentró y se vio magnificada por el espejo parabólico hasta convertirse en una chispa candente de pura rabia de Turtle, capaz de arrancarle una llama a cualquier cosa, incluso al corazón de unos incautos alumnos de instituto.

—¿Qué dijo?

—Tuvo que admitir que podría funcionar.

—Preferiría que no mintieras.

—Luego le conté que esperaste hasta el instante de mayor oscuridad de la segunda noche, justo antes de que amaneciera, y cuando la luna tocó el horizonte, abriste los brazos y ordenaste a los mares que se abrieran, y se abrieron tan rápido y tanto como las piernas de su madre, y volvimos por el fondo oceánico con monstruos marinos que se refocilaban en las pozas y te llamaron con su canto de sirenas, y tú querías descender a la negrura y unirte a ellos, hasta que te cogí de la mano y te alejé de ahí. Casi dio la impresión de que no me creía.

Cuando la espalda de Turtle por fin ha cicatrizado en gruesas protuberancias rosas, sale de compras con la familia de Jacob, encorvada e incómoda ante los escaparates de las tiendas mientras Isobel escoge vestidos de verano diciendo:

—Uy, te quedaría tan bien. Uy, tienes el tipo perfecto para llevar vestido. Uy, mira este. Uy, por favor, por favor, Turtle. Te invito a un helado, a lo que quieras. —Y Turtle se masajea los nudosos dedos mientras Isobel apela a Jacob, diciendo—: ¡Jacob, dile que se lo pruebe!

Y Jacob levanta las manos y contesta:

—No tengo poder sobre ella, y si lo tuviera, no lo malgastaría en ropa.

—Ya sé yo dónde lo malgastarías —replica Imogen.

E Isobel exclama:

—¡Imogen!

Y más tarde, de tienda en tienda, Imogen anuncia:

—La voy a llevar a Understuff. La señorita necesita un sujetador.

—No lo harás —objeta Jacob.

—Claro que lo haré, memo —espeta Imogen.

—No soy un memo —objeta Jacob.

—Las redes sociales vetarán todas sus fotos y no tendrá ningún amigo. Y morirá sola, bebiendo vino de tetrabrik, y sus cientos de gatos se le acercarán y le comerán la cara. No creo que sea eso lo que quieres para ella, Jacob.

—¿Qué? —pregunta Turtle.

Al final, Turtle está sola en el probador de la tienda de lencería. Todo le parece demasiado fino. El lugar es incómodamente grande y la alfombra le resulta desconocida. Las paredes están forradas de seda. Imogen e Isobel le lanzan sujetadores por encima de la puerta, y ella sigue dentro, atrapándolos y dejándolos en la silla mientras ellas describen, al otro lado de la puerta, cómo deberían quedarle. Turtle se quita la camiseta, pero no es capaz de abrocharse el sujetador. Todavía no se maneja bien con la mano izquierda. Le da vergüenza que alguna de ellas le vea la destrozada espalda. No le gusta su cara, delgaducha y fea, en el espejo. Tiene tajos en vez de pómulos, los ojos bizcos. Su pelo, rubio y largo, tiene la textura gruesa, salvaje de las pieles, con rastas en algunas partes. Se queda parada desnuda, haciendo una mueca de asco. Fuera oye que Imogen e Isobel recurren a Jacob, que aduce:

—¡Es tímida, joder!

Sigue en el probador. Sostiene en alto el sujetador. «Nada de esto importa —piensa—. Les preocupan cosas que no importan, no ven lo que es y no ven lo que sí importa». Piensa: «si esto es lo que tienen los demás, no lo envidio».

Al cabo, cuando Isobel llama a la puerta, contesta:

—¡Un minuto!

Sola en su hogar ancestral, espera junto al fuego, con un quinqué, y contempla las llamas, escuchando el viento, imaginando que los tallos leñosos de las zarzas suben entre las tablas del suelo para echarle los estolones verdes por los hombros. Todos los días son buenos y cualquiera podría ser el último, aunque tenga la sensación de que quizá él no vuelva nunca. Tiene la sensación de que su vida podría ser así. Todos los días da largas a Jacob. Es consciente de que está mal y de que es egoísta. Pero todo ha estado mal y ha sido egoísta desde que conoció a los chicos, sobre el Albion. Siempre ha sabido que los estaba poniendo en peligro. Casi se siente cómoda sabiendo lo que tiene que hacer y no haciéndolo. Se pone aceite de oliva en las heridas rosadas. Su alegría es plena y carece de propósito. Crece en capas bajo su piel y cierra con fuerza sus poros. Turtle duerme envuelta en mantas de lana delante del fuego. Una noche, siente los pechos doloridos e irritados, se levanta y va al cuarto de baño, se sienta en el inodoro y, al bajar la mirada, ve un hilo de sangre que cae en la taza. Se lleva los dedos al coño y al levantarlos ve que están manchados: su primera menstruación. Se mete los dedos en la boca y se los limpia. Apoya la frente en el puño y llora por ella y por Martin. Es el final de algo. Estaba demasiado flaca, su cuerpo tenía demasiados pocos recursos. Se dobla sobre las rodillas desnudas y solloza. No quiere que nada cambie. No quiere que se pierda nada.

—Estoy engordando por tu culpa —espeta a Jacob al día siguiente.

Él sonríe y guarda la compra en los armarios. No le da importancia. Cree que lo dice de broma. Cree que seguirán así para siempre. Le emociona ayudarla con la elección de asignaturas del instituto. Está en la cocina, con la compra en la encimera, un trozo de cordero sangrando en la tabla de cortar, la cazuela de hierro calentándose en la cocina, él aplastando dientes de ajo con la hoja del cuchillo, pelándolos, picándolos con una facilidad y una destreza doméstica serena que a Turtle le son completamente ajenas, una suerte de milagro. Jacob comenta:

—Estoy enamorado de George Eliot. Dios mío, Middlemarch. ¡Ese libro es la hostia! ¡Qué pedazo de libro! Eliot tiene un estilo increíble, amplio, generoso; escribe como quiero que sean mis cartas al Congreso, ¿sabes?

Mientras lo observa, imagina a Isobel explicándole cómo hacerlo, con una copa de vino en la encimera, y todos ellos, Isobel y Jacob y Brandon e Imogen, en la cocina cocinando algo, lo que Jacob le está cocinando a ella ahora, y en la serenidad y la paciencia con que se mueve por la cocina, Turtle ve todo un legado de amor. Cuando Jacob está ahí, con ella, el deseo de tocarlo aumenta, se convierte en una especie de necesidad, y ella deja pasar cada momento de necesidad, sentada a su lado, a lo indio, incapaz de hacer nada salvo mirar, hasta que la pura inactividad haga que sobrelleve ese momento insoportable.

Cuando se vaya, Turtle se sentará a contemplar el fuego, enamorada de querer y no tener, y a veces, al recordar algo que él ha dicho, sonreirá y se tumbará en las mantas ante la lumbre, aún sonriendo.

Sus momentos de felicidad se dan en el límite de lo insoportable. Sabe que no durarán y piensa: «no olvides nunca, Turtle, cómo era estar aquí sin él. Tienes que aferrarte a eso, a lo bueno que es. Recuerda lo limpio, lo bien que estaba todo. No había ni rastro de podredumbre en nada». «Pero también —piensa— lo duro que era. Nada es tan difícil como mantener un contacto sostenido y continuo con tu propia cabeza». Piensa: «¿importa que sea difícil? No importa. Es aún mejor. Turtle Alveston, ¿aceptas esta nada, este vacío y esta soledad?». Piensa: «¿aceptas todas estas noches a solas?, ¿tendrás esto y solo esto durante el resto de tu vida?».

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