Darling

Darling


Capítulo 21

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21

Esa noche, Turtle está acostada en el suelo, en su habitación, boca abajo, con la barbilla en las manos, mirando la llama del quinqué, con un pie contra el otro, pensando: «Martin ha vuelto y todo te ha abandonado. Adiós a todos esos sueños de la chica que podrías ser. Siempre pensaste que era él. Pero querías que volviese. Tú también estás metida en esto. Alguna vez fuiste una niña, pero ya no lo eres, y lo que podría excusarse en una niña, no se excusará ni puede excusarse en ti». «Deberías haber usado un puto condón», piensa. No sabe exactamente cómo va, pero las cosas han cambiado. Piensa: «puede que siempre fueras tú. Puede que haya algo en ti. Algo podrido. Tú lo pediste, o lo querías. Desde luego que sí. Tú lo metiste en esto cuando apenas eras una niña, y tu madre se dio cuenta, y cuando se dio cuenta se suicidó, y ahora él no se puede ir. Te mira a los ojos y se quiere morir».

Turtle podría partirse en pedazos. Piensa mal, está distraída. «Cuando miras las cosas tal y como son —piensa—, ves que Martin se ha pasado la vida queriendo acercarse al abuelo, buscando alguna señal, y el abuelo lo odiaba. Tu padre creció en un abandono total, aniquilador, que hizo que se odiara a sí mismo, y así vive ahora. Pero te amaba. Te amaba a lo bestia. Cómo llegó a encontrar eso en sí mismo es algo que quizá no llegues a saber nunca. Toda la fuerza que hay en ti te vino de él. La vitalidad que hay en ti, la fe que puedas tener en ti, todo lo que hay en ti que se resiste a pudrirse, todo eso te vino de él. Nunca lo tuvo para sí mismo, pero lo supo encontrar para ti. Y has de pensar que tenía alguna idea de para qué te estaba preparando y a lo que tendría que renunciar». Turtle está temblando. «Y es posible —piensa—, es posible que tú salgas bien». «Y si eso pasa —piensa—, será porque él te lo dio todo. Eso es lo mejor de él».

Por la mañana, baja por la escalera, que cruje a su paso, y encuentra a Cayenne aún dormida ante el fuego, de lado, un tanto doblada, con las rodillas encogidas, los talones casi en las nalgas, las manos unidas y apretadas contra el pecho. Turtle va a la cocina sin hacer ruido. No quiere despertar a la niña, así que baja la cazuela de cobre del gancho del que cuelga con el mayor cuidado posible y, en vez de abrir el grifo, coge los vasos de agua que hay en la encimera y los vacía en la cacerola. Prende una cerilla contra la uña del pulgar, enciende el fuego. Se sienta en la encimera, con las piernas cruzadas, mientras espera. Observa a la niña. Piensa: «joder». La peor interpretación es que Martin se la trajo porque le van las niñas. Pero Turtle no lo cree.

Cuando el agua empieza a hervir, Cayenne se mueve y despierta, se pega a la pared. Se sienta encorvada, sujetándose el dedo con la otra mano. Mira en silencio a Turtle. Un instante después, coge su libro, lo abre, se pone a leer. Turtle odia su carita de zorra.

—¿Qué lees? —le pregunta.

La niña la mira, el rosto inexpresivo, huraño.

—¿Qué estás leyendo? —repite Turtle.

Crepúsculo.

—Eso ya lo veo.

—Ah. —La niña se la queda mirando.

—Quiero decir que de qué va.

Pasa las páginas hasta llegar a la que tiene marcada, como si intentara acordarse.

—Es solo… —empieza.

Turtle echa mano de un cazo y llena su taza de hierro forjado de infusión.

—¿Sabes qué? —dice Cayenne—. No necesitaba a mi madre. No era verdad. Es solo que estaba cabreada. Solo lo dije porque estaba muy cabreada.

Turtle piensa: «es solo que estaba cabreada». La niña está copiando a alguien, a algún hombre que ha habido en su vida, el novio de su madre, alguien que dijo eso. No lo decía en serio. «Es solo que estaba cabreado».

—Ya —contesta Turtle.

Martin sale de su habitación, va a la cocina y se queda junto a la encimera, a su lado. Mira la cazuela con hojas de ortiga, coge un hervidor y lo llena de agua. Se pone a buscar café en los armarios, pero no hay, y al cabo se acerca a las bolsas de la compra que dejó en el suelo, saca un bote azul de Maxwell House y echa café en la cafetera de émbolo. Turtle espera a que alguien hable, pero nadie lo hace. El agua rompe a hervir, y Martin la vierte en la cafetera de émbolo y espera, mirando fijamente la costra gruesa, negra, chisporroteante de café molido que se forma en la parte superior de la cafetera. Cayenne pasa páginas del libro. Turtle mira a la niña y quiere decir algo, pero no parece haber nada que pueda decir.

Martin apoya ambas manos en la encimera y se inclina sobre ella.

—Lo he estado pensando —comienza— y tenemos que volver a abrirlo.

—¿Qué? —inquiere Turtle. Martin va a la sala de estar, se arrodilla junto a Cayenne y le tiende las manos. Ella le enseña la mala, y él le da la vuelta.

—Lo miré bien cuando se lo vendé, y dentro el hueso estaba astillado y la carne de alrededor muy magullada, quizá incluso quemada, y no creo que la piel se pueda cerrar sobre la herida. Creo que tenemos que abrir el dedo, cortar el hueso hasta el nudillo y coserlo, para que la piel pueda cicatrizar en la punta.

—No —se niega Cayenne. Y recupera la mano y se la aprieta contra el pecho—. No. No puedes hacer eso.

Es como si Martin no la oyese.

—Vale —conviene Turtle.

Cayenne se empuja hacia atrás con los talones, resbalando por la madera del suelo hasta dar contra la pared. Se pega la mano herida al pecho y repite:

—No. No. No. No. No. No. No.

—No la pierdas de vista —ordena Martin a Turtle, se levanta y se marcha.

A la niña le tiembla el cuerpo entero.

—No vas a dejar que lo haga, ¿verdad? —dice.

Turtle desvía la mirada, sintiéndolo por la niña. Después, para no quedarse en la sala de estar con ella, sigue a Martin por el pasillo hasta la despensa. Él comenta:

—Hay un instrumento quirúrgico para cortar huesos, pero ni sé cómo es ni lo tengo. ¿Sabes?, siempre quise hacerme con más instrumental médico, pero nunca hay puto tiempo o dinero, ratoncito, y ahora mira, sopesando cizallas y alicates y demás.

—¿Es necesario?

—Es necesario, sí. Anoche lo estuve pensando. A menos que podamos coser los faldones de piel en la punta del dedo, no se curará. Hay un diagrama en uno de los libros que tenía abajo: se llama amputación en boca de pez, porque cortas la punta del dedo como la boca de un pez. Tienes que recortar todo el tejido interno, al parecer, o la amputación se hincha o se abulta con forma de seta en el extremo. Todo lo que hay que hacer son dos cortes profundos a ambos lados del dedo, abrirlos y sacar el hueso, recortar el tejido sobrante y coser. Tengo un equipo de sutura, así que eso lo podemos hacer sin problemas.

—¿En serio va a ser así de fácil? —pregunta Turtle.

Él la mira y contesta:

—¿Por qué no iba a serlo?

—¿Y si hay algo que no sepamos de la anatomía? ¿O algo en lo que no estemos pensando?

—Mira, ratoncito, es un dedo. No es trivial, pero tampoco es física cuántica.

Martin coge una linterna y abre la trampilla del sótano. Turtle baja tras él por la escalera de caracol y lo sigue entre los palés de cubos de veinte kilos tapados con lonas. Martin abre los armarios de aluminio y barre con la linterna las hileras de frascos de cristal y botes de medicamentos, coge una ampolla de cristal monodosis de diez mililitros de lidocaína clorhidrato al 0,25 %, le da la vuelta y se queda mirando la fecha de caducidad.

—Está caducada —afirma, agitando la ampolla—, pero bueno. Pura. Sin epinefrina, lo cual es bueno. Servirá.

—¿Qué hay de algo más general?

—¿Noquearla, dices?

—Sí —confirma Turtle.

—No le hace falta. No tengo nada así, y tampoco le hace falta. Podríamos conseguir un poco de ketamina de uso veterinario, tal vez, pero nos llevaría algún tiempo, y con una niña tan delgada sería más peligroso, en cualquier caso.

—¿De verdad funcionará?

—Sí —asegura él.

—¿Estás seguro?

—Sí.

Suben juntos. Martin entra en el cuarto de baño y sale con el botiquín de primeros auxilios. El escalpelo y las suturas están esterilizados y son desechables, pero los alicates, el hemostato, las pinzas y las tijeras quirúrgicas están sueltos, y Martin los echa en la infusión, que hierve. Abre el congelador para sacar hielo, pero como no hay electricidad, el congelador no funciona, así que coge la bandeja del hielo, con sus hileras llenas de agua, tira el agua al fregadero y mira a Turtle con cara de pocos amigos. Cayenne observa sin decir nada, la mano apretada contra el pecho.

—No quiero —afirma.

Martin repara en la nevera portátil del suelo, ahora llena de agua estancada, saca una cerveza a la que se ha despegado la etiqueta y la abre de un golpe contra el borde de la encimera. Se apoya en la encimera y mira a la niña, sosteniendo relajadamente la cerveza, que chorrea, entre el pulgar y el índice, bebiendo sorbos. Los instrumentos que ha puesto a hervir repiquetean contra el fondo de la cacerola.

—No quiero —repite Cayenne—. No quiero.

Martin cuela la infusión. Los instrumentos humean. Acerca el colador a Cayenne.

—¿Está limpio el colador? —pregunta Turtle.

—Sí. Está limpio.

—¿Alguna vez has inyectado lidocaína?

—Pues no —admite él.

—¿Y basta con diez mililitros?

—Es una ampolla entera. Estoy seguro de que es suficiente.

—No sabemos qué efecto tendrá si está caducada.

—Ratoncito, la estás poniendo más nerviosa de lo necesario.

—¿Está caducada? —pregunta Cayenne desde la sala de estar.

—No, cariño, es una especie de fecha de «consumir mejor antes de». No está caducada, en serio. Es solo por temas legales.

—Me gustaría hacer esto bien —apunta Turtle—. Si lo vamos a hacer, deberíamos hacerlo bien. ¿Y la ketamina de uso veterinario?

—Joder —espeta Martin—, pues claro que lo haremos bien. La puta ketamina es cara. No queremos practicarle una eutanasia accidental a la niña y no hace falta que la tumbemos cuando solo es un puto dedo. Si tuviéramos hielo, podríamos desensibilizarlo con el frío, pero no tenemos hielo. La lidocaína es perfecta. La lidocaína irá estupendamente.

—¿Qué es «eutanasia»? —inquiere Cayenne.

—Ratoncito, tráeme una toalla con la que podamos trabajar, una palangana con agua y una jeringa de irrigación. —Cuando Turtle ha reunido esas cosas, Martin la mira y comenta—: Ahora mismo nos vendría muy bien una mesa, ¿sabes? —Turtle no dice nada. Martin continúa—: Dame la mano, Cayenne.

La niña la aprieta contra el pecho.

—No —insiste.

Martin prueba de nuevo:

—Vamos, cariño.

La niña sacude la cabeza. Martin suspira y mira a Turtle, que no sabe qué hacer.

—No quiero —asegura la niña.

—Tienes que hacerlo.

—Se curará solo.

—Algunas cosas, tal vez, pero esto no. Dámela.

—Te prometo que sí —afirma ella—. Yo que sí.

—Cayenne —dice él.

—Lo prometo, lo prometo —lo intenta ella.

—Te lo advierto, pequeña.

Turtle piensa: «te lo advierto, pequeña». Se muerde el labio. La frase cala en ella, le llena las entrañas de una angustia placentera.

—Cayenne —repite Martin.

—No, no pienso hacerlo —se empeña la niña—. No lo puedes hacer. No puedes. ¡No! ¡No! ¡No!

—Voy a contar hasta tres —replica Martin.

—No lo haré —contesta Cayenne. Está llorando—. Tengo miedo. Tengo miedo, Marty.

—Uno.

Tiene los ojos cerrados. La cara roja. Solloza, sacude la cabeza.

—Me estás asustando —se queja—. Me estás asustando.

Algún día Turtle tendrá que explicar por qué dejó que pasara esto.

—Dos —continúa Martin.

Cayenne y Martin vacilan. Cayenne está aterrorizada. Da la impresión de que no sabe lo que va a hacer. Martin es implacable. Es como si ninguno de los dos quisiera averiguar lo que pasará cuando llegue a tres.

—Tres —concluye Martin, y Cayenne extiende la mano. Martin la agarra de la muñeca y le clava la jeringuilla llena de lidocaína en la membrana entre el índice y el dedo corazón. Cayenne lanza un grito de dolor y Turtle ve que la mano de Martin aprieta la muñeca de la niña mientras aprieta el émbolo, haciéndole daño. Saca la aguja, la hunde en el otro lado del nudillo y aprieta el émbolo hasta el fondo.

—Ves —observa—, no ha sido para tanto.

Cayenne tiene lágrimas en los ojos. Está apretando los dientes.

—Sé fuerte —dice él—. Mírate. No eres como ratoncito —añade.

—¿No soy como ratoncito? —repite Cayenne. No lo entiende.

—El diablo se llevó su alma —explica Martin—. Y la dejó vacía por dentro.

—Cállate —espeta Turtle—, la estás confundiendo.

—No estoy confundida —niega Cayenne, y ahora observa a Turtle como para ver si de verdad está vacía por dentro.

Martin empieza a retirar las gasas. Debajo, la punta del dedo es un muñón desigual que se detiene abruptamente en el borde del lecho ungueal. La carne, rosa, está rodeada de costras de un rojo negruzco. Empieza a lavarlo, y Cayenne farfulla y se queja, intentando apartar la mano, Martin tirando de ella. Cuando termina de lavarlo, le quita la cinta del pelo a Cayenne y la enrolla en la base del dedo para hacer un torniquete, le da unas vueltas con un hemostato hasta que el dedo empieza a ponerse blanco.

—Me duele, Marty —se queja ella.

—Esto cortará el sangrado. Querrás que vea lo que hago, ¿no? Bueno.

—Marty, me duele.

—Y, dime —cambia de tercio Martin—, ¿cómo van las cosas, ratoncito?

Turtle escruta su expresión, incapaz de contestar.

—No te las has arreglado para pagar la factura de la luz, ¿no?

—Bajé el interruptor principal. Hay un cortocircuito en alguna parte.

—Vale. Lo arreglaré.

El dedo de Cayenne parece de cera, el torniquete impide que le llegue la sangre.

—Bien —empieza él—. Sujétale la mano. —Turtle presiona la mano de la niña contra la toalla.

—Tengo miedo —admite Cayenne—. Me estás asustando.

—Cierra los ojos y tira adelante —aconseja Martin.

—¿Cómo? —inquiere Cayenne confundida—. ¿Qué?

—¿Se puede saber qué te pasa? —pregunta Turtle mientras mantiene la mano de la niña pegada al suelo por la muñeca.

Martin empieza a retirar los restos de la uña, y Cayenne abre la boca y grita. El grito es de un agudo insoportable, y sigue y sigue. Su cuerpo se tensa y se revuelve contra Turtle, que a pesar de tener más cuerpo que ella no la puede sujetar.

—Cállate —ordena Martin—. ¡Ratoncito, cállala! Maldita sea, Cayenne, cierra el puto pico. —Cayenne se calla y pugna por respirar. Mueve la mano. Turtle no es capaz de mantenerla quieta—. Es imposible que sientas nada —se extraña Martin.

—Pues lo noto —objeta Cayenne—. Lo noto.

—Es imposible —se empecina Martin—. Cierra los putos ojos. Es imposible que lo notes.

—Sí que lo noto, sí lo noto.

—Escúchame… —empieza Martin, y se detiene—. Escúchame —dice—, sé que tienes miedo, cariño. Lo sé. Y sé que es posible que esto pinte mal, muy mal. Pero lo tenemos que hacer. ¿Entiendes?

La niña lo está mirando.

—¿Entiendes, Cayenne?

—Sí.

—Tenemos que hacerlo y tú me vas a ayudar. Porque si no lo podemos hacer, tendremos que llevarte a la gasolinera en la que te encontré y devolverte.

—No —contesta Cayenne.

—Bueno, pues entonces vas a tener que ser muy valiente. ¿De acuerdo?

Cayenne aprieta los ojos. Arruga la carita de la concentración, la nariz. Él hunde el bisturí en la carne y corta desde el lado derecho del dedo, sube por la parte de arriba y baja por el lado izquierdo. Cayenne se resiste débilmente. Turtle le mantiene la mano pegada a la toalla.

Martin introduce el escalpelo por debajo del faldón de piel. El torniquete hace que solo sangre un poco, como el látex que sale de la asclepia cuando se parte el tallo.

—Esto —instruye Martin, levantando el bisturí para dejar al descubierto una medialuna de tejido plano, rosáceo, con restos de sangre— es la membrana queratógena, ratoncito. Es la matriz germinal que produce la uña. —La corta.

Cayenne se agita como una loca.

—No, no, no, no, no —dice, las palabras interrumpidas por sollozos entrecortados. Le salen mocos de la nariz. Tiene el pelo pegado a la cara. Los ojos cerrados con fuerza. El dedo es tan pequeño que los movimientos involucrados son minúsculos, delicados. Martin hunde el bisturí en la sanguinolenta masa amarilla, trabajando con cuidado alrededor de algo hundido.

—Tranquila, tranquila —aconseja Martin—. Tranquila, pequeña.

—¡Para! ¡Para! Sí que lo noto —grita Cayenne.

—Cierra el pico.

—Tal vez debamos esperar —apunta Turtle.

—Está histérica. Es imposible que sienta nada.

—Aun así —intercede Turtle—, a lo mejor la ketamina…

—Demasiado tarde, ya hemos empezado —zanja Martin. Deja a la vista un hueso, roto en un extremo, pequeño como un trocito de mina de lápiz. Cayenne sigue con los ojos cerrados, las venas marcándosele en la frente. Su respiración es agitada y superficial. Turtle entrevé la articulación del siguiente hueso más abajo. Martin pela la mitad superior de la piel para exponerlo—. Corta eso —ordena.

—No lo dirás en serio —vacila Turtle.

Cayenne gimotea.

—Que lo cortes —repite Martin—. Córtalo.

Turtle mira la minúscula protuberancia, de un blanco amarillento.

—Córtalo, ratoncito —insiste Martin.

—No puedo —responde ella.

—Córtalo —gruñe él—. No la mires a ella. Ya te lo he dicho, es imposible que sienta nada.

Turtle coge los alicates, abre la boca biselada y la cierra sobre el extremo del hueso. Retira los alicates, quita el trozo de hueso cortado y lo tira en la toalla. Entonces oye unos neumáticos que suben por el camino de grava.

—Hombre, no me jodas, ahora no —espeta Martin—. ¿Quién cojones es?

—No lo sé —replica Turtle—. ¿Cómo quieres que lo sepa?

—Tú dirás, ¿quién ha estado viniendo a casa?

—Nadie —miente Turtle.

—No me toques los cojones, ratoncito, ¿quién ha estado viniendo? Uy —añade—. Uy, dime que es ese noviete que te has echado. Anda, deja que entre. Tú deja que entre y vea esto, y él y yo tendremos una conversación que no olvidará en su vida.

Turtle se pone de pie y se acerca a la puerta de cristal corredera. Ve el 4Runner de Jacob subiendo por el camino. Martin está tirando de la carne y cortándola con unas tijeras.

—Mierda —suelta Turtle. Le llega la música, que sale a todo volumen por los altavoces, Psychotic Girl, de los Black Keys. Oye que Jacob para y echa el freno de mano.

Está paralizada. Lo único que se le pasa por la cabeza es: «así no. Ni así ni ahora». Abre la puerta de cristal corredera, sale al porche y cierra con fuerza. Jacob ha dejado el coche en la grava, junto a la camioneta de Martin. Él y Cayenne no se ven desde donde está, pero si sube al porche, los verá. Jacob apaga el motor y la música cesa. Se sitúa en la parte delantera del SUV y se apoya en el capó. Turtle baja del porche y se acerca al camino. Se siente vacía.

—Hola —saluda él.

—Hola —dice ella.

—Me ha sorprendido no verte hoy para hacer la matrícula.

—¿Qué?

—La matrícula del instituto. Es hoy. Se eligen las asignaturas, y los profes y los alumnos mayores dan la bienvenida a los nuevos. Hay juegos para romper el hielo. Es un vestigio de nuestras raíces hippies. No es que sea la bomba, pero pensaba que estarías. Supongo que esto no es una coincidencia. —Señala con un gesto la camioneta de Martin.

Ella lo mira fijamente.

—No soy la única persona que te ha echado de menos —añade él.

Turtle se queda callada. Él parece un recortable de sí mismo.

—No saldrá bien —afirma.

Ella no sabe de qué está hablando.

Jacob abre los brazos como para abarcar lo estúpido de algo, como para incitarla a ser razonable.

—¿No has pensado en la ilusión que le hacía a Caroline verte hoy en el instituto? Llevaba semanas deseándolo. Quiere que tú y Brett escojáis las mismas asignaturas optativas. Cree que te gustaría el taller de carpintería. ¿Y ahora qué?, ¿te irás a algún instituto en Malta, Idaho? ¿Idaho? ¿Se puede saber qué leches te pasa, Turtle?

Turtle va hacia él. Jacob es como el fragmento de una vida que tuvo que dejar atrás hace mucho, su presencia se le antoja extraña e inadecuada.

—Me refiero a que… —empieza Jacob—. Venga ya. De pronto Brandon, Isobel, Caroline me sueltan: «¿Y Turtle?», y yo en plan: «No tengo ni idea». ¿Qué? —Extiende los brazos otra vez—. ¿Qué está pasando?

—Jacob, no puedes volver a venir aquí.

—¿Cómo?

—Vete, Jacob. Te tienes que ir y no puedes volver. Tengo que ocuparme de algunas cosas. No me puedes ayudar y no quiero que me ayudes. Si me quieres, y si confías en mí, te irás.

Él hace un gesto, da la impresión de que no sabe qué contestar.

—¿Cómo? ¿De qué estás hablando?

—Jacob —insiste ella.

—¿Qué?

—Quiero que te vayas.

—Con eso no basta. —Señala de nuevo la camioneta de Martin—. O sea, ¿estás pensando en serio en irte a Idaho? ¿Piensas irte a vivir allí? ¿En serio? ¿Es tu padre, que te manda allí? ¿O solo ha solicitado el traslado con la esperanza de que se traspapelen los documentos y nadie se dé cuenta? Porque ni de coña. ¿Y sabes por qué? Porque hay gente a la que sí le importas, Turtle.

—Jacob, ya te lo he dicho. Me tengo que ocupar de unas cosas aquí.

—Pero ¿cuál es el plan?

—No me estás escuchando.

—Vamos —prueba Jacob—. Esto es absurdo. Súbete al coche conmigo y vamos a hacer la matrícula. Porque los dos sabemos que no te irás de Mendocino.

—Jacob, te tienes que ir.

—No.

—Jacob —insta ella—. Escúchame.

—No, Turtle. ¡Esto es sencillo! Quiero decir, es absurdo. Vamos a…

—Puto niño mimado —espeta ella. Lo agarra de la camiseta y lo atrae hacia sí—. No sé de qué coño estás hablando, pero no es sencillo. No es nada sencillo, y será mejor que te vayas de una puta vez. ¿Me entiendes? No quiero que finjas que sabes algo de esto cuando no sabes nada. No quiero que me digas lo que tengo que hacer. Ahora sal de una puta vez de mi propiedad. —Lo empuja contra el SUV y remata—: Vuelve a tu aburrida vida de mierda. Yo me quedaré aquí viviendo la mía. Y no me vuelvas a decir lo que tengo que hacer, así no, no me lo vuelvas a decir.

—Está bien —accede él—. Está bien, me voy. Pero si te crees que no voy a volver…

Ella escupe en la grava, entre los dos, y Jacob se sube despacio al coche y arranca, observándola por el parabrisas. Da la vuelta y se aleja a toda velocidad. Ella se queda donde está un instante. «Siempre estás renunciando a cosas. Siempre estás renunciando a cosas como si nada. Lo que quieres —piensa— es no tener alternativa». «Pero —piensa— Jacob tiene razón. Tiene razón en lo que piensa de ti, y por eso no lo puedes volver a ver. Tiene razón en lo que piensa de Martin, y si pudieras preguntarle por Cayenne, sabría qué hacer». «Joder —piensa—. ¿Razón? ¿Crees que tiene razón? No sabe nada de nada. Yo soy todo lo que tiene Martin, y no lo puedo dejar solo con eso. No puedo». Piensa: «cuando tu papi ve con claridad, quiere que lo tengas todo, y cuando no, cuando es incapaz de ver que eres una persona independiente, entonces te quiere hundir con él. ¿Cómo podría Jacob saber algo de eso, cómo podría Jacob tener razón en lo de Martin? Martin está más herido y es más valiente de lo que Jacob podría entender nunca. Te miran y ven lo que tienes que hacer. “Vete, corre”, diría él. Pero no lo ven desde tu punto de vista. No ven a quién estarías abandonando ni lo que todo eso significaba para ti. No pueden. Solo lo ven a su manera. Y Jacob solo tiene razón en que diría lo que cualquier otra persona diría, como si no fuera complicado, pero no lo entiende. No entiende una mierda, ni lo entenderá nunca, y ese mundo, Turtle, no te ha hecho tanto bien como para que le debas nada. Que todo el mundo crea algo, que todo el mundo menos tú lo crea, no significa que tú estés equivocada».

Dentro, Martin está en cuclillas, en una mala postura, sobre la mano extendida de Cayenne, suturando la herida.

—Dios santo —comenta—. ¿Era tu noviete? Me encantaría conocerlo, ¿sabes? —Cayenne está apoyada en la pared, con la camiseta metida en la boca, la cara en tensión. Abre un ojo y mira a Turtle, la piel alrededor del ojo arrugada de dolor.

—Cállate —suelta ella—. Ya sé que lo conoces.

Ve cómo se le endurece la cara, pensando: «si le haces daño alguna vez, te abriré como a un puto pez, te sacaré las entrañas a putos puñados y te dejaré así». Martin está pasando la aguja por el borde sanguinolento, fruncido, de la herida.

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