Darling

Darling


Capítulo 24

Página 27 de 36

24

Turtle se despierta cuando se encienden los reflectores. Coge la escopeta de la pared, se pone unos vaqueros, una camiseta blanca y una gorra de béisbol para que el pelo no se le meta en la cara, sale de su habitación sin hacer ruido y baja la escalera. Martin está en la sala de estar con su AR-15 modificado, mirando el campo a través de la puerta de cristal corredera. Se vuelve y ve a Turtle en la escalera. Cayenne está sentada ante la chimenea vacía y sin luz, aún envuelta en sus mantas. Turtle baja. Martin se rasca la barba incipiente con el pulgar. Señala el ventanal con una mano, la pradera iluminada con el resplandor de los halógenos. Pregunta:

—¿Crees que hay algo ahí fuera?

—No —responde Turtle.

—¿No? —repite él—. Pero no lo sabes. No sabemos qué hay en ese campo. ¿O sí?

—No —conviene ella—, no lo sabemos.

Él sacude la cabeza despacio, sonriendo.

—Es un ciervo —asevera ella.

—¿No es genial? —Martin se acerca a la pared de cristal, pone la mano en ella y se apoya. Al otro lado, en el campo, se distinguen sombras retorcidas y desiguales y la luz que rebota en los tallos de la hierba—. Estamos en el límite de una incertidumbre —reflexiona—, y no solo indagamos las particularidades de este instante, sino de todos estos instantes; lo que acecha más allá de lo visible. ¿Qué hay en la hierba, ratoncito? ¿Qué hay ahí fuera?

—Nada, papi —asegura ella.

—«Nada, papi» —repite molesto, y se ríe de ella, apoyado aún en la puerta de cristal y mirando el campo a través de su propio reflejo, y desde donde está ella, da la impresión de que él está haciendo frente a esa imagen desdibujada de sí mismo, inclinado hacia delante y exhausto contra el cristal—. Este es el problema contigo, putita: crees que sabes lo que hay ahí fuera. Pero no lo sabes. Hay una tremenda pobreza en ti, una pobreza de espíritu, de imaginación, de corazón. La verdad es que, como no lo sabemos…, para nosotros hay y no hay algo en el campo. Es el intruso de Schrödinger. El mundo es rico en potencial, ratoncito, y en este momento para nosotros dos existen los dos estados: no hay nada en el campo y, al mismo tiempo, ahí fuera hay algo desconocido. Lo más probable es que sea un cabrón que está a punto de morir. Tal vez ese chico tuyo, tal vez esté ahí fuera en este preciso instante, ahí en la hierba, cagándose de miedo. Pensó que podía venir a saludarte, a socorrerte cuando tanto lo necesitas. Bien. No tendremos ni puta idea hasta que lo averigüemos. Por el momento, nada es verdad, todo es posible, y lo que tú crees no dice nada del mundo y lo dice todo de ti. Aquí trazas el rumbo de tu vida.

Turtle se acerca a la ventana. Padre e hija, uno junto al otro, frente a su reflejo doble y parcial. Al otro lado, los reflectores iluminan la hierba, un entramado de sombras y tallos dorados entremezclados. Sí parece haber un potencial de fertilidad al otro lado de la ventana. Turtle nota el test de embarazo contra el muslo, aún en su embalaje.

Las luces se apagan. Él le revuelve el pelo. Sin decir palabra, se va. Turtle no ve nada excepto su aliento empañando el cristal que tiene delante. Abre la puerta y sale al porche frío y húmedo, se acerca a la baranda y aspira el aroma del campo, escucha el movimiento de la hierba, los suspiros suaves y lejanos del océano. La noche se le antoja despojada de todo. Casi confía, con una suerte de amargura, en que llegue algo. Pide que sea así, lo desea.

«A la mierda —piensa—. A la mierda. Ahí fuera no hay nada». Baja los escalones del porche y las luces se vuelven a encender con un clic. Cruza el camino de grava y llega hasta donde termina el campo. Supone que Martin la estará observando desde la ventana y piensa en cómo la verá, iluminada por los reflectores, una niña con una escopeta agarrada por el receptor, entre la hierba que le llega hasta la cintura, con una camiseta blanca y una gorra de béisbol, oteando una ladera ininterrumpida, volviéndose mientras mira atenta, pacientemente.

Sale del mar de hierba, percibiendo los intensos aromas de la vegetación aplastada, la mostaza silvestre y los rábanos. Baja hasta la carretera y se detiene junto al asfalto. A su lado, el arroyo Slaughterhouse discurre por un cauce tan empinado, tan lleno de fucsias, que resulta invisible, los lados de arenisca naranja. Baja, se mete en el agua, que le llega por la rodilla. Se ve obligada a apartar las fucsias con las manos, siguiendo el río, los pies entumeciéndosele del frío. Llega a una tajea que discurre por debajo de la carretera, lo bastante grande para poder pasar por ella, el agua resonando en el túnel.

Al otro lado, el océano se vierte sobre los guijarros. La marea está baja; hay una extensión negra de piedras, cada una de ellas atrapa un ojo de luz de luna, cada una de ellas parece tersa y húmeda como la carne, extendidas ante ella en multitud. La playa respira como un ser vivo, y Turtle percibe el hedor fangoso del estuario. Esas aguas nacen en el manantial del arroyo Slaughterhouse, en el gran tambor de roca, y terminan aquí.

En la boca del túnel se quita la ropa. Luego, desnuda, con la escopeta en la mano, se mete en la tajea, que las algas vuelven resbaladiza, tocando un costado de acero corrugado, el fondo arenoso. El túnel huele a hierro y agua dura, el arroyo dibuja extrañas cintas de luz de luna entrecruzadas en el techo. Abre las cortinas de capuchinas anaranjadas en flor y salta a la poza. El fango del fondo es barro frío, y se amolda a sus pies. El agua le llega al pecho, respira a su alrededor, la zostera acariciándole las piernas. Turtle se atraviesa la escopeta en los hombros. Sus pies crean puntos calientes en el lodo. Aparta madera flotante y se encarama a un saliente de piedra arenosa, arracimada de oscuras bolas de bolera. El mandil blanco de las olas avanza y retrocede en la oscuridad. Cuando las olas se tienden, empujan la espuma hasta sus pies. Está cubierta del cieno del estuario. Tiene trozos de zostera pegados a las piernas. El océano es tan rico, tan mordaz, como una boca abierta a su alrededor.

Piensa: «Turtle Alveston, te violó y volviste por más. O estás embarazada o lo estarás pronto. Si te vas, irá a la sala de estar y matará a Cayenne. Luego irá al 266 de Sea Urchin Drive y matará a Jacob. Tienes que admitir dónde estás. Tienes que verlo muy bien, sin decirte una puta mentira».

Deja caer un cartucho de la recámara en la mano y lo sopesa, lo hace rodar adelante y atrás. Es un cilindro verde y fino de plástico corrugado con un pequeño borde de latón, pesado para su tamaño. Introduce el cartucho de nuevo en el hueco y desliza hacia delante el guardamanos, notando que el cerrojo se acopla, el cartucho bien acomodado en la recámara. Se sienta con las piernas cruzadas en la piedra fría y húmeda y se mete el cañón en la boca, saborea los restos de pólvora, pasa el pulgar por el guardamonte y sitúa el cañón contra el paladar. Se imagina apretando el gatillo. El arma abrirá fuego. Una carga caliente de perdigones doble cero y plástico granulado amortiguador subirá por el cañón, contenido en su casquillo de plástico. El casquillo golpeará su paladar y se romperá en un abanico de dedos de plástico, los perdigones desparramados. Se imagina sentada rígida y erecta mientras su cerebro se despliega desde el capullo boquiabierto de su cráneo, floreciendo vasto, rojo, húmedo, expandiéndose durante un instante profundo.

Turtle piensa: «aprieta el gatillo». No es capaz de imaginar otro camino. Piensa: «aprieta el gatillo. Pero si no lo aprietas, remonta ese arroyo, entra por la puerta y toma posesión de tu cabeza, porque tu inactividad te está matando». Se queda sentada, mirando la playa, y piensa: «quiero sobrevivir a esto». Le sorprende la profundidad y la claridad de su deseo. Siente opresión en la garganta y se saca el arma de la boca; con ella salen hilos de saliva, que se limpia. Se pone de pie y se queda mirando las olas, abrumada por su belleza. Se nota la cabeza entera abierta y receptiva. La asalta una gratitud abrasadora, enorme, un asombro directo del mundo.

Vuelve entre la zostera, sube y entra en la tajea, la escopeta inclinada contra un hombro. Revisa los bolsillos de los vaqueros, que ha dejado doblados, rompe el envoltorio rosa con una mano y saca la prueba de embarazo. Apoyada en la pared de la tajea y con la luz de la escopeta apuntando hacia arriba, lee las instrucciones, las vuelve a leer. Tiene la cara entumecida. Tiene los labios entumecidos. Apoya la frente en el puño, tiritando, y piensa: «si está… si está ahí dentro, también podrás con ello». Apaga la luz y se acuclilla desnuda en la tajea, el arroyo devolviéndole la luz argéntea entrecruzada, y hace pis en el endeble palito de plástico, descalza y con el agua fría por los tobillos. Luego se queda sentada en la oscuridad, la espalda contra la pared corrugada, el cañón de la escopeta pegado a su cara, a su frente, reconfortándola, dejando pasar el tiempo, esperando a que las dos líneas rosas del resultado positivo aparezcan poco a poco, llevándose un puño a la boca. Siente un peso muerto de certidumbre.

Pero no. En la ventanita ovalada que muestra el resultado solo hay una línea rosa. El test es negativo. Enciende de nuevo la luz de la escopeta y barre con ella la prueba. La luz es tan brillante, tan intensa, que cuesta ver. Lo mismo. Negativo. No siente alivio. Puede que ni siquiera sea verdad, puede que solo sea demasiado pronto. «Pero si es verdad —piensa—, si me pudo pasar y no me pasó…». Se detiene. «Has tenido suerte —piensa—. No la desaproveches». Está temblando. Su cara se tensa en una expresión que no comprende. Se baja hasta quedar sentada, con las piernas abiertas en el agua fría, abrazándose el cuerpo, sintiéndose rota y vacía.

Ir a la siguiente página

Report Page