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Capítulo 18

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Las clases habían terminado antes de fin de noviembre, Víctor ya no podía esperar que algún mediodía, a la hora de la salida del colegio, apareciese Andrés esperándolo en la vereda de enfrente de la calle Bolívar. Una semana antes de Navidad había vuelto a Buenos Aires de unas monótonas vacaciones con sus padres. Apenas entendió que Andrés lo quería castigar con su ausencia, decidió buscarlo. Aún no sabía llamar amor propio herido al confuso sentimiento que lo acosaba; tampoco podía admitir la posibilidad de que Andrés hubiese dado por clausurada la relación; aún no pensaba en buscar una oportunidad de herir a su amigo como él estaba herido.

Decidió recurrir a Anahí. No le costó identificar el edificio de la calle Reconquista, solo vaciló cuando intentó recordar piso y departamento. Confió en un recuerdo impreciso y solo empezó a dudar cuando nadie respondió a los timbres reiterados. ¿Se atrevería a preguntarle al portero por una «señorita Anahí», cuyo apellido ignoraba? Había vuelto a la vereda sin decidirse cuando la reconoció en una mujer menos joven que la imagen guardada; se acercaba con paso cansado y cargaba una bolsa de supermercado.

Ella lo saludó con una sonrisa apagada.

—Ay, querido, no me mires demasiado. No esperaba a nadie, estoy tan desarreglada.

Víctor balbuceó un saludo y unas palabras amables, de ningún modo, está linda como cuando la conocí, disculpe que pase sin avisar pero no tengo su número de teléfono, mientras registraba las ojeras que rubricaban ojos ya no realzados por trazos negros de maquillaje, mejillas hundidas en una piel terrosa que él recordaba cobriza, y en el pelo raíces blancas asomando entre restos de tintura rojiza. El departamento mismo no correspondió a su recuerdo. Primera infidelidad: el perfume exótico del incienso había desaparecido, desplazado, tal vez encubierto, por el demasiado familiar de un puchero guardado sobre una hornalla de la kitchenette.

Hacía semanas que Anahí no veía a Andrés, pero su ausencia no la inquietaba.

—No es de venir a menudo. Es un tiro al aire. Nunca se sabe bien en qué anda, hay épocas en que necesita borrarse, no aparece «por los lugares que solía frecuentar», como dicen las noticias policiales en los diarios, y un buen día reaparece, contento, con plata, e invita a festejar, nunca dice qué es lo que festeja, y una no pregunta, claro. ¿Hace mucho que te adoptó?

La pregunta sorprendió a Víctor. Sonrió automáticamente, como siempre que no sabía cómo reaccionar, y decidió entenderla en sentido metafórico. Improvisó una novela familiar, falsa en los detalles, veraz en el sentimiento: era huérfano, vivía con parientes que no lo querían, que no tomaban en serio su vocación literaria, había conocido a Andrés en una librería, entablaron conversación y desde entonces lo veía regularmente. Sí, se había convertido en algo así como un tutor.

—Andrés en una librería... Me dejás pasmada. Pero sé tan poco de él... Es como un iceberg ¿no? Nueve décimos bajo el agua...

Sin que Víctor se lo pidiera, Anahí se embarcó en reminiscencias de las que Andrés no siempre era el centro: su llegada a la capital desde Tucumán, después de haber salido tercera en la elección de Reina de la Zafra, la protección de Andrés en tiempos en que él tenía contactos con gente influyente, cuando ella trabajaba en el Chanteclair, no ya en el Cielo de California ni en el Derby —como camarera, creyó necesario aclarar—, hasta que un día, gracias a Andrés, subrayó, logró independizarse, un departamentito propio sin horarios ni patrón. A Víctor una cosa le quedó claro: el protector se había ganado la gratitud inamovible de Anahí.

Estaban sentados lado a lado en un diván. En medio de un silencio, Anahí le tomó una mano, acercó su rostro al de Víctor. Debió de sentir la reticencia del visitante y prefirió no reconocer una ausencia de deseo; protegió los restos de su orgullo interpretando esa falta en clave económica.

—No te hagas problemas, querido. Invita el amigo.

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