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Capítulo 5

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Dos días más tarde, al salir del Colegio, no le sorprendió demasiado ver a Andrés, sonrisa amplia, mano en alto para llamarle la atención, esperándolo en la vereda de enfrente; al contrario, más de una vez se había preguntado cuál sería el azar que permitiría el reencuentro, con la certeza de que el azar no lo defraudaría. Cruzó la calle sin vacilar. Andrés lo saludó con una palmada en el hombro.

—Pasaba por aquí y me acordé de que eras alumno del Buenos Aires. ¿Tenés tiempo? Te invito a tomar algo.

Víctor explicó que necesitaba llamar a su casa, inventar alguna excusa para no almorzar con la madre, tal vez reunirse con algunos compañeros para preparar un inverificable trabajo práctico; impaciente por aceptar la invitación, no se preocupó demasiado por la verosimilitud, sabiendo que su madre aceptaría aliviada cualquier justificación que le evitase la espera a la hora del almuerzo.

Andrés se limitó a un café mientras lo miraba sonriente, una vez más como si le divirtiese observarlo, atacar con entusiasmo un sándwich tostado y una Coca-Cola. Echó una mirada a los libros y cuadernos que Víctor llevaba atados con una correa; se detuvo ante un delgado volumen, el único forrado: un destartalado ejemplar, con cicatrices de haber pasado por más de una librería de viejo, de las Confesiones de un inglés comedor de opio de Thomas de Quincey. Entre sus páginas halló un recorte del suplemento dominical de La Prensa: «Tiempos felizmente superados. La mala vida porteña».

—¿Por qué te interesan estas porquerías? Sos un chico sano, de familia decente, me doy cuenta. Opio, mala vida... Éstas no son cosas para vos.

Víctor no supo responder. Sintió que se ruborizaba y desvió la mirada hacia el vaso donde lo esperaba un último trago. Andrés percibió esa incomodidad y cambió de tema.

—¿Ya sabés qué querés hacer en la vida? A tu edad, podrías tener alguna idea...

—Quiero ser escritor —proclamó Víctor. Lo declaró enfáticamente, menos para escapar del reproche recibido poco antes que porque quería afirmarse como un adulto ante otro adulto. Sabía que sus palabras no recibirían de Andrés la sonrisa escéptica que sus padres hubiesen intercambiado al escucharlo.

—Ahora entiendo qué estabas haciendo la otra noche en el Union Bar —Andrés parecía interesado—. Tené cuidado: la curiosidad mató al gato, dicen. Estabas observando, espiando... ¿Buscabas alguna experiencia fuerte? ¿Ver algo novedoso, prohibido? No lo vas a encontrar en un piringundín como ése, no está a la vista. Y no les creas a los diarios: nada está «felizmente superado». Todo sigue igual. Cambian las caras, los lugares, la gente tiene otro nombre pero en el fondo sigue siendo la misma. Y creeme, es mejor que no encuentres nada de todo eso que despierta tu curiosidad.

La mirada de Andrés pareció nublarse un instante, buscó un cigarrillo, lo encendió, gestos que Víctor entendió a medias, lo suficiente como para intuir que no debía hacer preguntas, que ese cigarrillo le permitía a su amigo evitar una pendiente peligrosa, alguna confidencia... Solo se animó a citar el artículo que había recortado: preguntó si era cierto que a las puertas de la ciudad había habido fumaderos de opio. Andrés respondió con un dejo de impaciencia.

—Eso dicen, pero parece que fue antes de mi época. En los años treinta los viciosos de la alta sociedad le daban a la morfina. Más de un médico tenía acceso a la droga gracias a sus recetas y hacía de proveedor. Uno, cuentan, envició a su mujer, que terminó muerta de una sobredosis. Pero mejor ocupate de otra cosa, no desentierres basura.

No se le escapó a Víctor la irritación de Andrés. Algo había dicho que incomodó a su nuevo amigo, que le hizo llamar al mozo y pagar, señal de que el encuentro llegaba a su fin. Pero muy pronto Andrés recuperó su afabilidad.

—¿Te veo otro día? Sos un chico muy inteligente y me gusta hablar con vos. Solo quisiera que no pierdas el tiempo con pavadas. Estudiá, hacé deporte, portate bien. —Hizo una pausa y su mirada pareció perderse más allá del rostro de Víctor—. Pensar que hasta hace pocos años todos los estudiantes del secundario podían ir a practicar deportes en la Quinta Presidencial. Parece mentira.

Víctor se sorprendió al escuchar esos consejos en la voz del único adulto que veía como un personaje de ficción, que le prometía asomarse a un mundo ajeno a su vida familiar: pertenecían al repertorio de sus padres. Pero sus padres, cuando recordaban esos «pocos años atrás», no escatimaban burla y rencor. Esperó que ese rapto de severidad no fuese en Andrés más que un desvío pasajero, una distracción.

—¿Adónde te gustaría que te lleve uno de estos días?

Víctor no vaciló: le gustaría ver una revista, género teatral que sus padres despreciaban.

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