Dark

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Capítulo 7

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Los padres no advirtieron cambios en la conducta de Víctor durante las semanas siguientes. No fue el caso de su prima Cecilia, siempre atenta a sus vacilaciones de adolescente.

—¿Qué tenés? Algo te anda pasando... ¿Conociste a una chica? O a una mujer, más bien...

(Llamado por el eco de la voz empieza a ponerse en foco un rostro, como una polaroid que al contacto del aire va revelando formas y colores.)

Ceci no era linda pero sabía lucir sus mejores atributos, sobre todo una petulante sensualidad. Tres años mayor que Víctor, solía desarmarlo con la madurez que posee toda joven sobre un varón de su edad. Hija de parientes a quienes «les había ido bien», los padres de Víctor se referían a ellos con dosis equitativas de envidia y desdén, Ceci había merecido a los catorce años ser confiada a la atención de un psicoanalista; esto había dejado una huella en su vocabulario y gran soltura para hablar de sexo, su tema preferido. A los ojos de su primo, todo eso le confería un prestigio particular, aun superior al de los viajes a Europa de donde volvía —la miman demasiado, así está saliendo, dictaminaba la madre de Víctor— con ropa y discos y perfumes inhallables en Buenos Aires. En su compañía, una tarde de sábado en un cine de la avenida Cabildo, había descubierto La strada y empezó a apreciar algo distinto del canon de Hollywood. Ceci gozaba de alguna complicidad inconfesada con el administrador de ese cine: no solo no pagaba la entrada, también le permitía infiltrarse por el piso superior cuando proyectaban algún film prohibido para menores, privilegio que compartía generosamente con Víctor.

Otra tarde de sábado, mientras esperaban que empezase la proyección de Un verano con Mónica, dirigió la mirada hacia la bragueta de su primo y preguntó:

—Y con eso ¿cómo te arreglás?

Víctor se ruborizó. Festejaba las incursiones de su prima por la confidencia íntima, sonreía ante alguna palabra cuya franqueza le resultaba insólita en una mujer, pero no practicaba la reciprocidad: Ceci podía confiarle sus exploraciones, él callaba sus incertidumbres. Ante una pregunta tan directa no supo qué contestar, y su silencio fue recibido como un incentivo.

—Hay cosas más interesantes que hacerse la paja. Me imagino que lo sabés aunque no sé si ya probaste...

No esperó la respuesta, le pareció evidente que no llegaría, para invitarlo a visitarla el día siguiente a mediodía. Sus padres iban a pasar el domingo en la quinta de unos amigos, excursión que no le interesaba, y se quedaría sola, le gustaba la expresión «reina del bosque», en ese piso 19 de la avenida del Libertador, cuyas dimensiones y vista al río merecían comentarios sarcásticos de los padres de Víctor. El primo aceptó sin vacilar para clausurar un tema que lo incomodaba. Lo tironeaban la impaciencia e inseguridad ante la prueba a la que sería sometido.

El escritor viejo no puede evitar una sonrisa. Admite que de ese momento, que muchos suponen capital en la vida de todo hombre, ha sobrevivido en su memoria menos la prestigiosa exaltación que una rica marginalia: el cielo plomizo que anunciaba tormenta visto por la ventana del dormitorio de Cecilia, gris denso atravesado por fugaces franjas amarillas y rosadas; la ragas de Ravi Shankar que ella eligió como música para acompañar el encuentro y que él escuchaba por primera vez; el perfume preferido de su prima, que impregnaba sábanas y almohada y él no iba a reconocer en ningún otro que encontrase en su vida. Ceci lo ayudó a alcanzar la necesaria prestancia, lo guió con firmeza y sin prisa, le indicó los movimientos que muy pronto él iba a encontrar espontáneamente y suspiró satisfecha cuando su primo, ya sin ayuda ni indicaciones, alcanzó el ritmo buscado y descargó muy pronto, demasiado pronto tal vez, todo su inexperto deseo.

—Muy bien. Ahora me tenés que ayudar.

Víctor, emergiendo apenas de la «pequeña muerte», dejó que ella le tomase la mano para llevarla entre sus piernas. Ahora no necesitó que guiaran sus movimientos, exploró, acarició, pellizcó esa húmeda, tibia intimidad hasta que un suspiro de Ceci, profundo, ahogado, le hizo entender que su misión estaba cumplida.

Ingenuamente orgulloso, se sintió dueño de una autoridad recién inaugurada.

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