Dark

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Capítulo 8

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El que sí advirtió un cambio en Víctor fue Andrés. Algo leyó en sus gestos, en el tono de su voz, que hablaba de la tácita frontera atravesada. Hizo alguna insinuación sonriente que no halló más que silencio, también sonriente, en su joven amigo, y esas sonrisas sellaron, a través de la diferencia de edad, una complicidad masculina. Víctor, que hasta ese momento había confiado a su amigo ambiciones e insatisfacciones con la candidez propia del adolescente halagado por la atención de un adulto, ahora guardaba, celoso, un secreto, y gozaba al entender que el amigo lo adivinaba sin que él lo declarase.

Demasiado tímido para preguntar, Víctor no sabía de qué se ocupaba Andrés, si vivía solo, si tenía familia. Algo lo llevaba a respetar la reserva del adulto, como si la ignorancia contribuyese a preservar el carácter novelesco que prestaba a su amigo. Una de las pocas cosas que había sabido era que vivía en San Fernando, y le pareció extraño que ese hombre tan desprendido con el dinero no se desplazara en automóvil y aceptase someterse a los erráticos horarios del ferrocarril. Más de una noche Andrés lo invitaba, antes de subir al tren que lo llevaría de vuelta a su casa, a tomar algo en la confitería de la estación Retiro, un alto recinto de mármoles y espejos que, Víctor no podía sospecharlo, pocos años más tarde iba a lucir opacado y desgastado como tantos otros rastros de la presencia británica.

—Te vestís muy serio para un chico de tu edad —observó Andrés en una de esas ocasiones.

Víctor explicó que su padre, con la autoridad que le confería el hecho de pagar, no le daba libertad para elegir ropa; escuchaba distraído, aprobaba o censuraba las elecciones del hijo, cuyo dinero de bolsillo no permitía alguna compra no autorizada. Entre los vetos paternos estaban los jeans que la mayoría de los chicos de la edad de Víctor ya lucían como uniforme. En aquel entonces aún conservaban cierto carácter desafiante, aún no habían sido normalizados, neutralizados por el uso de personas de todo sexo y edad. «Es ropa de atorrantes», opinaba el padre, definitivo. Andrés rió al escuchar ese dictamen.

—Mañana nos encontramos a la tarde. Te llevo a un lugar que te va a gustar.

La cita fue bajo el puente de Pacífico. A pocos metros, sobre la avenida Santa Fe, Andrés conocía un negocio abierto a la calle sin puerta ni vidrieras, una especie de depósito donde se amontonaban en mesas y estantes jeans, camperas, zapatillas, sin pretensión de seducir al cliente con una exhibición cuidada.

—Elegí lo que te guste, pibe, no te fijés en el precio. Y no te hagás problemas por tu padre. Podés salir de casa con los jeans y las zapatillas en la mochila del club y cambiarte en el baño de cualquier bar.

Víctor revisó las pilas de jeans apenas diferenciados por las marcas, muy visibles en etiquetas de color marrón cosidas a la cintura en la parte trasera. Se dejó tentar por la más publicitada, aunque aún no sabía que su nombre era el apellido de un famoso antropólogo y escritor francés.

Es posible que esa tarde haya sido una bisagra importante en la relación de Víctor y Andrés.

El adolescente ya había advertido que un destello de simpatía se encendía en la mirada del adulto cuando él aceptaba el billete que le permitiría volver a Colegiales después de medianoche, el destello con que ahora lo observaba revisar las pilas de jeans en busca del regalo prometido. Con la espontánea venalidad propia de su edad, entendió que esa generosidad recién descubierta era su capital, el único que poseía, y que si al adulto le procuraba placer, aunque él no supiese discernir en ese placer la parte de dominio ejercido y la de complaciente sumisión, no debía tener reparos en cultivarlo. Con aplomo en la fingida timidez, se acercó a Andrés, los jeans elegidos en mano, y le preguntó si podía pedirle que le comprase también una remera.

—Elegí dos, pibe. Y ya que estamos una campera que te guste.

Víctor asintió, murmuró gracias en voz baja pero acompañó la palabra con una palmada en el brazo de Andrés. Ese contacto, que no podía resultar equívoco, turbó sin embargo al adulto. Por primera vez Víctor vio en su mirada un instante de vacilación, rápidamente corregido por una sonrisa forzada. Cuando salió del probador, feliz de lucir no solo los jeans que su padre vetaba sino también las otras prendas que el amigo pagaría, Andrés había recuperado su dominio habitual.

—Qué machito... —exclamó satisfecho mientras lo despeinaba para liberar el pelo domado, buscando darle cierto aire de rebeldía—. Parecés James Dean.

Esa mano de Andrés sobre el pelo de Víctor, aquella mano de Víctor sobre el brazo de Andrés... El escritor se pregunta por qué un breve contacto físico entre amigos, tan corriente en los barrios porteños como entre hombres de cualquier pueblo latino, y aún más en todas las sociedades que bordean el Mediterráneo y sus herederos americanos, apareció cargado aquella tarde con un peso no declarado, algo sin nombre que turbó a Andrés e iba a permanecer en la memoria de Víctor.

Una respuesta demasiado obvia acude de inmediato a su mente: esos gestos fugaces, roces apenas, serían el esbozo permitido de un contacto menos superficial. Y ese otro contacto, a aquellos personajes les resultaba inimaginable. Si alguien les hubiese sugerido que estaba latente en su aproximación, hubieran reaccionado con irritación, aun con violencia. Por razones diferentes, ajenas al pudor, solo respetuosas de los límites tácitamente aceptados de la masculinidad, no podían siquiera concebir una forma de realizarlo sin caer en la parodia, preservando, ambos, esa masculinidad que valuaban por encima de toda otra cualidad. Hubiera supuesto para ellos, en aquel tiempo y aquel lugar, ingresar en otro vocabulario, en otra gestualidad, avanzar sobre arenas movedizas donde acechaban celadas, escarnio, sometimiento. Y en ese territorio, ni a Víctor, intuitivamente, ni a Andrés, que tanto parecía haber visto de la vida, se les ocurría poder aventurarse.

Y al mismo tiempo, reconoce el escritor, era esa misma interdicción, que ambos amigos acataban sin plantearse siquiera su existencia, menos aún la posibilidad de transgredirla, lo que hacía más fuerte, más densa, más oscura su relación.

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