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Capítulo 14

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Los padres de Víctor empezaron a notar esos cambios que hasta poco antes habían preferido ignorar. El hijo cenaba cada vez menos en familia, las pocas veces que hablaba emitía opiniones con una seguridad que no le conocían, y cuando no estaba de acuerdo con ellos, ya no bajaba los ojos y guardaba silencio, sino que les concedía un si a ustedes les parece, acompañado por una mirada casi irónica. Se está haciendo hombre, opinaba el padre; no sé quién se cree que es, comentaba la madre.

Una mañana Víctor llegó al desayuno en jeans. El padre no lo notó inmediatamente, fue la madre quien atacó primero.

—¿Y eso? ¿Desde cuándo te comprás ropa por tu cuenta? ¿Con qué plata?

Víctor tenía preparada una respuesta. Dijo que se los había pasado un compañero del colegio, el gordo Núñez, a quien le habían quedado chicos en la etapa más reciente de su irrefrenable ascenso a la obesidad. Y cuando el padre preguntó si en el colegio, en el Colegio Nacional Buenos Aires precisaba con ingenuo orgullo de que su hijo hubiese sido admitido en esa institución, aceptaban «ropa de fajina», contestó que ese día no pisaría el colegio: iría a La Plata, parte del grupo de estudiantes invitados a conocer el Museo de Ciencias Naturales. Quiero ver las osamentas de los dinosaurios patagónicos, añadió, e inmediatamente se arrepintió al ver en la mirada del padre que sus palabras fueron recibidas como alusión a una diferencia de edad que solo a un adolescente podía parecerle decisiva.

Qué insignificantes esos retazos de un pasado difícil de concebir a principios del siglo XXI... Ni siquiera me interesan como notas al pie de página en una crónica de costumbres e ideología, aunque ese pasado sea el mío, piensa el escritor, oscuramente satisfecho de que a su alrededor circulen jóvenes que no han pedido autorización a sus padres para incrustarse piercings ni para teñirse el pelo de colores sintéticos.

En aquellos años anteriores al teléfono celular, Víctor había tenido la prudencia de no confiarle a Andrés el número de teléfono de su casa, y el amigo, sin explicaciones, le había indicado que recibía y dejaba mensajes en el café de la esquina de Álvarez Thomas y Federico Lacroze. Ese café había conservado una reliquia: el palco, ya vacante, donde ¿hasta qué fecha? una vespertina «orquesta de señoritas» había ofrecido en versión melódica un repertorio de valses y tangos. Una fotografía desteñida, silencioso testimonio, las mostraba aplicadas a violines y piano vertical, inmersas en tules y vestidos largos, ya lejanas de toda posible juventud.

Allí había entrevisto una tarde a Andrés, desganadamente inclinado sobre una mesa de billar. No entró a saludarlo ni se detuvo al pasar, pero desde la vereda de enfrente se quedó observándolo un buen rato, sin poder ver el resultado de su juego, como si al espiarlo pudiese descubrir algún aspecto desconocido del personaje, algún indicio de todo lo que éste había escamoteado. La mañana de la mentida excursión a La Plata, lo encontró marcando con una cruz en su ejemplar de La fija el nombre de los caballos más prometedores para las carreras del hipódromo de Palermo.

—Termino de estudiar esto y salimos. Mientras esperás, pedite lo que quieras.

Víctor no sabía qué planes tenía Andrés pero estaba seguro de que lo iba a sorprender, como siempre, con un destino imprevisto, para él desconocido. No sabía que esta vez sería menos un destino que una experiencia muy particular lo que le tenía preparado. El escenario fue una pequeña playa entre Olivos y San Isidro, un recodo de la costa fluvial al norte de la ciudad. Lejos del bienestar opulento o decoroso de esos suburbios residenciales, a orillas de las aguas nada límpidas del Plata, Víctor descubrió una franja mezquina de arena; la cubrían cuerpos untados con sustancias bronceadoras cuyo brillo se confundía con el de la transpiración estival. Un quiosco dispensaba gaseosas, sándwiches envasados, y difundía Addormentarmi così en la voz de Teddy Reno.

—Esto es una mugre, pibe, pero nos vamos a divertir.

El plan de Andrés despertó en Víctor un reparo menos moral que prudente. Consistía en exhibir su cuerpo adolescente en un slip muy ajustado con el fin de atraer las miradas de un público masculino especializado. Después de intercambiar miradas de asentimiento con algún interesado, Víctor iría a una de las cabinas que oficiaban de baño, ubicadas a mitad de camino entre la playa y el estacionamiento. El hombre aprobado lo seguiría. Una vez cerrada la puerta, antes de que las cosas «pasaran a más», Andrés la iba a abrir de un empujón, inmovilizaría al incauto con una llave al cuello y, mostrándole un documento verosímil, invocaría su condición de policía para amenazarlo con una denuncia por «corrupción de menores».

Víctor no dejó de reconocer lo sórdido de esa propuesta que Andrés presentaba como diversión, pero una vez más el espejismo novelesco, lo que aún no sabía que autores franceses habían llamado «nostalgia del fango», lo atrajo con la promesa de una experiencia peligrosa: emociones fuertes, vedadas, inaccesibles para el alumno que sacaba buenas notas en el Colegio Nacional Buenos Aires. Sentía que estaba por explorar los márgenes de algo oscuro, un territorio hasta ese momento apenas vislumbrado, acaso solo entre las líneas de alguna novela de William Irish.

Lo que el amigo no le había anunciado era que una vez maniatada la víctima, le exigiría una suma de dinero. Inerme, el hombre aceptó el trato; seguido por Andrés, fue a buscar entre su ropa pero no llegó a entregar la cantidad pedida: Andrés se le adelantó, le arrancó la billetera y partió con paso estudiadamente sereno a reunirse con Víctor, ya vestido, en la parada del ómnibus.

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