Dark

Dark


DARK

Página 5 de 6

Comenzó a pegar saltos. Mientras, Chalmers lo observaba todo apoyado en el pino. Y, de repente, las aguas crepitaron sonoramente, y cayeron de nuevo contra la orilla con un estruendo ensordecedor.

—Es increíble —susurró Ray—. ¡No se quede ahí! —le gritó a Chalmers.

—Creo que debería usted quedarse... —comenzó este.

Un nuevo estruendo se llevó las palabras. El viento, enfurecido y caótico, giró en torno a la orilla, levantando toneladas de arena. Los minúsculos granos flotaron en el aire durante un instante, y luego cayeron de nuevo contra el suelo.

—Increíble —dijo Ray, sonriendo y mirándolo todo.

El oleaje había desaparecido por completo, y el océano era una gran balsa de agua, plana y repleta de espuma.

Y entonces, comenzó el show. Ray tropezó y cayó al suelo, rodando por la arena. Su mirada enfocó al horizonte del océano. Un poco por encima, el Sol brillaba cubierto por un extraño velo de niebla.

De súbito, el Sol desapareció, y el cielo se volvió oscuro. Las estrellas aparecieron bruscamente, y tanto Ray como Chalmers parpadearon unas cuantas veces, acostumbrándose a la ausencia de luz. A sus espaldas, un cuarto de luna creciente se distinguía, extrañamente débil. La luz volvió a surgir, las estrellas se fueron, aunque puntearon durante unos instantes en sus ojos. El Sol brillaba de nuevo por encima del mar.

—¿Qué es esto? —gritó Ray.

Sintió que su ligereza se volvía contra él, y el estómago giró como la centrifugadora de una lavadora. Notó el ascenso de la arcada, y vomitó sobre la arena de la playa. Luego no se sintió mucho mejor. El Sol desapareció de nuevo, dando paso a la oscuridad, y esta de nuevo a la luz, y luego otra vez la oscuridad, y así sin cesar durante un tiempo que parecía alargarse y extenderse hacia el infinito. El efecto era el mismo que el de estar en una discoteca, en donde los focos se encendían y apagaban a cada segundo, dibujando una sensación caleidoscópica. Aturdido, Ray intentó levantarse, pero cayó de nuevo al suelo, mareado. Respiró hondo, y sintió que le faltaba el aire. Daba bocanadas como un pez fuera del agua.

—¿Qué está ocurriendo? —gritó.

—Es el fin —murmuró Chalmers, que se había agarrado a una de las raíces del pino.

Vio como las aguas se alzaban de nuevo, con los ciclos de luz y oscuridad alternándose en el lapso de segundos, como si de una película se tratase. Durante una milésima de segundo, recordó todo aquello que le habían dicho los expertos, antes de que se retirase a la casa de la playa. La pérdida de la órbita, la rotación caótica, la desaparición momentánea del campo gravitatorio... un físico de cara pálida le había dicho que imaginaba las aguas alzándose hacia el espacio exterior, y con ellas a todas las personas que no estuviesen bien sujetas. Y luego, la atmósfera desprendiéndose de la Tierra. Así, la asfixia sería el final para la gran mayoría de los habitantes del planeta.

«Y está llegando», se dijo.

Ray logró levantarse al fin. Y lo hizo con una facilidad fuera de lo común. En el cielo, oscuro y claro casi al mismo tiempo, el Sol parecía jugar a saltar sobre el mar y luego hundirse de nuevo en el horizonte.

Intentó respirar hondo, pero sus bocanadas desesperadas no encontraban aire alrededor. «Oh, dios, está llegando», pensó. Sintió una punzada de miedo en su interior, y tuvo el impulso infantil de cerrar los ojos con fuerza. Pero se obligó a abrirlos, a ver su propia muerte, a disfrutar de sus últimos segundos de vida. ¿Te hubiera gustado estar tirado en el sofá, mientras el aire se escapaba de tus pulmones?

Sintió como sus pies se despegaban de la arena, y como su cuerpo levitaba sobre el suelo.

Miró a Chalmers. El ex-presidente del país se había amarrado a las raíces de un árbol, y aunque sus piernas se alzaban hacia el cielo, resistía, todavía agarrado. Le saludó con una mano. Chalmers le respondió con la mirada.

Y luego, Ray levantó la cabeza, hacia el cielo, que tornaba a cada momento, transformándose en un mar de estrellas o en un cielo azulado, celeste. Extendió los brazos, y sintió como una extraña fuerza levantaba su cuerpo, alejándolo de la superficie. Notaba que el aire se escurría a su alrededor, arrastrado como su cuerpo, que se iba, e intentó respirar hondo una vez más, paladear el dulce sabor del aire de nuevo en su organismo. El corazón le latía veloz, y se sentía inflado, lleno de... energía. Dejó que el aire penetrase en sus pulmones, y luego cerró la boca, impidiendo que saliese.

Miró abajo, y distinguió la curvatura del planeta. Miles de formas grisáceas despegaban de la superficie, por todas partes.

Sintió que era el momento. El Sol brillaba frente a él, y a pesar de ello, el cielo era un océano de estrellas, que brillaban y le enviaban su luz.

Exhaló el aire que había aspirado, y sintió una gran presión en el interior de su cuerpo.

«Oh, Dios, estoy satisfecho», murmuró.

Estalló.

Chalmers vio como Ray se alejaba, flotando en la atmósfera errática. Pronto estuvo tan alto que no podía verlo. «Eso es volar», pensó, nostálgico por un instante. El cielo ya era completamente oscuro, y su azul celeste, que tantas veces había visto y olvidado, era ya un recuerdo. Paladeó, abriendo la boca, tratando de encontrar una brizna de aire a su alrededor, pero ya no había. Sintió como sus pulmones ardían. Frente a él, las aguas del océano se erguían hacia el cielo, dibujando columnas grisáceas. Las salpicaduras caían hacia él, y flotaban frente a sus ojos. Sintió que una fuerza trataba de arrastrarlo hacia el cielo, con más fuerza que hasta ese momento, y se amarró todavía más a las raíces del pino.

«Este es el lugar en el que moriré», pensó.

No hubo una ristra de fotogramas con las imágenes de su vida, ni un cúmulo de emociones que se peleasen por salir de su pecho. Ni siquiera hubo una lágrima. Solamente un sentimiento de vacío.

«Yo quería vivir», pensó. «Yo quería vivir más, más aún».

Boqueó una vez más, sintiendo que su pecho se inflamaba. Trató de gritar, pero no escuchó más que un gemido débil.

El cielo no estaba. El agua se iba. La atmósfera se escurría. A su alrededor, la playa solitaria. Más allá del horizonte, en todas direcciones, la vida moría. Era el fin.

«Goodnight and farewell». Fin de la Historia.

Frederik Brithson flotó hacia su arriba, y surgió desde un túbulo lateral por una esclusa abierta. Se detuvo junto a una mesa baja, gracias a los enganches de velcro, y miró a su compañero, Colin Rowling. El inglés, de melena rubiazca y claros rasgos anglosajones, le miró con pesar en su mirada.

—¿Has comprobado los sistemas? —preguntó, con voz apagada.

—Si —respondió Brithson.

Miró a su alrededor. La ISS, su hogar. Y su tumba. Las líneas rectas, blanquecinas y grisáceas, los paneles repletos de luces, los cables colgando, los discos duros de las computadoras emitiendo molestos bip-bip, y el zumbido eterno de los sistemas de ventilación. Y la claustrofobia... «Este no es el futuro que había imaginado Arthur C. Clarke», pensó con tristeza. Recordó aquellos momentos de su infancia, en los que gastaba su tiempo leyendo novelas del espacio. Estaciones espaciales inmensas y giratorias, anillos orbitales, ascensores, colonias en la Luna y en Marte, computadoras que imitaban en comportamiento humano..., pensó en HAL y la odisea, y se sintió estafado al comprobar que la ISS no era todo lo que él hubiese imaginado. En este caso, la realidad no era tan extraordinaria como la ficción. Suspiró, e intentó dejar atrás ese tipo de pensamientos, pero estos volvían incesantemente. Siempre había sido un gran aficionado a la ciencia-ficción, con las ventajas e inconvenientes que esto traía. De joven, y no tan joven, había disfrutado con la creatividad de los grandes autores, de escritores de imaginación fulgurante, capaces de transportarlo a realidades alternativas. Al principio, la inocencia de su infancia le había hecho soñar con que, en un futuro, viviría esas aventuras. A medida que crecía, y se desentrañaba para él la maraña de la verdadera realidad, aquellas historias fantásticas iban quedando relegadas... al territorio de los sueños. El transbordador Endevour era ciencia, no ficción. Y no podía compararse con ninguna de las naves espaciales que, otrora, había imaginado. No se movía con energía iónica, o con antimateria, ni siquiera con energía nuclear... solamente la energía química permitía al hombre superar la velocidad de escape de la Tierra y pasear por el Cosmos. Lo cual era mucho decir. Haberse pisado la Luna, posarse en Marte..., pero eminentemente, dedicarse a repartir satélites en órbitas bajas... no podía considerarse la conquista del espacio. Muchos decían, «Por algo se empieza», pero tras el comunicado del presidente, el empieza se había transformado en el acaba. Lo que una vez fuera... la época del cambio, se había convertido en la época del fin. «Y yo, ¿qué hago aquí?», pensó.

—Esto es una mierda, Fred —dijo Colin.

Frederik alzó la cabeza, mirando al inglés.

—¿Qué ocurre?

—¿Estás seguro de que ha sido buena idea quedarse aquí?

No respondió.

Dos días después de que el presidente Chalmers comunicase al mundo que el fin estaba cerca, la NASA les había comunicado que enviarían al transbordador para recogerlos. En esos momentos, había en la ISS cuatro personas. Dos de ellas decidieron volver a la Tierra. Las otras dos, quedarse en la estación. «¿Y por qué?», se preguntó otra vez Frederik. No había una respuesta fácil para esa pregunta, pero por alguna oscura razón, o por un cúmulo de ellas, tanto Frederik Brithson como Colin Rowling habían decidido quedarse en la ISS... hasta el fin. La NASA había insistido, y ellos habían insistido también. Y, de todos modos, no tenían forma de obligarlos a bajar. Así, el transbordador había llegado, había recogido a Linsay Dawking, y a Maurice Indo, y había regresado a la Tierra. ¿Para qué volver a la Tierra? ¿Qué o quién les esperaba allí? en el caso de Frederik, no más que sus padres y su gato Reg. Nada más. ¿Volver? ¿A qué? A visitar los mismos lugares de siempre, o los lugares de la infancia, someterse a un proceso de tortura nostálgica, a un baño de recuerdos sin fin, a... no, no, se había negado a ello. Se había despedido de sus padres cuando las comunicaciones comenzaban a ser intermitentes, y esperaba que su Reg hubiese sabido buscarse la vida. De todos modos, poca le quedaba. Pero, ¿era eso? ¿No había nada más? Obviamente, estar en la ISS le ofrecía un observatorio sin igual. A aquella altura, sobre el planeta azul, podría ver como el Agujero de Wilson entraba en el Sistema Solar como un elefante en una cacharrería, destrozando y absorbiéndolo todo... la ISS no escaparía del agujero negro, eso también era obvio, pero... pero, ¿qué? ¿Había verdaderamente alguna razón para quedarse allí? Objetivamente...

—Yo que sé, Colin, cada uno tendrá sus motivos — respondió, finalmente. El inglés le miró.

—¡Tú me convenciste! —exclamó él—. Dijiste que aquí estaríamos mejor que en la Tierra, que...

—No digas sandeces —le cortó Fred—. Te quedaste aquí por qué te dio la santa gana, y nada más. Y, de todas formas, estamos más seguros. En la Tierra no tienen nada. Ni agua, ni electricidad, ni... viven en la barbarie. ¿O no has visto las imágenes por satélite? Vamos, Colin, las has visto igual que yo. Ciudades ardiendo, y grandes incendios por todas partes. Hay humaredas en el sur de Houston, allí donde el petróleo y el gas se han incendiado. Tormentas, ciclones..., aquí al menos tenemos comida y agua, electricidad..., y hasta entretenimiento.

—Bah —exclamó Colin, quitando importancia con un gesto. Y luego, frustrado, se agarró la cabeza con las manos, y se dejó flotar. Comenzó a llorar.

Frederik bajó la mirada y no dijo nada. Él también estaba angustiado por la cercanía de la muerte, por la proximidad del fin. ¿Y cómo no estarlo? La muerte daba miedo. ¿Qué había más allá? Y, ¿dolería? Cuantas preguntas y qué pocas respuestas. Frederik temía la llegada del momento, ese segundo en el que su vida se extinguiría, el momento justo en el que moriría. ¿Cómo era ese instante? ¿Era fugaz, como el aleteo de una mosca, o lento como el movimiento de las placas tectónicas? Esa delgada línea que separaba el todo de la nada, lo lleno del vacío, la vida y la muerte. ¿Y qué había más allá? No creía en Dios, al menos en ninguno conocido, pero siempre había tenido la impresión de que en la vida había más que casualidades, azar y probabilidades, que no todo era tan... matemático. No creía en deidades, ni en grandes mitos, no creía. Pero... ¿había algo más? ¿Algo más, más allá del límite? ¿Había un paraíso, había un cieno? ¿Había respuestas? Quizá solamente hubiera silencio. Un silencio tan grande y profundo que nada podía huir de él... como un agujero negro.

Colin bufó, hastiado por el silencio absorto de Frederik, y desapareció en otra de las estancias. Frederik siguió con su línea de pensamiento. Una vez, había leído que, al morir, el Universo desaparecía. Que cuando tu vida terminaba, el Universo que se había creado en torno a ti se extinguía con ella. ¿Sería cierto?

Intentó pensar en cosas más alegres, en algo menos... y pensó en el agujero negro. Frederik no era más que un ingeniero aeronáutico, pero siempre había estado al tanto de los grandes avances científicos, de las noticias y de los descubrimientos. Sobre los agujeros negros, concretamente, había muchas respuestas pero aún más interrogantes. Y uno de ellos le parecía realmente intrigante... ¿Qué ocurría en el interior de un agujero negro? Nadie podría descubrirlo en la Tierra, pues probablemente se quedase sin atmósfera antes de ingresar más allá del horizonte de sucesos, pero ellos, en el interior de la ISS, tendrían una mínima oportunidad. Cuanto durase esta, no lo sabía. Pero merecería la pena. Era dar el último paso de la ciencia humana... penetrar en un agujero negro... algunos decían que el interior era un horno de radiaciones, en donde la energía de las emisiones electromagnéticas convertiría cualquier cosa que penetrase en plasma. Las teorías eran tan variopintas... Frederik no creía en nada, pero vería con sus propios ojos el interior de un agujero negro. Quizá.

Y entonces, tuvo una idea.

Había cruzado su mente como una estrella fugaz... pero la había cogido al vuelo. ¿Por qué no?

Esa misma noche, durante la cena, Colin le leyó las últimas mediciones del agujero negro. Los últimos cálculos llegados desde la Tierra indicaban que no restaban más de doce horas para que el agujero negro alcanzase la vertical del Sistema Solar. Pero Colin creía que quedaban menos de diez horas. Mientras hablaba, solamente una parte de la mente de Frederik le atendía.

—¿Has escuchado algo de lo que te he dicho? — preguntó Colin, y se calló.

Con el paso de los segundos, Frederik se percató de que el inglés le estaba mirando, molesto, y sonrió débilmente.

—Estaba un poco... ido —dijo, y añadió, con seriedad—: Discúlpame.

—Decía que en diez horas estaremos muertos.

—Oh —dijo Frederik.

—¿A qué le estás dando vueltas?

—Quiero salir.

—¿Salir? ¿A qué? ¿A dónde?

—Fuera —dijo, señalando con sus brazos el exterior.

—Pero, ¿para qué? —preguntó Colin, incrédulo—. No hay nada que falle.

—Ya lo sé. Pero... —se detuvo—. Quiero estar fuera cuando todo termine.

—¿Qué dices? Pero... —Colin se revolvió en el aire ingrávido—. ¿Estás loco? Joder, estás... enfermo. ¿Para qué quieres estar fuera?

—Yo... simplemente me parece una buena idea.

—Si querías disfrutar del ambiente, haberte vuelto a la Tierra —gritó Colin.

—Colin, ¿qué es lo que te molesta? —preguntó Frederik, tranquilamente.

—¡Que te comportes como un jodido héroe, Fred! ¿A quién quieres impresionar? ¿Eh?

—A nadie —y añadió, secamente—: Solamente quiero elegir cómo morir —y añadió—: Ah, y no te estoy pidiendo permiso. Voy a hacerlo.

Colin tardó unos segundos en reaccionar.

—Muy bien —dijo.

Frederik se puso el traje espacial, lentamente, comprobando cada uno de los anclajes, de las cremalleras, de los remaches. Tal y como le habían enseñado durante el largo período de aprendizaje. El voluminoso traje le hacía sentirse inflado, atrapado, y estar dentro de él era angustioso. Recordó los «paseos» espaciales que había realizado, meses atrás. En el interior del traje, se sentía como si estuviese viendo una película muy real, como si estuviese en un magnífico programa de realidad virtual... no se sentía él. Pero era más real que nada que hubiese podido hacer en la Tierra, con su cuerpo a menos de cinco centímetros de la muerte, protegido tan sólo por un complejo conglomerado de materiales. Y luego, la salida al exterior. La completa ausencia de gravedad, la falta total, por un instante, de un sistema de referencias, la lucha contra el sistema del equilibrio, atolondrado y confuso, y una miríada de estrellas fulgurantes y brillantes, en cualquier dirección. Durante un instante..., oh, era una sensación maravillosa. Luego, se convertía en un infierno. Frederik recordaba con una mezcla de amargura y excitación las horas de trabajo en el exterior de la ISS, fijando alguna placa solar o reparando algún tornillo que se hubiese soltado como por arte de magia. Horas y horas de tensión, controlando absolutamente todos los parámetros, sin dejar escapar tan sólo uno... y ante él, siempre, la plácida estampa de la Tierra, con su azul cruzado de nubes blancas.

Colin apareció antes de que se colocase el casco. Ambos flotando, el inglés le miró con cara de pocos amigos.

—Todavía no entiendo por qué sales —dijo.

Frederik intentó encogerse de hombros, pero era algo inútil con el traje.

—Ahí afuera, tu muerte será...

—Como la tuya, Colin. No alcanzo a imaginar cómo, pero no será peor que la tuya —y aprovechando el silencio de su compañero, añadió—: tienes miedo a morir solo, ¿no?

Colin retiró la mirada. Cuando le miró de nuevo, estaba llorando.

—Es solo que... que... —dijo.

—No morirás solo, Colin, yo estaré ahí, al otro lado de la radio, justo por encima de la estación.

—No será lo mismo —dijo él.

Frederik asintió.

—No, no será igual.

Unos segundos más tarde, Colin rompió el silencio.

—¿Crees que dolerá?

—Creo que el dolor es lo que menos nos debe preocupar —respondió Frederik, sonriendo—. Y no me preguntes ahora si creo que hay un cielo.

—No iba a hacerlo —respondió el inglés, sonriendo también.

Extendió una mano, y Colin respondió el apretón. Luego se abrazaron.

—Comprobaré tu traje —dijo Colin, comenzando a flotar alrededor de él.

Frederik alzó el casco, y se lo puso en la cabeza, ajustándolo con las ranuras del anillo de cierre. Escuchó un ligero clic.

—Nadie sabrá de nuestra gesta —murmuró Colin.

—Es cierto —respondió Frederik, a través de la radio—. Nadie más que nosotros mismos.

—Ya —dijo Colin, con tristeza, y bufando al apretar una tira corrediza—. No habrá poemas que canten nuestro fin, ni leyendas que pasen de generación en generación...

—Te sobra romanticismo anglosajón —dijo Frederik, pero él pensaba lo mismo.

—Puede que sí —asintió Colin—. Pero no habría estado mal morir por algo.

—Al menos... —comenzó Frederik—, veremos el interior del agujero.

—Y no saldremos en los libros de historia.

Colin dejó de asegurar su traje, y flotó frente a él.

—Supongo que la presión colapsará la estación sobre mí, y que una masa de metal, plástico y órganos se estrellará contra la superficie de la estrella negra, ¿no?

—Nadie ha estado dentro, Colin —dijo Frederik—. Esa es la gracia. No sabemos qué vamos a encontrarnos.

—La muerte —dijo Colin—. Nos encontraremos la muerte.

Aseguró el cierre hermético a sus espaldas, y flotó en la antesala, esperando a que la bomba hidráulica extrajese todo el aire de la pequeña estancia. Cuando el piloto rojo se apagó, pulsó el botón verde, y la esclusa se abrió. Un círculo negro, punteado de estrellas, apareció ante él. En el margen inferior, un panel solar de la ISS rompía aquella grandiosa uniformidad. Se impulsó con los pies en la pared, y flotó fuera de la estación. Pronto, se vio rodeado de oscuridad pero también de luz. La luz solar reverberaba en las blancas estructuras de la estación, convirtiéndola en un albor. El cable que lo unía a la estación se fue desenrollando lentamente, y Frederik se alejó una decena de metros de la ISS.

—Aquí Colin —dijo una voz, en un lateral de su cabeza. Reprimió el impulso de girarla.

—Aquí Fred, todo bien —respondió.

—Controlas el cable, ¿vale? Yo estaré aquí todo el tiempo, si necesitas algo, conecta la radio o hazme una señal con la mano, ¿de acuerdo?

—Bien, gracias.

La radio se cortó, y Frederik se enfrentó a un único sonido, el de su respiración entrecortada. Observó la Tierra. Recorrió con la mirada la costa este de Norteamérica, y luego saltó el océano Atlántico hasta llegar a Europa, parcialmente cubierta de nubes. Giró levemente, hasta enfrentarse a la luz del Sol. Y entonces, quedó perplejo.

—Joder.

El Sol estaba... siendo absorbido. Había una gran masa oscura junto a él, una gran mancha que ocultaba las estrellas que había tras ella, y que debía cuadriplicar la masa solar. ¿Cuánto abarcaba? imposible saberlo. Lo que si era perceptible era un gran brazo de fuego, que surgía directamente de lo alto del Sol y caía en la oscuridad, desapareciendo.

Se dejó flotar unos metros más, captando la espectacularidad de la situación. El Sol, tragado por un gran agujero negro... ¿Había soñado alguien con una cosa así? Quizá algún escritor de imaginación desbordante, o algún científico tras tomarse unas copas... pero nadie lo había tomado jamás en serio. Algo así... ¿cuántas probabilidades había? ¿Una entre mil billones? Y sin embargo, algunos habían llegado a decir que era un fenómeno frecuente en el Cosmos. No en vano, el centro de casi todas las galaxias conocidas estaba ocupado por un agujero negro. La causa de ello era desconocida, pero era un dato real. Los agujeros negros errantes eran menos abundantes, pero se sabía también de su existencia. Y ahora, todo un gran sistema planetario, el suyo, estaba desapareciendo. Se preguntó, por un instante, qué planetas habrían sido absorbidos ya. Y durante otro instante, se preguntó cuánto tardaría la Tierra en ser atraída hacia aquellas fauces invisibles pero certeras. Era inexorable.

Inevitable: algo que no se podía parar.

Eso es lo que era aquel agujero negro.

A medida que las horas fueron pasando, a Frederik se le terminó el agua. Colin le dijo que podía regresar a por más, pero le respondió que podría vivir unas cuantas horas sin beber.

Ahora, varios brazos de fuego salían directamente desde el Sol, para caer más allá del horizonte de sucesos, y la masa negra que ocultaba las estrellas parecía estar mucho más cerca de la Tierra. Quizá lo estuviese.

Y menos de un segundo, algo cambió. Tardó unos segundos en darse cuenta, pero... la Tierra giraba... de forma anómala. Y con ella, la ISS también lo hacía. El Sol aparecía y desaparecía en el visor de su casco, mientras que la luna se dejaba adivinar en contraposición a la estrella. Sintió como se mareaba, y como la última comida —su última cena—, se revolvía en el estómago y luchaba por salir al exterior. Intentó evitarlo con todas sus fuerzas, mientras el mundo, el Cosmos, todo el Universo, giraba erráticamente a su alrededor —aunque fuese Frederik el que girase—. Vomitar en el espacio podía ser una tragedia, inundando de vómito el caso de cristal. Tendría que regresar a la estación, y quizá ya no pudiese salir de nuevo. Se tragó lo que sabía que tenía que tragarse, e intentó estabilizar su posición. Durante unos segundos, luchó por recuperar una posición, ajeno a la gravedad terrestre. Fue inútil. Se dejó llevar al menos durante un par de minutos, cerrando los ojos e imaginándose que permanecía inmóvil sobre una cama, tal y como hacía durante el período de adiestramiento. Pensó en la gente de la Tierra. ¿Cómo estarían viviendo eso? Abrió los ojos, y enfocó la Tierra, relativamente inmóvil en su propio horizonte vital. «Se asfixian», murmuró. El eco de sus palabras rebotó débilmente con la cara interna del cristal. La atmósfera, una capa a veces brillante y a veces transparente, se escindía de la superficie terrestre, en inmensas bolsas de aire... desde allí... era como si la atmósfera estuviese lloviendo hacia el exterior, lanzando su aire al espacio. Era un espectáculo sobrecogedor.

—Colin, ¿estás viendo eso? —preguntó.

El inglés tardó unos instantes en responder.

—¡La atmósfera se separa de la Tierra! —exclamó Colin—. Oh, Dios, se están quedando sin aire.

—Y nosotros no dejamos de girar, ¿te has dado cuenta? El centro de gravedad de la Tierra... está cambiando.

—Estamos demasiado cerca del horizonte de sucesos —informó Colin—. Eso significa...

—Es el fin —asintió Frederik.

Cerró de nuevo los ojos, pues volvía a marearse. Mientras trataba de convencer a su estómago de alcanzar una tregua, se dejó llevar, extendiendo los brazos, como cuando de pequeño iba a la playa y se hacía el muerto, sobre las aguas. Aquella sensación, placentera, de que el Sol le caía sobre el cuerpo, mientas que en su espalda el agua acariciaba su piel... llegó a él como una ola gigante, y se estremeció.

«Ahora me voy a morir», pensó. Y se repitió a sí mismo la pregunta que Colin había hecho: «¿Dolerá?». Aunque quizá no fuese la pregunta indicada. Había otras todavía más acuciantes e interesantes... pero habría tiempo para responderlas.

Y aunque no fuese así, el solo hecho de que hubiesen sido formuladas justificaría la ausencia de respuestas.

Abrió los ojos, y lo único que vio fue una gran mancha oscura que ocultaba las estrellas. Era mayor que minutos antes. Tomó una decisión.

—Colin, voy a liberarme —dijo.

Espero la objeción del inglés.

—De acuerdo —dijo este, sorprendiéndole.

—Eres un buen tipo, Colin —dijo Frederik, mientras veía como uno de los paneles solares se liberaba de sus anclajes y salía disparado, lejos de la estación—. De lo mejor. Ha sido un honor.

—Gracias, Fred —respondió Colin, y añadió, socarronamente—: disfruta de la fiesta.

—Lo haré. Adiós.

Desenganchó el cable, y este se perdió hacia la estación, como un látigo tensionado. Golpeó un panel de comunicaciones, y lo hizo pedazos. Frederik se estabilizó gracias a la inercia del golpe final del cable de sujeción. Vio como tanto la ISS como la Tierra giraban sin control. El espectáculo era pavoroso, y quizá fuese el único humano que lo estuviese viendo.

De repente, todo se tiñó de oscuridad. El Sol había desaparecido, más allá de la mancha oscura que era el agujero negro, o más probablemente, absorbido del todo por él. Tembló en el interior del traje, sintiendo unas fuerzas extrañas que tiraban de él. La Luna surgió por encima de la Tierra, y por primera vez desde hacía millones de años, se liberó del abrazo gravitatorio del planeta que la mantenía cautiva, y salió despedida, como una bola de billar hacia su agujero. Frederik alzó la cabeza, con una curiosidad... innata. La Luna, que giraba sin control y a gran velocidad, se alejaba de la Tierra, igual que lo hacía él mismo. Y, en menos de un segundo, desapareció. Fue como un parpadeo. En un momento estaba, y al siguiente ya no... Era la imagen más clara de la muerte que había visto nunca. Ahora sí, y ahora no.

Observó la ISS. Estaba a unos kilómetros de su posición, visible como una pequeña mancha blanca a pesar de que ya no hubiese Sol para iluminarla. Era lo más a lo que había llegado el hombre en el espacio, la niña de sus ojos, el máximo exponente de la tecnología humana, y de su propia inteligencia. Allí se quedarían sus adelantos médicos, su búsqueda de la vida extraterrestre, la exploración espacial..., y también las guerras y las hambrunas, las injusticias sociales y la destrucción del medio ambiente... allí se quedaría todo. Tras la mancha que era la ISS, la Tierra se mostraba ya como una roca baldía y oscura. Su superficie... yerma y baldía. En un segundo, fue consciente de que quizá él y Colin fuesen los últimos humanos vivos.

Los últimos. Suspiró muy hondo.

«Eso es todo lo que somos», se dijo, mirando la Tierra.

Vio de nuevo la ISS, y se preguntó si Colin estaría bien. Intentó el contacto por radio, pero ya estaba muy lejos de la estación, y además, el agujero negro estaba muy cerca y probablemente las ondas se viesen afectadas de una forma inconcebible.

¿Y era así como acababa? ¿No hay un gran epílogo? ¿Nadie que cante una última canción a la desaparición del hombre? ¿Absolutamente nadie?

Todo lo que una vez habían sido se iba. Y también aquello en lo que jamás se podrían convertir ya. Vio como la Tierra era lanzada brutalmente hacia delante, desapareciendo en pocos segundos más allá del horizonte de sucesos. Sintió una punzada de miedo, y los latidos de su corazón, que alocado, golpeaba sin compasión la parte interna del traje. Ya solo quedaban segundos. La ISS, todavía atrapada por la débil gravedad terrestre, fue tras ella, como si estuviesen atadas por un fino pero resistente hilo de plata. Desapareció en un segundo, con su imagen estirándose como si estuviese hecha de chicle.

«Ahora sí soy el último», pensó Frederik, recordando fugazmente a Colin. Sólo fugazmente. Lo que estaba viviendo eliminaba cualquier recuerdo. Ahora, más que nunca, solamente el presente importaba.

Sintió una gran fuerza que tiraba de él, con fuerza, en una dirección que conocía. Se acercó a la oscuridad total, que ahora le envolvía casi por completo, hasta que alcanzó el horizonte de sucesos... invisible para él, pero real.

Y lo sobrepasó.

No cerró los ojos en ningún momento. Y así pudo ver la luz. Era tan brillante que sus ojos le quemaban, pero no bajó los párpados. Había... puntos de luz por todas partes, flotando como luciérnagas en una noche de verano, temblando como péndulos. Y también había una gran cantidad de sombras, redondeadas pero también irregulares. Se preguntó cuál de esos bultos era la Tierra. Los objetos trataban de ocultar la luz, sin llegar a conseguirlo. Algo pareció explotar. Ahora la luz ya no era blanca, sino azulada, muy azulada, como las aguas del océano iluminadas por el Sol. Y aquel mar de luz azulada se bifurcaba formando brazos de luz, espirales y círculos, que giraban y se enrollaban sin cesar, como un nido de serpientes.

«¿Estoy muerto ya?», pensó, sintiendo un fuerte calor en su pecho.

La luz cambió hacia el verde, y Frederik recordó la selva. En menos de un segundo, la masa de luz mutó hacia el rojo, y finalmente, una ola de luz estalló y se expandió hacia él, arrasándolo todo.

Observador Externo sintió algo extraño que pasaba no muy lejos de él. Giró entre un pequeño asteroide recubierto de hielo, y lanzó todos sus sentidos hacia aquello que le había llamado la atención. No tuvo que atisbar mucho entre las estrellas para encontrarlo. Se trataba de un pequeño espíritu, una entidad cósmica recicladora. La observó durante un pequeño lapso de tiempo, recreándose en todas las emisiones del espíritu, y luego se acercó prudentemente a él. Otros observadores externos, más ancianos que Observador Externo, le habían prevenido de los espíritus recicladores. Creían que no eran más que demonios del universo, pequeños espíritus que se dedicaban a la destrucción. En su largo tránsito por el Cosmos, atravesaban insondables distancias, devorando estrellas y planetas. Los objetos celestes desaparecían a su paso con una velocidad terrible. Decían, «algo que traga la luz y la hace desaparecer, no puede ser una fuerza sagrada». Los observadores más ancianos prohibían a los jóvenes penetrar en el interior de los espíritus recicladores, pero Observador Externo sabía que podría hacerlo si quisiera. Nadie podía impedírselo, y realmente sentía una gran curiosidad.

En su mundo cuasi eterno, la curiosidad era lo único que movía el interior de su alma.

Giró a una distancia prudente del espíritu reciclador, con un debate interno que elevaba su ya de por sí alta temperatura. El espíritu reciclador estaba cayendo hacia un pequeño sistema planetario, y en esos momentos absorbía con fiereza el fuego de la diminuta estrella central. Una gran esquirla de material incandescente se escapaba del sol, flotando en el vacío, y desapareciendo en la nada. Los espíritus recicladores no dejaban escapar nada, absolutamente nada. Los observadores externos más ancianos, decían que una vez dentro del espíritu reciclador, era imposible escapar, pues ni siquiera la luz, con toda su fogosidad, podía hacerlo. Pero Observador Externo sabía que no era del todo cierto. Había varios tipos de espíritus recicladores. Algunos de ellos, los cerrados, eran como una trampa celeste. Todo lo que entraba no volvía a salir jamás, incluida la luz. Los otros, los abiertos, eran algo diferentes. Por alguna razón, en su interior se abría una puerta, un hueco estrecho que conducía a otro lugar de la galaxia, ignorando las reglas del tiempo.

Observador externo se acercó aún más al espíritu, dejando suficiente espacio de seguridad. El punto sin retorno, tras el cual quedaría atrapado por el espíritu, estaba todavía lejos. Admiró el modo en el que el espíritu se abalanzaba sobre el sistema planetario. Se centró en los planetas, y vio como giraban al son de las corrientes gravitatorias generadas por el espíritu. Bailaban confusos, con sus órbitas desfiguradas. Alguno de ellos se estaba incluso fragmentando. Observó como un pequeño satélite desaparecía en las entrañas del espíritu.

¿Y si entrase? se preguntó. Su temperatura se elevó considerablemente al barajar la posibilidad. El hecho de saber que no era recomendable hacerlo le impulsaba más a dar el paso, y curiosear. Se imaginó las reprimendas de los observadores externos más ancianos. Pero, al margen de lo que ellos pudiesen opinar, podía correr un gran peligro. Si el interior del espíritu reciclador era cerrado, una puerta sin salida, se quedaría atrapado en él durante un tiempo. Por boca de otros observadores externos jóvenes, sabía que aunque los ancianos decían que nada podía huir del interior de una entidad recicladora, no era del todo verdad. Aunque, si quedaba atrapado, no podría salir a menos que alguien fuese a buscarlo. Con el tiempo, alguien percibiría su ausencia, y seguiría su rastro hasta encontrarlo. El modo en el que los ancianos podían sacar a un igual del interior de un espíritu reciclador, lo desconocía. Y si el espíritu era de interior abierto, temblaba de emoción al imaginarse en el interior del túbulo de salida, surgiendo al exterior entre una nube de hidrógeno, en otro lugar del Cosmos. Era... emocionante.

Se acercó aún más al espíritu reciclador, observando las hordas de emisiones que se arremolinaban a su alrededor. Un planeta fue absorbido, desapareciendo en el interior. Intentó comunicarse con la entidad recicladora, pero, tal y como le habían dicho, esta no respondió. Era como un gran monstruo ciego, furioso pero a la vez... ignorante de lo que le rodeaba, que reaccionaba con rabia e ira al más mínimo contacto.

«¿Lo hago?» se dijo. En lo más hondo de sí mismo, Observador Externo sintió que su alma se volvía incandescente. El Cosmos podía ser un lugar absolutamente aburrido. Los observadores externos ancianos recomendaban tal y tal cosa, viviendo en sus eternas conversaciones. Pero los más jóvenes, como Observador Externo, se aburrían al poco rato, y huían de allí, en busca de aventuras. Si uno era imprudente, el Universo era un lugar más divertido.

Miró uno de los planetas, que giraba sin control en las inmediaciones del espíritu. Tras él, su estrella era devorada eficazmente, entre pequeñas explosiones de hidrógeno y helio. Se acercó al planeta, convirtiéndose en un brillante satélite durante unos minutos. La estructura rocosa del planeta resistía fieramente el influjo del espíritu reciclador, pero había perdido su atmósfera y ya nada más que quedaban retazos de gases sobre su superficie. Lo que parecían haber sido océanos líquidos, estaban ahora congelados. Pensó un instante, hasta percatarse de que probablemente la atmósfera hubiese desaparecido tan velozmente que hubiese impedido la evaporación. Ahora, su superficie era un mosaico de lagos helados y tierra. Alzó la vista hacia el espíritu reciclador. Estaba temerariamente cerca del límite, y no faltaba mucho para sobrepasarlo y penetrar en el espíritu.

«Lo vas a hacer», se dijo. Si, lo iba a hacer. Se había decidido. ¿Qué era aquella existencia sin algún que otro riesgo? No era más que dejar pasar los segundos, uno a uno, incontable hasta un fin.

Rodeó un par de veces el planeta, cavilando e intentando encontrar una razón para no entrar en el interior de la entidad recicladora, cuyas fauces invisibles se alzaban ante él. Pero no había razones.

Se dejó llevar por las fuertes corrientes de gravedad, inflamado de emoción, observando al mismo tiempo como lo que quedaba de la estrella era absorbido. La luz de aquel sistema planetario moribundo se había ido. Ya nada permanecía. Miró el planeta una vez más, ahora más oscuro y gris por la ausencia de luz, y le comunicó que se convertiría en compañeros de viaje.

Y, en menos de un segundo, atravesó el límite.

Estaba dentro del espíritu reciclador.

En el interior, todo era espectacular. Observador Externo sintió como las radiaciones rebotaban contra él, incrementando su temperatura. Se llenó de energía. Y absorbió todo lo que podía observar. Había hordas de objetos celestes, atrapados por el espíritu cósmico en su andadura celeste. Los minúsculos átomos de hidrógeno flotaban por todas partes, chocando y uniéndose durante un breve período de tiempo, para a continuación desligarse y lanzarse a otro lugar. Giró, a sus espaldas, y observó algo que le sobrecogió. El firmamento, el universo, había desaparecido. Ya no había estrellas junto a él, no había más que una superficie oscura a la que ni siquiera alcanzaba la luz. Con una mezcla de curiosidad emocionada y temor, miró al interior del espíritu reciclador. Allí, una miríada de explosiones enviaba millares de emisiones hacia el exterior del espíritu, pero la propia fuerza de la entidad las reabsorbía sin dejar que llegaran muy lejos. Era un espectáculo de luz y color, de brazos de luz que giraban sin cesar, de partículas subatómicas jugando entre objetos celestes congelados o destruidos.

Se pegó a su compañero de viaje, el pequeño planeta rocoso, y se apuró a refugiarse en su superficie. Aunque, falto de órbita y de estrella que dominase su camino, giraba sin control, se estabilizaba paulatinamente. Mientras se acercaba a la superficie, percibió que algo estallaba en el interior del espíritu reciclador, y que una horda de emisiones como nunca antes había detectado se acercaba al borde. Se protegió en la cara opuesta del planeta, y asustado, vio como la luz lo llenaba todo durante unos instantes, centelleando, y como perdía impulso a medida que intentaba escapar de la entidad. Al fin, se detuvo, durante un instante mágico, y cayó de nuevo hacia el interior de la entidad recicladora. Pero, a medida que lo hacía, una corriente de gravedad comenzó a arrastrar el planeta.

Observador Externo notó como el miedo crecía en su interior. Estaba en el interior de un demonio cósmico, sometido a sus designios furiosos, y no tenía ni idea de si se trataba de una entidad recicladora abierta o cerrada. Y temía salir de la protección del planeta y verse arrasado por un haz de luz. Su temperatura ya era suficientemente alta.

Mientras el planeta era arrastrado, al igual que otros muchos objetos que pululaban en el interior del espíritu, se deslizó por la superficie. En cuanto sobrevolaban los lagos helados, estos se descongelaban debido a su alta temperatura, y las moléculas de agua se perdían en el vacío, mezclándose con el hidrógeno y rechazando el helio. Se alejó de las superficies heladas, y observó el resto. Con sorpresa curiosa, descubrió que aquel planeta había sido bendecido por la vida. Al principio, tuvo dudas, pero estas pronto se disiparon. Descubrió estructuras alargadas, unidas al suelo. Cubrían gran parte de la superficie, así que Observador Externo supuso que se trataba de la forma de vida más abundante. Estaban congeladas, desprovistas ya de vida, igual que otras muchas formas de vida que yacían en la superficie. Eran también abundantes, y parecían tener cuatro extremidades. Las había por todas partes, solitarias o en grandes grupos. Y en muchas ocasiones, en el interior de estructuras inorgánicas y elevadas. Atisbó todavía más en la superficie, comprimiéndose, y encontró una miríada de formas de vida, algunas de ellas todavía vivas. Era increíble que aún resistiesen las condiciones que se generaban en el interior de aquel demonio. Pese a ello, muchas de las que vivían estaban agonizando, y Observador Externo podía percibir sus invisibles llamadas de socorro. Nadie podía ayudarlas, ni siquiera él. A pesar de su status, y de todas las capacidades que tenía, no podía hacer nada por ellas. La única ley que gobernaba su pueblo era la del libre albedrío, y por nada del mundo rompería esa regla sagrada. Pese a ello, sintió algo parecido a la pena por aquellos pequeños seres vivos. Con su forma alargada y ovalada, se apiñaban unos a otros, como intentando protegerse. Se expandió ligeramente, y aquellos pequeños seres desaparecieron, demasiado pequeños para que pudiese percibirlos. Apoyado contra la superficie de aquella cara del planeta, observó aquellos erguidos seres vivos. Aquellas formas de vida, perecederas... ¿tenían sentido? Sus vidas eran efímeras, acotaban un minúsculo fragmento del tiempo del Cosmos, y eran tan ínfimas que apenas ellas mismas podían percibir su propia existencia. ¿Tenía esto sentido? Y sin embargo, sintió que había algo en aquella existencia fugaz que Observador Externo nunca podría poseer. No sabía exactamente a qué se refería, pero su alma ardió con fuerza durante unos instantes, nerviosa por un descubrimiento que ni siquiera terminaba de entender. Vagó por aquella superficie, ajeno a lo que ocurría a su alrededor, en donde el planeta se veía arrastrado hacia una fuente de luz que parecía inundarlo todo. Llegó al borde de un lago congelado. Había una de aquellas estructuras inorgánicas, las que albergaban a las formas de vida con extremidades, y también una diminuta extensión de material granulado. También había un par de formas de vida alargadas. Descubrió a uno de los cuadrúpedos, sobre la superficie granulada, agarrado al pie de una de las formas de vida alargadas. Se acercó lo máximo. No estaba vivo, ni mucho menos. Entre sus extremidades, había un pequeño bubón. Estaba parcialmente recubierto de un material largo y fino, y había un sinfín de detalles que Observador Externo no sabía interpretar. Eran formas de vida demasiado primitivas, alejadas de él más que del mundo inorgánico. Y, aun así, sintió una punzada de nostalgia. Algo que se revolvía en su interior, infame y caótico.

Se alejó de allí, perturbado, y orbitó a cierta distancia del planeta. Allí había algo que le había turbado, que había abierto una línea de pensamiento que quizá no le gustase demasiado. ¿Para qué torturarse con ello? Pero había asumido un riesgo, había emprendido una aventura, y debía aceptar todo lo que derivase de ella.

Algo centró su atención. El planeta, y todos los demás objetos que habían sido absorbidos por la entidad recicladora, eran ahora absorbidos hacia su núcleo. Y allí, la luz estallaba sin cesar, en torno a una diminuta esfera oscura, apenas perceptible entre la luz. De repente valiente, Observador Externo se alejó un poco más del planeta, exponiéndose al daño que el demonio cósmico podía causarle. Quería observarlo todo, quería correr todos los peligros, quería conocer, quería ser... curioso... quería.

Aquella pequeña esfera negra fue aumentando en tamaño, aunque lo que ocurría en realidad era que el planeta, y todo lo demás, era arrastrado a una velocidad inconcebible. Observador Externo sentía su alma trémula, encendida,... la sintió viva. Y eso era lo único que le importaba en ese momento.

Ir a la siguiente página

Report Page