Dark

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Capítulo 13

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Cecilia los vio una tarde en una casa de música de la avenida Cabildo.

Víctor dudaba entre varios LP. Andrés, desinteresado de esas músicas que no eran lo suyo, esperaba junto a la caja con la mirada indulgente y divertida que solía lucir en los momentos, cada vez más frecuentes, en que su joven amigo fingía timidez antes de aceptar un regalo. Cecilia oyó que Andrés lo invitaba a llevar los seis u ocho entre los que no se decidía; no se acercó a ellos pero oyó las palabras de Andrés y lo vio pagar. Su curiosidad no pasó inadvertida.

—Allí hay una chica que se interesa en nosotros. ¿Será esa prima de la que me hablaste?

Víctor iba a recordar esa mirada de Andrés, lateral pero incisiva, una mirada solo en apariencia distraída, que en realidad era, años más tarde lo iba a comprender, la de alguien siempre alerta, adiestrado para eludir a quien pareciera seguirlo, para registrar y archivar el rostro de un desconocido.

Cuando miró en la dirección señalada, Cecilia ya salía y lo saludó con una sonrisa y una mano en alto.

Pocos días antes, Víctor había terminado por contarle a su amigo, sin mucho detalle, de esas tardes de domingo en casa de su prima, confidencias recibidas con satisfacción casi paternal.

—Qué bueno... —había opinado Andrés—, pero se me ocurre que te vendría bien conocer a una mujer, no digo a una veterana pero sí a una mujer con experiencia. Estas chicas jóvenes pueden dejarse pero no se ponen al servicio del hombre. Y esto es lo que me gustaría regalarte.

El regalo llegó pocos días más tarde, en un departamento de la calle Reconquista.

Algunas instantáneas discontinuas, conservadas entre descartes de aplomo fingido y ansiedad disimulada: el perfume que impregnaba las dos exiguas habitaciones, varillas de incienso que ardían insertadas en el lomo de un pequeño elefante de metal, la mujer que dijo llamarse Anahí y vestía una bata, Andrés la llamó kimono, con estampado de dragones y flores exóticas, los pechos menos firmes que abundantes asomando por esa bata apenas entreabierta, el licor empalagoso al que la mujer convidó y Víctor desechó después del primer sorbo, Andrés echándose en un diván con la desenvoltura de un visitante frecuente, eligiendo una revista de las apiladas sobre una mesa baja, sin prestar atención al televisor donde un conjunto folklórico pateaba un malambo en blanco y negro.

Anahí tomó a Víctor de la mano y sin una palabra lo llevó al dormitorio. Él no tuvo que desvestirse. Entre besos y caricias, lentamente, ella fue quitándole la camisa, bajándole los pantalones, mientras su boca recorría cada centímetro de piel que iba descubriendo. Cuando le quitó el calzoncillo, sopló suavemente sobre el vello que rodeaba el sexo ya despierto y pasó a descubrirle un placer que él no había conocido con Cecilia. Labios y lengua ejecutaban variaciones nuevas para el cuerpo de Víctor, y cuando Anahí lo atrajo al lecho poniéndose boca abajo fue para enseñarle una nueva posibilidad de explorar el cuerpo de una mujer. De la habitación vecina, acallado ya el fragor del malambo, llegaban los acentos plañideros de una vidalita; en el recuerdo del escritor iban a quedar asociados a ese momento.

Se despertó solo en la cama, en la piel un rastro persistente del perfume de Anahí. Pasó al baño, se lavó, se echó abundante agua fría sobre la cara, se miró en el espejo buscando algún cambio, algún signo de la experiencia nueva. No lo encontró. Si con Cecilia la relación sexual adquiría el carácter higiénico de un ejercicio gimnástico, con Anahí Víctor había dado los primeros pasos en un repertorio de variaciones que, por el momento, aún no desgastadas por la práctica, prometían ser inagotables.

Cuando se reunió con Andrés y Anahí, vio que su amigo dejaba sobre la mesa baja tres sobres minúsculos, delgados, y murmuraba algo así como que la deuda estaba saldada. Y que algo de crédito le quedaba, añadió sonriente. Anahí, sin comentarios, se dirigió a Víctor.

—Un gusto conocerlo, joven. Ya tiene la dirección, pase cuando quiera. Y no se preocupe, invita el amigo.

Al salir, los amigos caminaron unas cuadras en silencio. Se sentían muy cerca uno del otro, hermanados sin necesidad de palabras. A lo lejos, desde el otro lado de Alem, les llegó el interminable jadeo de la sirena de un barco, la promesa de algo lejano. Era el mes de noviembre, cuando en Buenos Aires los días se alargan y una elusiva claridad no se borra del cielo a esas ocho que ya no son de la tarde y aún no son de la noche.

Víctor anunció que tenía hambre y Andrés no se hizo esperar para invitarlo a una parrilla del bajo. Comieron en silencio, intercambiando cada tanto una sonrisa cómplice.

Víctor se había habituado rápidamente a la generosidad del amigo, a sus invitaciones, a sus regalos, respuestas siempre a deseos que él había aprendido a deslizar con astucia casi espontánea. No sabía si Andrés veía a través de esa táctica, pero en los ojos, en la expresión del amigo, solo hallaba un humor desprovisto de toda censura, y si asomaba un rastro de ironía era la de un adulto que reconoce sonriente el cálculo ingenuo de un niño. Esa noche fue la ocasión de preguntar, con tono que se quería distraído, si Andrés conocía Mar del Plata; los padres de Víctor repetían anualmente las vacaciones en las sierras de Córdoba, sordos a los pedidos del hijo, impaciente por conocer el mar, la playa, las diversiones preferidas por los compañeros de colegio. La respuesta no tardó.

—Dejame que arregle unos asuntos pendientes y te llevo a pasar un fin de semana, si no más, a Mar del Plata.

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