Dark

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Capítulo 19

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Víctor, que tanto había fantaseado con el fumadero de opio de la Isla Maciel, y le había prestado algunas imágenes, siluetas descarnadas de chinos sin edad, echados sobre jergones superpuestos en travesaños de madera, ilustraciones más bien truculentas descubiertas en un número de 1921 de Caras y Caretas comprado en los puestos de libreros de viejo detrás del Cabildo, no entendió que iba a asomarse a un espacio menos sórdido, pero cuyo potencial novelesco, bajo un pretexto higiénico, solo iba a reconocer al recordarlo años más tarde: el Gimnasio y Baños Delfos de la calle Arenales.

Anahí le había sugerido, no del todo segura de que hacía bien en comunicar esa pista, que preguntara por Andrés al morocho Sosa. Era, le dijo, un boxeador retirado que había tenido problemas, no especificó cuáles, y ahora distribuía las batas y toallas a los clientes del baño de vapor que funcionaba en los pisos superiores del gimnasio. Hace el horario nocturno a partir de las ocho, pero no subas, aconsejó como si acechara un peligro innominado, preguntá por él en la recepción y pedile que baje.

Sosa no pudo abandonar su puesto de servicio y recibió a Víctor en el séptimo piso, entre los vestuarios, las cabinas de reposo y un bar precario; las salas de vapor, el sauna y las duchas funcionaban un piso más arriba, en el último del edificio. Lo condujo inmediatamente a un pequeño depósito donde se acumulaban las entregas del lavadero, pilas de blanco entre cajas de jabones, lejos de la animación que llegaba desde un espacio invisible, vecino.

«El morocho» hacía honor a su sobrenombre y practicaba un recurso ingenuo para disimular la calvicie sobre su cráneo oliváceo: untaba la parte más árida de lo que había sido cuero cabelludo con pomada para zapatos, cuyo color negro y brillo discreto podían engañar a la distancia aunque de cerca producían un efecto más bien macabro. Conservaba un físico fibroso no ablandado, apreciable bajo la ropa de gimnasia: el de un hombre más joven que los años delatados por una mandíbula vencida y una mirada opaca. Tomaba mate sin pausa, el termo y la yerba al alcance de la mano, y Víctor sintió que sería una falta de cortesía no aceptar la invitación a compartirlo.

También sintió la distancia que al principio Sosa puso en el trato. Procuró establecer su familiaridad con Andrés y le bastó mencionar el Union Bar y la hostería Tyrol para que «el morocho» depusiera buena parte de su desconfianza.

—No te miento si te digo que hace más de un año que no lo veo. En un tiempo me hizo un gran favor y yo no me quedé atrás para retribuirle. Esas cosas marcan, son más fuertes que la sangre. No sé cuánto sabés de Andrés, pero es un gran tipo que pasó por momentos muy duros y tuvo que cuidarse. Mirá quién habla, quién hubiera dicho que yo iba a terminar aquí... Del Luna Park al Delfos... Pero del pasado mejor no hablar. El baño de vapor está abierto toda la noche y no pide documentos, como un hotel, a los pasajeros. Por eso alguna gente que no puede o no quiere registrarse en un hotel viene a quedarse a dormir en las cabinas.

Los interrumpió un individuo muy alto y robusto, cuya bata entreabierta permitía apreciar una abundante pilosidad encrespada. Con voz incongruente, casi infantil, le pidió a Sosa que le guardara unos anillos y un reloj, no quería dejarlos en la cabina mientras estuviese en el cuarto de vapor. Iba a partir cuando recordó algo y, con un gesto teatral de alarma inmediatamente transformado en sonrisa pícara, agregó a esos objetos las pestañas postizas que con mucha lentitud y precaución se quitó. Antes de salir le echó una mirada curiosa a Víctor, pero no lo saludó ni se demoró.

—Así es —continuó «el morocho», mientras guardaba en un cajón con llave los bienes confiados—. Me tienen confianza. Por si no estás enterado, la mayor parte de los clientes de un lugar como éste no se interesan por las mujeres. Y los excita pensar que, por ahí, alguno de esos hombres que son de la otra orilla, que buscan solamente donde pasar la noche sin declararse, podría, nunca se sabe, relajado por el vapor y sin tener que buscarlo, aceptar algún servicio especial. Como decía Parra, una vez no deja huella... No voy a entrar en detalles. En una época en que Andrés anduvo sin documentos venía a menudo a dormir aquí, y una noche le tuve que pedir que no volviera porque lo cagó a trompadas a uno de los mejores clientes de la casa, pobre, se le había metido en la cabina con expectativas equivocadas...

Hizo una pausa. Se concentró en el mate durante un minuto o dos antes de clausurar el tema.

—Andrés siempre tuvo problemas con esta gente, a mí no me van ni me vienen, aprendí a ser cortés para conservar este laburo de mierda, pero él siempre se fue a las manos cuando alguno se le acercó. Y pintón como era... Se me ocurre que a veces les llegó a tender un anzuelo para tener ocasión, si picaban, de descargar toda esa furia que lleva adentro.

El escritor que exhuma el personaje de Sosa, su cara y su voz desdibujadas por la distancia, y acaso lo construye a partir de retazos de otros, recuerda en cambio que no vio nada de lo que ocurría en esos pisos superiores, nada que le hubiese regalado una visión menos exótica de algo clandestino, menos en todo caso que el imaginado fumadero de opio de la Isla Maciel. Hoy se siente libre de imaginar los acoplamientos más o menos furtivos en la penumbra cómplice del vapor, consumados en la estrechez de las cabinas llamadas de reposo.

Años más tarde, un suelto de La Razón sexta le informó del asesinato de Dimos Karamanlis, el propietario del Delfos, a manos del profesor de natación del gimnasio, amante de su esposa. El cuerpo nunca apareció, pero un reloj pulsera de Karamanlis, suizo, costoso, sí apareció en la muñeca del nadador, que terminó por confesar: había ahogado al anciano y, ayudado por la viuda, había arrastrado el cuerpo hasta la azotea, desde donde lo había arrojado a una obra en construcción vecina; con puntería admirable, lo había embocado en una mezcladora de cemento.

De esa visita Víctor solo guardó unas notas que espesaban, tal vez enriquecían, el misterio de Andrés.

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