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Capítulo 20

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Finalmente, una de esas noches de enero en que el calor impide dormir hasta a los menos noctámbulos, vio a Andrés ante un billar del café donde varias veces lo había buscado sin éxito. En mangas de camisa, ensayando distintos ángulos para el taco hasta dar con el correcto según la posición de las bolas en el paño verde, entonaba bajito un tango: «Era / para mí la vida entera / como un sol de primavera / mi esperanza y mi ilusión...».

—¿Qué hacés, pibe? ¿Qué es de tu vida?

Víctor reunió toda su capacidad de dominio para fingir indiferencia y contestar en un tono liviano.

—Y vos, qué es de la tuya —preguntó, pero la voz le salió teatral y Andrés lo advirtió.

—Aquí me tenés, de vuelta del Paraguay. Tuve que ir por unos días que se hicieron semana entera. Me hubiese gustado mandarte una tarjeta postal, pero no tengo tu dirección, tampoco tu número de teléfono...

¿Cómo? ¿Acaso no dejábamos mensajes y los recibíamos en este café?, pensó Víctor, pero supo reprimir esa observación que no podía sino sonar a reproche. Haberla callado le procuró una forma de vanidad: gradualmente, de rasguño en desgarro, iba avanzando en su educación sentimental, aprendiendo qué sentimientos permitir que asomen, qué emociones convenía encubrir, cálculos que no siempre protegen de la pasión. Víctor se hubiese asustado si alguien se lo hubiera observado, si hubiera usado esas palabras para definir su conducta.

Después de otras frases sin mayor trascendencia, Andrés volvió a concentrarse en el juego. Víctor vio cómo lograba una carambola difícil y lo felicitó. Andrés le dirigió una sonrisa.

—Está bueno por hoy. Vení, vamos a divertirnos un poco.

No se sorprendió al ver que Andrés se dirigía hacia la calle: no lo iba a invitar, por supuesto, a quedarse en el café de barrio que solían frecuentar, una vez más elegía un destino no anunciado, sin duda desconocido para Víctor. Lo sorprendió, en cambio, verlo subir a un Mercedes y con soltura de automovilista poner el motor en marcha con una mano mientras con la otra le abría la puerta a Víctor.

—Es un favor que tuve que hacerle a un amigo, traerle el auto desde Asunción. Lo tengo por unos días, así que aprovechemos. Vamos a Mar del Plata, que tanto querías conocer. ¿Nunca estuviste en un casino? Vas a visitar lo mejor, vamos derecho al hotel Provincial y apenas lleguemos le pido una suite al director, me conoce del festival de cine del 54, cuando acompañé a más de una estrellita, qué tiempos, estuvo la Lollobrigida y el que te dije. Podremos entrar a las salas de nácar, las reservadas, donde se apuesta más fuerte, y tengo el teléfono de una chica muy bien que no se va a hacer rogar para traer a una amiga. Pero primero hacemos un desvío, quiero saludar a un amigo que está en la mala.

Arrastrado por el torbellino de palabras que se derramaban sin pausa ni tomar aliento, Víctor pensó vagamente que hubiese debido avisar a sus padres, con qué excusa no se le ocurría, ya era medianoche, Andrés y él llegarían a Mar del Plata a la mañana y, sin duda, no estaría de vuelta por la casa familiar durante dos días, tal vez tres. Era la primera vez que, sin las astutas explicaciones de su prima, los padres iban a enfrentarse con una ausencia injustificada. La inquietud cedió insensiblemente a una curiosidad casi perversa: ¿cómo reaccionarían?, ¿llamarían a la policía?, ¿inmediatamente?, ¿o esperarían unas horas, con la vaga esperanza de que fuese una broma, de mal gusto aclararía la madre? Acaso lo mejor fuera despertarlos en medio de la noche, llamarlos por teléfono sin darles posibilidad de preguntas ni de prohibición, con un simple, breve aviso, lleno de consideración filial. Hola, papá, voy a estar ausente durante unos pocos días...

Poco a poco, las luces de la ciudad fueron espaciándose, haciéndose menos festivas, como si no confiasen en vender la Navidad y el Año Nuevo a unos barrios sufridos. Y esos barrios que atravesaban, Víctor nunca los había visto, casas modestas que sobrevivían entre torres recientes, precarias viviendas sociales alzadas en medio de algún descampado, con un carácter indisimulable de asilo o refugio, y, más allá, un largo muro encalado, interrumpido cada tanto por una puerta estrecha que permitía entrever en el baldío escondido todo un barrio de chozas de chapa y material sin revocar, y en la vereda alguna silueta inmóvil, expresiones adustas, desconfiadas, fantasmas sentados sobre un banquito de paja, mate en mano, buscando alivio para el bochorno del verano.

Cuando salieron de la ciudad, entraron en una noche sin alivio. Los pocos focos que cruzaban iluminaban carteles indicadores, Ingeniero Maschwitz, Del Viso, Manzanares; cuando llegaron a Pilar Andrés, se internó por un camino de tierra hasta detenerse, al lado de lo que parecía una carpa de circo abandonada, ante una casa modesta con luz en la ventana. Andrés bajó, Víctor lo siguió sin preguntar.

Le impresionó el hombre que los recibió: muy alto, macizo a pesar de sus años, vestido de gaucho, bombacha, botas camperas, rastra con monedas de plata, y hablando con acento extranjero. Pareció contento de ver a Andrés, sin comentar lo tardío de la hora, y fue a buscar una botella de barro, alta y delgada. Ginebra Bols, leyó Víctor en la etiqueta. Llenó tres pequeños vasos sin preguntarles si querían beber.

Mientras Andrés y el dueño de casa hablaban, Víctor se interesó en las fotografías enmarcadas que cubrían la pared. En ellas reconoció, mucho más joven, solo vestido con un taparrabos que imitaba la piel de leopardo, al gaucho que pronunciaba frases de lunfardo con acento pedregoso. Exhibía músculos y tórax dignos de un concurso. Esas imágenes declinaban un inventario de proezas del pasado: con un tablón de madera sobre el abdomen, el atleta sonreía bajo el paso de un camión; rompía en dos una guía de teléfonos sin más armas que sus manos; con un brazo extendido, impedía el despegue de un avión. Desde otros marcos desfilaban momentos muy distintos de su vida: sonreía, con traje y corbata, al lado de personajes desconocidos para Víctor; algunos, supuso, serían del mundo de la política por los prominentes abdómenes y las sonrisas cínicas, otros del mundo del espectáculo por la desenvoltura con que no disimulaban el cinismo de esas mismas sonrisas. Los nombres de todos ellos, abolidos pocos años atrás, no hubiesen despertado en Víctor siquiera un eco impreciso; habían firmado, todos, las fotos dedicadas con palabras de amistad «para el benefactor de los humildes», cuyo nombre de pila, de origen inubicable, Víctor pudo deletrear como Zoltan.

Al despedirse, Andrés dejó un fajo de billetes en un estante donde, Víctor no pudo dejar de observar, no había libros. El hombre que tal vez se llamara Zoltan siguió ese gesto con mirada casi emocionada. Aunque no se detuvo en la ofrenda, cuando abrazó a Andrés lo estrechó con fuerza.

—Cuidado, viejo, que todavía tenés músculos. Me vas a romper las costillas.

Antes de salir, el dueño de casa le regaló a Víctor una medalla con su efigie. En torno al perfil, en letras que imitaban caracteres arcaicos, estaba grabado HERMANO MAYOR ZOLTAN TE BENDICE.

De vuelta en el camino, Andrés le contó a Víctor que ese atleta ganador de varias medallas, cuando su energía empezó a fallar y sus contactos con el poder menguaron, creó una obra social para los desocupados de la zona, sopa popular, medicina y asesoría legal gratis. Los aportes de algunos empresarios de su mismo origen, más que las ofrendas de los fieles, le permitieron ampliar sus actividades, vivir decentemente. En algún momento llegó a curar por la fe y se hizo fama de santón.

—Un gran tipo. Aunque no lo creas, judío. Creo que húngaro... Quería que lo conocieras, aunque solo fuera de paso. Un tipo así no lo vas a encontrar en tu ambiente. Y quién sabe, a lo mejor es de gente como él sobre la que algún día vas a querer escribir.

Pocos kilómetros más adelante, sin haber encontrado el entronque con la ruta a Mar del Plata, el automóvil se incrustó en un panel publicitario no iluminado.

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