Dark

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Capítulo 21

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Recuerda que no recuerda. ¿La voz de un médico, de un enfermero? Tenía los ojos cerrados, solo le llegaban sonidos y olores, una mezcla de desinfectante y antiséptico, el chirrido metálico de una camilla sobre las baldosas de un pasillo de hospital.

—Tuvo suerte... El chico tiene el mismo tipo de sangre... No hubo que esperar para la transfusión, con tanta sangre que había perdido...

Otra voz.

—Suerte sobre todo porque le va a venir bien sangre joven, de alguien sano. Ya antes de hacer los análisis te puedo decir que este tipo está bastante averiado. Y no hablo solo del alcohol...

Risas. Ninguna imagen.

Solo recuerda que abrió los ojos, ¿minutos?, ¿horas más tarde?, cuando Andrés lo sacudió y le habló en voz baja.

—Tenemos que irnos. Después te explico.

¿Había pasado un día?

Andrés ya estaba vestido. Él encontró en un armario la ropa manchada que había estado limpia antes del accidente, antes de la visita a Zoltan, antes del encuentro en el café de Colegiales; intuía vagamente que todo eso era el pasado, reciente tal vez pero irrevocablemente pasado.

A la salida del hospital esperaba una fila de taxis. Andrés se dirigió al primero y dio como destino la estación de Tigre. Víctor reparó en algo que no había notado antes: el amigo tenía un brazo vendado hasta el hombro y la venda estaba manchada con sangre ya seca.

—No podemos volver a la ciudad. —Una vez más, Andrés hablaba atropelladamente, con el mismo ímpetu con que le había prometido a Víctor descubrir Mar del Plata, las salas de nácar del casino, unas chicas complacientes que ya nunca verían—. El auto quedó destrozado y se lo llevó la grúa de la policía caminera. Puede ser que ya encontraron lo que estaba escondido en los guardabarros, en todo caso no tardarán en encontrarlo. No me preguntés qué es, no lo sé y no quiero saberlo. Lo cargaron en Asunción. Pero el que espera la entrega no va a perdonar, a él no le importa que haya sido un accidente. Yo no tengo salida. Ya sea que la policía averigüe quién conducía el auto al cruzar la frontera, o que el dueño del Mercedes quiera ajustar cuentas, en cualquier caso estoy marcado. Por suerte la plata que íbamos a jugar en el casino la tenía cosida en el forro del pantalón, en la guardia del hospital solo me robaron la que llevaba en el bolsillo.

De tantas matinés en cines de barrio, de esas viejas películas norteamericanas en copias gastadas, mutiladas, de un género que aún no había ganado prestigio como film noir, de su universo nocturno de personajes escurridizos, apariencias engañosas y lealtades falaces, de todo ese oscuro territorio de ficciones que habían alimentado su imaginación más aún que los libros, Víctor descubría, en ese viaje que era una huida, un equivalente lejano de Hollywood, cimarrón y sin subtítulos. Se veía proyectado a una ficción vivida, actor, ya no espectador. Las manchas en la venda del brazo de Andrés eran de sangre, no de maquillaje.

El viaje fue largo. Andrés le explicó que los habían llevado, inconscientes, a un hospital de San Martín. Para evitar la entrada a Buenos Aires iban a tener que cruzar varios caminos suburbanos y tomar desvíos hasta llegar a Tigre. Era al atardecer ¿del día siguiente al que partieron de Colegiales? cuando llegaron a la estación fluvial. La última embarcación colectiva ya había partido y Andrés alquiló una lancha privada. Antes de partir, compró provisiones en el almacén de la estación.

El piloto pareció sorprendido por las indicaciones que recibió y Andrés debió repetir. Solo aceptó llevarlos cuando tuvo en mano una cantidad de billetes sin duda superior a la que estaba acostumbrado a recibir. Se internaron por riachos de orillas despobladas, silenciosas, de casonas cerradas acaso definitivamente. Una media hora más tarde la lancha atracó, a pesar de las dudas del piloto, en un muelle de madera endeble, pilotes atacados por una podredumbre visible. Ya era noche.

No había electricidad en la casa, y Andrés iluminó el camino con una linterna de bolsillo. Víctor entrevió en las paredes restos de una decoración que alguna vez había sido cuidada; en un rincón, el asiento hundido de un sillón se abría para exhibir resortes; en el piso, un almanaque, abierto en la lámina correspondiente a mayo de 1946. Se quedó solo mientras Andrés revisaba las habitaciones vecinas. Se sentía más incómodo que asustado, en medio del olor acre y dulzón de maderas y vegetación corrompidas por la humedad, de su propia transpiración adherida a una camisa que no iba a poder cambiar. Muy pronto Andrés volvió con un paquete de velas y las distribuyó por el piso. Cuando las encendió, las llamas vacilantes, lejos de disipar una atmósfera que podía ser inquietante, dotaron de sombras y luces intermitentes lo que Víctor, ya instalado en su ficción privada, reconoció en silencio como una

old dark house.

—Era una hostería de calidad, muy concurrida —informó Andrés—. Pero se hizo fama de mal agüero. Parece que hace mucho se suicidó aquí un poeta famoso. Cada vez vinieron menos clientes, finalmente tuvieron que cerrar y no encontraron comprador. Los herederos no tenían con qué mantenerla y la dejaron venirse abajo. Alguna vez, cuando tuve problemas, pasé un día o dos aquí... Hoy no es cuestión de ir a lo de Franca, el dueño del Mercedes es amigo de la casa y ella nos delataría.

Víctor sugirió la posibilidad de dormir al aire libre en el embarcadero: a pesar del calor y los mosquitos, la brisa traería un poco de alivio al encierro de la casa. Andrés fue terminante.

—No te arriesgues. Hay luna llena. ¿No sabés que si dormís a cielo abierto una noche de luna llena te volvés loco? Lunático, de ahí viene la palabra.

Víctor no esperaba este apunte filológico de parte de Andrés. Tampoco pensaba en sus padres, expulsados de su ansiedad, de todo sentimiento de culpa. Mientras comían el jamón y el queso que Andrés había comprado en la estación, una sola pregunta lo acosaba; finalmente logró ponerla en palabras: cuánto tiempo se quedarían en ese paradero inhóspito. Pensó pero no pronunció la palabra «aguantadero», otro hallazgo recogido en las noticias policiales del diario de la tarde.

—Mañana a la mañana pasa por aquí la lancha de frutas y verduras, la voy a parar y pedirle que nos lleve a un embarcadero de donde salen transportes hacia Carmelo. Una vez en el Uruguay, si los he visto no me acuerdo.

Víctor desechó todo pudor para preguntar si ese «no me acuerdo» lo incluía.

—¿Cómo se te ocurre, pibe? Tengo tu sangre en las venas... —Hizo una pausa incómoda—. Si querés seguirme, te llevo. Pero tengo miedo por vos. Merecés algo mejor.

La posibilidad de elegir una aventura sin meta ni duración cargó a Víctor con una responsabilidad inédita. Estaba cansado, tenía miedo, y postergó toda decisión para la mañana siguiente.

Antes de dormirse volvió a escuchar palabras del amigo, su imprevisto, improvisado tutor literario: le había presentado a un atleta de circo envejecido, convertido en pastor de almas, acaso en curandero, inverosímil judío húngaro disfrazado de gaucho, porque, decía, en el ambiente que era el de Víctor no iba a conocer gente como él, gente sobre la que algún día tal vez le interesase escribir. Pero la única persona que tampoco hubiese conocido en esa vida que había sido la suya hasta pocas semanas atrás, alguien de quien algún día iba a querer escribir, era Andrés.

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