Dark

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Capítulo 4

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Intenta detener, no sin esfuerzo, el aluvión de imágenes, de añicos y residuos del pasado que se asocian y agolpan en su memoria. Quiere hacer foco en un momento de su adolescencia, en un personaje.

Una noche de octubre, palpitando ya en el aire las primeras brisas de la primavera, se había aventurado al hoy demolido Union Bar, en la esquina de Balcarce e Independencia. Temía que su edad pudiera hacer que lo expulsaran de ese tugurio que prometía indefinidas aventuras, acaso solamente su atisbo, y tenía preparada una coartada, débil, poco convincente, de cuya eficacia dudaba. Voy a esperar a mis padres, que pasarán a buscarme por aquí al salir del teatro, había repetido varias veces antes de entrar, para poder decir esas palabras con soltura, sin balbucear, ante el primer rechazo.

Para su alivio, nadie pareció advertir su presencia. Se deslizó pegado a una pared hasta aproximarse a la tarima donde un bandoneonista se afanaba amorosamente sobre su fuelle, las solapas del gastado esmoquin no menos relucientes que el pelo rígido bajo la gomina; a su lado, una mujer, expresión cansada, maquillaje enfático, esperaba sentada el momento de acercarse al micrófono y entonar con voz inesperadamente fresca: «Yo de mi barrio era la piba más bonita / y en un colegio de monjas me eduqué».

No era ese modesto espectáculo lo que podía retener su atención, esperaba que más interesante fuese la concurrencia, aunque al barrerla con la mirada no la halló a la altura del exotismo buscado, rostros anónimos, ropas indiferentes, alguna pareja mejor vestida, de sonrisa condescendiente, que parecía haber recalado allí en busca de emociones menos literarias que las imaginadas por él. En algún momento su inspección se cruzó con la mirada de un hombre sonriente, que parecía haberse divertido observándolo. Se sintió descubierto, y a pesar de la distancia que los separaba buscó en su memoria, como si lo interrogasen, la justificación ensayada antes de entrar, de pronto olvidada. Pasó a concentrarse en el músico y la cantante, ya no nostálgica sino dramática: «Hoy bailo el tango / soy milonguera / me llaman loca / y qué sé yo. / Soy flor de fango / una cualquiera / culpa del hombre / que me engañó». No advirtió que el hombre se había acercado hasta que, de pie detrás de él, habló.

—¿Te gusta el tango, pibe?

No supo qué contestar. El hombre no pareció molesto por su silencio y siguió hablando con la mirada fija en la cantante.

—Sos muy chico para conocerla, pero en los años treinta fue famosa. Cantó con Canaro hasta que la Falcón le hizo la vida imposible, lo obligó a desplazarla. Después dio muchos tumbos pero en los cuarenta volvió gracias a la amistad de la Señora, eran amigas de tiempos de la radio. La Señora nunca olvidó, ni lo malo ni lo bueno, y le dio una mano. Tuvo una segunda carrera hasta que la Libertadora la puso en una lista negra. Nunca se repuso. Ahí la ves. Conserva la voz pero no logra cantar fuera de piringundines como éste. Mucha de la gente de edad que ves aquí viene por ella.

El hombre que fue aquel adolescente no logra recordar cómo reaccionó ante esas palabras amables que no cuestionaban su presencia en el bar y se dirigían a él como a un conocido. Recuerda, sí, que cuando el hombre le preguntó qué música le gustaba confesó, no sin timidez, porque su respuesta, intuía, podía expulsarlo fuera del territorio que había elegido explorar, que seguía el

hit parade norteamericano en el programa de Radio Mitre

Música en el aire.

—Sí..., a los chicos de tu edad no les gusta el tango, no entienden la letra y la música los deja afuera. Pero no importa. El tango te espera. Va a llegar un momento de tu vida en que al escuchar un tango te vas a dar cuenta de que el tango cuenta todo lo que sentís. Todo lo que viviste.

Los aplausos vehementes que recibió la cantante confirmaron que había acudido a escucharla un público leal. Bajó de la tarima seguida por el bandoneonista; él se eclipsó, ella aceptó la invitación del hombre, sienes plateadas inmovilizadas con fijador, corbata rígida sobre pecho y abdomen, que parecía haber estado esperándola sin beber ante una mesa aislada en un rincón.

El debutante aceptó la invitación del desconocido. Del océano de trivia sube a la superficie el nombre de su gaseosa preferida: Indian Tonic. El hombre pronunció dos palabras, cuba libre, mezcla inocua de Coca-Cola y ron que para quien tenía vedado el alcohol pertenecía a la novela de la noche.

El investigador memorioso que la edad ha hecho de aquel adolescente se pregunta si solo la ignorancia alimentada por la censura ubicua de aquellos años puede explicar que un chico no intuyese algún peligro en esa situación. O si, por el contrario, el poder silencioso de todo aquello «de lo que no se habla» despertaba una curiosidad sin objeto definido, encendía reservas de intrepidez. Con los años no solo ha aprendido a descreer en la inocencia de la infancia, también admite que en la adolescencia suelen convivir, inextricables, torpeza y oportunismo.

El desconocido se presentó como Andrés. Impulsado por un afán de ficción, él mintió: dijo que se llamaba Víctor.

—Qué interesante —opinó el hombre que decía llamarse Andrés—. Es un lindo nombre, poco frecuente hoy. Están de moda Germán, Fabián, Diego. Tus padres deben de ser personas cultas.

Poco acostumbrado a escuchar un elogio a su familia, el chico que había dicho llamarse Víctor no encontró nada que decir. Andrés no esperó que hablase y continuó en el mismo tono, una familiaridad cauta que no podía sino poner cómodo al joven que había abordado poco antes. Minutos más tarde, ya había averiguado que Víctor estudiaba en el Colegio Nacional Buenos Aires, que vivía con sus padres en el barrio de Colegiales, que no tenía hermanos. A su vez, el adolescente intentaba acertar con una edad posible para su interlocutor. ¿Cuarenta? ¿Cincuenta? Todo adulto de más de treinta y cinco años ingresaba para él en un limbo impreciso del que pasaría, abruptamente, a una ancianidad decretada por la espalda encorvada y el andar vacilante.

Al salir al Paseo Colón, Víctor, liberado del humo de cigarrillo, del encierro del bar, respiró con fruición el fresco nocturno. Andrés lo acompañó a la parada del colectivo y se despidió con un apretón de manos. Durante el largo trayecto que lo devolvería a su vida cotidiana, al nombre que aparecía en su documento de identidad, Víctor sintió, entusiasmado, que había dado unos primeros pasos en tierra incógnita. Solo. Lejos de su familia. Había merecido la atención de un adulto que le hablaba sin condescendencia ni severidad, que escuchaba sus respuestas con atención. También se dio cuenta de que no sabía nada de Andrés. Demasiado inexperto como para sacar conclusiones de la ropa, del vocabulario o de la entonación en el habla, inauguró para él un espacio inexplorado en su imaginación: Andrés sería el primer personaje conocido fuera de los libros al que podía prestarle rasgos de ficción.

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