Dark

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Capítulo 6

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Por el escenario del Nacional desfilaban mujeres con pequeñas estrellas de strass adheridas a los pezones y sobre el pubis un minúsculo recorte de tela no menos brillante, sostenido por un hilo plateado que les rodeaba la cintura y se escondía entre las nalgas. Tenían, todas, la piel sedosa, brillante, regada de minúsculas motas de polvo plateado que emitían destellos cuando las rozaba un haz de luz. Eran muy altas, o lo parecían gracias al calzado de generosa plataforma, también refulgente, que por contraste realzaba su retaceada desnudez. Víctor seguía sus evoluciones al compás de la estridente música que surgía del foso de la orquesta. En algún momento las coristas formaron dos alas a ambos lados de una escalinata hasta ese momento oculta, en su cima apareció la que, codazo de Andrés mediante, entendió que era la vedette, el plato fuerte del espectáculo: aún más alta que las otras mujeres, piernas largas que parecían llegar más allá del talle para sostener pechos esculturales, erguidos sin ayuda, toda la piel de un color bronce que no parecía adquirido en alguna playa ni pintado. Dominaban la cara ojos subrayados por líneas negras como el pelo.

—Se hace pasar por francesa —susurró Andrés—, porque actuó en París y recaló aquí con una gira del Folies Bergère, pero es mitad rusa, mitad gitana.

Tanto exotismo exaltó más que cualquier droga la atención de Víctor. Siguió cautivado los pasos rítmicos, sin prisa, con que la vedette bajó la escalinata, deteniéndose brevemente en cada escalón, imprimiendo una leve oscilación al alto tocado de plumas que sostenía sin esfuerzo aparente sobre la cabeza mientras la orquesta redoblaba la efusión de bronces y percusiones. Al llegar al nivel del escenario, salieron de entre bastidores un enjambre para el que Víctor aún no tenía la palabra boys. Vestidos con esmoquin blanco de solapas plateadas escoltaron a la vedette sin escatimar expresiones de embeleso y revoloteo de manos; los dos más próximos a ella fueron los primeros en arrodillarse como ante una imagen divina, los demás los imitaron unos tras otros creando un movimiento ondulatorio parecido a un oleaje. Ella dio dos pasos hacia el público y habló en francés, traduciéndose inmediatamente con un acento que a Víctor le pareció encantador.

L’ai-je bien descendue? ¿La bajé bien, muchachos?

El público masculino rugió entusiasmado, las mujeres poco numerosas que lo acompañaban rieron, la orquesta culminó con acordes unánimes, ensordecedores, las luces de escena parecieron aumentar su intensidad, arrancar nuevos destellos a los brillos de ropa y maquillaje. Los aplausos no esperaron a que el telón cubriera ese derroche de espejismos.

—Vení, te llevo a los camarines, así las podés ver de cerca.

Al llegar al teatro, un hombre en uniforme de fantasía se había acercado a ellos para decir, con autoridad tranquila, que la revista no era apta para menores. Por toda respuesta, sin una palabra, Andrés le mostró un carnet, Víctor nunca sabría de qué institución, y el guardián depuso toda severidad para producir una sonrisa y murmurar que disfruten del espectáculo.

(Hoy, el escritor, que recupera gestos y palabras de un pasado lejano que le parece apenas suyo, entiende que ése fue un momento decisivo en la relación del adolescente con su nuevo amigo: si antes lo había dominado la curiosidad, con ese gesto nació la admiración.)

El mismo hombre de uniforme y galones que se había interpuesto cuando llegaron les abrió sonriente una pequeña puerta que conducía a una escalera, a un subsuelo, a pasillos donde gente, no toda vista en el escenario, iba y venía, agitados, febriles. Pasaron ante la puerta abierta de un camarín: una docena de boys, sin dejar de quitarse el maquillaje y las galas de escena, dirigieron una mirada curiosa al adolescente que, acompañado por un hombre que no parecía ser su padre, se internaba en territorio ajeno. Al pasar, Andrés cerró la puerta sin detenerse.

—Maricones, todos —comentó.

Víctor descubría una sensación distinta de la fascinación que minutos antes había sentido ante un mundo recién descubierto. Había sido espectador de una revista, uno entre doscientos; ahora le parecía estar actuando en una película gracias al privilegio no compartido de acceder al otro lado del espectáculo.

Ante la puerta cerrada de otro camarín, Andrés golpeó suavemente y preguntó con voz fuerte si se podía pasar. Una de las coristas, ahora envuelta en una bata de colores vivos, se asomó, pareció reconocerlo y dudó un instante al ver a Víctor. Detrás de ella asomaron otras, batas entreabiertas que permitían apreciar pechos ya liberados de las estrellitas de strass. Ante la mirada alerta del adolescente, una risa contagiosa recorrió ese estrecho espacio, dos filas de espejos enmarcados por luces enceguecedoras que duplicaban una docena de cuerpos maquillados.

—Dejalo afuera o el inspector nos va a multar por recibir a un menor en el camarín... —aconsejó la que había abierto la puerta.

Andrés le pidió a Víctor que esperase en el pasillo, es cosa de un minuto, y cerró la puerta al entrar. Del camarín llegaron risas aún más sonoras y Andrés, efectivamente, no tardó en salir, limpiándose la nariz con el pañuelo que siempre lucía en el bolsillo superior del saco.

—Andando, pibe. Tengo con qué invitarte a un restaurant como la gente.

Víctor, entusiasmado por la aventura que estaba viviendo, preguntó si no podían ver a la vedette francesa. Andrés le explicó que muy pocas personas, el maquillador, la vestuarista, el director de escena, estaban autorizados a entrar en su camarín no compartido.

(El escritor desciende a los pasadizos de la memoria como al túnel de una mina. Al rato surge un restaurant de la calle Callao, larga fila de pequeños espejos todos iguales enmarcados contra una pared, comensales que a medianoche despliegan risas y voracidad que Víctor no imaginaba a esa hora.)

Andrés le explicó que el restaurant estaba abierto toda la noche, a eso de la una llegaba la gente de teatro; a partir de las cuatro y hasta las siete u ocho, la fauna de cabarets y night clubs. Todos reponían fuerzas gracias a la especialidad de la casa, un puchero generoso.

—Pero nosotros no vamos a comer eso. Vas a probar algo más rico.

(El escritor recuerda: huesos de caracú, tostadas, sal gruesa.)

Andrés untó las delgadas rodajas de pan con la médula y las cubrió con granos de sal. Víctor mordió la primera disimulando su aprensión, la médula babosa resbaló sobre la lengua y se perdió rápidamente en su garganta. Le quedó un regusto sabroso. Sonrió a la mirada expectante de Andrés, tan satisfecho de hacerle probar algo nuevo como poco antes había estado de darle a conocer un espectáculo de revistas.

Andrés pidió una jarra de tinto y una gaseosa para su amigo.

—¿Tus padres no te dicen nada si volvés tarde?

Víctor explicó que la madre siempre tenía listo un reproche, el mismo con pocas variaciones, para recibirlo en la mesa del desayuno; el padre, en cambio, veía con satisfacción esas primeras trasnochadas, que suponía eran índice de la virilidad que se iba definiendo en el hijo.

Al salir del restaurant, Víctor comprobó que a esa hora ya no pasaban los colectivos que hubiesen podido devolverlo a una vida que, ahora estaba seguro, ya le estaba quedando chica. Andrés le puso un billete en la mano.

—Tomate un taxi, pibe. Mañana tenés que despertarte temprano, ir al colegio y necesitás descansar.

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