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Capítulo 12

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El chico que una calurosa noche de noviembre tomó en la estación Retiro el tren de las 23.14 en dirección a Tigre lo hizo a último momento.

Había despedido a un hombre que por su edad hubiese podido ser su padre, aunque algo en el trato, en gestos y saludos intercambiados no correspondía a ese parentesco. El hombre subió al tren, el chico se alejó por el andén rumbo a la salida hasta que, con un movimiento súbito, subió él también a dos vagones de distancia del que el hombre había elegido.

Al llegar a la estación San Fernando el hombre bajó, el chico esperó a que se alejase para bajar él también y dirigirse en la misma dirección. Lo siguió por calles arboladas, apenas iluminadas por lámparas vacilantes encubiertas por el follaje, manteniendo una distancia prudente pero no regular, ya que por momentos se escondía detrás del tronco de un árbol esperando que el paso del hombre retomase el ritmo un instante interrumpido. A unas cuatro cuadras de la estación lo vio detenerse ante una casa de dos pisos y tocar el timbre. Una sombra indistinta abrió la puerta. El hombre entró.

El chico esperó unos minutos antes de acercarse. En una placa metálica fijada a un lado de la puerta leyó: LOS PLÁTANOS - PENSIÓN FAMILIAR. El edificio le pareció curioso, era humilde pero no desdeñaba algunas efusiones ornamentales sobre puerta y ventanas; un pequeño jardín, una higuera ponían una pequeña distancia con la calle.

Aquella noche de noviembre, el silencio estaba poblado por el rumor de infatigables grillos machos que convocaban a sus hembras. Sin saber muy bien qué esperaba, el chico se quedó unos minutos ante la casa. Ninguna de las ventanas que daban a la calle se iluminó. Nadie pasaba por allí. Finalmente, cuando el calor se hizo más opresivo y un trueno anunció la tormenta que lo aliviaría, rehízo el camino que lo llevó a la estación. Tomó el primer tren pero no bajó en Retiro sino en Belgrano. Esperó bajo la lluvia el colectivo, ya no un taxi, que lo devolvería a Colegiales, a la indeseada protección de la casa paterna.

(Medio siglo más tarde, el escritor se deja llevar por un impulso casi morboso, del que toda nostalgia está ausente, y busca esa calle, esa casa. Comprueba que nada excepcional la distinguía. Como tantas otras construidas hacia 1920, debió de ser en su origen una casa de familia, ya rebajada, décadas más tarde, a una condición servil por los descalabros de la economía y la política. Quién sabe, piensa, tal vez en aquel final de los años cincuenta del siglo pasado aún resistieran, refugiados en un piso alto, los dueños originales... A principios de un nuevo milenio, la casa, pintada de colores estridentes, anuncia los servicios de un salón de masajes.)

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